Introducción
Desde algunas décadas atrás, la Antropología comenzó a problematizar los vínculos entre humanos y no humanos mediante enfoques tendientes a mostrar las limitaciones de la clásica dicotomía entre naturaleza y cultura. Una de las aristas recientemente exploradas del debate fueron las formas de mediación entre humanos y animales en el marco de procesos técnicos desarrollados por colectivos que subsisten en base a intercambios cotidianos con estas alteridades vivientes (Ingold 2000; Sautchuk 2017; Descola 2012; Sordi 2013; Naveh y Bird-David 2014; Arregui 2020). Estos trabajos etnográficos pusieron de relieve un conjunto plural de compromisos afectivos, formas de intercambio y agencias entre humanos y animales que desbordaban la experiencia moderna/capitalista sobre la animalidad.
Un problema central en esta línea de análisis radica en explorar en qué medida los diferentes colectivos humanos tienden a objetivar o a otorgar un estatus de personas - o seres simétricos a los humanos, con interioridad - a las especies vivas no-humanas (Descola 2012; Naveh y Bird-David 2014). Ambos polos constituyen casos límite entre los cuales existe un amplio espectro de formas de vinculación. Ahora bien, para poder abordar las complejidades y matices mediante enfoques etnográficos es necesario preguntarse en torno a categorías analíticas que posibiliten el esclarecimiento de los factores que conducen hacia cada uno de esos extremos. El presente trabajo explora las relaciones intercorporales entre humanos y animales como una dimensión analítica capaz de iluminar algunos aspectos de la problemática en cuestión. Se parte de la premisa de que las relaciones cuerpo a cuerpo revelan múltiples interfaces de las relaciones interespecies dado que ponen de relieve la dimensión afectiva o desafectada de los vínculos construidos en interacciones cotidianas.
El artículo analiza la problemática en cuestión y la dimensión intercorporal partiendo del abordaje de un caso etnográfico en el cual interactúan una familia de criadores de ganado y sus vacas. En dicho caso, las interacciones entre especies forman parte constitutiva de una red sociotécnica de cría que se encuentra orientada a la producción y la comercialización del ganado vacuno. Como fue señalado por Ingold (2000), estos grupos, en contraposición a los grupos cazadores-recolectores, tienden a ejercer control sobre sus animales domésticos, lo cual opera en detrimento de una simetría entre personas y animales. No obstante, algunos críticos de Ingold (2000) han señalado que los rangos control y autonomía admiten diferentes grados y ponen de manifiesto diferentes tipos de interfaces (Anderson et al. 2017).
En el caso trabajado, la perspectiva intercorporal permite abordar la vinculación entre las personas y sus vacas en redes sociotécnicas extensivas, en las cuales los animales tienen un amplio rango de autonomía. En este sistema técnico, los artefactos de control corporal directo y coercitivo ocupan un lugar menor, dado que se ejerce un tipo de poder sobre los animales basado en la construcción de lazos afectivos como medio para enrolar a los animales dentro de la red productiva. Ahora bien, la construcción de un lenguaje gestual mediante el cual los criadores y su hacienda son capaces de afectarse mutuamente en el plano emocional tiene dos rostros: por un lado, permite regular los cursos de acción de los animales con relación a un proyecto productivo. Por otro, los animales se tornan agentes capaces de afectar a los humanos con sus emociones y eso les impone un límite emocional/ético en torno al tipo de control que pueden ejercer sobre sus vacas, en tanto son percibidas como seres sintientes e intencionales. En definitiva, las relaciones intercorporales comprometidas afectivamente y las formas extensivas operan de manera concomitante.
Ahora bien, el hecho de que se trate de una red sociotécnica orientada hacia la comercialización también supone la separación de los humanos respecto a sus animales y constituye un factor que modula las relaciones afectivas hacia el desapego. Como sostienen Naveh y Bird-David (2014), la separación entre contexto de producción y contexto de consumo, inherente a las formas mercantiles de intercambio, generan una tendencia a que los animales sean percibidos, sentidos y concebidos como cosas/objetos/mercancías.
Siguiendo de cerca ambas características que atraviesan a la red sociotécnica en cuestión, el artículo argumenta que dicha relación interespecies resulta en una forma particular de vínculo gestual o mimético, afectivo, sintiente e individuado de las alteridades bovinas; y, al mismo tiempo, asimétrico, técnico y mercantil, conviviendo en las vacas la dualidad de mercancías y seres vivientes/sintientes. En otras palabras, un conjunto de características que en principio podrían presentarse como contradictorias.
Desde el punto de vista metodológico, el texto es resultado de una investigación etnográfica (Sautchuk 2007; Citro 2009; Rockwell 2009) realizada entre 2015 y 2018 con la familia Sánchez, del paraje Nueva Yuchán, ubicado en el departamento de Alberdi de la provincia argentina de Santiago del Estero. El departamento Alberdi 1 se encuentra en una eco-región semiárida como el Chaco seco, con escasos cauces fluviales naturales y una abundante vegetación arbórea y xerófila.
Desde comienzos del siglo XX devino un espacio de extracción forestal capitalista, mientras que la pequeña ganadería puestera mantuvo un rol secundario (Tasso 2007). La familia a la que haré referencia conformaba una unidad doméstica clasificada y auto identificada como “criolla”2 y “puestera” en virtud de que su principal estrategia reproductiva (Schiavoni 2008) es la cría/venta de ganado mayor o hacienda (bovinos). Además, se trata de una unidad diversificada hacia otras actividades reproductivas (Schiavoni 2008) complementarias como cría de ganado menor (porcino y caprino), agricultura a pequeña escala, caza y elaboración de artesanías con madera. Del mismo modo, obtenían ingresos de distintas prestaciones sociales estatales.
La familia se encuentra compuesta por el matrimonio de Carlos (72 años) y su esposa Guillermina (64), sus hijos Raúl (45), Mariano (40), Pablo (30) y Carmen (25). Mariano y Pablo, a su vez, convivirían con sus parejas e hijos en ranchos ubicados en el mismo predio, mientras que Carmen tenía a cargo su hijo en calidad de madre soltera y vivía con él en la casa de sus padres.
