Introdução
Acostumbrados, como lo estamos en nuestro cotidiano, al término arquitectura, nos resulta de gran comodidad referirnos mediante él a cualquier edificación que nos parece relevante o de cierta dignidad, independientemente de su contexto de producción o de sus implicaciones simbólicas o sociales. Al prestar atención a su uso corriente, se evidencia que la palabra arquitectura adquiere connotaciones (especialmente de valor) que no siempre tiene el término construcción y, sin embargo, resulta llamativo lo aceptada que está su sinonimia. Esta ambigüedad anuncia un problema conceptual que, como mostraré a continuación, se agrava cuando se requiere de cierto rigor analítico. Una serie de cuestiones pueden servir de entrada a este dilema: ¿Todo lo construido o edificado es “arquitectónico”? ¿La arquitectura constituye un hecho humano universal, tal y como parece ocurrir con la construcción? Es decir, ¿todas las sociedades y todos los periodos históricos han producido arquitecturas? ¿Se puede plantear una antropología dedicada a un fenómeno diferenciado llamado arquitectura? Y, ¿qué rendimiento analítico puede tener una antropología atenta a semejante distinción?
Antes de nada, se me objetará que, de hecho, la palabra arquitectura ha ocupado cierto espacio en la antropología, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Por un lado, Waterson (1997), Carsten y Hugh-Jones (1995), Egerten (1994) y Buchli (2013) postularon explícitamente diferentes “antropologías de la arquitectura”; por otro, autores como Bahloul (1996), Cuisenier (1991), Humphrey (1988, 2005) o Ingold (2004, 2013), entre otros, usaron abiertamente el término “arquitectura” en sus análisis antropológicos. No muy distante de ellos, algunos arquitectos, como Blier (1987), Guidoni (1975), Oliver (2006), Rapoport (1969), Rudofsky (1964), Vellinga, Bridge e Oliver (2007), o Vellinga y Maudlin (2014), al llevar a cabo análisis de edificaciones no occidentales (lo que los coloca en diálogo constante con otros trabajos de la antropología), propusieron los conceptos de “arquitectura vernácula” y “arquitectura primitiva” para referirse a ellas. ¿Qué tienen en común estos trabajos bajo la denominación de “arquitectura”? Pues bien, todos ellos dedicaron su atención a lo que podríamos sintetizar como lo construido, es decir, el ambiente construido habitable o, pensado de una forma incluso más abierta y/o procesual, la relacionalidad social que envuelve la construcción de ambientes habitables. Para los antropólogos en general se trata del ambiente construido por cualquier grupo social humano y, en el caso de Egerten (1994) e Ingold (2004), se trata del ambiente construido también por animales. Para los arquitectos, los adjetivos “vernáculo” y “primitivo” procuran especificar que se tratan de construcciones erigidas “sin arquitectos”, según el conocido enunciado de Rudofsky (1964); es decir, estos autores llaman “arquitecturas primitivas” a aquellas construcciones habitables que quedaron fuera de la narrativa de la Historia de la Arquitectura. De cualquier modo, lo que procuro subrayar es que también hay entre ellos una reivindicación sobre la universalidad de la arquitectura al hacer referencia, así como hacían los antropólogos, a todos los ambientes construidos por humanos - y en el caso de Pallasmaa (2020), también animales. Parece que, partiendo de estos estudios antropológicos o con pretensiones antropológicas, la arquitectura no tiene especificidad; ambas, construcción y arquitectura, se confunden.
Este artículo propone una alternativa a esta problemática. Sugiero que la arquitectura es algo concreto - no universal - que remite a un marco epistemológico específico y que comenzó a formarse en un periodo histórico determinado, alrededor de un conjunto heterogéneo de prácticas cuya realidad se vincula a otras instancias sociales, como el Estado. Sugiero, en definitiva, que la arquitectura y lo construido no son la misma cosa, por lo que cada una de ellas puede constituir un objeto analítico diferenciado para la antropología de modo que sea posible una reconsideración crítica de su relación.
Cabe decir, no obstante, que la búsqueda de esta realidad analítica de lo arquitectónico diferenciada de lo construido surgió a raíz de un conjunto de problemas derivados de mi trabajo de campo etnográfico, cuando investigaba la relacionalidad que envolvía la autoconstrucción de determinados caseríos (o baserriak, en euskera) del Valle de Araotz (Oñati), en el País Vasco. Fue allí donde la arquitectura se me reveló por primera vez como un problema antropológico, y será por ese motivo que aquí me servirá como punto de partida. Acto seguido, trataré de mostrar qué es lo que la arquitectura tiene de específico para aquellos que han detentado históricamente la competencia que se ampara bajo ese título. Mi argumento es que la proyección constituye un aspecto epistemológico y procedimental esencial cuya intromisión histórica produjo una triple escisión - profesional, técnica y ontológica - en el seno de lo construido. Finalmente, trataré de mostrar algunas referencias teóricas que cada una de estas dos antropologías - de lo arquitectónico y de lo construido - pueden reclamar para sí, de modo que pueda plantearse, tal y como haré en la conclusión, una vía metodológica que las relacione analíticamente.
