En gratitud y recuerdo de doña Ana María Ramos, que dio su pueblo en herencia a través de sus memorias Because we are always looking for the former world, before all the traces of the former world are gone. Emily St. John Mandel, Station Eleven Espantos entre henequenales: palabras iniciales
No volvieron los waychivos a Tixcacal Quintero. Décadas atrás, puertas y ventanas se cerraban al anochecer, y las infancias eran enviadas a sus hamacas a dormir.1 “No asomen, que afuera estarán los wayo’ob espantando”, se les decía. Al amanecer, la vida se desplegaba en jornadas extenuantes en los planteles de henequén filoso e irritante (Agave fourcroydes). El patrón y el deber llamaban a deshierbar, mantener la máquina desfibradora y perpetuar los monocultivos, un reino que - se pensaba - no tendría fin. La peonía cultivaba sus milpas en días de descanso. Las infancias del entonces - ya adultos mayores que compartieron sus memorias durante mis visitas en el verano de 2022 - recordaron que, llegada la noche, los jornaleros se reunían para charlar y ver las estrellas, pero ellos eran enviados a dormir. No fuera que atestiguasen fechorías de los wayo’ob, al cobijo de la nocturnidad.
Porque vivían ahí waychivos, hombres que se transformaban en caprinos para ir a bailar en otros pueblos. Un vecino era wayk’éek’en y espantaba por las callejuelas convertido en cerdo. Una familia tomaba forma canina para robar pan o carne de venado ahumándose en fogones ajenos. Los varones de la jauría sustraían prendas femeninas tendidas en los solares, que luego tiraban en el atrio de la iglesia. Alguna vez los apalearon por los hurtos.
Pero ya no hay wayo’ob en Tixcacal Quintero, y no existe más aquella vida. A Estela,2 una de las pocas mujeres que ahí continuaba viviendo en 2022, le causaba pesar: “Ay, Dios, ya no hay brujos ahora”, repetía. Nacida en 1937, replicaba con tristeza: “ya se fueron los brujos… se fueron todos, los pobres”.
No les ahuyentó la “modernidad” o la luz eléctrica, como dice haber sucedido en otros pueblos (Gutiérrez 1998). Los wayo’ob, en su forma humana, cohabitaban en el pueblo y se desgastaban bajo el sol, como cualquier vecino, y forjaban amistades y compadrazgos. Se fueron, recordaron los interlocutores, cuando “se acabó el henequén”.
En aquel tiempo de la centuria anterior, Tixcacal Quintero era una hacienda más en la vasta región henequenera yucateca, entonces sumida entre decisiones contradictorias del Estado, la banca y la aristocracia plantacionista local para mantener a flote un caro y ominoso sistema productivo, en declive tras una prosperidad persistente desde mediados del siglo XIX (Anaya 2013: 71-73). Era, como otros pueblos del sistema hacendero yucateco, un foco en un régimen económico basado en la explotación de este vegetal, cultivado en extensas plantaciones y procesado en maquinarias que las convertía en fibra; cada hacienda contaba con una casona residencial para los patrones, y un asentamiento poblado por la sobreexplotada peonía acasillada y sus familias (Hernández y Martín 2016: 110).
La peonía, sometida a servidumbre forzada, fue “liberada” y dotada de tierras durante repartos agrarios tras la revolución - incluyendo aquéllas para el cultivo de henequén - en procesos complejos cuyas narrativas devinieron en relatos y memorias disímiles (véase Koyoc Kú 2016: I-VIII). Uno de tales fue la reforma cardenista de 1937, un “acto de justicia” que, según Villanueva (2012: 27), supeditó salarialmente a los campesinos al Estado al cooptar la producción y mantener la sujeción patronal de los peones. Si bien el marco de las dos guerras mundiales elevó la demanda de jarcias, la industria henequenera no satisfizo las exigencias globales; los precios vacilaron y otras fibras vegetales, como el cáñamo de Manila, o sintéticas, como el nailon, fueron más durables y asequibles (Anaya 2013: 61-65). El Estado emprendió el desmantelamiento del sistema henequenero entre corruptelas, intervenciones fracasadas y hostilidades entre el gobierno y el empresariado yucateco. Para algunos autores (Sauri 2012: 7-37; Mendoza 2013: 130) quedó un panorama con “agudos problemas de pobreza y desigualdades territoriales”, y un campesinado en “aflictiva situación”. El agave dejó de ser rentable para ganarse la vida; las manos campesinas del henequén - una “fuerza laboral abundante, dócil, barata” - quedaron a merced de maquilas instaladas a mediados de los años 80 en puntos de la región henequenera; quienes partieron hubieron de desempeñarse en la construcción del proyecto turístico de Cancún y lo que luego fue conocido como la “Riviera Maya”, o migraron a otros rumbos (trans)nacionales (Iglesias 2011: 73-77).
