Las reflexiones que siguen a estas breves palabras preliminares derivan, muy parcialmente, de algunos de los puntos que hemos abordado en distintas investigaciones sobre la escultura románica hispana1.
En particular, en esta ocasión se pondrá de relieve el largo proceso que, iniciado en el siglo XIX, acabaría desembocando en la configuración de un rico panorama historiográfico encargado de contextualizar, analizar y profundizar sobre el conocimiento del sustrato antiguo presente en la escultura de los siglos XI y XII.
Más allá de realizar una síntesis o un meticuloso estado de la cuestión sobre el tema, se pretenden poner de relieve aquellos estudios o análisis pioneros que, a posteriori, permitirán encuadrar las investigaciones realizadas a lo largo del siglo XX y los primeros decenios de este siglo XXI en el que nos encontramos inmersos. De ahí que se acuse la omisión intencionada de autores y estudios relevantes, olvidados con el mero hecho de plantear una dirección argumental coherente en el desarrollo del trabajo2.
1. El orígen del románico en las teorías decimonónicas y su proyección sobre la literatura científica del siglo xx.
Han pasado ya ciento noventa y dos años desde que Charles de Gerville (1769-1853) escribiera la célebre misiva del año 1818 en la que utilizaba, parece ser que por primera vez, la expresión “arte románico”3.
El dato es sobradamente conocido. Asistimos aquí a la invención de un nuevo concepto, de raigambre filológica, pero aplicado ahora sobre las manifestaciones plásticas de un periodo muy concreto de la historia del arte medieval4. Frente a la perfección técnica y la alta consideración del opus romanum, el “nuevo” arte románico era concebido como una degradación flagrante de aquella plástica imperial romana.
A pesar de la concepción peyorativa que emanaba de esta invención calculada por Gerville, las reacciones no se hicieron esperar. Apenas unos años después, en torno al 1824, el arqueólogo francés Arcisse de Caumont (1801-1873) publicaba un ensayo en el que abordaba el análisis de la arquitectura medieval francesa5. Se trataba del inicio de un largo y lento proceso en la definición de una nueva tipología artística, enraizada plenamente en algunos de los preceptos definidos por Winckelmann (1717-1768) y adoptados y revisados, más tarde, en la Europa decimonónica por autores cercanos a los postulados historicistas6.
El nacimiento de la teoría del estilo románico presenta un punto fundamental en cuanto al papel que los distintos autores otorgaron al arte antiguo romano, entendido ahora como el germen inspirador de los postulados más definidores del arte y la arquitectura desarrollada en la Europa de las lenguas romances, durante los siglos XI y XII.
No se trata de un tema menor, pues, deduciblemente, la principal de las características que, originariamente, definiría este tipo de arte, sería su claro parentesco con respecto al arte romano7. Es dentro de esta dualidad estilística y bajo la inestable fundamentación de un sistema comparativo, donde se forjó una de las grandes corrientes historiográficas que dominarán el estudio de las fuentes del románico europeo, más allá de las eventuales razones, un tanto vagas e inexpertas, que elaboraron aquellos lejanos autores franceses decimonónicos.
Lejos quedaban ya las tendencias defendidas por el movimiento romántico, cuyo único interés en relación con el arte y la arquitectura del periodo medieval recaía, casi exclusivamente, en aquellas creadas durante los siglos del gótico8. El románico, en cierta medida olvidado y denostado, comprendido como el epílogo del arte antiguo y el prólogo de la arquitectura ojival9, comenzó a ser revalorizado a partir de ese año 1818. A nuestro modo de ver, la defensa de su parentesco directo con respecto al magno arte la Antigüedad jugó un papel esencial en su reconsideración10.
2. El siglo xx y la eclosión del prisma antiquizante con el que observar el arte románico.
El impacto de las teorías francesas sobre el fuerte valor antiquizante del arte románico se amplificó como un eco sin solución de continuidad a lo largo de toda la centuria posterior, tal y como intentaremos sintetizar en las siguientes páginas.
En este sentido, baste con citar la publicación que veía la luz en el año 1987 y que fue firmada por Peter Burke (1937). Su pequeño ensayo, revelador en cuanto a la síntesis de los preceptos madurados durante más de un siglo por las élites culturales francesas, se materializó bajo el título de: El Renacimiento11. En esta obra, breve en cuanto a su extensión pero contundente en sus afirmaciones, el autor escribía:
“(…) casi todas las características que se atribuyen al Renacimiento pueden encontrarse también en la Edad Media, época con la que se suele contraponer. Y sucede que esta simple oposición binaria entre la Edad Media y el Renacimiento, tan útil a efectos explicativos, es en muchos casos errónea”.