En la división cotidiana del trabajo pude observar una segmentación de género en las labores domésticas: los miembros femeninos se encargaban de tareas reproductivas en el hogar y tareas productivas vinculadas a la cría de ganado menor, mientras que los integrantes masculinos tenían como tarea principal la crianza de la hacienda.
Intercorporalidad entre humanos y animales no-humanos
El concepto de intercorporalidad deriva de un conjunto plural de enfoques, que hacen hincapié en la construcción de lazo a partir de la capacidad que tienen los seres vivos de verse afectados y afectar a otros seres sintientes tomando como principal canal comunicativo la dimensión gestual.
Un enfoque clásico en esta línea es el de Merleau-Ponty (1994), quien - siguiendo lineamientos fenomenológico-existenciales propuestos por Husserl - concibió al ser humano como corpóreo e inherentemente relacionado a un mundo compuesto de una multiplicidad de cosas, utensilios y otros seres vivos. Subordinando la conciencia discursiva a un segundo plano, la filosofía existencial merleaupontyana concibe a los seres vivientes como nodos de actividad quiasmática, en los cuales movimiento y sensibilidad se intersectan en orden a una comprensión hábil-motora y afectiva del mundo circundante: la percepción. Un elemento importante en esta definición de la percepción es la facultad mimética de los seres vivos; es decir, la aptitud para comunicar y coproducir lenguajes gestuales, susceptibles de operar tácitamente sobre otros cuerpos. A través de la capacidad mimética somos afectados inconscientemente por intenciones corporales ajenas y aprendemos de otros a movernos, expresar sentimientos, manipular herramientas e, incluso, a usar palabras. Esta línea de investigación fue sumamente inspiradora para que Ingold (2000) reformulara el concepto de “ecología de la mente” de Gibson en términos de una “ecología sintiente” del ambiente.
En una línea convergente - pero fundada en la teoría de las emociones de William James -, se encuentran los aportes de Vinciane Despret (2008, 2018) en torno al concepto de “sintonía corporal”. Una noción construida en base a reflexiones sobre los modos de implicación gestual y emocional entre individuos de diferentes especies, cuyos casos de análisis son tomados de la etología. La tesis de fondo radica en el hecho de que la convivencia cotidiana cuerpo a cuerpo entre humanos y animales no-humanos posibilita la formación de vínculos afectivos. Dichas relaciones sintientes se expresan en mensajes - involuntarios e inconscientes - comunicados corporalmente, a partir de los cuales es posible afectar y ser afectados por emociones, deseos, expectativas e intenciones ajenas.
La perspectiva de Despret (2008, 2018) da un paso más allá que la mimesis merleaupontyana para incluir vínculos interespecies. El concepto de sintonía corporal, de hecho, se encuentra en la base de la teoría mutualista y bidireccional de la domesticación (Despret 2008; Arregui 2020). En lugar de entender la domesticación como una forma de control unidireccional de humanos sobre animales - como la sostenida por Ingold (2000), por ejemplo -, Despret concibe esta relación en términos de prácticas “antropo-zoo-genéticas”: formas de vinculación mediante las cuales los humanos y otros seres sintientes transforman sus disposiciones corporales y, con ello, las respectivas subjetividades e identidades. En este sentido, ambos términos asumen un rol activo en la reorganización corporal de las disposiciones de sus respectivas alteridades, permitiéndoles a los otros el desarrollo de un repertorio gestual diferente en el marco de la convivencia interespecies.
Arregui (2020) retoma la clásica distinción entre domesticación y amansamiento - presente en la antropología francófona - para reproblematizar las vinculaciones entre humanos y animales a la luz de la idea de sintonía corporal. Considera que abordar el contraste entre ambas nociones no deriva en una mejor comprensión de las escalas en las cuales se desarrollan las vinculaciones entre colectivos humanos y especies diferentes. Mientras que domesticación es un concepto heurísticamente útil para entender relaciones interespecies tomadas de manera global y holística, amansamiento puede valer para inscribir etnográficamente las relaciones entre individuos de especies diferentes en tanto generan vínculos afectivos contingentes y corporalmente mediados. Así, bajo este enfoque, animales domésticos serían aquellos pertenecientes a especies cuyas vidas no se desarrollan de manera autónoma respecto a colectivos humanos desde miles de años atrás. Mientras que las relaciones de amansamiento remiten a vínculos entre personas concretas e individuos circunscriptos o no a especies domesticadas. En este enfoque, es posible la generación de vínculos con animales domesticados y no-domesticados dependiendo del tipo de actividad realizada por los diversos colectivos humanos.
Arregui (2020) da a entender que las prácticas antropo-zoo-genéticas propuestas por Despret - a las que describe como formas de co-domesticación recíprocas entre humanos y animales - son más afines al concepto de amansamiento que al de domesticación, tal y como son usadas ambas nociones en la antropología francesa. Dicho concepto nos permite poner el acento en las relaciones vis-a-vis entre individuos, cuyas formas de vinculación son sumamente inestables, contextuales, y configuradas momentáneamente por contingencias biográficas.
Ahora bien, como señaló Ingold (2000), las especies domésticas se encuentran en una relación de propiedad y dependencia de sus amos, lo que contrasta notablemente con la autonomía de las no-domesticadas. Sin embargo, Anderson et al. (2017) argumentaron que esta extrapolación dicotómica entre autonomía y control conlleva una enorme pérdida en términos de matices y grados en los cuales discurren las relaciones entre humanos y animales en diferentes contextos.
En este sentido, existen redes sociotécnicas en las cuales el grado de control del ganado doméstico disminuye notablemente, en virtud de que las herramientas y los artefactos de contención/encierro producen una coacción sumamente lábil y plagada de fallas respecto al orden deseado por los humanos. Así, es posible conjeturar que, cuando la autonomía de estos sistemas técnicos crece, la interacción cuerpo a cuerpo con los animales es mayor. La intercorporalidad con animales es un tipo de relación sumamente proclive para que emerjan vínculos afectivos de cuidado y las relaciones de amansamiento adquieran mayor importancia. Con todo, constituye una forma de vinculación sintiente que por encontrarse al interior de una red sociotécnica tiene un rol importante de imposición de un orden y subordinación a proyectos productivos impuestos por los humanos.
