Introducción
Junio de 2018, dos millones de mujeres inundan las calles céntricas de la Ciudad de Buenos Aires, reunidas en la plaza del Congreso de la Nación para esperar que la cámara de diputados argentina dé media sanción al proyecto de legalización del aborto. La convocatoria es televisada con asombro por la prensa. La sociedad argentina, en la calle, en las escuelas, en la mesa familiar discute la igualdad de género.
A diez cuadras del epicentro de esta movilización, en el barrio de Recoleta, la calle tiene otro sonido. Los autos que circulan diligentes por esta zona neurálgica de la ciudad no opacan el canto de los pájaros. El sol, en esta mañana de invierno, se posa amable sobre los lujosos edificios que bordean la plaza Vicente López. Los transeúntes parecen venir de todos lados: un turista brasilero busca el departamento de la actual vicepresidenta, hombres, mujeres, niños hacen fila en la puerta de la iglesia de las Hermanas Esclavas del Sagrado Corazón, empleadas domésticas empujan cochecitos y perros, un señor con sombrero, bastón y saco príncipe de gales es llevado del brazo por una enfermera. Entre la multitud se encuentran, perfectamente reconocibles entre sí, las dueñas de esas cuadras. Son señoras y madres jóvenes que cumplieron su sueño: “Todos mueren por vivir en Juncal”,1 dirá más tarde una entrevistada. El área cercada de los juegos está llena de niños. Sus madres los observan desde el perímetro enrejado, intervienen ante caídas o median cuando varios quieren subir la trepadora al mismo tiempo. Ellas se saludan con confianza.
Las mujeres cuyas historias de vida forman parte de este artículo se reconocen en la plaza, se saludan, viven o aspiran a vivir en las inmediaciones, fueron compañeras de colegio o sus hermanos compartieron aulas; aspiran a que sus hijos vayan a esas mismas escuelas y sus maridos son amigos; seguramente sus padres, madres y abuelas se conocen también desde la infancia, veranean en Punta o en Villa la Angostura y se encuentran durante los fines de semana en clubes exclusivos. Comparten un círculo de sociabilidad, el de “la clase alta” argentina. Ellas no van a la plaza del Congreso porque reivindican en su vida cotidiana posturas antitéticas a aquellas que defienden esos colectivos de mujeres: la naturaleza esencial del rol de la mujer como madre, el prestigio de su rol a cargo del hogar y el privilegio de no depender de un sueldo propio.
¿Quiénes son estas mujeres cuya aspiración última es ser madres y esposas? ¿Cómo aprenden las mujeres de la clase alta ese placer por el cuidado de la familia y el mantenimiento del hogar? ¿Cómo se construye el deseo de ser “la reina del hogar”?
A lo largo de este artículo se reconstruyen las trayectorias y las experiencias formativas (Rockwell 2009) de diversas mujeres de la clase alta argentina para comprender las relaciones entre género y clase social. A partir de un abordaje socio-antropológico, que incluye tanto entrevistas en profundidad a mujeres y hombres de este grupo social como observaciones participantes, se reconstruyen los modos en que estas mujeres viven auténticamente y no de prestado (Willis 1988) su destino de género y de clase.
Diversos trabajos (Scott 1993; Gorban y Tizziani 2018; Queirolo 2018; Skeggs 2019; entre otros) han puesto el foco en los modos en que se articulan la clase social y ciertos sentidos acerca de “ser mujer”. Se señaló que si bien el trabajo doméstico no remunerado ha sido una de las formas de reconocimiento social de las mujeres - en tanto permite el cuidado y el sostén del grupo familiar - la regulación de la vida adulta de ellas no es igual en todas las clases sociales. Esta investigación se inserta en una tradición que analiza la relación entre género y la clase alta (Ostrander 1984; Holland y Eisenhart 1990; Connell 2000; Ortner 2003; Piscitelli 2006; Kenway, Langmead y Epstein 2015) y busca contribuir a los análisis que, a partir del registro de las prácticas y los sentidos que construyen las mujeres de clase alta documentan que las representaciones de género son un campo de disputa (Vieira 2003; Lima 2003). Se mostrará que, en la Argentina, la reivindicación de posturas conservadoras por parte de estas mujeres - la reproducción de un rol de género subordinado - es parte de una lucha por conservar un lugar social de privilegio: el de la clase alta.
¿Quiénes son las mujeres de “la clase alta”?
La “clase alta argentina” es una categoría social que describe a un grupo de familias que en virtud de sus apellidos, su vinculación con “el campo” - con la propiedad de la tierra en las zonas agropecuarias más productivas de ese país - y de su antigüedad de residencia en la Ciudad de Buenos Aires se reconocen y son reconocidas por el sentido común como una elite social. Independientemente de su riqueza y de su poder político, estos grupos de parentesco comparten una red de relaciones exclusivas y excluyentes. Vinculadas entre sí a partir de alianzas matrimoniales, los miembros de estos linajes comparten espacios de sociabilidad común.
Sus ingresos salariales, pero sobre todo de la propiedad de tierras y sus bienes personales, ubican a este sector entre los más ricos de la población.2 Además, integran corporaciones, ocupan posiciones políticas o se vinculan con posiciones de poder (Landau, Gessaghi y Luci 2018). Sin embargo, se proclaman y son reconocidas como una elite social en tanto no es el dinero o el poder político el recurso a partir del cual disputan su privilegio. Las grandes familias justifican su estatus a partir de la puesta en escena de valores y tradiciones que desconoce el origen material de la fortuna familiar.