Entre los campesinos afectados estaban aquellos que la memoria recuerda como los waychivos y otros wayo’ob que alguna vez habitaron en Tixcacal Quintero. Por muchos poderes que tuviesen, eran humanos con necesidades de subsistencia. Fueron operarios de una industria fenecida que permitía - no sin penurias - la supervivencia en un plano terrenal, enmarcado en el pueblo que nos ocupa. Aquella finitud obligó al abandono del lugar por sus habitantes, que buscaron en otros sitios formas nuevas de ganarse la vida.
A partir de lo hasta aquí relatado, propongo un breve recorrido etnográfico sobre los modos en los que algunas personas originarias de Tixcacal Quintero - emigradas o radicadas - recordaron y compartieron conmigo sobre el pasado henequenero local e imaginaciones sobre sus futuros. La relación de los interlocutores con el pueblo se esboza desde dos líneas. Una parte de actitudes que pueden tenerse por escatológicas ante la probable desaparición del sitio; otra, del pueblo como lugar que proyecta sus porvenires desde memorias que, ancladas en emociones y afectos, desdoblan los futuros de un sitio que reclama el recordar como deber (Zúñiga 2017). Insisto en considerar, desde estas dos líneas, que tales imaginaciones sobre lo venidero originan actitudes escatológicas, pues dinamizan el paisaje de un mundo que fenece, llevándome a indagar si el porvenir del pueblo o su eventual desaparición puede considerarse como un apocalipsis, el fin de un mundo. A esto sumo los trazos recogidos sobre algunos futuros concebidos por los interlocutores entrelazados con recuerdos en/sobre el pueblo, experimentadas en primera persona o vividas desde el recuerdo ajeno.
El proceso metodológico es bastante sencillo. Partió de una etnografía en el lugar que se nutrió de conversaciones no directivas ponderando lo situado, en charlas casuales que conjugaron intereses en común - los míos y los de los interlocutores - desde la cotidianidad (Contreras 2019: 23-24), sea vivida recientemente en Tixcacal Quintero, o recuerdo/herencia de emigrados o descendientes, a quienes pude ubicar posteriormente en la capital yucateca. Las narrativas que los pobladores me compartieron fueron aquí acomodadas con un calce conceptual ensamblado para mi tesis doctoral, y que he aprovechado para acercarme a las dinámicas en torno a relatos orales mayas contemporáneos de orden apocalíptico. Mi arribo al sitio fue casi accidental; llevaba tiempo haciendo trabajo de campo en Homún indagando relatos actuales sobre el fin del mundo por mi investigación de doctorado, y visité Tixcacal Quintero el verano de 2022. Era un sitio relativamente cercano a Homún, ubicado en las inmediaciones de una particular región de pasado henequenero, y acudí en busca de posibilidades reflexivas y metodológicas que ampliasen el panorama de lo que llevaba trazado hasta aquel entonces.
Paisajes cotidianos
En este pueblo adormilado y taciturno las cumbias y músicas que arropan las tareas ordinarias no tronaban en viejas consolas, ni invadían casas vecinas, al menos durante mis estancias. Sus espesuras sonoras quedaban cautivas en los linderos domésticos. También se marchó el bullicio que, se dijo, imperó décadas atrás.