Naveh y Bird-David (2014), por su parte, señalan que en un mismo grupo humano pueden coexistir ontologías que toman a ciertos colectivos de animales como personas, dignas de ser cuidadas, y a otra clase de seres vivos como objetos/cosas - una característica que no se circunscribe únicamente a la producción ganadera agroindustrial - o incluso como merecedores de maltrato. Sostienen que, además de coexistir diferentes interfaces, cada una de ellas se transforma a lo largo de procesos históricos y, por tanto, las ontologías cambian. Por ejemplo, argumentan cómo el creciente grado de separación entre las instancias de la producción y el consumo entre los Nayaka generó una tendencia gradual a que determinadas especies dejaran de aproximarse al polo de las personas y comenzaran un proceso de acercamiento al extremo contrario de las cosas/objetos. Esto último se enmarca en procesos de contacto, colonización y dominación, adonde las formas mercantiles de intercambio y el trabajo agrícola asalariado incentivaron reconfiguraciones de los términos del compromiso interespecies.
El texto gira en torno a una red sociotécnica puestera en la cual las vacas tienen un rango de autonomía significativo y las relaciones afectivas de amansamiento constituyen un elemento sumamente importante para la actividad de cría (Arregui 2020). No obstante, también resulta una unidad productiva orientada a la comercialización, en la cual el proceso de separación creciente entre el contexto productivo y el contexto de consumo, propio de los procesos de mercantilización, generaba una tendencia a que los animales devengan en cosas-mercancías (Naveh y Bird-David 2014). Partiendo de esta intersección de principios contradictorios en cuanto al tipo de relación o compromiso que tienden a alentar o a facilitar, ¿qué características le imprimen a los términos del intercambio entre criadores y hacienda?
Percepción intercorporal entre animales y humanos en el ambiente
En el Chaco santiagueño, el ciclo húmedo comenzaba entre octubre y diciembre. En dicho lapso de tiempo, la hacienda permanecía dispersa en amplios radios de distancia de entre tres y seis kilómetros en torno al puesto, desarrollando su vida por fuera del control de los humanos, en un monte continuo, completamente desalambrado en los espacios mancomunes compartidos por las diferentes familias campesinas. Monte adentro, el ganado circulaba con autonomía en distintos grupos, aprovechando el exceso de forraje del periodo húmedo, y alternaba entre distintas lagunas (formadas naturalmente) o represas/aguadas (construidas por humanos, pero abandonadas) diseminadas por el bosque chaqueño.
Con el advenimiento de la sequía, las vacas comenzaban su retorno estacional hacia la aguada (o represa) controlada por la familia Sánchez y permanecían cercanas a la misma el resto de la temporada. Este cambio holístico en las características climáticas y ambientales propiciaba un intercambio cotidiano, donde los vínculos intercorporales entre puesteros y hacienda se tornaban cada vez más estrechos y asiduos. Durante ese periodo, era normal que cada mañana los varones de la familia despertaran al alba y se dirigieran hacia la represa a encontrarse con las vacas. La represa era una aguada de gran tamaño que se encontraba encerrada por artefactos de contención que permitían regular el ingreso de los animales.
Desde temprano, podía observarse cómo distintos grupos de bovinos iban posicionándose en un punto de encuentro denominado rodeo, el cual se encontraba emplazado en la medialuna exterior a la represa. Cuando un humano se aproximaba a dicho lugar, las vacadas respondían a su arribo con una percepción atenta y continuaban con movimientos más o menos alborotados dependiendo de quién era la persona que entraba en su campo perceptual. Si lograban identificar a sus criadores, los movimientos corporales eran más serenos y sosegados.
Por el contrario, una persona ajena generaba suspicacias y revuelo entre los animales, debido a que las vacas eran capaces de identificar/diferenciar visual, sonora y olfativamente a las personas con las cuales mantenían vínculos cotidianos. Según señalaba Pablo, la presencia de personas ajenas les advertían la posibilidad de que pudieran ser capturadas para su comercialización y por ese motivo tendían a sobresaltarse.
“A Carlos le molestaba mi presencia cuando la familia estaba trabajando con las vacas, a diferencia de Pablo y Mariano que me integraban en las actividades pidiéndome que los ayude […]. Cuando iba para el lado de la represa, intentaba que no lo siga y varias veces me dijo que mejor me quede o duerma más, pero yo sabía que era para que no lo moleste. A Delfina (su esposa) y a los chicos les causaba gracia esa situación y no entendía por qué. Después le pregunté a Pablo, y me dice que cuando hay gente de afuera se alborotan mucho los animales porque tienen miedo de los separen (para las ventas, ingresan “camiones jaula” o pequeños camiones a la zona de la represa y desde ahí se los carga. En general, la presencia de choferes o personal de la empresa que compra los animales es una señal para las vacas de que va a faltar algún integrante del grupo). Y cuando se alborota mucho pueden golpear a Carlos, porque Carlos es una persona mayor y no tiene tanta agilidad ya para moverse con los animales; entonces, que yo esté ahí era peligroso. […] Pablo me hizo ver como ‘correteaban’ los animales cuando estaba yo o cuando se ponían nerviosos, que se alejan o se quieren ir rápido de la represa.” [Nota de campo, 20 de abril de 2015]
La mayor dificultad en estas primeras situaciones consistió en los riesgos que implicaba para los criadores interactuar con sus vacas junto a personas ajenas al puesto. Esto último afectaba particularmente a Carlos, quien por su avanzada edad había perdido destreza y velocidad para anticiparse a reacciones inesperadas de las vacas. A fin de que los animales se acostumbraran a mi presencia, seguí una estrategia recomendada por Pablo y Mariano: ellos me alentaron para que fuera un poco más temprano al rodeo cada mañana y me acercara lentamente. En estas primeras incursiones solitarias, comencé a relacionarme con las vacas en esa situación de espera mientras aguardaban a que los criadores movieran la tranquera que daba ingreso a la represa. Una semana después de dichas aproximaciones, las vacas ya se habían acostumbrado a que me moviera cerca de ellas y acompañara a los criadores en sus tareas. Eso se hacía evidente en el hecho de que cada movimiento mío en la zona del rodeo era correspondido por movimientos y gestos impacientes, en virtud de que seguían atentamente mi marcha con sus movimientos e incluso sentía como si con sus movimientos intentaran inducirme para que les abriera la tranquera. Como me reveló Pablo en otra ocasión posterior, las vacas estaban impacientes por beber y regresar al monte, e intentaban apurar el curso de acción de las personas:
“Yo: ¿No te da miedo que te golpeen de atrás cuando vas a darles agua? ¿Vienen muy cerca, no? Mariano: No, miedo no. Buscan correrlo para que le abra, quieren que ya le abra para pirar rápido al monte, no les gusta estar aquí, quieren irse al monte. Hay que ir tranquilo, que le vean tranquilo, así como estamos ahora, hablando, caminando, calmados… Más se apura, más se van poniendo así. No le tenga miedo, vaya tranquilo, ellas saben que usted le tiene miedo o algo, peor es.” [Nota de campo. Conversación con Mariano, mayo de 2017]
Lo que permitieron descubrir esas experiencias entre el rodeo y la represa puede ser concebido con el concepto de sintonía corporal (Despret 2008): la capacidad de ser afectado por deseos, necesidades e intenciones de otros cuerpos no-humanos. Pero mi capacidad afectiva/gestual para comunicarme - forjada en esos breves intercambios - era sumamente rudimentaria en comparación con quienes estaban familiarizados con su hacienda. En contraposición a mi modo de estar con las vacas, torpe y temeroso - que las afectaba negativamente en relación al proceso de cría -, Mariano podía percibir lo que los cuerpos de las vacas hacían y deseaban en cada momento, pero también sabía controlar su corporalidad para afectarlas con movimientos calmos y seguros.