La clase alta no existe en sí misma. Al contrario, depende de un trabajo activo, constante, material y simbólico, de formación del grupo social (Gessaghi 2016). Un trabajo que implica mantener a la familia unida a partir de construir y pasar a las nuevas generaciones la historia y la genealogía familiar. Pero por sobre todo se sostiene sobre la transmisión a los nuevos miembros del respeto y el deseo de seguir perteneciendo a ese grupo social a la vez que del modo adecuado de comportarse en él.
Para documentar la experiencia de las mujeres en este grupo social, el artículo recoge un trabajo de campo multisituado (Marcus 1998) llevado a cabo durante los últimos 13 años con la clase alta argentina. A lo largo de ese período se realizaron más de 100 entrevistas en profundidad a hombres y mujeres entre 30 y 88 años. Entre los años 2017 y 2019 se entrevistó a 15 nuevas mujeres entre 30 y 44 años.3 La mayoría de ellas tenían hijos pequeños. Las entrevistas se realizaron en el barrio porteño de Recoleta o en el country en zona norte donde algunas viven o pasan el receso de verano.4 Todas las mujeres son egresadas de colegios tradicionalmente elegidos por la clase alta. Excepto una soltera, las entrevistadas estaban casadas y tenían tres hijos en promedio. Profesaban la fe católica. Sus progenitores estaban casados hace más de 40 años; una sola de ellas sufrió la separación en vida de sus padres. Portan apellidos tradicionales o contrajeron matrimonio con alguien que lo tiene. Tres de ellas trabajaban en relación de dependencia pero cumpliendo un horario part-time o haciendo home office; cinco eran amas de casa y el resto trabajaban de forma independiente.
El recorte realizado respondió a un criterio de género, generacional y de clase. Cada biografía aporta un punto de vista singular a la problemática, permitiéndonos acercar desde matices y aspectos comunes a la articulación entre género y clase. El trabajo de campo combina entrevistas biográficas, conversaciones espontáneas surgidas en contextos cotidianos y observaciones con características etnográficas. Cada trayectoria es indagada como un caso particular buscando incluir los acontecimientos propios de la vida de cada mujer en un presente historizado (Rockwell 2009).
Las mujeres y el trabajo de formación de la clase alta argentina
Pertenecer a la clase alta implica formar parte de una red de familias que pone en vinculación a distintos sujetos que se conocen y se reconocen: “entre familias tradicionales siempre vamos a hablar y va a haber algo en común. Más o menos en dos minutos de conversación vamos a sacar algo en común o que conocemos a alguien en común.” Son los abuelos o abuelas los que conocen con mayor precisión los vínculos dentro de la red pero, habitualmente, el conocimiento genealógico circula de manera “innata”: todos los entrevistados recuerdan quiénes eran sus bisabuelos y aun sus tatarabuelos.
Pero no es sólo a través del reconocimiento de quienes integran la red que se forma la clase alta. La historia familiar también contribuye a fijar la identidad de cada familia en un origen noble, ligado al esfuerzo de trabajar la tierra y de haber participado de la creación de la Argentina a fines del siglo XIX. Estos relatos se transmiten de generación en generación.5 Historias legendarias llenas de parientes que viven situaciones heroicas son parte de un trabajo de institución simbólica que separa a las grandes familias del origen material de sus fortunas. Estas narraciones justifican el estatus por la puesta en escena de valores y tradiciones que articulan lazos de parentesco con el destino del país, fijando la identidad de la familia en un origen antiguo, casi mitológico (Zalio 1999).
Este conjunto de prácticas - los relatos, la reconstrucción del pedigree familiar - tiene como principal objetivo situar a cada descendiente en un linaje cuyo criterio de pertenencia no es el éxito económico, sino la adopción de comportamientos, ritos y valores. Pero el trabajo de producción de la clase alta no se reduce a la creación de relatos, sino que involucra compartir un tiempo en la vida cotidiana. Cecilia Escalante Duhau 6 cuenta que su abuela “murió a los 95, muy vieja y muy lúcida: una matriarca. Y ella tuvo diez hijos y [de ellos], por ejemplo, dos tuvieron diez hijos. Yo tengo cincuenta primos hermanos. Era tan enorme la familia […] otros tenían nueve, otros tenían diez, y mi abuela los reunía, porque era una matriarca. Nos reunía y todos nos conocíamos.” Ese trabajo que realizan las abuelas se multiplica en encuentros de toda la familia en el campo, en ocasiones como los aniversarios: “Cuando yo era joven a mí me decían Escalante Duhau, seguro o que era primo o primo segundo que también los conocía.” La familia se crea y se recrea, ello exige un trabajo que debe tomar alguno de sus integrantes: las mujeres, mayormente (Lima 2003). “Mi hermana Clara mantiene el contacto [y] sabe que Dolores No-sé-qué No-sé-cuánto, la prima, se casó con… A mí no me interesa. A Clara sí.”
Mantener buenas relaciones entre los miembros es muy importante para conservar la familia unida. Su integración y armonía es crucial, ya que así se transmite el prestigio pero también el capital económico. Como señala Yanagisako (2002), toda empresa familiar depende del desarrollo, entre sus miembros, de los sentimientos y los deseos que los motiven a llevarla adelante. Manuel Ayersa 7 explicaba que:
“hoy nosotros mantenemos el campo unido por una cuestión productiva y de racionalidad del manejo: si se divide, tenés que tener tres camionetas, tres no sé cuánto, todo multiplicado por cada uno de los hijos. […] Igual también depende muchísimo de lo que decimos los abogados, la afectius societatis, el factor societario, las ganas que tenés de estar juntos. Por eso, depende del liderazgo de alguno de la familia porque se generan disputas y [en] las sociedades familiares a veces es complicado.”