¿Conceptos nativos?
El imaginario de lo rural en el País Vasco está intensamente vinculado con lo que diferentes analistas han definido como una tipología arquitectónica que simultáneamente se caracteriza por constituir un sistema de herencia y de parentesco “de casa” cuya presencia es vital para la articulación del conjunto de relaciones vecinales y territoriales; se trata del baserri o caserío vasco.1 En 2016 acudí a Araotz - un barrio rural compuesto por 64 caseríos ubicado en un valle del municipio de Oñati (Guipuzcoa) - para llevar a cabo un estudio etnográfico de los procesos de autoconstrucción y restauración de estas edificaciones centenarias en su relación con la producción de relaciones de parentesco y de vecinalidad.
A primeira vista, mi entrada en campo se veía facilitada por el hecho de conocer el lugar desde niño y por estar emparentado con buena parte de las personas que pretendía observar, así como por haber estudiado la carrera de arquitectura antes de dedicarme a la antropología, lo que me ofrecía cierto conocimiento técnico sobre el objeto que me interesaba. El problema, sin embargo, es que me estaba llevando a campo un buen manojo de conclusiones anticipadas; entre ellas, la propia idea de que los caseríos eran formas arquitectónicas. Un primer extrañamiento surgió casi de inmediato, cuando me di cuenta de que, análogamente a la mayoría de los antropólogos, los araoztarras, en vez de arquitectura, preferían usar los nombres propios de sus casas2 o términos como etxea (casa), caserío, baserri, chalet o txabola para referirse, entre otras cosas, a las edificaciones (al ambiente construido habitable) del lugar. En el periodo en que desarrollé el trabajo de campo, de hecho, no recogí entre mis informantes prácticamente ningún uso del término “arquitectura” que no estuviese inmediatamente referido al trabajo de arquitectos/as o de técnicos del Estado. Esto probablemente se debe a que en Araotz es cotidiano encontrar técnicos de todo tipo relacionados con lo que podemos llamar arquitectura oficial llevando a cabo sus actividades, de modo que algunos de estos agentes también formaron parte de mi investigación.
Por otro lado, cierta revelación emergió en el momento en el que percibí que existía notable coincidencia entre lo que hasta el momento yo comprendía como propio de la arquitectura oficial y lo que mis informantes indicaban mediante el término “chalet”. El de chalet, de hecho, era un neologismo extendidísimo entre los habitantes de Araotz, y su uso casi siempre remitía a contraposiciones con los términos “caserío” y “baserri”. Una casa, entonces, podía ser un chalet o baserri, pero no ambas cosas al mismo tiempo. Cuando los araoztarras enunciaban algo como “eso es un chalet”, así, procuraban indicar que se trataba de una vivienda que rompía con lo que consideraban ser la “tradición local” (es decir, el baserri) en función de un abanico considerablemente amplio de problemáticas. Esta ruptura, por ejemplo, podía ser del orden de los regímenes de producción de las casas, si bien la participación o no de arquitectos/as y de planos en el proceso de construcción llevaba en la mayoría de los casos a la calificación de chalet o baserri respectivamente (Fernández de las Heras 2022). También en lo que respecta a las relaciones de trabajo, se daban diferenciaciones entre las casas en las que las personas que la habitaban mantenían un régimen económico de subsistencia basado en el cultivo de la tierra y el cuidado del ganado (baserri), en contraposición a aquellas casas en las que estos obtenían sus ingresos a través de empleos externos a la misma (chalet). La ruptura podía hacer asimismo referencia a los casos en los que las distintas dependencias de la casa (como establos, secaderos, etc.) mantenían su función como espacios agrícolas y ganaderos (baserri), a diferencia de aquellos en los que esas mismas dependencias habían sido transformadas en espacios estrictamente domésticos, como dormitorios, comedores y salones (chalet). Para algunos informantes, incluso, se trataba de una cuestión que podía describirse en términos de estanqueidad, en referencia a la cantidad de insectos, animales salvajes, suciedad y olores que habitualmente transitan por los caseríos y que en una vivienda moderna no tienen cabida, de manera que un exceso de limpieza en determinadas zonas de la casa podía llevar a vincularla con el chalet. En este tipo de cuestiones, no obstante, el consenso era raramente existente. Cada cual atribuía a cada uno de los términos opuestos distintas características, y en muchos casos las tensiones sociales en torno a ellas resultaban en complicadas discusiones.