El viento y los animales de traspatio aprendieron a ser discretos. La quietud nocturna era rota por grillos tímidos; la diurna apenas rasgada por motociclistas o agentes de cobranza que atravesaban la calle principal. Este trazo albergó las vías férreas decauville que movilizaban las pencas desde los planteles hasta la máquina desfibradora. Un desvío carretero proyectado entre Sotuta y Huhí complicaba el arribo, y acentuaba el aire de lejanía y olvido. “Hasta el covid pasó de largo”, dijo un vecino, celebrando que, hasta aquel momento, no hubiera ningún caso. Desde pueblos aledaños, como Zavala, llegaban repartidores de carne y tortillas también en motocicleta. Fuera de ellos, casi nadie se apersonaba. Luisa - hija de emigrados locales, y que visitaba a sus abuelos los veranos de su infancia - dijo que su gente recelaba de los extraños.
El último censo (INEGI 2020) registró 55 pobladores en el sitio, radicados en 71 viviendas; recogió como principal actividad económica declarada la crianza de animales, y el desempleo/empleo deficiente como el problema más acuciante. Hay albarradas tumbadas, montes crecidos, casi una treintena de casas vacías, y techumbres de palma desplomadas bajo el clima y la ausencia de quienes nunca volvieron.
Casi nadie daba uso al parque recién retocado con los colores del partido que administraba Huhí, municipalidad que rige Tixcacal Quintero. El censo de 2020 registró cinco infancias menores de 14 años, pero cuando acudí, ya no radicaban. “Están los nietos de Isabel”, dijo el viejo Arturo; pero su esposa le recordó que también habían partido. La falta de infancias hizo clausurar la escuela; los pocos niños que quedaban eran enviados a tomar clases en Huhí o Zavala, para luego migrar con otros parientes en Mérida o Cancún.
Atisbos sobre un mundo fenecido
“Muchísima gente había antes”, recordó Laura, nacida ahí, aunque radicada en Mérida desde adolescente. La septuagenaria compartía opinión con otros que, en contraste, permanecieron en el pueblo, parientes incluidos. Durante el auge henequenero, el pueblo albergó a personas que, movidas por la sonada prosperidad henequenera, llegaron desde sitios distantes, como solía suceder en la dinámica hacendera (Hernández y Martín 2016: 117).
Los documentos justificativos presentados en un decimonónico informe gubernamental yucateco (Rejón 1862)3 apuntaron 11 habitantes frente a los 692 anotados casi una centuria antes (INEGI 1960). Desde ese pico, los censos fluctúan hasta los 55 registrados en 2020.
Durante la algidez poblacional, el cuarto de máquinas de la hacienda funcionó como desfibradora de capital privado (Várguez 1999). Ese y otros inmuebles del casco quedaron como propiedad del patrón - al tiempo, Concepción Castro - tras el reparto de 1937, que volvió ejidataria a la peonía.4
La antigua mano de obra tomó posesión del henequén, pero no de la maquinaria para procesarlo; seguir recurriendo a la desfibradora del patrón perpetuó cierta sujeción y dependencia. Castro e hijos compraban penca de los otrora peones acasillados a precios ínfimos, forjando monopolio y mermando la vida económica del campesinado (Villanueva 2012: 355). Llegaban incluso henequeneros de otros planteles para procesar henequén en “la pequeña [propiedad]”, el reducto inmueble donde el antiguo patrón operaba con su peculio, y cuyos hijos mantuvieron tras su muerte.
Fuente: Dirección General de Estadística de la República Mexicana (1905); Dirección de Estadística (1918) e INEGI (censos de los años referidos).
En tiempos del pico poblacional las vicisitudes se agudizaron, y aquel mundo se resquebrajó. Las siguientes décadas, la zona de monocultivo henequenero - extendida en una suerte de circunferencia de más de 70 km a la redonda de la capital - fue embestida por oleadas de crisis y fenómenos concatenados, como cambios en el uso del suelo y la merma del rendimiento milpero (Lizama 2013: 214-224).
Según algunos interlocutores, Castro era un patrón “atento” que prodigaba obsequios y facilitaba asistencia médica al campesinado, en contraste con narrativas registradas en otras haciendas sobre patrones abusivos retenedores de salarios, bloqueadores de justicia y servicios médicos (Várguez 1999: 157). Los últimos pobladores de Tixcacal Quintero trazaban, con el pincel de sus recuerdos, paisajes de bonanza, tal como lo hacían quienes habían partido, o los hijos de emigrados que no nacieron ahí, geográficamente distantes, pero memoriosamente cercanos.