Los sentimientos y deseos necesarios para mantener la integración familiar se forman en la vida cotidiana. Ramiro - un productor agropecuario de 55 años - contaba que su familia tiene
“un lugar acá que se llama Calandrias, lo compró mi abuela, donde hizo las canchas de polo, todo eso, donde nos encontramos, somos sesenta y tres primos… Mi abuela era una gallina […]. Vivíamos en departamentos enfrentados con un jardín en el medio, Ayacucho y Santa Fe, pegados… Todos los primos bajaban, jugábamos al fútbol.” 8
Si la sangre funciona como metáfora de un lazo indisoluble que garantiza la pertenencia a un grupo social y la transmisión de la herencia, ella sola no alcanza. Heredar implica también la reproducción de ciertas prácticas y son las mujeres los agentes primordiales encargados de la transmisión de los saberes y las pautas que las configuran (Lima 2003; Vieira 2003).
Mediante el trabajo devoto de educar a los hijos estas mujeres construyen una “buena familia”,9 es decir que recrean estrategias de distinción. Incorporan - es decir, hacen cuerpo - dicho trabajo desde muy pequeñas y tienen el deber de heredarlo a sus hijas. A sus hijos les legarán otros. Porque toda herencia económica se acompaña de los signos de estatus que una buena madre deberá asegurarse de transmitir. Una familia tradicional, me cuenta Manuel,
“implica tener varias generaciones en el país. El apellido puede ir acompañado por lo económico o no, pero cada familia tiene una marca que se transmite de generación en generación y que implica la sobriedad y la parquedad al hablar, una herencia cultural [de] control de las emociones y contracción al trabajo y el tema de la solidaridad y ayudar en la iglesia”.
¿Qué procesos sociales hacen aparecer esto como natural? ¿Cómo aprenden las mujeres de la clase alta ese placer por el cuidado de la familia y el mantenimiento del hogar? ¿Cómo se construye el deseo de ser la “reina del hogar”?
Educadas para el romance
“ ‘Estoy harto de ver a esta chica caminando por el corredor con un uniforme azul horrible’, decía mi papá, ‘mejor que no vaya más al colegio’. Y bueno, no fui más. Así que no terminé. Después continué con una profesora e intenté dar cuarto año libre. Ya no hacía nada. Ya era época de salir y de fiestas. Después me casé muy joven, así que no seguí estudiando más nada.” 10
Sara Anchorena nació en 1925. Pasó su niñez en el campo familiar combinando la educación domiciliaria con la escuela privada de señoritas. Hasta que llegó “la hora de salir y de las fiestas” y no estudió más. Las experiencias formativas de los hijos de las familias tradicionales varían según su género. Hasta la década de 1940, para ellas, la educación se restringía al ámbito del hogar: las niñas recibían educación religiosa de parte de sus madres, formación en modales y buenas costumbres, los maestros extranjeros les enseñaban idiomas. La educación en el espacio doméstico se podía combinar con la asistencia a escuelas primarias religiosas o a colegios regidos por pedagogos extranjeros. La educación media para las señoritas se restringía a las escuelas normales que formaban maestras. El estudio en el extranjero se limitó sobre todo al nivel primario, durante los viajes y las estadías en el exterior de los padres. En cambio, para los varones, el acceso a la educación media y a la universidad era un hábito instalado (Losada 2008).
“Tenía que aprender a bailar, era obligatorio, y yo lo odiaba porque no tenía ninguna actitud, ni ninguna gana de bailar nada”, recuerda Sara. El baile formaba parte del entrenamiento de las mujeres como salonnières: aprendían a moverse en público con elegancia, a hablar con fluidez y sin énfasis excesivos. “La facultad de ser agradable a los otros, de someterse sin esfuerzo a las leyes de una política general, de no ser jamás inoportuno, jamás incómodo” (El Diario, 11/5/1882, cit. en Losada 2008: 173) era una práctica de la Belle Époque, obviamente, pero que marcó los modos de educar a una niña distinguida hasta la actualidad: Ada 11 tiene 30 años y presta especial atención a las palabras que usa, también se esfuerza por preservar un “vocabulario pulido” porque, dice, “eso es muy atractivo para cualquier mujer. El uso de palabras así, variadas y ricas, siempre es algo lindo.”
El trabajo de “construir la familia” que realizan las mujeres demanda una fuerte regulación de su vida adulta para lo cual son educadas desde niñas porque si estas mujeres se ausentan de esos roles socialmente designados para ellas, queda amenazado el grupo social (Skeggs 2019). Ahora bien, estos recorridos no han permanecido imperturbables a lo largo de las generaciones. Hasta mediados del siglo XX, ellas se formaban para casarse y tener hijos, llevar la casa familiar y, sobre todo, ser una buena esposa. No fue hasta más adelante que el rol de “la buena esposa” debió subsumirse al de “la madre devota”: el cuidado de los hijos era delegado en las niñeras y nodrizas, los niños no comían en la mesa de los adultos hasta los catorce años y muchas veces iban pupilos a la escuela.
