1. Introducción a un problema
Leer actualmente el periódico en Argentina constituye un ejercicio de acercamiento a un abismo de violencia que la situación de confinamiento debido a la pandemia ha agravado. Tomamos al azar una nota difundida por un medio periodístico de circulación nacional, no tachable de sensacionalismo. Leemos:
Un nuevo femicidio conmociona al norte santafecino: Rocío Vera, de 14 años, fue asesinada en Reconquista. Según la familia de la víctima, estaba embarazada de dos meses y vivía con su pareja, de 33 años, en la casa de la suegra, en el barrio La Loma /…/ Por el caso está detenido un menor, que vivía al lado del lugar donde la joven fue encontrada sin vida, “desnuda, con la cabeza golpeada y tapada con un trapo”, según confiaron a La Nación voceros de la investigación. (Bordón, 2020, 14 de julio)2
A continuación, se enumeran otros casos similares, brindando a los lectores los datos personales de las mujeres asesinadas y una breve reseña de sus entornos socio-económicos y de sus amistades masculinas. La nota concluye con la convocatoria a una marcha por la identificación y condena de los responsables bajo la consigna de “Somos el grito de las que ya no están”. Como puede verse, en la cita hemos subrayado algunas palabras para analizarlas más adelante.
Por ahora, permítasenos precisar que, en primer término, tomaremos como referencia la Plataforma de Acción de Beijín y un número relevante de leyes que, a instancias de dicha Plataforma, se sancionaron en nuestro país, Argentina, a los efectos de erradicar la violencia contra las mujeres. Partimos de un extenso relevamiento bibliográfico de estudios nacionales y extranjeros para examinar, interpretar y aportar a la comprensión del problema de la violencia en nuestro país. Asimismo, tenemos en cuenta los logros legales de las últimas décadas. Esto nos permitirá contrastar aspectos formales y situaciones concretos, cuyo éxito evaluaremos. Por último, nos apoyaremos en algunas redes conceptuales que venimos elaborando desde hace años, y que brevemente expondremos como fundamento de nuestras interpretaciones.
2. Breve revisión de la plataforma de Beijín
El análisis de la incidencia de los 25 años de la Plataforma de Acción de Beijín en nuestra región imprime a este trabajo un carácter singular y específico, que deseamos resaltar (ONU-Mujer, 2020a). Como se sabe, la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing de 1995 promueve el empoderamiento de las mujeres (adultas o niñas) en todo el mundo. Se creó a partir de la IVª Conferencia celebrada justamente en Beijín (China) y fue la reunión de defensoras y defensores de la igualdad de género más grande que se hubiera convocado hasta entonces. Ciento ochenta y nueve gobiernos se comprometieron a adoptar las medidas que propuso dicha Plataforma de Acción. Se definieron doce esferas estratégicas de especial interés en vinculación con mujeres y niñas: pobreza, educación y capacitación, salud, violencia, conflictos armados, economía, poder y toma de decisiones, mecanismos institucionales, derechos humanos, medios de comunicación, medio ambiente, e infancia. De ese hito, se cumplen en este extraño 2020, veinticinco años y urge evaluar los logros alcanzados en la eliminación de “las barreras sistémicas que impiden la participación igualitaria de las mujeres en todas las esferas de la vida, ya sea en público o en privado” (ONU-Mujer, 2020a).
Sin embargo, a pesar de los progresos formales a los que asistimos en nuestro país, el cambio real ha sido desesperadamente lento para la mayoría de las mujeres y las niñas de Argentina y del mundo, en general. Hoy en día, ningún país puede pretender haber erradicado la violencia ni logrado la igualdad de sexo-género. Todo hace pensar que varios obstáculos permanecen inalterados en la cultura, y su resultado es que las mujeres siguen enfrentando diversas formas de violencia tanto en el hogar como en los espacios públicos. A los efectos de este trabajo, partimos de la definición de “violencia” de Naciones Unidas, que considera la violencia contra la mujer como “todo acto de violencia de género que resulte, o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada” (UN-OMS, s/f). ONU-Mujeres fiscaliza los Estados-miembro para que los gobiernos y las sociedades civiles se comprometan, promoviendo una concepción del mundo más igualitaria, pacífica y justa, que sea mejor para las mujeres y niñas pero también para los varones. ¿Lo logra?