En esta línea, sigo el análisis de Arregui (2020) respecto a la noción de amansamiento como conjunto de prácticas comunicativas que utilizan la vía gestual-afectiva y modifican las disposiciones corporales de quienes interactúan, dotándolos de habilidades para conmover y ser conmovidos. De esta manera, los movimientos corporales, los gestos, las posturas, los olores - los criadores insistieron en eso repetidas veces -, constituían unas texturas sensibles y significativas que marcaban el ritmo a los distintos grupos vacunos. Y, viceversa, el modo en el cual se desplazaban los animales generaba mayor o menor tensión corporal, familiaridad o atención entre los “puesteros”, quienes - en sintonía corporal - eran afectados miméticamente por la alteración de estos grandes mamíferos y podían auscultar la intencionalidad vacuna al ver sus gesticulaciones.
En marcado contraste con ontologías cartesianas signadas por una comprensión cosificada y mecanicista (Citro 2009), estos pequeños ganaderos mantenían compromisos afectivos/gestuales con su hacienda. Y eran influidos corporalmente por las expresiones de estas alteridades animales, no simplemente sensibles como las cosas, sino también vivientes y sintientes (García 2015). Como señalaba Mariano:
“Nosotros vemos que vienen y a lo lejos ya sabemos si están enfermos, si están tristes, si vienen asustados. Vienen alegres a veces, están felices porque hay verdura en el monte, vienen saltando o jugueteando… el animal es como el cristiano nomas…” [Nota de campo, Yuchán Viejo, abril de 2017] 3
Si la percepción del otro animal como ser viviente implicaba una reciprocidad mimética no objetivante que permitía percibir corporalmente en los gestos signos de impaciencia, miedo, alegría, tristeza, decaimiento, etc., esto no significaba que las vacas fueran experimentadas como pares simétricos o personas (Descola 2012), tal y como fue descrito por distintos autores contemporáneos en referencia a las formaciones cazadoras/recolectoras (Ingold 2000; Sordi 2013; Naveh y Bird-David 2014). Al contrario, mediadas o encarnadas en afectos, circulaban relaciones de poder/dominación entretejiendo los vínculos entre personas y animales, dado que estos emergían en el marco de una red sociotécnica con un perfil comercial. Aprender a ser conmovido por la gestualidad vacuna suponía la incorporación paulatina de habilidades intercorporales con un valor afectivo y, a su vez, técnico, en cuanto a la manipulación de los cursos de acción bovinos en orden a procesos de producción ganaderos.
En este caso particular, la intimidad generada entre criadores y bovinos era constitutivamente asimétrica y se construía mediante distintas técnicas corporales de cría a las que denominaban “amansamiento”.4 Según me explicaron en distintas ocasiones, los animales que nacían en el monte o permanecían demasiado tiempo fuera del contacto con ellos, solían tornarse “baguales”. Esto quiere decir que se transformaban en animales temerosos o no subordinados al mando del criador, muchas veces contumaces, lo que resultaba problemático cuando rehuían demasiado o se volvían peligrosos y agresivos en las interacciones cuerpo-a-cuerpo.
El amansamiento era una técnica que consistía en prácticas de construcción de un lazo de obediencia entre el criador y los vacunos, una forma de generar docilidad en la cual las emociones jugaban un rol clave. No obstante, como se vio anteriormente, el ingreso de un humano ajeno podía perturbar la docilidad y eso generaba respuestas agresivas o de huida. Esto se debía a que las relaciones de amansamiento sucedían entre individuos y no entre especies dotadas de un repertorio relacional biológicamente predeterminado, más allá de que las vacas fueran animales domésticos (Arregui 2020). En definitiva, se trataba de relaciones inherentemente inestables y contingentes, dado que la permanencia durante largo periodos en el monte contribuía a la re-bagualización de algunos animales y el proceso de amansamiento debía realizarse nuevamente.
Según consideraba Carlos, la relación de amansamiento no podía basarse en un puro rigor. Quienes golpeaban a sus animales, aseguraba, no entendían que estos sentían de la misma manera que los humanos. Si el control se conseguía exclusivamente por la imposición del miedo y la violencia física, en el momento menos esperado el animal se tomaría revancha, devolviéndole el rigor a su dueño, al igual que sucedía con los hijos cuando eran maltratados en la infancia. En el caso de los animales vacunos, criarlos y amansarlos involucraba una técnica afectiva de “arrebañarlos (frotarlos) con la misma saliva de uno”, acariciarlos en el lomo, las costillas, las ubres, alimentarlos y darles de beber durante días de modo personalizado, mientras se encontraban atados. Esta técnica se llevaba a cabo hasta que finalmente cedían y dejaban de ser “ariscos”.