A partir de los años 60 se abren nuevas posibilidades y renovadas aspiraciones para el género femenino en general (Cosse 2010). Las mujeres ahora podían trabajar y “realizarse” siempre y cuando no descuidaran su rol indelegable de madres. Como señala Cosse, hubo cambios en las parejas - habilitando más tarde incluso el divorcio - pero la maternidad no sólo no se cuestionó, sino que se complejizó. Es decir que nuevos saberes fueron recargando paulatinamente de obligaciones a las madres hasta llegar el mandato actual de ofrecer ventajas comparativas a sus hijos en un mundo cada vez más competitivo (Van Zanten y Darchy-Koechlin 2005; Meruane 2018). Estas transformaciones introdujeron nuevas tensiones en la educación de las mujeres de la clase alta quienes renovaron sus aspiraciones respecto del trabajo extradoméstico pero no modificaron la centralidad de la maternidad en la configuración de la identidad femenina (Cosse 2010). Su rol de “gestoras familiares” (Lima 2003) implicó competencias que exceden el rol de “ama de casa”: cultivadas, simpáticas y buenas anfitrionas, el éxito de estas mujeres radicó en formar redes de alianza y filiación que continuaran el proyecto familiar.12
Cecilia Escalante Duhau tuvo un instituto donde preparaba alumnos para rendir materias. Su padre era abogado y escribano, fue director de la Bolsa de Comercio, director del Banco Central y dueño de una empresa inmobiliaria.
“Lo que se esperaba de mis hermanas y yo era que consiguiéramos un ‘partido’, un hombre, un profesional que fuera abogado, médico, administrador, tenía que ser carrera universitaria. […] Mi papá es [egresado] del Nacional [de] Buenos Aires, mis dos hermanos del Pellegrini, y universitarios y prestigiosos e hicieron una carrera importantísima los dos. Y las mujeres, tres boludas”.
Su padre quería “abrirles el camino del mundo” y pensó que si sabían inglés y francés y si eran peritos mercantiles podían ser secretarias de un abogado amigo, entrar en el estudio de algún conocido. Cuando terminó la escuela quiso empezar a estudiar Filosofía; pero su padre le dijo que si llegaba a entrar en la universidad pública la iban a deportar a Rusia o a Siberia, “por comunista”. Tomó clases de costura junto con su madre, también se anotó en el profesorado de Francés contra la voluntad de su padre, que quería que terminara un cursillo en la Alianza Francesa y se “dejase de pavadas”. Luego de tres años de profesorado, Cecilia abandonó los estudios porque se enamoró y se casó. Cuenta que debió sortear varias dificultades para tener la educación que quería: “No la tuve en realidad o fue tan conflictivo que no pude progresar. A mí me hubiera gustado haber nacido en el momento en que naciste vos para que todo fluya más naturalmente. Porque entre las familias aristocráticas no había mujeres profesionales.”
Las nuevas generaciones, dice Cecilia, tienen más opciones. ¿Es así?
Las reinas del hogar hoy
Santos va a ir al Newman, porque si tiene la suerte que tuve yo, va a tener una experiencia espectacular. No lo dudo. […] Jacinta no me importa si se escolariza o no. Si me alcanza para un colegio, él va a Newman y las chicas irán al público, no sé [risas].” 13
A pesar de lo extemporáneo que pudiera parecer, las bromas acerca de la escasa importancia otorgada a la educación formal de las mujeres muestra que, como tendencia, siguen imperando las expectativas diferentes para los hombres y las mujeres. A lo largo del trabajo de campo encontramos que la experiencia educativa de cada una de las mujeres entrevistadas es bastante similar. Fueron a los mismos colegios: escuelas para mujeres, de gestión privada, católicas, ubicadas en la zona norte del conurbano bonaerense o en los barrios porteños de Recoleta y Palermo. Luego comenzaron la universidad.
El pasaje del secundario a la universidad se relata como algo natural. Como en otros grupos sociales, la elección de la carrera se reduce a aquellas que son representadas como “femeninas” aunque cada vez más encontramos una diversidad que abarca la docencia, administración, abogacía, artes, ciencias políticas, ciencias de la comunicación, letras, turismo y tecnología de los alimentos. Es decir, se repiten las elecciones universitarias de las mujeres de sectores medios. Sin embargo, en ciertos relatos, persiste el desinterés de algunos padres y madres por el futuro universitario de sus hijas: “no importa qué, que haga algo”. Así, la formación superior no se vincula con la posibilidad de realizar una vocación o ganar un sustento que como mínimo complete el ingreso del hogar, sino con otro espacio donde demorar hasta encontrar marido (o incluso donde encontrarlo). “Una se va a casar y tener hijos; de los 17 a los 24 una tiene que estudiar algo, y a partir de los 24 andá consiguiendo el marido a quien tu padre te entrega en el altar”, explica Mariana.14
La universidad: lugar donde esperar a casarse
Conversamos con Lourdes 15 una tarde de verano mientras nuestros hijos estaban en la colonia.16 Al igual que otras entrevistadas, fue a la Universidad Católica Argentina. La UCA - tal como se la conoce - es una de las primeras instituciones de educación superior privadas de dicho país. Varias razones confluyen en esta preferencia. Si bien el sistema universitario argentino tiene una amplia y prestigiosa oferta pública (donde se educaron y educan varios de los hombres de la elite),17 en primer lugar, el momento histórico cuando las entrevistadas fueron a la universidad (a partir de la década de 1990) coincide con la expansión de la privatización del nivel que presenta cada vez más una oferta atractiva para los distintos sectores sociales.18 En el caso de la UCA en particular, continuar los estudios en este espacio también implica nuevos modos de distinción social. Poder pagar una cuota que promedia dos salarios mínimos es un gasto que no puede permitirse cualquiera. Asimismo, a diferencia de ciertos sectores medios que ven en la universidad pública, laica y gratuita el ideario de igualdad con el que se suele caracterizar a la Argentina, no existe en este grupo social una tradición vinculada al ensalzamiento de las instituciones públicas como estratégicas para la integración social. Su paso por la universidad no se vincula con una oportunidad de movilidad social y acceso a oportunidades, tampoco con la necesidad de legitimar una posición social a través de la educación, como históricamente hicieron los sectores medios argentinos. Al contrario, espacios universitarios con cuotas altas y examen de ingreso 19 permitirían una continuidad con los espacios de socialización que se configuran en los circuitos educativos de nivel primario y medio de los sectores más privilegiados. Entre las chicas que egresan de determinadas escuelas secundarias, el espacio de socialización que les provee la UCA les permite mantener sus redes de relaciones y ampliarlas. Más aún, si se ha dicho que la escuela es el espacio de demora de los futuros ciudadanos antes de salir al mercado de trabajo (Batallán y Campanini 2008), la universidad para las chicas de la clase alta es el espacio de demora antes de entrar en el mundo al que pertenecen: el hogar propio. Un espacio de demora que es sumamente productivo porque forma parte de la esfera del mercado matrimonial (Bourdieu 1984).