3. Distintas concepciones de la violencia
Debemos dar inicio a este apartado distinguiendo entre “violencia contra las mujeres”, que es sobre la que nos ocuparemos aquí, de “violencia de género”. Como se sabe, la noción de “género” no está ligada al “sexo” ni a la genitalidad, y es más amplia que la categoría “mujer”, ya que incluye a todas las personas, en tanto no existe persona humana no generizada de una u otra manera (Veiga, 2015; Femenías, 2019). La violencia contra las mujeres es una constante que se sostiene a través de geografías, clases sociales, niveles culturales, tiempos y creencias religiosas, tal como sucede con el racismo. Sin embargo, en este trabajo nos ocuparemos básicamente del maltrato físico explícito (violaciones, golpes, quemaduras e incluso la muerte), del verbal explícito (insultos, gritos, amenazas), o de la violencia psicológica (amedrentamiento, desconfirmación, descalificación, minusvaloración), ejercida contra mujeres según su definición basada en la genitalidad (Aponte Sánchez & Femenías, 2008; Osborne, 2013; Bosch & Ferrer, 2013; Bolla & Segura, 2019). En otras palabras, dejaremos para otra ocasión examinar la violencia frecuente que padecen mujeres de identidad auto-asumida, en tanto consideramos que debe examinársela con otros parámetros (Femenías & Novoa, 2018). La violencia en general y los feminicidios en particular obligan a explorar las dificultades que se abren ante las mujeres, uno de cuyos aspectos es el lenguaje que opera como generador de una cierta forma mentis que, en buena medida, contribuye a (in)visibilizar la violencia, marcando umbrales de sensibilidad, tolerancia o de inaudibilidad de los reclamos (Aponte Sánchez & Femenías, 2008). Junto con él, las emociones -un aspecto más de los estilos culturales- colaboran en su encubrimiento ante otros y ante sí mismas. Incluso, el lenguaje de los derechos se manifiesta con ceguera o insensibilidad genérica, situación que algunas investigadoras insisten en que podría repararse de incluir mujeres de modo paritario en la Corte Suprema de Justicia de la Nación (Palacio, 2020).
4. Breve revisión de nuestras leyes
Para muchos países del Cono Sur de América Latina, y el nuestro no estuvo ajeno a ello, la recuperación de la vida democrática en la década de los 80 constituyó el comienzo de un camino hacia el reconocimiento de los derechos de todos los habitantes, y en especial de las mujeres. En Argentina, por ejemplo, la acción conjunta de lo que se llamó la “Multisectorial de la Mujer” ―integrada por mujeres de todos los partidos políticos, de las ONGs y de las agrupaciones académicas― logró que el Congreso de la Nación sancionara un conjunto de leyes que fueron el inicio de un largo camino hacia la igualdad de derechos y el reconocimiento de las opciones individuales de vida. Paralelamente comenzaron a convocarse los Encuentros Nacionales de Mujeres, aún vigentes. El primero se llevó a cabo en la ciudad de Buenos Aires entre el 23 y el 25 de mayo de 19863. Las reuniones de Bogotá (1981) y de Lima (1983) fueron sus antecedentes.
En 1992, gracias al Decreto Nacional 1426, se creó el Consejo Nacional de Mujeres, que 25 años más tarde se convirtió en el Instituto Nacional de las Mujeres4. Incluso la Corte Suprema de Justicia incorporó una “Oficina de la Mujer” en 2009, con especial atención a cuestiones de violencia, lo que culminó en 2014 con un “Registro de Femicidios”, que incluye también travesticidios y transfemicidios. Al año siguiente (2015), el 3 de junio, comenzaron las Marchas por el Ni Una Menos y, en 2018, se iniciaron las mediciones del Instituto de Estadísticas y Censos (INDEC) construyéndose un índice de violencia de género (Piccone, 2020; Heim, 2020). Estas innovaciones fueron acompañadas por un conjunto de leyes que comenzaron en 1987 con la Ley 23.515 de Divorcio Vincular, cuyo complemento, la Ley 23.264, concedía la patria potestad compartida a las mujeres y garantizaba que los niños menores de cinco años quedaran a cargo de sus madres5. Para contrarrestar los focos institucionales de resistencia a los reclamos de igualitarismo de derechos de las mujeres, el Congreso sancionó la denominada “Ley de cupo femenino” (Ley 24.012), por la que obligatoriamente los partidos políticos debían registrar ante el juez electoral correspondiente listas de candidatos públicamente proclamados, que incluyeran un mínimo del 30% de mujeres a los cargos electivos. Si bien la Ley recibió numerosas críticas, en tanto se sigue solicitando una Ley de paridad, en su momento constituyó un significativo adelanto respecto de la situación previa.