Para Laura, esa vida laboriosa y alegre acabó de repente, y las crisis posteriores la obligaron a ella y sus hermanos a marchar. Una tarde, dijo, se detuvo la desfibradora para no encender jamás. El paisaje de monocultivo henequenero fue poco a poco abrazado nuevamente por la selva regional.
Mundos y crisis inacabables
Sugiero que las narrativas mayas actuales acerca de la finitud o la próxima conclusión del mundo forman relatos que se activan ante situaciones críticas muy particulares. Algunas fueron recogidas por Burns (1992), Gutiérrez (1992a y 1992b), Lizama (2000), Quintal (2003), o Ceballos (2023), entre tantos otros. Por su riqueza de imágenes y simbolismos, las considero ejemplo de un apocalipticismo 5 maya peninsular contemporáneo: ideas, tradiciones y nociones que configuran concepciones del mundo y la historia, cuya estilística y mensaje anuncian la finitud de estructuras imperantes y el advenimiento de estados radicalmente distintos (Piñero 2007: 14-15; Rojas 2013: 47-52, 74).
El talante apocalíptico de este ideario como cualidad se subraya en el carácter de un pueblo originario históricamente subyugado (Fujigaki 2020a), que anhela su liberación (Lizama 2000: 136-138) y que habla de pasados y futuros en función de sus presentes (Richard 1995: 47-49). A diferencia de las narrativas apocalípticas occidentales, donde “la historia no es cíclica” y “todo acabará irremisiblemente” (Piñero 2007: 17), o hay un único relato universalista con “periodos predeterminados de tiempo cuyo final está íntimamente unido a la historia que lo precede” (Rojas 2013: 77-81), el apocalipticismo maya peninsular contemporáneo tiene una dinámica particular. En cuanto apreciación del propio devenir, se entreteje en una oralidad vivida en concepciones temporales disímiles, mas no discrepantes en el marco de la propia etnicidad. El tiempo es tan circular como lineal (Navarrete 2004), lo pretérito está al frente, y lo venidero será porque tiempos similares acontecieron ya.
Tixcacal Quintero permite reflexionar sobre el tiempo crítico como activador de estas narrativas, detonando actitudes escatológicas entre relatores y destinatarios, y configurando formas particulares de memoria. Cabe reconocer que hay condiciones que detonan la reflexividad apocalíptica entre colectivos, especialmente en los entornos críticos de los pueblos indoamericanos, vividos en estruendosa visibilidad o en tímido silencio doliente. En este último caso, considero, las narrativas, posiciones e imaginaciones sobre el porvenir y la finitud siguen siendo escatológicas, lo que urge a ampliar el panorama de aquello que puede ser reflexionado como tal.
Como problema, el fin del mundo se plantea a guisa de fabulaciones míticas, “narrativas que nos orientan y motivan” (Danowski y Viveiros de Castro 2019: 30). Coincido en que un mundo es un conjunto de relaciones múltiples y sustancias ensambladas espaciotemporalmente que posibilitan paisajes y modos específicos de existencia para diversos colectivos; la desarticulación de ese conjunto es su final (Fujigaki 2020a; Danowski y Viveiros de Castro 2019: 21). De ahí conviene pensar que los pueblos amerindios - incluidos los mayas peninsulares contemporáneos - construyeron sus mundos con “el amasijo de tantos otros fines y de tantos otros mundos devastados”; ni su mundo ni otros han sido ni serán los únicos, ni tampoco lo serán sus fines (Fujigaki 2020a).
Resulta oportuno tejer nociones no acabadas en el fin de un mundo único, sino en diversidades de mundos, con conceptos situados sobre éstos, sus propias finitudes y paisajes memoriosos. El caso del pueblo maya peninsular contemporáneo - y en particular de los habitantes o emigrados de Tixcacal Quintero - permite atender a los modos en que, como otros pueblos amerindios, enfrentaron fines pretéritos y se disponen ante los venideros (Danowski y Viveiros de Castro 2019). Así la idea del fin del mundo pierde sus ropajes esotéricos sobre el porvenir, para ser “una experiencia histórica latente” de mundos colapsados ante procesos como la conquista, el advenimiento del Estado mexicano (Fujigaki 2020b: 25-26), la debacle henequenera o la eventual desaparición multifactorial de un poblado.