“La UCA era como el patio de atrás de casa”, dice otra entrevistada. Lourdes se decidió por esta universidad porque “tenía muchas conocidas que iban […] Me habían hablado muy bien de la UCA. En un momento pensé en otras… Pero después dije ¿sola?… me cerró como lugar agradable para tener también como un entorno agradable para después generar, entre amigos, grupo de estudio y demás.” Mariana hizo la carrera de contadora pública y licenciada en Administración de Empresas en la UCA. Ella recuerda que:
“me costó mucho contabilidad e impuestos. El tema de estar con varones dentro de la clase, oír sus voces graves y verlos circular por los pasillos me distraía. Había que ‘vestirse para’ los varones y para el lugar en sí, que era en Puerto Madero en un flamante edificio con moquette y aire acondicionado. Siempre íbamos con mis amigas en masa; de hecho ingresé con varias amigas del colegio.”
Si bien la UCA u otras universidades privadas católicas son las opciones más frecuentes, en ocasiones no son la primera elección. Dos entrevistadas eligieron inicialmente universidades públicas. Sin embargo, la experiencia de no conocer a nadie, la organización de la actividad académica y, más centralmente, el carácter “politizado” de la propuesta educativa, resultaron difíciles de sobrellevar. Florencia 20 es una artista plástica que comenzó sus estudios en la Universidad Nacional de las Artes (antes conocida como “Pueyrredon”) antes de pasarse a la UCA. Ella cuenta que “lo que me pasaba es que no me enganchaba con las chicas y mis amigas del colegio me empezaron a mirar muy fuerte sólo por estudiar en la Pueyrredón. Entonces, como que no enganchaba.”
Cuando estas mujeres salen de los espacios habituales de su grupo social se enfrenan a “conocer gente de afuera” y “no enganchar”. Los códigos de clase, las costumbres, los espacios cotidianos difieren de forma que muchas veces no es posible hallar puntos de encuentro. Por otra parte, a veces el mismo grupo de amigas condena la elección de una institución que no es la “adecuada” como en el caso de Florencia, “la empezaron a mirar fuerte”.
Pía recuerda que entró a la universidad pública a pesar de la ambivalencia que eso le generaba: “yo tenía como esa dualidad de, o seguir en la UCA o sea lo que hacían todas mis amigas o abrirme, un poco. Y bueno, decidí abrirme, me metí en la UBA, en Ciencias Políticas. […] La verdad que me metí en un mundo que no conocía. Fue muy grande el cambio.” Luego de un primer comienzo promisorio en el que todo le parecía “una aventura”, Pía se empezó a aburrir: “Ya no podía más de ver a Marx. Es como que no avanzaba la carrera, siempre era lo mismo.” Allí se dio cuenta también de que “nosotros, en el colegio, nos creíamos mil, porque íbamos a este súper colegio, entonces íbamos a tener las súper oportunidades, y me di cuenta de que tipos del Normal 1 me daban vuelta en todo sentido. […] Y bueno, de ahí como que me empecé a quedar, y decidí meterme en periodismo, en TEA.” 21 Pía experimentó en la universidad pública la competencia con otros grupos sociales - en la cita representados por la escuela pública Normal 1 22 - en donde el recurso del apellido no tiene valor de cambio y donde es otra la lógica que distingue y jerarquiza.23
El mundo del trabajo
Como venimos señalando, desde muy temprano la elección de la carrera se construye pensando en la maternidad. Lourdes subraya que ella eligió ser contadora además de administradora de empresas 24
“pensando en el tema de la independencia… pensé en ese año más para poder tener una firma, por si quisiera trabajar independiente en algún momento de mi vida […] No me gustaba tanto los impuestos y todo eso pero sí pensé que si en algún momento tengo que trabajar desde casa, por tener hijos… o lo que sea. O mismo ya tener firma tenía un valor […] alguien me va a pagar por que yo firmé un balance en algún momento […] En ese momento ni sabía lo que era, trabajar independiente. Pero bueno, ya ahí lo empecé a evaluar.”
Muchas de las mujeres que entrevistamos relatan la experiencia de estudiar y comenzar a ejercer la profesión (incluso en espacios reconocidos y de prestigio) como un momento particular en la trayectoria que necesariamente iba a ser interrumpido por el casamiento y la maternidad. Las experiencias laborales son presentadas siempre subsumidas a la maternidad como organizadora de la vida adulta. No implica que no hagan carreras afines a lo estudiado, en algunos casos hasta exitosas pero siempre sujetas a la “identidad” de madre, que no se cuestiona. No encontramos discursos que describan una tensión entre el ejercicio profesional y la maternidad.