También se avanzó notablemente en la legislación que previene y sanciona la violencia contra las mujeres. Así, la Ley 24.417 de “Protección contra la violencia familiar” fue sancionada en 1994 y promulgada ese mismo año. En su artículo 1º subraya que toda persona que sufre lesiones o maltrato físico o psíquico ocasionado por algún miembro del grupo familiar podrá radicar su denuncia ante un juez de familia sea de forma verbal o escrita. Incluso, ese resguardo se extiende a los grupos familiares constituidos de hecho o convivenciales. Se puede, según el artículo 7º, dar además participación al Consejo Nacional del Menor y la Familia, a fin de coordinar intereses y necesidades en vistas al interés superior del niño, acorde con la Ley de Protección Integral de niños, niñas y adolescentes. Nuevamente, nos encontramos frente a un paso importante en la lucha contra la violencia familiar, hasta entonces muy silenciada. Pero no toda la violencia contra las mujeres se produce en el seno familiar, y hubo que elaborar otras leyes.
Otra ley de notable relevancia es la 26.364, o Ley de prevención y sanción de la trata de personas y de asistencia a sus víctimas. La trata de personas mayores de dieciocho años implica la captación, el transporte y/o traslado, la acogida o la recepción de personas, con fines de explotación sexual, mediante engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o en situación de vulnerabilidad. En su artículo 3º, sobre la trata de menores, incluye ofrecimientos, captación, transporte y/o traslado, acogida, y recepción con fines de explotación. Además, como los menores no pueden dar consentimiento legal, todo asentimiento del o de la menor carece de efecto; entendiéndose en esos casos que toda relación sexual es una violación. La definición del artículo 2º de la Ley entiende por “trata”, tanto la captación como la explotación de mayores de edad y de menores, incluyendo los casamientos forzados y el tráfico de órganos. La misma ley establece garantías para las víctimas en términos de asistencia psicológica y médica gratuitas, alojamiento y protección de identidad.
Diversas leyes de protección contra la violencia, desembocan en la Ley 26.485 de “Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales”, que se sancionó en marzo de 2009 y se promulgó el mes siguiente. Según su artículo 2º, su objetivo es promover y garantizar: a) La eliminación de la discriminación entre mujeres y varones en todos los órdenes de la vida; b) El derecho de las mujeres a vivir una vida sin violencia; c) Las condiciones aptas para sensibilizar y prevenir, sancionar y erradicar la discriminación y la violencia contra las mujeres en cualquiera de sus manifestaciones y ámbitos; d) El desarrollo de políticas públicas de carácter interinstitucional sobre violencia contra las mujeres; e) La remoción de patrones socioculturales que promueven y sostienen la desigualdad de género y las relaciones de poder sobre las mujeres; f) El acceso a la justicia de las mujeres que padecen violencia; g) Su asistencia integral en las áreas estatales y privadas donde se realicen actividades programáticas destinadas a las mujeres y/o en los servicios especializados sobre violencia. El artículo siguiente, garantiza todos los derechos reconocidos por la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la Convención sobre los Derechos de los Niños, la Ley 26.061 de Protección Integral de los derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, todas referidas al derecho a vivir una vida sin violencia ni discriminaciones, promoviendo además políticas de salud sexual y procreación responsable. Por su parte, la Ley 26.791 (y modificaciones) tipifica los homicidios agravados por razones de sexo-género como femicidios y los considera crímenes de odio. Si la ley 27.533 define qué se entiende por “Violencia pública-política” contra las mujeres, es decir, aquella que, en base a razones de género, intimida, hostiga, deshonra, o similares, la Ley 27.499, como parte de los compromisos del Plan Nacional de Igualdad de Oportunidades y Derechos (2018-2020) obliga a todos los funcionarios públicos a capacitarse en la temática de género y de violencia contra las mujeres. Es decir, esta Ley 27.499, conocida comúnmente como “Ley Micaela”, establece la capacitación obligatoria en género y violencia de género para todas las personas que se desempeñan en la función pública, en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la Nación. Se la llama así en conmemoración de Micaela García, una joven de 21 años víctima de femicidio en manos de Sebastián Wagner. Esta Ley se propone lograr la plena implementación y aplicación de todas las leyes de “protección y prevención” de la violencia contra las mujeres y las disidencias sexuales a través de procesos de formación integral, que sensibilicen y aporten a la adquisición de herramientas conceptuales que permitan identificar las desigualdades de género y elaborar estrategias para su erradicación.