La oralidad maya sostiene que sociedades y mundos fueron creados y destruidos en diferentes momentos, previendo que los ensamblajes presentes acabarán tal como otros sucumbieron, secundados por otros nuevos y distintos (Gutiérrez 1992a: 426-432). El mañana, cruel o benevolente, llegará porque así ha sucedido ya, pues otros estadios similares - sean de carestía o bonanza - han precedido al existente (Croatto 1990: 130-133). Allende historicidades lineales, los mayas contemporáneos son también sobrevivientes del fin de mundos pretéritos (Danowski y Viveiros de Castro 2019: 139) y testigos del nacimiento de otros, que habitaron en términos de límites dispares. Para los pobladores de Tixcacal Quintero aquel tiempo del henequén - con sus waychivos- es un mundo que acabó; el umbral por el que asoma una inminente desaparición del sitio por despoblamiento se asienta en ese tono.
Tixcacal Quintero también permite atisbar, ante su probable finitud, sobre imaginaciones de lo propio o lo tenido como tal. Son preocupaciones discutidas por agentes nativos o vinculados con el sitio - radicados, emigrados o descendientes -, materializadas en lo que les queda del pueblo: una nostálgica “amalgama de amnesias, de memorias propias, memorias extrañas” y otras ajenas apropiadas (Henríquez 2011: 205). Éstas ancladas en el pasado, pero configuradas y activadas ante concepciones sobre lo venidero en coyunturas cruciales.
Conviene destacar una idea disruptiva ante recuerdos de aparente bonanza. Algunos antiguos peones hablaron del bajísimo salario percibido por un trabajo tan rudo: “cien pesos por toda la semana”, asaz ajustado, aun cuando muchas cosas - recordábase con resignación - “estaban más baratas”.
Recuérdense los bienes hurtados por los waychivos en tiempos señeros de presunto bienestar: carne y pan. Esto nos invita a pensar que, frente a las labores para sostener la vida en una época “de abundancia”, había un entorno de aguda pobreza en la cruda dinámica henequenera. El poder de los wayo’ob se ejercía para percibir goces de talante jocoso, pero también para resistir en un sistema opresivo. “Ese mundo se acabó”, dijeron algunas personas, aludiendo al henequén. “Lo que no se acabó” - aclararon - “es la pobreza”. Por eso, acabado aquel mundo se fueron de ahí los waychivos, buscando otras formas de ganarse la vida. Partieron luego otras familias… se fueron todos y los niños dejaron de nacer.
“Yo he vuelto más…”: porvenires pretéritos y futuros imaginados
Heriberto lindaba los 60 años. Pasado el mediodía intentaba vencer al bochorno tropical meciéndose en una hamaca raída, a impulso de patadas. Bernardo, su padre, urdía en bastidor otro lecho levadizo. Todo pasaba en silencio.
En ambos cuerpos hizo mella - especialmente en las rodillas - la conducción de vehículos con nulo mantenimiento. Primero fueron peones, luego choferes del patrón; conducían una camioneta adquirida por Castro, única en el pueblo, para agilizar la movilización de las pencas. Tras el fin de aquel mundo conservaron el vehículo y se hicieron transportistas; el ayuntamiento de Huhí les requirió conectar la localidad con la cabecera municipal.
Los herederos de Castro emprendieron un negocio de cantería. Instalaron maquinaria en el reducto de su “pequeña propiedad”, pero después la llevaron a otros terrenos del pueblo. Bernardo y su hijo movilizaban entonces materiales pétreos para su procesamiento y venta en Mérida. Algunos pobladores recibían trabajo eventual en temporadas de extracción, que cesaron durante la pandemia de 2020.