Sofía es psicopedagoga, tiene tres hijos pequeños y trabaja como asistente personal de un empresario. Ella contaba: “manejo mis horarios, puedo estar acá, pero si me llama por teléfono [se refiere a su jefe] tengo que atenderlo. Los malabares de las madres, viste: ‘Estoy en la AFIP’. Y en realidad, estás en la plaza.” 25 En el relato de Sofía, como en el del resto de las entrevistadas, no aparece la posibilidad de que el trabajo interese, de que se quiera crecer allí, de que se asocie al desarrollo personal. Cuando existe, el trabajo es una más de las tantas tareas que una buena mujer de clase alta debe realizar exitosamente mientras es madre.
El trabajo remunerado vinculado a la carrera estudiada se abandona cuando nace el primer hijo y no se retomará a menos que sea con horario flexible. Los tiempos de trabajo se ordenan en función del tiempo que los hijos dejan disponible y en todos los casos se interrumpe la carrera profesional. El tiempo durante el que se suspende la participación en el mercado de trabajo suele prolongarse hasta que el último hijo ingresa en la escuela primaria. Ello retira a las mujeres del mercado laboral durante varios años porque la mayoría prevé tener, como mínimo, tres hijos. Esto no implica no contar con un ingreso. Si por un lado muchas tienen ingresos a partir de la herencia familiar, otras realizan algún trabajo “part-time” como “emprendedoras”. Entre las entrevistadas, solo una de ellas hizo carrera en una empresa multinacional y aun así, logró hacer “home office” varios días a la semana y tener un horario reducido.
Luego de abandonar la profesión por la maternidad - como a cualquier mujer - les cuesta volver. Cuando conversamos con mujeres mayores, muchas de ellas con mucho empuje volvieron al mercado de trabajo a partir de concretar emprendimientos propios.
El salario de la mujer no suele ser una necesidad para la subsistencia del hogar. Muchos grupos familiares cuentan con un ingreso alto, con abuelos que colaboran económicamente con el pago de cuotas escolares, o con herencias familiares que (aunque lleguen en el futuro) permiten vivir con holgura. Descartada la necesidad económica, estas mujeres tampoco ven el trabajo extradoméstico como un espacio de desafíos y satisfacciones. No gestionan estrategias para poder compatibilizar una carrera profesional con la maternidad. En los relatos que documentamos, la pareja acompaña y apoya con “benevolencia” la decisión de dejar de trabajar.
Como señala Ginsburg (1987), esta es una de las formas en que las mujeres dirimen las tensiones entre los problemas de la reproducción social y la producción en las sociedades capitalistas. En el caso de la clase alta, esa tensión se resuelve siempre abandonando el mercado de trabajo remunerado. Por un lado, porque justamente tienen los recursos económicos para hacer frente al abandono al cual el sistema capitalista escupe a las relaciones de cuidado. Por el otro, el prestigio social que implica para este grupo ser una buena madre recompensa el sacrificio de esa tarea.
“Yo tengo el privilegio de no depender de un salario”, dice Lourdes. Como mostró Lima (2003), trabajar es algo que estas mujeres no quieren y no necesitan.26 Ese privilegio resolverá la tensión maternidad-trabajo que afecta a todas las mujeres en edad reproductiva, favoreciendo la salida del mercado laboral. Allí donde varias mujeres vemos una condición para la autonomía, estas mujeres ven una atadura. Frente a la promesa incumplida de la emancipación femenina a través del ingreso en el mundo del trabajo, estas mujeres se resisten a salir del hogar. “Antes que ser una segundona en una oficina gris, prefiero ser la reina del hogar”, dice Mariana. Tal como mostró Vieira (2003), ¿para qué competir en un mercado donde el resultado de la contienda no está garantizado? Dedicarse a formar una “familia bien”, en cambio, les da prestigio en el interior de la jerarquía doméstica a la vez que colabora en la conservación de un privilegio social.
La retradicionalización de la moderna mujer de clase alta
El trabajo de las mujeres de la clase alta es la crianza y la correcta administración del hogar. Mientras los niños están en la escuela, las mujeres dedican su tiempo al cuidado y al mantenimiento del hogar y de las relaciones de cercanía y confianza vinculadas a la familia: parientes y amigos. Con la ayuda de la madre cuando está disponible o de una empleada doméstica, ya sea que los niños vayan doble turno a la escuela o tres horas diarias, estas mujeres colman su agenda de responsabilidades vinculadas al hogar.
Sofía habla de su apretada agenda cotidiana:
“¡No tengo agenda! Me quedé sin casa, estuve sin gas, me tengo que mudar y ver 100 departamentos. En el día a día son cosas que suceden y pasan… Yo hago yoga una vez por semana, hago yoga y lloro. Parezco loca. Todo el cuerpo es como que se me afloja. El cuerpo larga todo lo que tiene que largar. Dejo el teléfono en modo vibración porque llega a pasar algo y yo necesito saber […] Salgo de yoga, con toda la energía zen, me quiero encontrar con mi hija, ir caminando zen por la calle y tengo que estar contestando los 150 llamados.”
Además, hay que estar “bien para el marido”:
“A la mañana estoy más ocupándome de los chicos, a la tarde tengo más trabajo y de repente aparezco en casa tipo siete de la tarde, que es la hora en que los chicos, de cuatro y media a siete, están al palo. Llego y mi casa es un quilombo: uno que no se quiere bañar, el otro que está ofendido, encerrado en un baño porque se ofendió con la hermana, y la hermana mirando Youtube, y vos decís ‘¿Qué es esto? ¡Esta no es mi casa!’. Y empezás a gritar, y decís bueno, por suerte, mi marido no está, porque si te ve en esta situación de loca, por ahí te abandona. Entonces, cuando él llega tenés que estar divina, tipo ‘Hola mi amor ¿qué tal?’.”