“(…) existen razones para afirmar que los llamados “hombres del Renacimiento” eran en realidad bastante medievales (…). Los medievalistas han reunido datos suficientes para afirmar que el Renacimiento no fue un acontecimiento singular. Existieron varios “renacimientos” en la Edad Media, especialmente en el siglo XII y en la época de Carlomagno. En ambos casos se produjo una combinación de logros artísticos y literarios, con un resurgimiento del interés por las enseñanzas clásicas, y también en cada uno de ellos los contemporáneos consideraron que la suya era una época de restauración, renacimiento o “renovación”12.
Las reflexiones de Burke muestran dos aspectos verdaderamente relevantes a la hora de circunscribir su figura dentro del marco historiográfico de la contemporaneidad. Por una parte, queda patente el rechazo y su correspondiente crítica al sistema ideológico defendido por el suizo Jacob Burckhardt (1818-1897), y su apoteósica y trascendente obra La cultura del Renacimiento en Italia13.
En dicho ensayo, este investigador defendía que el Renacimiento -con R mayúscula- fue el gran acontecimiento cultural, artístico, económico y sociológico desde la caída del Imperio Romano y la disipación de los siglos de la Antigüedad. El fenómeno renacentista era concebido entonces como un movimiento único, irrepetible y tan sólo vinculado, en su momento inicial, al ámbito italiano de finales del siglo XV y principios del XVI.
La idea de Burke según la cual “el Renacimiento de Burckhardt es un mito (…) es sinónimo de modernidad”, no deja lugar a dudas sobre su posicionamiento al respecto14.
La diatriba en torno a esta querella entre los especialistas citados posee, no obstante, un estadio intermedio dentro de este proceso teórico que desembocó en la rotunda defensa de una progenie antiquizante del movimiento románico15.
Nos referimos, evidentemente, a una de las figuras más relevantes dentro de la intelectualidad en torno a las materias artísticas. Fue Edwin Panofsky (1892-1968) el autor que mejor supo aunar los primigenios balbuceos mostrados por la historiografía francesa y el método aplicado por Jacob Burckhardt sobre la figuración plástica y la arquitectura de lo que, hasta el momento, se entendía por Renacimiento.
Su Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, publicado en el año 196016, debe considerarse, a nuestro juicio, como el germen inicial sobre el que partirán toda una larga nómina de teóricos actuales que defienden, con variable intensidad, la imposibilidad de considerar los fenómenos artísticos desarrollados en la Antigüedad clásica y la Edad Media como meros “subperiodos” separados y distantes, los unos con respecto a los otros, o meras categorías estancas y sin relación posible.
La obra del investigador alemán podría considerarse como el inicio de la ruptura de aquella división configurada en torno a lo que él definía como “megaperíodos”, es decir, grandes momentos históricos amurallados e inconexos entre ellos17.
Tal grado de digresión, hacía necesario el establecimiento de un puente o salvoconducto entre ambos, de tal forma que, a través de tales planteamientos, la media aetas, el medium aevum o el media tempora, comenzasen a mostrarse y a ser entendidos como meros calificativos didácticos y referenciales de tintes utilitaristas, y no como dogmas de fe inamovibles.
La Edad Media no suponía una ruptura en la sucesión histórico-artística, sino un pasaporte de unión inmediata entre unos siglos -y más importante aún, unas gentes- que, en absoluto, se sentían partícipes de periodos herméticos y finitos18. Según esto, la prolongación de estos periodos artísticos en el espacio histórico debía considerarse como una segmentación artificial y controvertida, tan sólo útil a efectos prácticos19.
Esta nueva perspectiva de la realidad material en torno al arte de los siglos XV y XVI dejaba de configurar un “periodo” para convertirse en un “movimiento”20, mientras que la Edad Media pasaba a mantenerse unida al Renacimiento “por mil lazos; ya que la herencia de la Antigüedad clásica, por muy tenue que fueran a veces los hilos de la tradición, no llegó nunca a pederse de manera irrecuperable (…)”21.