Entre muchas labores como migrante, Bernardo destacó haber sido bracero en Estados Unidos y limpiador de ostiones en Ciudad de México; ahorró hasta adquirir una camioneta de medio uso y retornó al pueblo. Cuando fue adolescente, Heriberto desistió de vivir con familiares en Mérida. Ni uno ni otro quiso asentarse fuera de Tixcacal Quintero; no fue futuro imaginado, a diferencia de otros parientes, movilizados - no sin dificultades - hacia otros rumbos del país y fuera de él. Su porvenir deseado fue radicar en lo que quedase del pueblo tras el fin del mundo anterior y resistir ahí, aunque todo sucumbiera otra vez. Tras años de sujeción patronal, el futuro imaginado y construido fue de independencia laboral en sus propios términos, con gozo y libertad. Así dijo Heriberto:
“Quise trabajar a mi manera: no te obligan, no te corren, no estás apurado. Y porque también me encanta la peda, especialmente en temporadas de sol. Antiguamente, a la una de la tarde, iba uno cargando el henequén… hasta que se acabó. Con la sequía, el agua no te hace chambear, te dan ganas de vomitar, es pura agua. Ya libre, en nuestro camión teníamos la nevera con las chelas, y transportábamos nuestro propio henequén. En cambio, en Mérida, todos te quieren agarrar de pendejo; así te ven ahí los patrones. Por eso me quedé acá, ¿qué chingados voy a buscar en otra parte?”
Testimonios similares valoraron subsistir sin ataduras patronales, por mucha paternalidad con que fuesen evocadas. De hecho, Bernardo y Heriberto lamentaron no haberse beneficiado del reparto agrario por su cercanía con Castro. Dijeron que la asamblea ejidal les negó el derecho de usufructo por haber “servido al patrón” como transportistas. Aun así, la paz y libertad no fueron negociables por otros futuros imaginados allende las inmediaciones del pueblo. Bernardo señaló en una ocasión:
“Acá todo está tranquilo. Por eso yo preferí quedarme acá para ver los trabajos de acá, porque todo está tranquilo acá. Sólo porque no le gusta a mi esposa que estén de par en par las puertas; si no, yo las tendría siempre abiertas… Se siente tranquilo. Gracias a Dios, no han llegado los maleantes acá. Acá te despiertas a las 10, a las 11 de la mañana. Puta madre, vives tranquilo.”
Los habitantes perciben recursos económicos de la Comisión Nacional Forestal por cuidar los montes aledaños, así como de familiares emigrados. Algunos volvían en vacaciones, navidades y fiestas patronales; pero tras la pandemia - al menos hasta 2022 - no volvieron con la misma asiduidad.
Algunos de ellos - adultos mayores también -, partieron en temprana juventud. “Ya no hay nada que hacer aquí”, les fue dicho por los adultos del entonces, “esto ya se terminó”. En distintos sitios fueron mecánicos, costureros, albañiles en destinos del Caribe mexicano, como se ha dicho, ante “la demanda de trabajo de zonas deprimidas como las […] que habían quedado expoliadas a raíz de la crisis del henequén” (Cárdenas 2013: 159-158). Ya asentados, movilizaron consigo a hermanos, padres y otros parientes para radicar con ellos, imaginando ahí el despliegue de sus porvenires. Algunos insistieron a familiares mayores - como abuelos, por ejemplo -, para que migrasen con ellos y abandonaran Tixcacal Quintero, pobre y aislado, escombro de otros tiempos. Varios accedieron y se marcharon, diciéndose testigos del colapso del mundo anterior, por el que no podía hacerse nada. Dijo respecto Laura, en el comedor de su vivienda en Mérida.
“Mis hermanos se fueron a Huhí, y luego se vinieron a Mérida; varios se fueron a otros lados. Mi hermana, en Estados Unidos, se casó con un inglés en las Bahamas. Mi hermano estudió y se hizo ingeniero. En el pueblo me decían todos que me fuera, que me fuera, que me fuera… Ahí ya no había nada, y ya todos estaban aquí o en otros lugares. Así hasta la fecha le digo a mi hermano Bernardo que se quedó en el pueblo: “¿Qué te quedas a hacer allá?” Porque está enfermo, está ya mal, no tiene por qué estar ahí lejos, solo. A nosotros nos gustaría que viniera, que estuviera acá con nosotros, y que estemos todos juntos. Ya no hay nada más que hacer en ese pueblo, ya todo se acabó.”