No estamos, entonces, en presencia de un discurso edulcorado del ángel de la casa y de la maternidad. Al contrario, estas mujeres describen con pesar el sacrificio que significa atender a los hijos, al marido, a los mayores de la familia, los esfuerzos por estar bien. ¿Qué pasó con las nuevas posibilidades que se abrieron tímidamente para el género femenino a partir de la década del 60? Como señala la historiadora Graciela Queirolo (2018) “a partir de los años 20 la mujer siempre fue moderna, solo había que precisar sus límites y características”. Es en la distancia entre las prácticas que se esperan de ellas y su modo de realizarlas - más que en la práctica en sí - que estas mujeres producen una distinción entre lo nuevo y lo viejo. En otras palabras: es el estilo “moderno” de llevar adelante la administración del hogar y la crianza de los hijos lo que las distingue de sus madres y abuelas. Es decir que se describen centralmente como negociando o apropiándose de fronteras, respecto de los mandatos de ser una buena madre o mujer, más que resistiendo o subvirtiéndolos. En otras palabras, los cambios en los modos de ser mujer que se sucedieron a lo largo del siglo XX, implicaron para “la moderna señora de la clase alta” la retradicionalización (Kenway y Kraack 2004) de su rol: sumó tareas a su ya cargada agenda y, eludiendo toda renuncia, ahora lo hace todo. Es madre, trabaja medio tiempo o tiene un emprendimiento, está espléndida cuando llega el marido y su hogar merece un lugar en las páginas de una revista de decoración. Dentro y fuera de la casa, la mujer moderna hace todo en un grado superior de perfección (Meruane 2018).
Como muestra Aguilar (2014), la domesticidad se configura a partir de una pluralidad de discursos, saberes y sujetos responsables. Desde principios del siglo XX, cobraron relevancia en la Argentina saberes expertos que regulan los modos de habitar el hogar y la responsabilidad de las mujeres en el gobierno del mismo. Estos saberes tuvieron una amplia recepción en los sectores más acomodados que, además, enseñaban estas prácticas a mujeres de hogares obreros desde sus sociedades de beneficencia. Con mínimas variaciones, estos modos de regular la vida adulta en relación a la familia siguen vigentes con mucha pregnancia, y a pesar del amplio debate que se dio en el último tiempo, en el interior de las “familias tradicionales” argentinas no se cuestionó la división social del trabajo doméstico entre los géneros. La “reina del hogar” es una súper madre-esposa asumida y exigida cuyos dominios se alimentan de distintos discursos y saberes que, adaptándose a los tiempos que corren, sostienen que los hombres y las mujeres “somos iguales pero diferentes” ya que existe una “esencia femenina” y otra “masculina” que liga biología y comportamiento.27 La importancia de las experiencias formativas católicas de estas mujeres en el reforzamiento de estas imágenes no puede ser soslayada (Thumala 2007; Gessaghi 2016). Pero este ideal también es reforzado a partir de saberes médicos que promulgan que las mujeres puedan expandir su territorio de deseo siempre y cuando eso no se interponga con su rol natural: la maternidad (Cosse 2010). “Yo lo sé por mi papá psicoanalista; siempre el problema es de la madre, ¿viste? El chico va a ir al psiquiatra, cuando sea grande, y el problema va a ser mío, seguro. Hay un apego especial con la madre. […] Yo la verdad que agradezco poder no laburar”, comenta Luciana, madre de tres, ex ingeniera en alimentos, actual estudiante del Profesorado de Catequesis.28
Además, la importancia de “la madre devota” se refuerza a partir de la urgencia en nuestras sociedades cada vez más individualizadas y neoliberales de proveer a los hijos, desde el hogar familiar, de herramientas para tener éxito en un mundo cada vez más competitivo. Al inalcanzable horizonte de tareas a los que se somete a las madres contemporáneas, la sacrificada madre de clase alta incluye el trabajo de conservar los privilegios de pertenecer a este grupo social: su capital y su red de apoyos y sostenes.
Resistencias y apropiaciones
“Cuando voy al médico y me preguntan mi ocupación, me da vergüenza decir que soy ama de casa, invento”, dice Pía. “No trabajar” (siempre asumiendo una definición nativa de trabajo que no considera el trabajo en reproductivo y de cuidado como parte de las relaciones de producción) muchas veces es motivo de vergüenza. “Parece que no estás haciendo nada. ‘¡Vos siempre en la plaza!’, te dice tu marido. Y vos: ‘no, no, no. Estoy en el banco’ […] Porque si no, viste, los maridos se creen que porque estás en la plaza, o estás con los chicos, no hacés nada”, dice Sofía.
Sus agendas están explotadas de actividades vinculadas al cuidado y la familia, pero ninguna hace lo que quiere.
“Yo no hago lo que quiero, hago lo que tengo que hacer”, reconoce sin quejarse Sofía. Hacer lo que se debe no es gratis. Implica un trabajo emocional muy demandante que se evidencia en la cantidad de madres que refirieron tomar antidepresivos o ansiolíticos, que sienten un tedio soporífero o vergüenza de no trabajar: “De diciembre a marzo hay que atravesar el desierto”, dice Mariana un enero en su casa de fin de semana donde pasará el verano cuidando a sus hijos en receso escolar: “ellos se meten en la pileta o van a la colonia. Yo me quedo en la casa mirando un punto fijo en la pared.”