Por lo general, esta obra citada de Panofsky suele considerarse como el punto de partida, dentro del ámbito científico europeo, de una nueva tendencia historiográfica que buscaba redefinir los lenguajes medievales con respecto al arte antiguo, acotar sus influencias y concretar la utilización de los conceptos y divisiones establecidas.
Ahora bien, sin restar valor a la obra de este insigne estudioso, acusamos quizá la sobredimensión que, durante las últimas décadas, ha alcanzado dicho texto. Una publicación, recordémoslo, del año 1960.
Pero, ¿qué había ocurrido desde aquel lejano año de 1818 hasta la publicación del trabajo de Panofsky dentro del estudio de las pervivencias clásicas en el arte románico?.
La estimación excesiva de la obra del alemán privó durante largo tiempo el reconocimiento de las investigaciones acometidas por otros autores que, aunque acreditados en los contextos especializados, han permanecido relegados al olvido frente a la celebridad de Renacimiento y renacimientos.
Mucho antes de que Panofsky, no lo olvidemos, compilara en forma de libro la serie de conferencias impartidas en el castillo de Gripsholm (Strängnäs, Suecia) durante el verano de 195222, un amplio grupo de investigadores había retomado la primitiva idea de Gerville y la había llevado hasta límites que, en ocasiones, superaron con gran margen la obra del alemán; a pesar de que a él debemos la funcional idea de compendiarlos en un solo volumen, aún tratándose, como decimos, de estudios independientes23.
Un caso bien expresivo, especialmente en lo que concierne al conocimiento de las fuentes “clasiquizantes” de la escultura románica, lo representa un estudio publicado en 1906 por Émile Bertaux (1869-1917)24 y que supone la materialización de algunas de sus investigaciones sobre el arte español desarrollado con motivo de sus continuados viajes a la Península Ibérica a partir de 1904.
El autor francés, a propósito del estudio de la escultura de la iglesia de San Martín de Frómista25 y, en particular, en relación con el célebre capitel ubicado sobre la columna adosada al pilar sur del ábside central decía: “difícilmente explicables (las formas e imágenes del capitel) sin el concurso de producciones clásicas ante los ojos del escultor”.
Este maravilloso “presentimiento”, tal y como lo definió M. Durliat26, seguramente insignificante ante la mirada crítica de un recién estrenado siglo XX, supuso una de las afirmaciones más importantes para el conocimiento del spolium in re dentro de la escultura románica hispana27.
El resto de este periplo historiográfico es bien conocido. Debemos al profesor Serafín Moralejo la conversión de ese “presentimiento” en un hecho histórico “verídico”. Los escultores activos en la iglesia palentina de Frómista debieron inspirarse en algunas de las figuras del frontal de un sarcófago romano conservado por entonces en la colegiata de Santa María de Husillos, también en Palencia28. El augurio del francés daba paso a la realidad material románica y la concreción del profesor Moralejo atinaba sagazmente sobre los recursos plásticos utilizados por los obradores en la búsqueda de inspiración, hasta el punto de convertir este ejemplo en uno de los más claros y paradigmáticos de la Europa medieval29, a pesar de que, en estos días, el fenómeno haya alcanzado niveles extraordinarios en cuanto a su valoración artística30.
La incipiente perspicacia de E. Berteux al presentir el sustrato antiguo de la escultura palentina refleja claramente la anticipación, si bien lejana, de algunos de los postulados metodológicos que, años más tarde, utilizaría E. Panofsky en la serie de conferencias antes mencionadas. No obstante comenzaban a asentarse las bases para el espectacular desarrollo del estudio de la filiación de la escultura románica con la plástica antigua.
Aún con todo se podría esgrimir, ante la tentativa de comparar un estudio global del fenómeno como el que supone el de Panofsky con respecto a esta mención esporádica realizada por Bertaux, una clara desventaja del francés con respecto al alemán.
Sin embargo, tampoco fue Panofsky el primero de los autores en interesarse por el fenómeno del renacimiento de las artes y la cultura en el siglo XII desde una óptica amplia y común a toda Europa.
En enero del año 1927 Charles Homer Haskins (1870-1937) firma en Cambridge (Massachussets) la introducción a su obra The Renaissance of the 12 th century31.