En lo que sí parecía existir consenso, no obstante, es en la cuestión de la forma o del estilo que estas construcciones presentan. Y es que desde finales del siglo XIX un importante movimiento arquitectónico acabó por traducir la enorme heterogeneidad formal de los caseríos del Euskal Herria en un estilo arquitectónico unitario adaptado a las necesidades y los gustos de la emergente burguesía vasca (Paliza Monduarte 1987a, 1987b); me refiero al conocido como estilo neovasco.3 La extensión de este artículo no me permite adentrarme en ello, pero según lo que he tratado en otro lugar (Fernández de las Heras 2020), puede afirmarse que se trata de un estilo arquitectónico que incorporó todo tipo de caracteres funcionales y formales británicos y suizos, lo que en diversos casos lleva a las personas que habitan caseríos “tradicionales” a considerar que las edificaciones neovascas (los chalets) resultan caricaturas sancionables (figura 1). A pesar de ello, el estilo neovasco, o más bien algunas de sus pautas formales, se infiltraron de forma gradual en Araotz a medida que los arquitectos comenzaron a intervenir en la zona (ya entrado el siglo XX) adaptando, rehabilitando o reconstruyendo los antiguos caseríos, de modo que hoy en día la frontera entre lo “tradicional” y lo “neovasco” resulta difícilmente reconocible para el foráneo. Y es que los habitantes de Araotz lidian con estos caracteres de forma compleja y variable; en muchos casos son críticos con ellos, pero cuando quieren obtener el favor de arquitectos y técnicos municipales (para, por ejemplo, la obtención de un permiso o de una subvención), no dudan en recurrir a algunos de ellos. De ese modo, es habitual que antiguos caseríos que no coinciden plenamente con las tipologías oficiales acaben siendo “maquillados” (según enuncian mis informantes) con pintura o con elementos ornamentales para que “parezcan más típicos” o más acordes con “el gusto de los arquitectos”.
En el enmarañado de problemáticas que invocaban los términos baserri y chalet, en definitiva, parecía encontrarse la distinción de algo que hasta el momento había obliterado. No obstante, mientras que el de baserri es un término nativo que hinca sus raíces en un pasado remoto, el de “chalet” fue introducido a lo largo del siglo XX por los arquitectos neovascos, cuyo interés en los modelos constructivos, habitacionales y morales del norte de Europa se hizo notar de forma abrupta en el entorno vasco. Entre ambos términos se invocaba una y otra vez la diferenciación entre campos de saber y regímenes de producción que contorneaban, sin llegar a hacerla explícita, la forma en que se percibía la irrupción de la disciplina arquitectónica y de aquello que la acompañaba (prácticas de gubernamentalidad, regímenes de uso y de consumo “modernos”, etc.) en Araotz. Por otro lado, no era a través del término “arquitectura” que los y las locales expresaban tales problemáticas. Esta última es en realidad una palabra que parece haber quedado relegada, al menos en Araotz, a la actividad de un colectivo concreto - el de los y las profesionales de la arquitectura oficial -, de modo que conviene que prestemos atención a lo que históricamente ha definido a este mismo colectivo y su actividad.
La escisión de lo construido desde la arquitectura
Un “arquitecto”, hoy en día, es quien ha realizado oficialmente “estudios de arquitectura”; quien dispone, al fin y al cabo, de una autoridad o competencia (expertise) social y legalmente reconocida (Yarrow 2019: 236). En el Estado español, donde se ubica Araotz, esto ocurre desde que en 1752 la Academia de Bellas Artes de San Fernando dotase a la profesión de la arquitectura de unos estudios oficiales (García Morales 1991: 134), pero la existencia de esta figura profesional puede rastrearse, como veremos a continuación, un poco más allá. Por otro lado, si hay algo que define los estudios de arquitectura es la enseñanza de la proyección arquitectónica o del proyecto de arquitectura. La asignatura de “proyectos” - ya sean de arquitectura, de urbanismo o de restauración, entre otras -, de hecho, está presente, hasta donde he podido indagar, en todos y cada uno de los planes de estudio de las universidades del mundo y en todos y cada uno de los cursos o periodos lectivos que las componen. En la época en la que yo realicé tales estudios en Barcelona y en São Paulo, la proyección, aún más, estaba presente en otras tantas asignaturas, como “construcción” o “estructuras”, si bien el aprendizaje del cálculo estructural o de las particularidades constructivas se realizaba de forma aplicada sobre un proyecto específicamente producido para ello. A pesar de lo que determinados teóricos de la arquitectura contemporáneos puedan pretender, en fin, la realidad de la arquitectura es que desde hace siglos esta encuentra en la proyección su más firme pilar. Digo desde hace siglos porque en el caso de España es posible fechar este acontecimiento. Sobre ello he tratado por extenso en otro lugar (Fernández de las Heras 2020: 411-556), por lo que aquí apenas me extenderé lo mínimo necesario.
Según parece, fue el tratado de 1526 de Diego de Sagredo, Medidas del Romano, el encargado de introducir en el entorno castellano lo que la historiografía conoce como la “concepción albertiana” y/o “humanista” del término “arquitectura”. León Battista Alberti es considerado el autor del “primer y auténtico tratado de arquitectura de la modernidad” (Masiero 2003: 104), De re aedificatoria, en el que la arquitectura venía a definirse por primera vez como una actividad liberal puramente mental (no artesanal o manual) basada en la racionalidad y el control que posibilita el diseño (lineamenta). Lo que se introduciría en la Castilla del XVI, entonces, no sería otra cosa que una ideología de la proyección, o como se la denominó en la época, de la traza.