Las metáforas utilizadas por Carlos para describir los lazos asimétricos entre puesteros y hacienda eran provistas por las relaciones de crianza entre padres e hijos. Una relación afectiva y a su vez de control, cuya principal estrategia consistía en persuadir mediante distintas técnicas abocadas a incentivar o alentar ciertos cursos de acción antes de usar técnicas estrictamente prohibitivas o punitivas. En este sentido, el hecho de que los animales pasaran durante la temporada húmeda fuera del control humano sin ser encerrados de manera permanente, y de que el lazo estuviera forjado por una técnica de cría basada en la generación de vínculos afectivos - explicados en referencia a los familiares -, evidenciaba que el control en el marco de las redes sociotécnicas puesteras no era de un tipo tal que coartaba completamente la autonomía animal como sucedía en muchas estancias-empresas agroindustriales de la zona.
Individualizar la hacienda y redefinir tareas
En los momentos de descanso o durante las comidas, la familia se reunía en el rancho. En esas situaciones los varones solían intercambiar puntos de vista respecto a las secuencias que se habían desarrollado en el curso de los intercambios con la hacienda. Estos relatos intercalaban reflexividad colectiva, controversias, proyectos, preocupación, temor y también risas. En conjunto, daban forma a diagnósticos de entrecasa en los cuales se definían las tareas por hacer y, normalmente, en esos diálogos se utilizaba un lenguaje especializado.
Como todo lenguaje especializado, el de los puesteros reflejaba un léxico sumamente rico, que adquiría sentido al usarse para exponer contrastes clasificatorios con los que se abrían y re-descubría un mundo de detalles y diferencias. Pero esas distinciones no eran simplemente representadas mentalmente, sino vividas o percibidas en el marco de las interacciones cuerpo a cuerpo con los animales. Así, la dimensión discursiva puede revelarnos (Ingold 2000) un trasfondo vivido, una peculiar forma de habitar y crear el mundo habitado mediante formaciones ontológicas no evidentes a simple vista. Este trasfondo tácito es importante para revelar algunos de los sentidos asumidos en los intercambios perceptuales intercorporales.
Una dimensión implícita del trasfondo era la convivencia mixturada de dos regímenes ontológicos diferenciados entre los animales que habitaban el bosque. Por un lado, los animales de especies domésticas como vacas, ovejas, cabras y cuchis, o cerdos, eran propiedad de los humanos y estaban marcados con la insignia familiar en sus cuerpos. Respecto a estos animales, los amos podían disponer como quisieran de ellos sin que nadie pudiese interferir, a pesar de que el sufrimiento de los vacunos, decían mis interlocutores, también los hacía sufrir y eso resultaba un límite ético-afectivo respecto a tratos considerados crueles. Con gestos de profunda indignación, don Carlos relataba como los “gringos brutos” solían azotar a los animales o como en los establecimientos agroindustriales de engorde (feed lot) las vacas eran encerradas sin poder moverse, sin poder “disfrutar su naturaleza” como lo hacían en el monte. Algo totalmente opuesto sucedía con los cerdos, que permanecían encerrados y eran ubicados en el mundo de los objetos-cosas (Naveh y Bird-David 2014).
Por el contrario, el resto de los animales nativos del monte chaqueño pertenecían cada uno a sus respectivas madres. Las madres eran para los campesinos existentes espirituales (Descola 2012) de donde procedía cada especie particular de insectos, animales o árboles, cuyo rol era también el de protectora. Estos “actantes” (Latour 2011) inmateriales del monte podían ayudar a las personas que cazaban o extraían mieles y madera para la subsistencia diaria, pero se enfurecían fácilmente cuando se hacía por diversión o codicia, causando afecciones, padecimientos, enfermedades y accidentes mortales a los humanos.
Respecto al caso particular de los vacunos, una de las cualidades más llamativas en la relación que establecían humanos y bovinos era la complementariedad entre la práctica de no contar la hacienda por considerar que esta práctica atraía mala suerte - más todavía si la pregunta provenía de agentes estatales como censistas -, y un conocimiento individuado de cada uno de los animales del rebaño vacuno. Es decir, como reverso del desconocimiento o la no-explicitación del número abstracto de bovinos, las personas podían reconocer individualmente a cada una de sus vacas. Algo que era recíproco, dado que los animales también reconocían a sus criadores y, de hecho, respondían a su presencia corporal.
La capacidad de individuación perceptual en las relaciones de intercorporalidad resultaba algo presupuesto en el estar puestero en su ambiente: al ver llegar las vacas a la represa no percibían a la hacienda en abstracto, sino una red más compleja a partir de la cual se individualizaba a cada uno de los bovinos como seres con características particulares y pertenecientes a grupos o vacadas. Y podían traducir dicha percepción en actos de habla que permitían circunscribirlos y presentarlos descriptivamente durante su ausencia a lo largo de diálogos entre integrantes de la familia. Estas descripciones eran evocadas, a su vez, con relación a tareas que debían ser llevadas a cabo en el potrero en los días subsiguientes. Es decir, lo dicho anudaba, en el presente, eventos pasados y proyectos.
En filosofía del lenguaje se acuña el concepto de “descripciones definidas” (Searle 1992) para expresiones que singularizan a un individuo, comportándose como equivalentes en su función sintáctica a un nombre propio a la hora de inscribirlos en el discurso. A través de mi trabajo de campo descubrí como muchas conversaciones en torno a la hacienda evidenciaban prácticas de individuación en los relatos que se comportaban como descripciones definidas, usadas para precisar ciertas características significativas que permitían distinguir a las vacas como individuos de un colectivo más amplio. Dichas características se encontraban, a su vez, seleccionadas y anudadas intencionalmente en virtud del quehacer de cría en el cual humanos y bovinos estaban involucrados. Eran estas descripciones en las cuales se actualizaban diferenciaciones perceptualmente construidas en el curso de sus intercambios con la hacienda. Era muy frecuente que, durante el almuerzo, a la vuelta del trabajo en el corral, los varones se advirtieran recíprocamente sobre algunos elementos que les habían llamado la atención generando informes de la situación.