Las reflexiones realizadas por este autor supusieron un antecedente en toda regla a las ideas y posturas defendidas por Panofsky en su famoso libro. Más aún, Haskins expresa en el prefacio de su obra que su mismo título supone una flagrante contradicción al hablar de un renacimiento en el siglo XII; hecho que refleja, como ningún otro, la conflictividad abierta con respecto a las posturas, quizás inamovibles, de los sectores que se habían apropiado del término Renacimiento”, como calificativo restringido a las producciones italianas y europeas de los siglos XV y XVI32.
Es evidente que el trabajo de Haskins fue manejado por Panofsky. El tratamiento que el primero de los autores realiza de diversas cuestiones relativas a la importancia de los centros intelectuales medievales, la conservación y difusión de la cultura clásica a través de la producción libraria y las bibliotecas, así como la preservación de los textos latinos, son puntos básicos que Panofsky tomó como referente para su estudio posterior. No obstante, el único aspecto oscuro que aún permanece sin aclarar en torno al libro de Haskins reside en la total omisión y olvido, quizás intencionado, de todos los temas relacionados con las artes plásticas y la arquitectura de los siglos XI y XII33.
Resultaría tedioso en el espacio del que disponemos examinar la nómina de trabajos que, desde un prisma u otro, aportaron novedades en torno a esta cuestión34. A pesar de ello los últimos años de la década de los treinta se nos presentan especialmente relevantes en este sentido. Fueron años cruciales en el avance de estos temas, gracias a la aparición de dos estudios fundamentales.
El primero de ellos al que queremos hacer referencia fue firmado por Dorothy Miner (1904-1973), historiadora del arte norteamericana y conservadora de obras manuscritas del Walters Art Museum de Baltimore. La obra vio la luz bajo el título de The survival of Antiquity in the Middle Ages. The Greek tradition35. La investigación, ciertamente interesante en muchos puntos, no llegó a tener el reconocimiento merecido debido a una fuerza mayor.
Dos años antes Henri Jacques Jean Adhémar (1908-1987) publicaba su celebérrimo libro Influences antiques dans l´art du Moyen Âge français; recherches sur les sources et les thèmes d’inspiration36.
La obra de este paleógrafo y conservador del Cabinet des estampes de la Bibliothèque nationale de París37 supuso una absoluta renovación del panorama historiográfico internacional encargado de examinar estas cuestiones. Ello, sumado a su activa participación en la vida cultural parisina ofreció un revulsivo imparable para la difusión de su texto, si bien durante los primeros años desde su aparición la crítica en general no pareció demasiado impactada por su obra38.
No es fácil examinar detalladamente la figura, un tanto ecléctica, de este interesante autor. Las noticias biográficas que nos han llegado parecen un tanto confusas, en parte, derivadas de la crisis bélica europea. El origen del citado trabajo, según parece, tenía como germen inicial la elaboración de su Tesis Doctoral39.
El ambiente de formación de Adhémar no podía haber sido mejor. El director de la citada Tesis, Henri Focillon (1881-1943) había logrado constituir un nutrido grupo de jóvenes investigadores apasionados por el estudio del arte medieval y del que surgirían otra serie de figuras dignas de mención, tales como Georges Gaillard40, Louis Grodecki41 o René Jullian42.
Este círculo cultural tomó pronto un rumbo conjunto con intereses semejantes. La Antigüedad era concebida como el eje central del que partían y se basaban gran parte de las novedades y avances de la escultura y la arquitectura románicas.
Tal y como se ha estudiado convenientemente, la relación directa entre J. Adhémar, E. Panofsky y otros autores de la categoría de Jean Seznec43, Fritz Saxl44 o la, ya citada, Dorothy Miner, seguro acabó por crear un rico clima “antiquizante” en el que poder proyectar los mismos intereses científicos.
Con todo, la obra del francés parece emanciparse de una tradición, ya por estos momentos bien arraigada, que utilizaba el término “Renacimiento” para definir estos ecos antiguos durante el periodo medieval. Como ha señalado L. Pressouyre, Adhémar logra renovar con su obra un conflictivo panorama sin tomar parte en la puja intelectual por el término “Renacimiento”, llegando a minimizar incluso obras que conocía sobradamente, como aquellas de C. H. Haskins o la de Richard Hamann45.
El texto de Jean Adhémar se inicia con la alusión a los primeros teóricos que comenzaron a defender la continuidad de ciertas formas artísticas antiguas y medievales. Las citas que realiza a los textos del religioso italiano Luigi Antonio Muratori (1672-1750)46 y, especialmente, a las posturas expuestas por Arcisse de Caumont47, sirven a Adhémar como base para justificar el legado antiguo presente en el arte medieval.