Por su parte, la Ley 26.743 “De Identidad de Género” garantiza el derecho al reconocimiento de la identidad de género autopercibida (es decir, según la vivencia interna individual tal como la persona involucrada la siente y se autopercibe), al libre desarrollo de su persona conforme a su identidad de género y a ser tratada de acuerdo con su identidad y, en particular, a ser identificada de ese modo en los instrumentos públicos de acreditación de identidad; su nombre/s de pila, su imagen y su sexo, pudiéndose solicitar la rectificación registral de los documentos públicos originales.
5. Dificultades de implementación y resistencias y argucias legales
Las que acabamos de enumerar no son todas las leyes que involucran problemas de violencia contra las mujeres en sus distintos niveles y aspectos, pero permiten diseñar un panorama bastante completo de la situación de indefensión en que se encontraban las mujeres al inicio de la democracia y de los logros alcanzados. En todos los casos, el Instituto Nacional de las Mujeres es la autoridad actual de aplicación de tales leyes y tiene entre sus competencias la certificación de la calidad de las capacitaciones de los funcionarios estatales, según los elabore y ponga en práctica cada organismo. Ahora bien, como una de las dificultades para implementar dichas leyes, suele objetarse su “cantidad”, su “novedad” y el hecho de que “no estamos educados para tratar la problemática de género o de violencia con mirada generizada”. De ahí la insistencia en la obligatoriedad de capacitarse en el tema, según la Ley 27.499 o Ley Micaela.
A pesar de los esfuerzos legales que acabamos de mencionar, y más allá de los prejuicios expresos, persisten aún patrones sesgados de orden patriarcal que, de la mano de una cierta pereza institucional, constituyen una rémora para la aplicación de las leyes ya sancionadas y su implementación en fallos e informes, que van desde la lentitud de su reglamentación a su inobservancia lisa y llana (González, 2018; Nieremperger, 2018; Mujeres al Oeste, 2018; Seoane & Martínez, 2020). Un conjunto dispar de estratagemas y argucias judiciales ponen de manifiesto las resistencias a abandonar los viejos patrones de conducta. A modo de ejemplo, teniendo en cuenta la “Ley de Cupos”, los partidos políticos en general, reservaban los últimos puestos de sus listas a las mujeres calculando que, en la mayoría de los casos, no alcanzarían el número de votos necesario para ingresar al Parlamento. Por esta razón hubo que batallar por una addenda que obligara a intercalar varones y mujeres en las listas. Aún así se especula con la incorporación preferencial de aquellas mujeres más leales al partido que al resto de sus congéneres. Esta estrategia fue bastante obvia cuando, en 2018, se discutió el problema de la despenalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) o aborto voluntario, (Busdygan, 2013; 2018) que tras un largo y arduo debate no logró su sanción en la Cámara de Senadores.
Otro recurso es desvalorizar las declaraciones de las mujeres. En este sentido, la jueza federal Zunilda Niremperger se pregunta (retóricamente y haciéndose eco de objeciones habituales en su juzgado) si tiene valor de testimonio el relato de las mujeres que han transitado o transitan situaciones de violencia (objeción de la “emoción violenta” o de la “respuesta emocional traumática”). Y en todo caso, qué riesgos se corren cuando a nivel de justicia no se logra apreciar que la violencia no es sólo una situación personal sino que se trata de un fenómeno colectivo, no un mero hecho individual. Es decir, se descalifica individualmente un sesgo sexista que es colectivo, institucional y estructural. Tanto es así, que incluso las mujeres denunciantes muchas veces o bien retiran su denuncia (acuciadas por los interrogatorios) o bien minimizan sus propios padecimientos. En general, tales relatos “constituyen testimonios de una violencia que supera los límites de lo individual y se inscribe en una problemática social contenida en una ontología social que debe ser situada históricamente” (Niremperger, 2018, p. 120).