“Rubén: ahí la he visto a la blanquita overa de Román [hermano menor que tiene una carpintería en el pueblo], a la vaquillona. De nuevo anda con la renguera esa. Carlos: debe ser que no se le ha ido del todo, era de un golpe decía Román. Mañana le vamos a ver. Bien sinvergüenza es esa, no se va a dejar agarrar fácil. Pablo: no, si bien baguala de más había sabido ser esa. Que no la había podido pillar la otra vez, casi se le viene encima [risas].” [Nota de campo. Conversación con Carlos, Rubén y Pablo, Nueva Yuchán, septiembre de 2017, negrita nuestra]
Las prácticas de singularización se establecían en base a ocho dimensiones significativas para los criadores: sexo, edad, color/es, propietario, características del temperamento, raza o mezcla de razas, y la dirección de la cual provenían/grupos de pertenencia - debido a que cuando los vacunos se dispersaban solían dividirse en colectivos que podían distinguirse a través de los distintos puntos cardinales de los que provenían. Estas dimensiones se articulaban o convergían como información relevante en torno a una preocupación o algún asunto de interés dado en un contexto. Generalmente podía ser un estado circunstancial o una tarea por hacer que comenzaba a proyectarse en ese momento: registrar ausencias, curar animales, controlar las hembras preñadas, marcar terneros sin señal, etc. O bien atrapar animales que estaban por ser comercializados, eran algunas de las tareas más importantes. En el diálogo anterior, por ejemplo, se habla sobre una tarea por hacer, como es revisar una vaquillona golpeada.
En primer lugar, el sistema de tenencia familiar presuponía la división de la hacienda entre los miembros de la familia. Por ello, la principal categoría que vertebra el sistema de clasificaciones remitía siempre a su propietario. Las risas, por su parte, tenían como trasfondo el hecho de que Román, un hijo de Carlos que se había mudado a un pueblo cercano, se había convertido en pueblero. Al abandonar la vida en el monte, Román se había desacostumbrado a las faenas de la vida campesina, perdiendo fuerza y precisión en sus habilidades técnicas (Ingold 2000) de interacción con las vacas. Ahondaremos en estas habilidades en el siguiente apartado.
En segundo lugar, la clasificación por edad y género estaban supuestas cuando se referencia a los animales como ternerita/ternerito, ternera/ternero, vaquillona/novillo y vaca/toro. Por último, el color o su mezcla de colores era otro elemento singularizante.
En el fragmento referido, se encuentra implícito el hecho de que la vaquillona de Román es una mezcla de raza criolla y cebú, pues en momentos posteriores acompañé a los hermanos para que la revisaran y revelaron esta particularidad. Por vaca criolla se entiende una raza ampliamente difundida en toda la eco-región chaqueña, que ha ingresado y se ha multiplicado desde la colonia (Bilbao 1964). Es un animal sumamente adaptado a las características del clima y el ambiente (sequías recurrentes, alta salinidad del agua, altas temperaturas), pero tiende a poseer menos carnes que los animales de razas como Brangus, Hereford, Cebú, introducidas por las estancias de la zona desde la década del ochenta.
Esta introducción de otras razas por parte de las empresas ganaderas de la región también se extendió a los pequeños productores que cuentan con diferentes cruzas. No obstante, a pesar de que diferentes organismos técnicos privados y estatales recomiendan la incorporación de las ya mencionadas razas puras, los campesinos de la zona siguen prefiriendo a la vaca criolla. Así, a pesar de que el cebú tiene buena adaptación porque se acostumbra al clima chaqueño - a diferencia de las otras razas de laboratorios -, los locales mantienen cierto recelo porque tienden a ser demasiado fuertes, baguales y difíciles de criar, hasta peligrosos, a diferencia de la vaca criolla fácilmente amansable. Como es de esperar, el temperamento más bagual o manso es una información de muchísimo valor en los momentos del intercambio a pesar de que se trata de disposiciones que van variando a lo largo del tiempo.
Los bovinos eran individualizados en términos perceptuales, pero no recibían nombre como las personas o los perros, lo que podría ser pensado como vinculado a cierta distancia a fin de que se convirtieran en mercancías y alimentos, de los cuales, eventualmente, debían separarse. Como sostienen Naveh y Bird-David (2014), la separación entre contexto de producción y de consumo 5 puede generar un trastocamiento ontológico gradual, a partir del cual determinadas especies se alejan del polo simétrico de las personas para aproximarse al extremo de los objetos-cosas. En el caso trabajado, la mercantilización suponía una redefinición del vínculo, tendiente al desapego afectivo, en tanto los animales eran criados para ser comercializados.
Pero esta distancia en el momento de la venta no implicaba que las vacas devinieran meros objetos cuantificados de manera abstracta en el contexto de la producción. Es decir, no significaba que los vacunos fueran percibidos abstractamente como valores, tal y como lo describía Marx (2015 [1867]) para el caso de la mercancía: como objetos valorados por patrones netamente monetarios (Sordi 2013). Tampoco que no lo fueran, dado que resultaban de una relación de propiedad y la familia subsistía mediante su consumo y comercialización, estando articulada a las lógicas mercantiles capitalistas. Las vacas - a diferencia de lo constatado entre los Nayaka (Naveh y Bird-David 2014) - eran seres liminales en los que convivían la investidura de la mercancía y el ser viviente en un movimiento oscilatorio.
Llevando a cabo tareas: sobre técnicas de control llamadas “baquías”
A través de la facultad mimético-gestual aprendemos de otros humanos a movernos de determinada forma en ciertos entornos. Dicho aprendizaje culturalmente sedimentado en nuestros cuerpos supone la capacidad pre-discursiva de percibir intenciones en movimientos y gestos de otros seres vivientes, y ser movidos por la situación según un repertorio de gestos o movimientos previamente adquiridos e incorporados como esquemas motrices en nuestra constitución corporal. Esquemas que contribuyen no tanto a la generación de respuestas automáticas cerradas y mecánicas, sino a una inteligencia corporal guiada tanto por las posibilidades de acción en-el-mundo como por las intencionalidades que movilizan a cada sujeto (Merleau-Ponty 1994).