Afirmar que antes de tal fecha no había arquitectos ni proyectos parece excesivo, pero lo cierto es que en la época el término “architecto” remitía oficialmente a “entalladores y ensambladores” (Marías 1992: 142) y, hasta la década de 1560,4 la mayoría de los que hoy reconocemos como los “arquitectos” más relevantes de esta época eran aún designados como “maestros” o “canteros”. La figura del maestro - maestro mayor, de obra o de cantería en la mayoría de casos - provenía de la Edad Media. Como un artesano que había dedicado su vida al oficio, el maestro de obra amparaba su autoridad para la gestión del proceso constructivo en su experiencia, si bien en ningún momento había recibido una educación formal y no tenía un conocimiento teórico de su materia. Todo maestro de obra tenía un pasado reconocido como aprendiz y cantero, y era apenas debido al respeto adquirido a lo largo de los años en el seno de la estructura gremial que se le podía confiar la contratación y la ejecución de una obra (García Morales 1991: 130). Por otro lado, aunque era posible que el maestro ejerciese en ciertos casos de tracista o proyectista, su capacidad creativa podía ponerse fácilmente en entredicho (Marías 1992: 125), e incluso en esos casos era común que se viese obligado “a copiar modelos ya consagrados” (Cámara Muñoz 1990: 45).
En contraposición con lo anterior, “todo arquitecto renacentista es tracista por encima de todo y, por lo tanto, delineante” (Wilkinson 1996: 52). El arquitecto no ejecuta, o al menos, tal y como exigía Alberti, no es lo que debería hacer; el arquitecto dibuja, traza una construcción que compone intelectualmente. Esto significa que, desde el punto de vista profesional, en el siglo XVI cualquier maestro mayor podía edificar sin la necesidad de trazas, pero, paradójicamente, “no todos estaban capacitados para dar trazas y pliego de condiciones.” (García Morales 1991: 215). Para remarcar esta cuestión fue común en la época que se hablase de “trazadores” o de “arquitectos tracistas”, que mediante tales títulos se distanciaban social y profesionalmente de los anteriores, a los que se denostaba por encontrarse demasiado cerca del servilismo de las artes mecánicas. En tanto que artistas liberales (en su sentido clásico), los tracistas pasaron a ser consideradas figuras altamente valoradas en los entornos cortesanos, y sus salarios se multiplicaron con respecto a lo que era habitual entre los maestros de obra. Mientras lo habitual era que un oficial de cantería del siglo XVI recibiese entre 25 y 50 ducados anuales y un maestro de obra y un aparejador catedralicio entre 50 y 100 ducados anuales (Marías 1992: 151), los salarios de los arquitectos pasaban fácilmente de los 500 ducados, y en el caso de Juan de Herrera este llegó a una base salarial de 1000 ducados anuales.
Pero la con lo anterior, “todo arquitecto renacentista es tracista por encima de todo y, por lo tanto, delineante” (Wilkinson 1996: 52). El arquitecto no ejecuta, o al menos, tal y como exigía Alberti, no es lo que debería hacer; el arquitecto dibuja, traza una construcción que compone intelectualmente. Esto significa que, desde el punto de vista profesional, en el siglo XVI cualquier maestro mayor podía edificar sin la necesidad de trazas, pero, paradójicamente, “no todos estaban capacitados para dar trazas y pliego de condiciones.” (García Morales 1991: 215). Para remarcar esta cuestión fue común en la época que se hablase de “trazadores” o de “arquitectos tracistas”, que mediante tales títulos se distanciaban social y profesionalmente de los anteriores, a los que se denostaba por encontrarse demasiado cerca del servilismo de las artes mecánicas. En tanto que artistas liberales (en su sentido clásico), los tracistas pasaron a ser consideradas figuras altamente valoradas en los entornos cortesanos, y sus salarios se multiplicaron con respecto a lo que era habitual entre los maestros de obra. Mientras lo habitual era que un oficial de cantería del siglo XVI recibiese entre 25 y 50 ducados anuales y un maestro de obra y un aparejador catedralicio entre 50 y 100 ducados anuales (Marías 1992: 151), los salarios de los arquitectos pasaban fácilmente de los 500 ducados, y en el caso de Juan de Herrera este llegó a una base salarial de 1000 ducados anuales.