Analicemos ahora las palabras que subrayamos en la cita transcripta al comienzo de este artículo. Para reforzar y aclarar lo que queremos decir, retomemos la nota periodística mencionada ut supra y convengamos que se trata de un vocabulario que involucra un modo de sesgar la lectura e indirectamente de influir en el o la lectora de la nota. En primer término ―siguiendo la distinción de Toledo Vásquez― la noción de “femicidio”, tal como la misma ley lo identifica, constituye uno de los modos extremos de violencia contra una mujer, es decir, su asesinato. Sin embargo, tal como lo fundamenta numerosa bibliografía específica, en un “femicidio” no hay responsabilidad del Estado, se trata de un hecho “privado”. Por el contrario, en un “feminicidio” hay responsabilidad estatal (Toledo Vásquez, 2014). Es decir, utilizar una u otra palabra ni es un dato menor ni una sinonimia ingenua. Se trata de un feminicidio cuando las víctimas han denunciado previamente (de forma oral o escrita, ante autoridades constituidas) a maridos, novios, exparejas, otros familiares, allegados o vecinos violentos, sin que los organismos pertinentes las hubieran tomado realmente en cuenta. Si esto es así, y lo es lamentablemente en muchos casos, se trata de “feminicidio”, porque por acción negligente u omisión hay responsabilidad del Estado (Monárrez Fragoso, 2009).
Sigamos. En el mismo artículo, se menciona el nombre y apellido de la niña asesinada y su edad: catorce años. Recordemos que Naciones Unidas define como “niños” a las personas menores de 16 años; por tanto, esa nota periodística (y no es la única ya que muchas veces incluso se muestran fotografías familiares o íntimas de la muchachita asesinada) viola toda la legislación que contempla el interés superior del niño, tal como lo transcribimos más arriba. En el mismo artículo se menciona además que la niña estaba embarazada ―clara prueba del “acceso carnal” (palabras de la Ley) de su conviviente― y que éste tenía treinta y tres años. Que la muchacha fuera menor de edad hace de este varón un violador, ya que una menor no emancipada, como hemos dicho, legalmente no puede consentir sexualmente (tampoco bajo otros aspectos). Además, quienes conocían la situación de cohabitación de la niña ―la pseudo suegra, los padres, los vecinos―, comenten delito de encubrimiento y/o complicidad. Directa o indirectamente la nota sobreexpone a la joven en situación de víctima, convirtiéndola en un “objeto” de interés morboso. Si alguno de los involucrados eventualmente hizo la denuncia, volvemos al primer punto de responsabilidad por omisión de los representantes del Estado, obligados a cumplir la Ley y a hacerla cumplir. La nota también informa que, como corolario de esta compleja situación de inoperancia, se detiene a otro menor, que, por definición de la ley argentina, tampoco es responsable; lo que implica indirectamente la exculpación del real responsable y de los corresponsables del crimen, en tanto la investigación se detuvo aquí. Paralelamente, las notas de otros periódicos y medios televisivos, presentaron un perfil de conducta “dudosa” de la niña: su entorno socio-económico era precario, había abandonado la escuela, tenía muchas amistades masculinas, se vestía de tal o cual manera… Es decir, se insta a juzgar la moralidad de la asesinada, y no la de los feminicidas, invirtiéndose la carga de la prueba y de las responsabilidades.
Sabemos de la insuficiencia de los recursos del Estado, pero el escaso presupuesto con el que se cuenta para responder eficazmente a este tipo de situaciones pone de manifiesto la minusvaloración que se hace de esta problemática. Esta situación se extiende a las mujeres que se han atrevido a denunciar, como lo muestran varios trabajos recientes (Mujeres al Oeste, 2018; Bolla & Segura, 2019). Así, las mujeres y las niñas aparecen como el fusible de las tensiones sociales, los desequilibrios económicos y las frustraciones personales de muchos varones. Sin que desconozcamos la importancia de la “variable singular”, nos resistimos a pensar que la violencia contra las mujeres obedece sólo a factores psico-emocionales de sujetos aislados; de ahí que muchos artículos recientes iluminen el complejo entramado que se genera entre este tipo de sujetos varones y la sociedad en la que crecen y conviven. Esas estructuras de manera directa o indirecta generan las condiciones externas que hacen que las violencias de individuos singulares sean posibles y no reciban la debida sanción.
Nuevamente la cuestión económica aparece en primer plano. Porque si más allá de la negligencia, faltan personas capacitadas para intervenir, si no hay suficientes juzgados que atiendan en un tiempo prudencial las causas que les llegan, si no hay programas suficientes de reparación psicológica de las mujeres y las niñas abusadas, si faltan observadores, controles, casas de acogida o refugios es que el problema tiene una arista económica que pagan muchas mujeres y niñas con sus vidas (Femenías & Novoa, 2018). Más aún, la escasa educación preventiva respecto de la violencia en las instituciones educativas demora o impide la conformación de un tejido social más justo y solidario, en el que los niños se eduquen en estilos democráticos de convivencia, aspecto que la “Ley Micaela” se propone reparar. Un primer paso además sería preguntemos por los modos de implementar efectivamente las leyes que ya existen (Palacio, 2020; Novoa & Russo, 2018; Seoane & Martínez, 2020; Miyares, 2003).