Sin embargo, construir una historia por fuera de este mandato es riesgoso. Clara Reynal tiene 40 años, es actriz, estrenó varias obras de teatro, publicó un libro, realizó un hermoso documental sobre un arquitecto amigo de la revolución cubana que ganó el premio del público en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, acaba de inscribirse en la universidad pública para hacer una segunda carrera. No se casó, no tiene hijos, no está en pareja. Con dolor, cuenta que es la “oveja negra” de la familia, que sus padres le regalaron a cada uno de sus hermanos y hermanas un departamento. A ella no, porque “andá a saber en manos de quién termina”. No asumir el trabajo de ser una buena madre y esposa es arriesgarse al daño psicológico o a enfrentar la exclusión del grupo.
Un dinero propio
Aun cuando parte de los cambios que se introdujeron en la forma de criar a los niños implicó que los hombres se involucren en distintas actividades como buscar a los hijos en el colegio, llevarlos al club (especialmente a los varones el fin de semana de rugby) o participar del tiempo de recreación y mantener relaciones de afecto con ellos, las tareas principales del mantenimiento del hogar y la responsabilidad principal de crianza es de las madres.
Dicho esto, es necesario destacar que el pool del colegio, las demandas del marido, los cuidados de los miembros mayores de la familia, todas esas atribuciones excluyentes de las mujeres, pueden ser negociadas cuando ellas tienen un ingreso monetario que contribuye al mantenimiento del hogar. Ya sea que trabajen y ganen más que el marido, cosa excepcional, o que tengan una renta por la empresa heredada o en vías de ser heredada por la familia, ese ingreso es el que las pone en un nivel de paridad con los hombres. Sofía explicaba: “Está esa dualidad también de decir: soy mamá pero también trabajo, sirve, ¿viste? Como que te da esa cosa de pararte ante el marido con una cierta autoridad.”
Valeria nos recreaba una conversación con su marido:
“Cuando a veces me dice ‘¡me tengo que ir ya!’, le respondo ‘yo también me tengo que ir ya’. Yo también cumplo con un horario de trabajo. Como que para mí, es una herramienta. Del beneficio de por un lado, que él no está todo el día con los chicos en su casa, y bueno, el que algo aporto.” 29
Estas negociaciones son dinámicas y van cambiando en cada pareja según las coyunturas y los años de relación. Florencia cuenta su historia y cómo fue delineando a lo largo de los años la relación con el marido:
“Bueno, yo voy a poner el departamento, vos hacé… Lo fuimos hablando. Él trabaja, es profesor, tampoco gana mucho. Lo hace porque le gusta. No es que vivamos de eso. Pero también, al aportar yo: yo también salgo a laburar para mantener refuerzos por otro lado, pero llego a casa tipo cinco y media, y un día divino, y están los chicos por ahí viendo tele, le digo: ‘¿No era que los ibas a llevar a la plaza?’ Por ahí, en otra posición, no sé si se lo diría.”
En estudios anteriores (Gessaghi 2013) describimos cómo se silencia el lugar relevante que muchas mujeres han ocupado en la producción y reproducción económica y política del grupo familiar. En ocasiones, las mujeres de la clase alta pueden parecer sólo una fuerza moral de unidad de la familia. Sin embargo, son también un actor económico (Lima 2003). En primer lugar porque, tal como mostraron las teorías feministas, el trabajo emocional de las mujeres para reproducir y dar sentido al trabajo asalariado es vital para la reproducción del capital. Por otra parte, sus historias familiares muestran que estas mujeres son también actores políticos significativos. Por ejemplo, las abuelas administran el campo familiar y reúnen alrededor de la gran propiedad a sus hijos y nietos. Otras veces ellas son las dueñas de la tierra que sus maridos vienen a administrar. Como señala Yanagisako (2002) el éxito de la familia de nacimiento de la mujer es una fuente de capital económico y simbólico que refuerza su posición en relación a su esposo y a la comunidad en general. Las inversiones de los padres de ellas en la empresa del marido también operan en el mismo sentido.
Sin embargo, tímidamente, hemos visto que, en un contexto sociohistórico que habilita la reconfiguración de esas relaciones de desigualdad y poder al interior de la familia, la participación de las mujeres en la generación de ingresos en el hogar contribuye a la construcción de un lazo conyugal más equitativo.
A modo de cierre
Clase alta se nace, pero también se hace. Se heredan el apellido y los bienes familiares, pero también ciertas prácticas que legitiman la pertenencia a un grupo social. Las mujeres - madres, abuelas - son las encargadas de su transmisión. Mediante el trabajo devoto de educar a los hijos construyen una “buena familia” y reproducen estrategias de distinción. En ese acto, también, recrean al grupo social. “La reina del hogar” posee un prestigio indiscutido en el seno de la clase alta que difícilmente pueda lograrse fuera de la esfera doméstica. La resistencia a salir del hogar protege a estas mujeres de la competencia abierta en la esfera pública donde el resultado de la contienda no está garantizado. “El privilegio de no depender de un salario” legitimará su elección.
El prestigio de ser madre y de transmitir una herencia justificará el sacrificio personal: pertenecer a un grupo privilegiado será su recompensa. Cuando algunas se animaron a cuestionar lo que se esperaba de ellas, lo hicieron pagando el costo de “una ruptura” muy cara en términos emocionales. La mayoría, en cambio, se apropió de las nuevas posibilidades que se abrieron para el género femenino a partir de 1960 “retradicionalizando” su rol: sin discutir el mandato de ser esposas y madres asumieron nuevas formas de llevarlo adelante. El trabajo de estas mujeres es de gran importancia para asegurar la continuidad de las relaciones dentro de una gran familia. Apropiarse de un rol subordinado se hace necesario para conservar el lugar de privilegio de la clase alta en la sociedad. En este sentido, como señaló Lima (2003), el análisis de las relaciones personales, emotivas y familiares sigue siendo crucial para comprender los procesos que están en el centro del éxito de la economía capitalista.