Pero hay algo más. La traza impuso una tercera forma de distancia o de escisión (además de la profesional y la técnica); una distancia que podemos llamar ontológica. Esto requiere de un pequeño desvío teórico. Ocurre que, según Goodman (2006) y Genette (2001), las obras de arte (y las artes asociadas a ellas) pueden clasificarse según su modo de existencia. Ambos autores han distinguido, de ese modo, entre las artes u obras autográficas y las alográficas. Las primeras son aquellas en las que la obra se reconoce en su materialidad, de modo que si se pierde el soporte material se pierde la obra, y si se copia en otro soporte material la obra no se reconoce en él (se considera un plagio, una reproducción o una copia no auténtica). La pintura y la escultura participan de este modo de existencia. Cuando nos preguntamos por la ubicación exacta, por ejemplo, de la obra de Las Meninas de Velázquez, responderemos que en estos momentos se encuentra en el Museo del Prado de Madrid; la obra de arte se encuentra ahí donde se localiza su materialidad. De ese modo, Las Meninas ha sido fotografiado, reproducido y copiado millares de veces, pero, si el museo se incendia y la pintura de Velázquez se deshace en cenizas, no hay duda de que la habremos perdido definitivamente, pues sus versiones (por muy detallistas y veraces que sean) nunca tendrán el mismo estatuto ontológico que el original y no podrán ser consideradas la obra en sí. Ahora bien, las artes alográficas, como la música o la literatura, existen de otro modo. Si nos preguntamos, ¿dónde está en este momento la Gnossienne No1 de Erik Satie? La respuesta será confusa. Alguien podría decir que esta pieza para piano se encuentra en la partitura original, aquella que Satie redactó con su mano. Otros dirían que se encuentra en cualquier copia de esa partitura, pues, al fin y al cabo, cualquier partitura nos permite interpretarla musicalmente. Si por otro lado yo estuviera escuchando la obra en este mismo momento, podría decir que está aquí mismo, en el aire (o en mi reproductor musical), en la propagación de las ondas sonoras que está teniendo lugar aquí y ahora, en la recepción de mi oído, etc. No tengo más que reproducirla mentalmente para decir que la obra está en mi cabeza, y si todas las partituras de esta pieza para piano ardiesen, como los libros en Farenheit 451 de Ray Bradbury, con seguir recordándola al detalle podría decir que la humanidad no habría perdido la obra. Esta forma extendida, potencial, o en definitiva ideal, de estar en el mundo es lo que hace que una pieza musical pueda considerarse una obra de inmanencia alográfica.
Pues bien, ¿dónde está Notre Dame de París? - ¡Qué pregunta! - Se me dirá - es obvio que en París -. Y, ¿la Lonja de Sevilla? - En Sevilla. Sí… En este segundo caso quizá la obra en su materialidad esté en Sevilla, pero ¿es esa la obra de arte propiamente dicha? Desde el punto de vista de un estudioso de la obra de Herrera, lo que hoy es la Lonja (actualmente Archivo General de Indias) no coincide ni mucho menos con lo que Herrera proyectó. A lo largo de los años el edificio de Sevilla ha sufrido multiplicidad de intervenciones y transformaciones, ya fuese por motivos funcionales - ya albergó todo tipo de instituciones y estuvo ocupada por gente que hizo de ella su vivienda durante décadas, para lo que se realizaron innumerables reformas que Herrera jamás aceptaría - o simplemente por la degradación producida por agentes atmosféricos o por el paso del tiempo. Mientras tanto, los planos dibujados por Herrera y conservados en el Archivo General de Simancas también albergan la obra, esta sí, estrictamente acorde con la obra intelectual de Herrera. En cuanto construcción histórica, no cabe duda de que el edificio autográfico de la Casa Lonja - incluidas sus graduales transformaciones - nos interesa por ser un vestigio material de la historia de sus relaciones (que son asimismo las relaciones históricas de Sevilla, de la colonización española, de la historia mundial, etc.), pero como obra arquitectónica lo que nos interesa de la Lonja es su forma en cuanto manifestación de ese objeto de inmanencia alográfico que es el proyecto de Juan de Herrera. Dicho de otro modo, mientras que una construcción anterior a la emergencia del sistema de la arquitectura (de la traza) constituye una obra autográfica, cualquier edificio producido a partir del régimen proyectivo de la arquitectura tiene una existencia equívoca, doble, esquizofrénica, simultáneamente ideal y material. Esto explicaría por qué algunas de las obras arquitectónicas más importantes de los últimos cinco siglos no llegasen a construirse jamás. Y es que, del mismo modo que en artes alográficas como la música hay un dislocamiento entre el compositor y el intérprete, en la arquitectura se impone una distancia entre lo proyectado y lo construido. Desde el Renacimiento, la arquitectura (que no la construcción) existe intelectualmente, es decir, alográficamente.