Una vez más volvemos a la clásica distinción entre lo legal-formal, en términos de la Ley, y lo social-material en términos del entramado socio-cultural en el que nos movemos, que se resiste a cumplir las leyes, sin que el Estado preste suficiente atención a la cuestión. La distinción de Hannah Arendt entre los conceptos de “segregación” y de “discriminación”, nos es útil en este caso. Como se sabe, en relación a los disturbios raciales de Little Rock, Arendt aisló un nivel político (formal, legal) del problema, que vinculó a leyes segregacionistas (leyes ad hoc inequitativas y excluyentes para las poblaciones “de color”), de un nivel social, fundado en el derecho de libre asociación de los individuos, en términos de preferencias personales de agrupamiento (Aponte Sánchez & Femenías, 2008). De acuerdo con esto, romper con la segregación implica suprimir, abolir o reformular leyes sesgadas para que la Ley guarde estricta equidad respecto de todos los miembros de una sociedad dada. Según la segunda observación, está claro que la sanción o reforma de las leyes no es suficiente: es preciso favorecer un entramado social no discriminatorio; es decir, que libre de preconceptos y de prejuicios sesgados guíe las acciones de sus habitantes. Si las Leyes segregacionistas niegan derechos de forma; las sociedades prejuiciosas niegan derechos de hecho.
En ambos casos, los derechos políticos, sociales o económicos se ven limitados por etnia, por sexo, por clase o por religión, entre otros. En otras palabras, por un lado, se trata de la sospecha de ilegitimidad que recae sobre una Ley que presenta visos de segregación al establecer categorías diferenciales vinculadas, por ejemplo, al sexo, al origen, la nacionalidad o la religión, provocando la inversión de la carga de la prueba (Nieremperger, 2018). Por otro lado, se trata de que las sociedades sexistas, tanto como las racistas, que obturan o desconocen de hecho los derechos que las leyes conceden. La socióloga italiana Alisa del Re tipifica a los países en aquellos que tienen legislación liberal y actualizada, pero las mujeres se encuentran con situaciones que abren la puerta a un elevado incumplimiento o restricción fáctica a la efectivización de esas leyes y países donde las leyes son más restrictivas o no se han aggiornado pero que de hecho se da lugar a interpretaciones más liberales y a políticas públicas que garantizan el cumplimiento efectivo del respeto a las personas (Del Re, 2002). Lamentablemente, nos encontramos entre los primeros. Porque, el pleno acceso a la justicia supone mucho más que una Ley: implica fortalecer y empoderar las redes comunitarias de las mujeres, partiendo de estrategias que ya están siendo puestas en marcha, muchas de las cuales marcan la diferencia entre la vida y la muerte (Bolla, Segura & Talamonti, 2018). Esto implica un fortalecimiento de los conocimientos propios de las mujeres; de los saberes previos y de la capacidad de resiliencia y de resistencia a las limitaciones que se despliegan cotidianamente ante ellas.
En nuestro país, y a instancias de la Plataforma de Beijín, se han sancionado las leyes mencionadas. Sin embargo, de hecho, la cuestión debe seguir presente en la agenda pública porque no hay aún un entramado social que estabilice, cumpla y haga cumplir las Leyes sancionadas. Por eso, debemos subrayar que las Leyes son condición necesaria, pero no suficiente para revertir la violencia. La más excelente reforma judicial, la mejor legislación posible es inefectiva si nadie la aplica o si quienes deben aplicarla, por diversos motivos, no lo hacen fehacientemente. Manuela González repite: “hace falta más ‘Cultura del derecho’”. Es cierto, hace falta democratizar la sociedad para que potencie, exija, promocione, establezca y promueva modos vinculares y estructurales de convivencia y respeto, no violentos (González, 2018, p. 11).
Decimos que, en Argentina, aproximadamente cada treinta horas muere una mujer6; pero no decimos cuántas quedan heridas de por vida, física y psicológicamente, cuántas desaparecen, cuántas personas trans viven la mitad del promedio de vida de las personas heterosexuales, cuántos niños quedan marcados para siempre por presenciar el asesinato de sus madres o violencia constante en el espacio en que crecen, como bien lo subraya la psicóloga Gabriela Galetti (Galetti, 2016; 2018). Es preciso tomar nota efectiva de esta realidad y desarrollar políticas públicas en consecuencia, para que las leyes existentes promuevan el cambio estructural sustancial que daría lugar a una sociedad más equitativa y democrática. Ese es un paso tan importante como necesario.