Como señala Ingold (2000) - siguiendo la idea de Mauss en su texto sobre las técnicas del cuerpo -, lo que da cuenta de la diversidad sociocultural no estriba tanto en representaciones mentales de sujetos incorpóreos o espirituales, sino técnicas corporales desarrolladas en determinados contextos y ambientes. Muchas de estas habilidades implican el desarrollo de gestos técnicos (Leroi-Gourhan 1971; Sautchuk 2007) difíciles de reproducir para quienes no fueron socializados en estos contextos desde la infancia. Estos conocimientos procedimentales normalmente descritos como formas de “saber hacer” (Padawer 2013) requieren un alto grado de tecnicidad usando herramientas o convirtiendo el mismo cuerpo en una de ellas. En lo siguiente analizaremos algunos conocimientos prácticos derivados de la interacción cotidiana con la hacienda.
La primera acción de los puesteros cada mañana consistía en abrirles el ingreso a la aguada quitando los palos que formaban la tranquera. El momento en el que ingresaba la hacienda al perímetro de la represa era clave para escudriñar signos gestuales que mostraban cada uno de los animales. Los percibían pormenorizadamente a fin de realizar diagnósticos colectivos sobre el estado de salud de cada uno: si estaban heridos, si tenían aspecto enfermo o triste, si las vacas estaban preñadas, etc. Estas situaciones movían a los integrantes de la familia a realizar intervenciones técnicas en los animales y sus cursos de acción.
Cada una de estas tareas técnicas particulares suponían generalmente el traslado de los animales a los diferentes compartimentos especializados que conformaban los corrales: artefactos usados para encerrar a los animales, que estaban ubicados de modo contiguo a la represa y se comunicaban con ella mediante un sistema de tranqueras desmontables.
Pero movilizar a los animales seleccionados a través de estos artefactos de contención no era tarea sencilla. Implicaba la puesta en práctica de una serie de “habilidades técnicas” (Ingold 2011) mediante las cuales estos mamíferos de gran tamaño eran exhortados a moverse a través de lugares que deseaban los humanos a pesar de oponer resistencia la mayoría de las veces.
A lo largo de mi trabajo de campo, pude advertir que las personas del lugar utilizaban el término “baquía” para referir a habilidades técnicas o formas de saber hacer en algún ámbito de tareas particulares (Padawer 2013). Existían baquías hacheras, usadas en la elaboración de postes o corrales, otras asociadas a la caza, etc. Y, en el centro del corpus baqueano de la familia se encontraban las baquías de cría vacuna. Entre estas existían algunas orientadas a manipular/engañar a los animales y otras mediante las cuales eran capturados y despojados de su autonomía al ser inmovilizados.
Una baquía fundamental en este proceso era el arreo. El arreo podía realizarse de modo individual, pero en general era más efectivo y menos desgastante cuando se procedía colectivamente. En el caso de la familia, Carlos y los tres hijos varones que vivían en el puesto trabajaban coordinadamente posicionando sus cuerpos de tal modo que las vacas no se escaparan, tejiendo una red. En efecto, la baquía del arreo consistía en moverse coordinadamente taponando los posibles lugares por donde el animal podía intentar fugarse, obligando e induciéndolos corporalmente para que sus cursos de acción se redirigieran en una determinada dirección previamente acordada. En general, el trabajo mancomunado del arreo tenía como objetivo la circulación de un animal particular desde un compartimento a otro contiguos.
Ahora bien, también es cierto que mayormente era necesario realizar los operativos reiteradas veces hasta que resultaran efectivos, porque los vacunos de monte solían ser sagaces escapistas a los cuales pocas veces podían arrear sin dificultades.
En general, cuando se arreaba se pretendía asustar y confundir al animal con distintas mímicas en las que el cuerpo desplegaba un gesto técnico particular (Sautchuk 2007). Se trataba de gritos colectivos acompañados de movimiento de brazos y manos, agitando el lazo en el aire.6 Estas estrategias eran operativas con aquellos animales más mansos. En caso de que los animales fueran más baguales y pusieran en peligro a quienes intentan arrearlos, era necesario estar preparado para saltar y huir cuando estos agredían a sus criadores e intentaban embestirlos. En este sentido, el amansamiento no dependía de toda las especies y razas sino fundamentalmente de los individuos.
Para otras tareas como el capado, la yerra, el carneado, o incluso el amansamiento de los animales baguales, era necesario capturarlos y derribarlos para poder sujetarlos. En esta actividad el arreo no era suficiente, sino que era necesario implementar una serie de “baquías” que implicaban el uso del lazo. De este modo, se pasaba de una modalidad en la cual el cuerpo todo era convertido en un instrumento a otra en el cual los baqueanos se anexaban a una herramienta, que pronto se convertía en una especie de prótesis (Merleau-Ponty 1994), en virtud de la cual el cuerpo ampliaba el campo de sus posibilidades prácticas, pasando a formar parte de un sistema sinérgico en el que la práctica de enlazar emanaba de la puesta en movimiento de todos los factores que forman parte de él.
Esta herramienta (Ingold 2000)7 consistía en un trenzado de cuero, que contaba con varios metros de largo y era resistente a la fuerza de animales de tamaño prominente como vacas y toros adultos criados a monte. Tenía, además, la particularidad de que el grosor del trenzado disminuía haciéndose cada vez más fino, flexible y liviano, pero sin perder resistencia. En su punta, el mismo lazo se desdoblaba en una abrazadera regulable que podía extenderse para ser lanzada al animal y ser reducida rápidamente cuando se tiraba de ella a fin de capturar el objetivo.
De modo general, el lazo era usado para capturar y tumbar a los bovinos en el interior del corral contra su voluntad. Quienes usaban esta herramienta de dominación eran baquianos o prácticos para enlazar por su habilidad en dicha tarea. Para llevar a cabo esta técnica corporal, el primer movimiento consistía en hacer girar el trenzado de cuerpo por sobre su cabeza (reboleo) para tomar impulso, apuntar y luego arrojar la abrazadera sobre la cabeza del animal anticipando los movimientos. Esta operación solía repetirse más de una vez debido a que los vacunos identificaban gestualmente cuando estaban por ser enlazados y rehuían repetidas veces hasta ser finalmente atrapados. Generalmente, cuando se arrojaba el lazo, se apuntaba a capturar al animal de su cuello, pero, según relata Carlos, existía algunos “más baquianos” que podían tomarlos de las astas o pialar de las patas traseras.