Em monasterio de El Escorial, de manera similar, está materialmente localizado en San Lorenzo del Escorial, pero sobre todo, al menos para el arquitecto Juan de Herrera, está en sus dibujos. Y es que la conocida estampa número 7 (figura 2), implementada por Herrera con fines propagandísticos tras la construcción del monasterio, “puede y quiere suplantar al edificio, convirtiéndose así en su imagen o idea” (Lahuerta 1984: 29). De hecho, la obra arquitectónica contenida en las estampas tiene correcciones que no existen en su manifestación material; según Lahuerta estos dibujos constituyen “el más original documento sobre su forma” (Lahuerta 1984: 29), de modo que, podríamos decir, para Herrera su obra intelectual se manifestaba de manera más prístina y pura en ellos que en el edificio en sí. En definitiva, para la arquitectura, la obra en cuanto objeto de inmanencia alográfico es una forma ideal. El proyecto arquitectónico es el fin en sí mismo de un tracista como Herrera; su construcción no es más que una de sus múltiples manifestaciones materiales (como la interpretación de una partitura), entre las que se encuentran las trazas, las descripciones o las estampas. Desde un punto de vista estrictamente arquitectónico, entonces, no sería problemático que se construyese un segundo monasterio de El Escorial en cualquier otro lugar, siempre y cuando este mantuviese una relación firme de identidad con el proyecto de Herrera; como cualquier ejecución musical, o tal y como se hizo con el famoso pabellón de Barcelona de Mies Van der Rohe,5 este nuevo edificio proporcionaría una interpretación más o menos errónea, más o menos purista de la obra en sí, pero desde luego sería la obra de pleno derecho.
Fuente: Biblioteca Nacional de España, disponible en http://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/3775554 última consultación en enero de 2024).
Aunque en nuestro cotidiano exista cierta tendencia a confundirlas, la arquitectura y lo construido, entonces, quedaron profundamente escindidas desde que la práctica proyectiva irrumpió como demarcadora epistémica. Acabo de hablar de este proceso en referencia al contexto del Renacimiento castellano, pero este se puede extender sin dificultad al pensamiento euroamericano como un todo.6 Y es que, bajo el régimen impuesto por la traza, la diferenciación entre el arquitecto y el maestro de obra (distancia profesional), entre la proyección y la ejecución (distancia técnica) y entre las arquitecturas alográficas y las construcciones autográficas (distancia ontológica) se extendió a lo largo y ancho del globo a partir de los siglos XV y XVI. Con pequeñas salvedades, estas tres escisiones continúan vigentes y constituyen el corazón mismo de la práctica arquitectónica internacional. Pero resulta necesario, antes de volver a los caseríos, hacer un último apunte. Que la arquitectura pueda fundamentarse en los procedimientos proyectivos y en la triple escisión que estos provocaron, no quiere decir, ni mucho menos, que esta sea dueña exclusiva de los mismos. Asumo que es más que probable que en otros contextos sociales e históricos - en el antiguo Egipto, o Roma, o incluso entre los Pirahã - se hayan puesto en práctica diferentes formas de proyección. Lo que pongo en duda es que en tales casos se diese una conjunción de hechos y problemáticas epistémicas equivalente a la que la irrupción de la arquitectura y su ideología nos pone sobre la mesa. La arquitectura, como vengo señalando aquí, tiene especificidad histórica, por lo que en tales casos considero más adecuado (y respetuoso) considerarlas analíticamente como otras lógicas de lo construido (integren o no procedimientos proyectivos), que reducirlas a expresiones de una arquitectura con pretensiones universales.
La integración de lo construido en la arquitectura
¿De qué manera lo dicho hasta el momento a propósito de la emergencia de la arquitectura en el siglo XVI afecta a aquellas construcciones que, como los caseríos, fueron construidas originalmente sin la mediación de cualquier tipo de traza o proyecto y sin la participación de profesionales de la arquitectura?
Pensemos por un momento en el caserío Igartubeiti de Ezkio-Itsaso, probablemente el baserri más conocido y mediatizado de Euskadi, convertido en 2001 en “museo etnológico”.7 ¿Cómo se relacionaron históricamente los arquitectos con una construcción como ésta? En primer lugar, y hasta bien entrado el siglo XX, la rechazaron como parte integrante de una historia de la arquitectura. Desde el Renacimiento la arquitectura de los arquitectos se consideraba única y exclusivamente heredera de Grecia y Roma, y sólo a partir del siglo XIX otras construcciones pasaron a recibir cierto interés por el papel que podían jugar en la institución de los diacríticos identitarios nacionales y su estructura patrimonial (Choay 2007). Los franceses, inicialmente con el estilo gótico, y los británicos, especialmente con el regionalismo de los cottages, serían los primeros en dirigir su atención hacia las formas constructivas vernáculas, así como en integrarlas estilísticamente en la monumentalidad urbana proyectada por los arquitectos. Como extensión, fue el incipiente nacionalismo vasco el que comenzó a prestar atención a los caseríos a través del trabajo de viajeros (O’Shea 1887), teóricos del nacionalismo (Campión 1915; Kizkitza 1932), historiadores del arte (Colás 1926; Roda 2006) y arquitectos vinculados con el ya mencionado estilo neovasco (Baeschlin 1968; Guimón 1907, 1924; Muguruza 1919; Yrizar 1925, 1929). Se trataría de un movimiento atencional promovido por lo que se conoce como el Renacimiento cultural vasco, que haría del baserri un objeto pictóricamente representable y específicamente comprensible según las herramientas de la historia del arte y de la arquitectura (Martínez y Agirre 1995). A esto le siguió un largo proceso de consolidación de los modelos de representación y de análisis (de arquetipos pictóricos y tipologías arquitectónicas; figuras 3A, 3B, 4A y 4B) en el que incluso participaron muy activamente antropólogos como Julio Caro Baroja (1971, 1982), además de historiadores del arte y arquitectos que llegan hasta la contemporaneidad (Santana et al. 2001).