El alto conocimiento que el francés poseía sobre manuscritos y fuentes documentales, relacionados con su papel como archivero y paleógrafo, le permitió ofrecer una visión ciertamente amplia, rica y novedosa del traspaso de ciertos ecos antiguos sobre la iluminación medieval, así como la preservación de obras literarias antiguas dentro de los scriptoria monásticos48.
Desde luego, si la obra de Adhémar acabó por convertirse en uno de los referentes clásicos de la bibliografía especializada, primordialmente, frente al texto de Dorothy Miner, se debe, según pensamos, a la concreción, más razonable y verídica, de las fuentes antiquizantes utilizadas por los artífices medievales en suelo francés.
Mientras Miner argumentaba la importancia del sustrato grecohelenístico y su impronta en el ámbito medieval europeo, Adhémar pugnaba por unas relaciones más directas y provinciales, acotando el campo comparativo, específicamente, al arte galorromano49. Pensamos que esta cercanía entre la fuente de inspiración y sus remedos románicos fue uno de los grandes aciertos de la obra del francés.
A pesar de todo, aún tendríamos que esperar hasta el año 1959 para que se hiciese pública la que, a nuestro juicio, es el gran último estudio antes de la irrupción del texto de E. Panofsky.
Ese año Walter Fraser Oakeshott (1903-1987) firmaba Classical Inspiration in Medieval Art50. Rector del Lincoln College de Oxford, supo aunar en su obra toda una serie de elementos avanzados en las producciones científicas anteriores. Sin olvidar la contextualización sociocultural de los siglos del románico y el gótico y la fundamental preservación de las fuentes latinas en los ambientes más refinados de esos periodos; Oakeshott lleva a cabo una densa equiparación entre las artes de la Antigüedad y el Medievo. Ahora bien, resultan patentes ciertas deficiencias del método de análisis utilizado, bien a pesar de que los resultados son enormemente expresivos y sugerentes51.
En particular nos referimos a la supremacía con que trata el tema de los modelos clásicos y su representatividad dentro de la escultura románica, pero relacionados y yuxtapuestos siempre bajo un método puramente comparativo.
No podemos analizar concienzudamente el texto de Oakeshott, sin embargo, queremos remarcar algunos aspectos que nos parecen relevantes. En un claro precedente del texto de Panofsky, a pesar de ello, desconocido o no mencionado en Renacimiento y renacimientos52, Oakeshott realiza un periplo a través de los principales movimientos recuperadores de los lenguajes artísticos antiguos desde los siglos VIII al XII53.
Uno de los elementos comparativos concluyentemente novedosos, pero deudores en todo caso de los avances logrados por D. Miner, reside en la importancia que el autor va a mostrar ante los resabios antiquizantes de raíz greohelenística y bizantinizante, tema que por otra parte conocía bien54. Este punto nos parece verdaderamente novedoso pues instauraba aquí una nueva vía metodológica que intentaba definir el papel que había jugado el legado antiguo romano pero tamizado por la órbita bizantina, así como su posterior recepción y reelaboración en los territorios europeos. Como es bien sabido, se trataba del inicio de una incipiente vía de análisis que sería largamente enriquecida y explotada por otros autores, en las décadas posteriores55.
En lo concerniente a las producciones plásticas del siglo XII, Oakeshott prestará una atención destacada, como referente para la escultura románica, a las piezas clásicas griegas datadas entre los siglos V al III a. de C. Aún hoy en día sorprende este método de análisis y el arcaizante corpus de obras helénicas susceptibles, según el autor, de ser comparadas con el arte románico francés. Resultan significativas, por ejemplo, las dependencias que establece entre las figuras de bronce del Hélade y la pila de Saint-Barthélemy de Liege56 o la defensa de conexiones directas entre los tipos arcaicos de los denominados kouroi con respecto a ciertas esculturas presentes en las fachadas de Chartres. Sin duda, la metodología utilizada para justificar estos posibles intercambios artísticos resultan, a los ojos del lector actual, un tanto ingenuas, si se nos permite utilizar aquí este adjetivo57.