6. La agenda de Beijín ante la pandemia
La situación actual, nos referimos a la pandemia 2020, agudizó el problema de la violencia y sumó al trabajo doméstico, invisible y subvalorado de las mujeres, la supervisión escolar de los niños en clases remotas y la atención a sus ancianos (Nuño Gómez, 2010; Soza Rossi, 2016; Domínguez Mon & Femenías, 2018). Esa es, al menos, la experiencia en nuestro país y en buena parte de América Latina.
El confinamiento obligatorio presentó una serie de desafíos, que se sumaron a la ya conocida mayor informalidad laboral de las mujeres, menor salario y trabajos vinculados a la base de la pirámide social (Batthyány, 2000; Soza Rossi, 2015). La mayor precariedad, que en muchos casos implica estar al margen de los sistemas de reconocimiento, llevó no solo al aumento del desempleo femenino o a la subcontratación laboral, sino que aumentó las dificultades de acceso al Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y otros beneficios estatales, lo que, en definitiva constituyó una forma de exclusión del sistema de asistencia social. Esto se agudizó en las mujeres de identidad autopercibida, o trans (UdiT, 2020). Hacia los primeros meses de cuarentena, hubo un aumento exponencial de las denuncias de violencia, que los sistemas de protección operativos no pudieron paliar (Casa del Encuentro, 2020; ONU-Mujer, 2020; Oficina de la Mujer, CSJN, 2020), produciéndose un incremento de violencia sexual contra mujeres y niñas. Esta situación no fue exclusiva de nuestro país. Naciones Unidas, por medio del Boletín de ONU-Mujer, reveló que a la sombra de la pandemia y desde el estallido del COVID-19, se producía un incremento de la violencia contra las mujeres y las niñas, hecho que se intensificó en los países de todo el mundo. Si bien las medidas de confinamiento ayudaron a limitar la propagación del virus, las mujeres y las niñas que sufrieron más violencia en sus hogares, y se encontraron más aisladas de las personas y de los recursos que podían ayudarlas (ONU-Mujer, 2020, marzo).
Otra de las dificultades que enfrentaron fue mantener el confinamiento en hogares monoparentales o convivenciales en situación de precariedad material extrema. Todas esas circunstancias (o la mayoría de ellas) implicaron el aumento desproporcionado de las cargas de cuidado, de atención a menores y enfermos, de cumplimiento de jornadas laborales de trabajo virtual o remoto, sumadas a la supervisión de la escolaridad de los niños, impartida también de forma virtual. Ello implicó nuevos desafíos debido al trabajo on-line, poco habitual en nuestro medio, con información y plataformas virtuales precarias o insuficientes y redes de Internet saturadas. También debe tenerse en cuenta que la mayor parte del personal de salud es femenino (enfermeras, médicas, mucamas, asistentes), lo que supone un mayor esfuerzo personal y riesgo familiar (Unidiversidad, 2020). Si la mujer, además, es discapacitada o con capacidades especiales, las tareas, su cumplimiento y sus exigencias se agudizan.
En nuestro país, no contamos actualmente con estadísticas oficiales actualizadas, pero las noticias periodísticas pueden ayudarnos a hacer un perfil de la situación. En efecto, varios medios informan que la violencia contra las mujeres y los niños está en aumento, y que el encierro (confinamiento o cuarentena) no ha hecho más que profundizarla. Comparativamente respecto del mismo período del año pasado, los pedidos de auxilio y los feminicidios aumentaron. Esta información es corroborada por la ONG “La Casa del Encuentro”. Esta ONG lleva la estadística en base a la difusión de los casos en los medios de comunicación, razón por la que siempre hay un subregistro respecto de las muertes efectivas en tanto muchas no llegan a los medios o lo hacen tardíamente (Nieva, 2020). Las fotos muestran víctimas de todas las edades y perfiles étnicos: desde una bebé de dos meses hasta una mujer de 53 años; desde mujeres racializadas a otras de tipo europeo. Por ahora, nada nos hace pensar que la situación mejore. Entonces, la cuarentena no afecta a todo/as por igual y en hogares económicamente precarios, donde una familia numerosa está hacinada, la pandemia ha puesto de relieve no solo las dificultades de cumplimiento del distanciamiento social, sino la falta de una infraestructura sanitaria suficiente y el aumento de la violencia contra mujeres y niños. Incluso se debe tener en cuenta que, en general, cuando las denuncias merman es porque mujeres y niñas se ven impedidas de acceder a los medios necesarios para hacerlas. Muchas veces, son intimidadas por sus agresores, con quienes cohabitan y controlan sus teléfonos celulares o sus computadoras, aislándolas de las redes de apoyo (Bolla & Segura, 2019). Por eso, se han ideado modos alternativos para pedir ayuda, como lo muestran los videos del Canal de la Ciudad. No obstante, las limitaciones son claras y muchas veces el auxilio de vecinos, otros familiares o amistades cercanas llega tardíamente.