Pues bien, el efecto de este giro perceptivo hacia el caserío se pone de manifiesto, entre otros, en el modo en que en la actualidad las instituciones vascas atribuyen valores patrimoniales a las construcciones rurales. En ese sentido, ¿cómo y en qué momento el caserío Igartubeiti pasa a formar parte de la arquitectura y su historia? Según la hipótesis conceptual que aquí manejo, esto se dio el 29 de mayo de 1992 mediante la resolución del gobierno vasco que calificó el edificio como bien cultural debido a su semejanza con los modelos considerados típicos de la arquitectura del baserri. Una vez hecho esto, ya era posible intervenir proyectivamente sobre él - “restaurarlo científicamente” (según la terminología usada por los arquitectos que la llevaron a cabo) -, algo que vendría justificado de la siguiente manera por el diputado de cultura de la época:
“La adquisición de este caserío por parte de la Diputación Foral de Guipúzcoa en el año 1993 respondía a un claro deseo de preservar este edificio como un exponente destacado de la arquitectura vernácula y del ambiente rural del Territorio Histórico de Guipúzcoa, de forma que pudiese ser conocido, valorado y disfrutado por las generaciones futuras. Todo esto en un momento en que este tipo de arquitectura y el modo de vida que lo originó presentaban un importante riesgo de deterioro, cuando no de desaparición.” (Santana et al. 2003: 10)
Todo un renacimiento, una “segunda vida” (Kirshenblatt-Gimblett 1998; Silva 2011), se pondría así en marcha para este edificio. Este ya no remitiría más a lo construido por la población del barrio rural de Ezkio, sino que, una vez dignificado como arquitectura, ya podía ser considerado un “exponente” o un “representante” (Santana et al. 2003: 18) de algo que lo trascendía: la Historia de la Arquitectura Vasca. En ese sentido, resultaba imprescindible preservarlo. ¿Cómo? En primer lugar, expulsando a la familia que lo habitó y lo construyó gradualmente a lo largo de los últimos 400 años. En segundo lugar, restaurándolo por completo según una finalidad articulada proyectivamente; fin que consistiría en que su nueva configuración concordase punto por punto con los criterios de lo que los analistas antes mencionados dijeron que constituía la esencia de la arquitectura del caserío (figura 5). Esta red de correspondencias entre lo tangible y lo tipológico, de hecho, conllevaría la producción de planos (un proyecto a posteriori) que establecerían cómo debería rehacerse el edificio para ser considerado el exponente patrimonial requerido. Esto último remite a lo que en la jerga patrimonialista se describe como la conservación calculada de los valores “auténticos” y la eliminación quirúrgica de los aspectos “degradantes”. Durante la restauración - que por cierto consistió en un proceso de deconstrucción y reconstrucción integral del edificio mediante el que se saneó o sustituyó de forma particularizada cada elemento constructivo -, lo que hasta entonces era una construcción autográfica pasó a reinstituirse como la emanación de una representación patrimonial alográfica, es decir, la ejecución de un proyecto de restauración arquitectónica. Por otro lado, en tercer lugar, a Igartubeiti se le otorgó una nueva función que sustituiría su anterior utilidad agrícola y doméstica: un museo de sí mismo; un espacio metaexpositivo habitado por el Estado. Pero, cabe decir, en semejante museo no se expondría todo aquello que participó de su compleja génesis constructiva - el enmarañado histórico de relaciones sociomateriales hasta su patrimonialización en 1992 -, sino apenas aquellos aspectos minuciosamente seleccionados por ser capaces de reafirmar el discurso institucional de la ideología arquitectónica. Es decir, Igartubeiti, en cuanto simplificación museística de sí mismo, no expone todo lo que formó parte de su construcción a lo largo de su compleja historia (lo construido), sino apenas aquello que constituye su síntesis racional (la arquitectura).