A pesar del esfuerzo, un tanto formalista, realizado por Oakeshott a la hora de intentar definir el recuerdo antiguo presente en la escultura de las grandes catedrales francesas en torno al año 1150, los resultados no llegan a ser expuestos con una base fiable. La serie de composiciones fotográficas publicadas por el investigador tan sólo apuntan en una única dirección posible: defender el parentesco entre unas producciones esculpidas tan heterogéneas y alejadas en el tiempo, muy a pesar de que nunca llega a justificar tales contactos y filiaciones mediante argumentos de raigambre histórica o documental. El método acaba por delatar carencias básicas ante una necesaria demostración del camino seguido por este movimiento “neogriego” en su periplo mediterráneo, antes de su asimilación en la Île-de-France.
Idéntico fenómeno se aprecia en relación con otros parangones que establece en su estudio. El más llamativo deriva del análisis de los tipos faciales de los profetas de la catedral de Reims, atribuidas por Oakeshott al “Antique Master” y su confronto con respecto a una escultura de Ulises58 y al desaparecido retrato de Zeus conservado en la misma ciudad francesa hasta el año 1914. Evidentemente, ante los ojos del estudioso actual y teniendo en cuenta las bases históricas seguras que justifiquen un posible contacto entre dos momentos artísticos tan alejados, tales paralelos no deberían pasar de un mero ejercicio de analogías.
Las repercusiones de esta serie de comparaciones presentes en el texto de Oakeshott tendrían largo alcance. Un año después, el mismo E. Panofksy utilizará unos argumentos similares a la hora de plantear su análisis sobre el recuerdo de lo antiguo de algunas de las esculturas de esa misma catedral de Reims o las que ornamentan las fachadas de la de Chartres. Así, cada una de las palabras escritas en Renacimiento y renacimientos en torno a esta cuestión acaba por transformarse en una suerte de reconstrucción verbal de la composición fotográfica que Oakeshott había utilizado como método de investigación. Y todo ello sin el menor rastro o alusión alguna a la producción científica del británico59.
Coincidiendo con W. Oakeshott, Panofsky considera la escultura de Reims como representante de un “clasicismo intrínseco”, visible, según señala, al comparar la magnífica figura de San Pedro de Reims con respecto al retrato de Antonino Pío del Museo Nazionale de Roma60. Tampoco olvida el alemán incluir aquí la mención a la desaparecida cabeza marmórea de Ulises que, como hemos visto, no pasó desapercibida para Oakeshott61.
En el corto espacio de un año y con la aparición de dos obras científicas de gran relevancia, el análisis del legado antiguo sobre la escultura medieval europea asentaba así una de sus principales vías de estudio para el futuro. La llegada de esta serie de “oleadas bizantinizantes (…) barrió toda Europa”, especialmente “en lo que había sido el corazón mismo del imperio carolingio y había de serlo igualmente del estilo altogótico: la Lorena, la Île-de-France y la Champagne, donde los artistas supieron aislar lo que aún había de helénico en el estilo bizantino62.
La Historia del Arte y una historia del arte de las influencias antiguas sobre la escultura románica quedaba ya codificada para el futuro a través de esta visión “bipolarizada” del fenómeno. En lo sucesivo los análisis se centrarían en intentar separar y disgregar de la obra románica los ecos de una tradición propiamente romana clásica occidental o, por el contrario, sopesar la metamorfosis que ese sustrato romano había sufrido bajo la fuerza demoledora de la estética bizantina, en su viaje desde las áreas orientales del orbe.
La definición o, al menos, la consciencia de poder llegar a vislumbrar dos formas tan diferentes de entender la influencia del arte antiguo sobre la escultura medieval se nos presentaba, ya durante la década de los años sesenta del siglo pasado, como una de las mayores novedades científicas en estas materias. Tal grado de renovación y contemporaneidad que impregnaba estas teorías acabó, paradójicamente, evocando en la memoria de la colectividad científica, aunque con ciertos tintes metafóricos o poéticos, las hoy lejanas palabras eruditas de viajeros y estudiosos de los siglos XVIII y XIX. Siglos en los que, confirmando el bucle metodológico en el que parece que hoy está inmersa nuestra disciplina; la escultura que definimos como románica gozó durante lustros del quimérico calificativo de “bizantina”. Parece claro entonces que, como en la etapa decimonónica, hemos llegado a comprender que para afrontar la comprensión de la escultura románica resulta necesario encuadrar tales obras artísticas en el extenso panorama de la plástica de la Antigüedad. Allí donde se encuentran las bases más profundas del arte de los siglos XI y XII.