7. Conclusiones
Poner en la agenda de las Naciones Unidas el problema de la violencia contra las mujeres no fue tarea fácil. La naturalización de esa forma de violencia es ancestral y explicitarla llevó muchos años de lucha. La Plataforma de Beijín fue sin duda un hito que hizo visible a nivel mundial un número importante de violencias padecidas por las mujeres, tanto a nivel cultural, como institucional-público y doméstico-privado. Para las mujeres de América Latina, la Agenda significó un importante respaldo a la labor de concienciación y de denuncia de muchísimas activistas; se cristalizó primero en la Ley Maria da Penha (de Assis & Guadalupe dos Santos, 2018) y luego siguiendo la guía de la Agenda, se sancionó un número relevante de leyes en todos los países de la zona. Esto significó también un cierto grado de imposición de esa Agenda, a veces ajena a los intereses más inmediatos de algunos grupos poblacionales (Pozo, 2002). En el nuestro, a partir de la recuperación de la democracia, se legisló con alcance nacional, convirtiendo en figura legal diversas formas de violencia que se cometían contra las mujeres. Juristas y teóricas de diversos campos de estudio contribuyeron a ello. Sin embargo, asistimos todavía a dos maniobras contrapuestas que limitan la aplicación y el cumplimiento de la agenda de Beijín y las leyes que emanaron bajo su influencia. Por un lado, al silencio y ocultamiento histórico de la violencia contra las mujeres, como factor constitutivo de nuestras sociedades, le sobreviene actualmente una suerte de exposición o exhibición, que la italiana Michela Marzano definió como “espectacularización de la violencia”, ya al borde de la saturación mediática. En otras palabras, la violencia y la muerte (el feminicidio) se convierten en un espectáculo visual, donde los victimarios son los protagonistas y el papel de las plañideras clásicas está representado por familiares y vecinas de las víctimas (Marzano, 2010). Se trata de una sobreexposición al punto de la saturación visual. Por el otro lado, asistimos a la desconcertante actitud de muchas autoridades ―sea del poder judicial, policial o asistencial― que optan por desconocer los marcos legales actuales de protección de las mujeres; en consecuencia “no ven” o no actúan con suficiente celeridad y compromiso para llevar a cabo las acciones que la ley exige a fin de evitar o castigar dicha violencia (Cazorla, 2020). Es decir, enfrentamos por otros medios, maniobras de ocultamiento: doble estrategia que se hace cada día más evidente.
Quizá, en el optimismo de la década de los ochenta y los noventa, los movimientos de mujeres, las teóricas y las juristas hayamos minusvalorado las resistencias al cambio de las instituciones y de sus representantes. Paradójicamente, los juzgados aceptan las leyes, pero no llevan a cabo, con suficiente celeridad, los cambios actitudinales, conceptuales y procedimentales que exige implementarlas. Muchas leyes se sancionan y se ejecutan sin que se las comprenda en profundidad. Por eso se necesitan leyes que reafirmen leyes e insten a su cumplimiento, como sucede con la “Ley Micaela”, que obliga a la formación profesional e institucional con perspectiva de género. Las mujeres comprometidas con el Derecho están librando una batalla notable al respecto, que la discriminación transversal de muchos medios de comunicación, que hacen hincapié en la vida privada de las mujeres asesinadas, tienden a contrarrestar reforzando la idea de “espectáculo” y de culpabilización de las víctimas de la que habla Marzano.
Beijín significó una gran esperanza. Pero como muy bien se ha advertido repetidamente, la distancia entre lo legal y lo social es todavía muy amplia. Las leyes están pero las normas consuetudinarias atadas a la cultura de la inferiorización de las mujeres (y de las personas racializadas), las fallas de aplicación y la comprensión incompleta de la real profundidad del problema en juego empantanan los resultados. Pero como la agenda empoderó a las mujeres, ellas siguen (seguimos) bregando por lograr la transparencia y el compromiso de quienes deben aplicarlas y de la sociedad en la que viven.