Su narrativa denotó cierta satisfacción por su partida, y una profunda preocupación por los pocos que se quedaron. Hay atisbos de aprecio a la libertad y al trabajo fuera del yugo patronal como forma ideal para ganarse la vida, similar a la enunciada por su hermano y sobrino, aunque fuera del pueblo. Dijo la mujer:
“No es que viva yo muy bien, pero no puedo decirte que viva mal. Aprendí a costurar como pude y me hice modista. Trabajo libre, sin patrón, hago yo mi propio horario. ¿Ellos por qué se quedaron? ¿Qué se quedaron a hacer ahí? Costuro porque me gusta, nunca me fui a una academia, nunca nada. Te hago pantalones, te hago lo que sea, aprendí echando a perder telas…”
En una ocasión, su hija le inquirió: “Yo he vuelto más veces que tú, ¿por qué nunca regresaste?” Tras un silencio dubitativo, dijo: “me da tristeza volver; cada vez que regresaba, me daba cuenta de que no era el mismo lugar que yo conocí”. Dijo no querer envolverse de nostalgia, como sucedía cuando visitaba a su único hermano, cuyo desgaste corporal parecía reflejar la erosión del pueblo.
En efecto, Luisa, hija de Laura, volvió más veces que su madre. Declaró no tener un porvenir ahí, y que no le correspondía ni un fragmento de su tierra; pero goza poseyéndola como territorio donde puede con seguridad enraizar su identidad. Por casualidades, ha encontrado en otros sitios a personas que, como ella, coinciden en el sentido de pertenencia al pueblo. Son miembros de una tercera generación migrante que visitaba al pueblo en la infancia. Sin tener ahí propiedades, derechos ejidales, viviendas ni familiares radicados, mantienen un arraigo memorioso. Francisco, vendedor de elotes en Kanasín, compartió una experiencia similar a la de Luisa:
“Me ha tocado conocer una que otra persona que tenían abuelos en Tixcacal Quintero, y parece que siguen yendo, a pesar de que ya no hay nada, de que muchos se quitaron, aunque se fueron todos, aunque ya no hay futuro ahí y que está paupérrimo. A mí nunca me importaron las condiciones del pueblo, porque es cierto que hace años que no voy, pero sí iba. Creo que esas personas siguen yendo para ver cómo es el lugar donde vivieron sus abuelos. Hay quienes llegan y se asoman… Pero es un rato y se van, no es que vayan a regresar otra vez, o que tengan planes de quedarse.”
Mariela, adulta mayor, dijo recibir visitas de su hijo y nietas. Planeaba heredarles su vivienda - antigua habitación de peonía -, segura de su retorno y del repoblamiento de Tixcacal Quintero. Pero Luis, el hijo, obrero en una planta refresquera meridana, declaró, sin que su madre oyera, no imaginar porvenires en el pueblo por las limitaciones del sitio. Mariela dijo confiar en las bondades del campo y las habilidades de su esposo milpero para afrontar la próxima crisis, una que dijo se anunciaba en la Biblia, y por la que urgía a su hijo volver. Dijo:
“A mí no me asusta la pobreza. Nací acá pobre y vivo pobre. Mi hijo me ayuda, me trae un dinerito, pero yo vivo aquí. Yo tuve muchos hermanitos y me tocó cuidarlos, por eso no me asusta la pobreza. Pero aquí, después, ya no nació nadie. Yo creo que volverá a vivir Tixcacal Quintero, porque la situación está muy fuerte en el mundo, y va a empeorar. ¿Y dónde más se va a encontrar sustento de vida, sino en el campo?”
El viejo Arturo tuvo siete hijos, pero sólo dos de ellos se quedaron en la localidad. Pese a las décadas de lejanía de sus demás hijos, insistió en decir:
“Yo pienso que mucha gente va a regresar. Trabajo no hay en ningún lado, y no es tan fácil buscar chamba en Mérida. Muchos de los que se fueron van a volver y van a levantar las casitas que están caídas, van a comprar nuevos terrenos, van a volver a sembrar. Acá es más sencilla la vida. Pero eso sí, no sabemos cuánto tiempo más van a tardar para volver.”
En el entretanto, sumida en sus recuerdos, Estela, esposa de Arturo, arrebataba la palabra para insistir: “no van a volver los brujos, ya no van a regresar; ya se fueron todos, los pobres”.