Cabe decir que, aunque la extensión de este artículo apenas me permite palpar estas problemáticas relacionadas con los procesos de patrimonialización, las formulaciones relativas a la distinción entre lo construido y la arquitectura dialogan de forma directa con el trabajo que la antropología viene desarrollando desde hace décadas en este campo, tanto a nivel peninsular (del Mármol 2010; Silva 2011, 2014a, 2014b; Beltran y Santamarina 2016; Alonso González 2017; Santamarina 2017) como en otros contextos internacionales (Kirshenblatt‐Gimblett 2004; Smith 2006; Jones y Yarrow 2013; Collins 2015; Yarrow 2018). Y es que, es mediante los análisis y valoraciones que la historia del arte y el patrimonio histórico-artístico efectúan que las construcciones producidas fuera del flujo de los procedimientos proyectivos anteriormente descritos (como puede ser una catedral gótica, un caserío de Araotz o una maloca Ianomâmi) son capturadas por la arquitectura y rehechas a su imagen, permitiendo así su regulación y su reconfiguración. Así, la Historia de la arquitectura consigue recodificar toda construcción (y aquello que la envuelve) al transformarla en un texto legible (sensuScott 1998) según sus principios generales.
Conclusión: para una antropología de la arquitectura y lo construido
Si, tal y como he argumentado aquí, la arquitectura y lo construido se diferencian, también pueden hacerlo las antropologías dedicadas a ellas. En lo que se refiere a las antropologías de la arquitectura, por ejemplo, pueden mencionarse aquellas investigaciones etnográficas cuyo trabajo de campo se ha realizado específicamente en el contexto de estudios de arquitectura o en interlocución con agentes dedicados al diseño arquitectónico (Yaneva 2009a, 2009b; Yarrow 2019; Loukissas 2016; Harkness 2009; Houdart y Chihiro 2009; Murphy 2004), así como aquellas investigaciones que, de modos muy variables, han tratado directamente de los efectos sociales que la arquitectura o la actividad proyectiva producen en diferentes contextos urbanos y territoriales (Silva 2011, 2014b; Herzfeld 1991; Navas Perrone 2016; Holston 1989). También en el sentido de emprendimientos etnográficos documentales y de carácter histórico pueden citarse aquellos/as autores/as que han hecho un esfuerzo por reconocer la especificidad genealógica de la disciplina de la arquitectura (y de su hermana, el urbanismo), como es el caso de Choay (2010) o Rabinow (1987). Ahora bien, las antropologías de lo construido, es decir, las investigaciones dedicadas a la complejidad del ambiente construido habitable o de la relacionalidad social que envuelve la construcción de esos ambientes habitables, remiten a una bibliografía de tal amplitud que aquí no puede ser abarcada ni tan siquiera parcialmente. Se trata de un corpus bibliográfico que tiende a remontarse a autores como Morgan (1881), Mauss (1905), Lévi-Strauss (1936), Bourdieu (1970) o Geertz (1991), así como, más contemporáneamente, a Carsten y Hugh-Jones (1995), Humphrey (1988), Gell (1998) o Ingold (2004, 2013), entre muchos, muchos otros.8
Si bien cada una de las vías conceptuales - de la arquitectura y de lo construido - parece poder reclamar para sí una tradición teórica diferenciada de la otra, el motivo de su exposición no es otro que el llamar a su rearticulación. Es más, considero que una antropología de la arquitectura y de lo construido debe extremar su atención, precisamente, hacia su complicada relación, que debe ser críticamente considerada en vez de obliterada. Sugiero, de esa forma, que una antropología como esta puede servirse de diferentes movimientos analíticos. Uno de ellos puede remitir al estudio descriptivo de la génesis de las formaciones epistémicas que constituyen y atraviesan las diversas prácticas asociadas con la proyección arquitectónica. Por otro lado, sugiero un segundo movimiento a partir del estudio de la confrontación de tales prácticas con aquellas socialidades que desobedecen o que escapan a los procesos de captura. Se trata, en ese sentido, de identificar cuál es el impacto y la eficacia de los procesos de lo arquitectónico en los diversos contextos de interacción social en los que intervienen, y cómo, en definitiva, esos procesos pueden ser recapturados y transgredidos por las poblaciones locales, generando nuevos agenciamientos socio-materiales complejos e insospechados (nuevas manifestaciones de lo construido). En suma, propongo que aquellas etnografías de lo construido que se deparen con la presencia de la arquitectura en sus ámbitos de estudio (como a mí me ocurrió en Araotz), integren críticamente la problematización de sus datos a la luz de una antropología de la arquitectura.
Y es que, en cuanto régimen de luz (de saber), la arquitectura, en la reificación que produce, parece constituir entidades epistémicas de gran firmeza, de tal manera que aquello que omite - lo construido y su envoltura - deviene residual. Pero lo cierto es que, aunque el uso que se hace habitualmente de la palabra arquitectura parece conferirle cierta dignidad que le es negada a lo construido, aquello que envuelve lo construido es infinitamente más amplio y potente (en sentido spinozista) que la propia arquitectura. En todo caso, al hacer de lo construido una arquitectura, se consuma una simplificación epistémica - una reducción alográfica - que niega la complejidad de su materialidad relacional para percibir apenas aquello que selectivamente se asemeja con los postulados de la disciplina. La arquitectura, en definitiva, instituye lo mismo, mientras que lo construido, al contrario, implica lo otro.