Cuando los animales eran enlazados, el primer gesto corporal de resistencia consistía en sacudirse el lazo moviendo cabeza y cuerpo hacia distintos lados, despegando las patas delanteras del suelo e impulsándose hacia atrás en ese mismo movimiento. Con este meneo el animal tiraba del lazo con un gran ímpetu pudiendo golpear al baquiano. Cuando el vacuno tiraba “hay que dejarlo correr”, señalaba Rubén, puesto que intentar competir en fuerza podía generar desde quemaduras en las manos, hasta zafaduras, exponiendo el cuerpo del baquiano criador.
Cuando el vacuno estaba cayendo sobre sus patas delanteras, antes de que lograra apoyarlas para impulsarse nuevamente, lo que intentaba conseguir el enlazador era tirar con fuerza y precisión para que el animal no se levantara nuevamente, acortando su margen de salto. A medida que transcurría esta operación técnica, el animal iba perdiendo fuerza y capacidad de salto. Cuando estaba exhausto se procedía a tumbarlo y se ataba las patas delanteras y traseras para evitar que se levantase nuevamente.
Las habilidades técnicas descritas en este apartado estaban orientadas a manipular/engañar o incluso a usar medios coactivos para hacer que las vacas hicieran determinadas actividades incluso cuando los animales mostraban fuertes resistencias. Este despojo de su autonomía constituía un tipo de control directo, pero resultaba un tipo de interfaz con un peso menor y solamente ocurría en momentos específicos.
Conclusión
En la red sociotécnica analizada se intersectan dos factores a tener en cuenta para entender las relaciones entre personas y vacas, y particularmente cómo son percibidas/concebidas/tratadas. En primer lugar, se analizó el tipo de vínculo cotidiano entre animales y humanos al interior de esos proyectos de cría pecuaria que son los puestos. En segundo lugar, las redes de consumo/intercambio entre humanos al interior de las cuales las vacas devienen objetos de transacciones.
Respecto al primer punto, es necesario tener en cuenta que las vacas son una especie doméstica y muchos aspectos de su subsistencia, reproducción y el curso de acción en general están regulados por seres humanos. No obstante, en el sistema técnico puestero tiende a dominar ampliamente una forma de control indirecto por sobre formas directas/constrictivas - como las que implican encierros permanentes o el uso del lazo para inmovilizarlas. Una de esas formas indirectas de interfaz radica en el control del agua en épocas de sequías que las obliga a retornar al puesto en el cual fueron criadas. Dicho retorno se debe a la construcción de una relación de amansamiento que se produce a partir de las interacciones cuerpo a cuerpo ya descritas.
Las relaciones de amansamiento entre puesteros y su hacienda son un punto de emergencia de relaciones afectivas instrumentalizadas para el control técnico indirecto de los animales: a fin de que retornen durante la sequía y de conseguir que se mantengan calmadas entre la presencia de sus criadores, para reducir los riesgos de ser golpeados por estos animales de grandes proporciones en las relaciones cuerpo a cuerpo. Pero los vínculos desbordan ampliamente lo meramente instrumental.
Los baqueanos no sólo generan disposiciones corporales para saber afectar a sus animales con su mímica gestual, también las vacas los afectan a ellos con sus estados emocionales, intenciones y deseos miméticamente expresados. Esto hace que sean percibidas de manera individualizada, como seres sintientes e intencionales, con diferencias de semblante y temperamento, cuyos estados emocionales cambian. Seres que, por ejemplo, “disfrutan su naturaleza en el monte” y la posibilidad de moverse con autonomía en él. Por dicho motivo esa experiencia resulta un valor sumamente importante y el sistema técnico tiene como imperativo la garantía de esa libertad de agencia. En este sentido, el amansamiento es un tipo de relación bidireccional o recíproca.
En un sentido importante, una primera conclusión es que el control indirecto que otorga amplios rangos de autonomía en esta red sociotécnica es concomitante a la percepción de estas alteridades bovinas como individuos sintientes. Son dos factores que se retroalimentan mutuamente y se sostienen anudados en el contacto intercorporal afectivo. De esta manera, constituye una dimensión de análisis a tener en cuenta en tanto que permite poner de relieve las características del vínculo y los modos de percibir a la hacienda al interior de sistemas sociotécnicos.
El segundo elemento a tener en cuenta es que resulta una unidad productiva orientada a la comercialización, en la cual se observa un proceso de creciente separación entre contexto productivo y contexto de consumo. Como fue señalado por Naveh y Bird-David (2014), una instancia de consumo diferida respecto al contexto de cría/producción genera una tendencia a la percepción de los animales como objetos/cosas. Esto último se profundiza más en casos en los que se producen procesos de mercantilización, porque supone des-implicarse de las relaciones cuerpo a cuerpo con los animales al desprenderse de ellos para la venta. En este sentido, una segunda conclusión es que la mercantilización genera una tendencia a la objetivación de las vacas.
Ubicada en la intersección de esas dos formas de relación con la hacienda, adquiere existencia una experiencia liminar de la vaca en la cual conviven en la práctica elementos que en principio pueden parecernos contradictorios. Así, para entender las vinculaciones humano-animal un elemento clave radica en evitar idealizar las formas de compromiso e intentar poner de relieve la diversidad de interfaces e intensidades presentes en diversas relaciones interespecies. Esto último, no solo entre diferentes colectivos humanos tomados de manera holística, sino también al interior de los mismos grupos, donde las relaciones afectivas nunca son unívocas y lineales, evidenciando una multiplicidad de interfaces capaces de coexistir de manera ambivalente.
ANDERSON, David G., Jan Peters Laurens LOOVERS, Sara Asu SCHROER, y Robert P. WISHART, 2017, “Architectures of domestication: on emplacing human-animal relations in the North”, Journal of the Royal Anthropological Institute, 23 (2): 398-416.