Para cerrar: una última pregunta
Bien dice Ailton Krenak (2019: 14) que las narraciones son los mejores pretextos para aplazar el fin del mundo: mientras haya una última historia por contar, el final se pospondrá. A veces Laura se negaba a decir que Tixcacal Quintero era un “pueblo fantasma”; pero cambiaba luego de opinión: “no… yo creo que el pueblo sí va a desaparecer”.
Como se ha mostrado, las apreciaciones sobre el devenir del lugar varían, incluso simultáneamente, sin que ello implique una necesaria oposición. Tanto se aguarda el renacimiento del sitio como su eventual desvanecimiento y devoración por la selva. Si bien estos relatos e imaginaciones dotan de sentido a prácticas transidas por compromisos y afectos (Contreras 2021; Valencia y Contreras 2020), también ensamblan narrativas que asoman a un porvenir de diferencia radical al pueblo-mundo donde circulan, que es al mismo tiempo muy distinto al precedente, en el periodo henequenero. Esta narrativa contemporánea muestra, como he propuesto, un peculiar apocalipticismo cuya mayanidad hilvana formas finitas lineales y rítmicas ciclicidades en una misma trama temporal. Si Tixcacal Quintero como mundo desaparece, es porque tiempo atrás ya ha fenecido también, y lo venidero habrá de ensamblarse “desde los pasados que están a la vista” (Valencia y Contreras 2020: 37-38).
De ahí que convenga subrayar también la relevancia de la memoria, especialmente cuando relata finitudes o apocalipsis pretéritos o venideros. Aun si el lugar desapareciera de la tierra, no perecerá si queda quien lo recuerde y relate experiencias vividas u oídas de viejos familiares y pobladores. Acaso el olvido evaporaría de otro modo, no menos radical, lo alguna vez ahí albergado.
Para las terceras generaciones de emigrados, pertenecer y construir futuros para con el pueblo - siguiendo las propuestas de Contreras (2021) - no estriba en mantenerlo económicamente, sino en deberes afectivos y al menos discursivos de perpetuarle en la memoria intergeneracional, una dinámica para “permanecer desde lejos”. Si ese recuerdo perece, Tixcacal Quintero, como mundo, desaparecerá, y nadie sabrá que alguna vez existió.
Por eso hubo quienes consideraron urgente hablar del pueblo, rememorar las vidas anteriores, las dificultades presentes, y miedos y esperanzas del futuro. Otros pueblos recorrieron suertes similares tras la debacle henequenera, víctimas del olvido. Pero para Luisa, “mientras no se olvide el pueblo, el pueblo ahí va a seguir”. Por eso coincidió con otros al indagárseles sobre la pertinencia de hablar sobre Tixcacal Quintero:
“Se debe escribir sobre lugares como Tixcacal Quintero, que existe y resiste pese a todo, para que otras personas puedan conocer y tener identidad. Necesitamos que se hable de nuestros pueblitos, porque no van a desaparecer siempre que los recordemos, aunque casi no vayamos, aunque ya nadie vaya a regresar.”
Estas posiciones, insisto, son escatológicas. Hay una confrontación ante la finitud como problema y evento, anclada en procesos reflexivos sobre el propio pueblo, y en situaciones pretéritas o actuales. Este apocalipticismo dinamiza la vida de los sujetos y abre umbrales críticos, reorientando tiempos y espacios, formas de ser, estar y relacionarse con un mundo que amenaza con sucumbir (Bryant y Knight 2019: 44). Entre los compromisos escatológicos está mantener la memoria del sitio, como dijeron algunos interlocutores, acaso la única herencia y vínculo que les queda con el pueblo, en las lindes de otro apocalipsis. Mientras aquella exista, se retrasará el advenimiento de un apocalipsis íntimo, allende afecciones globales, sistemas económicos y grandilocuencias. Son recuerdos y experiencias arropadas en lo íntimo, lo local, lo pequeño, que entrañan confrontaciones estrechas con el porvenir (Mas 2014: 44).
Por eso, Tixcacal Quintero, como mundo, no se acabará al menos mientras haya una última narración pendiente por relatarse. Aunque nadie vuelva a nacer ni a retornar, existirá mientras se sigan recordando, entre otros viejos sucesos, la vida entre los henequenales y las fechorías de los antiguos waychivos, aunque hayan partido y no salgan a espantar, como antiguamente lo hacían.