Antes de echarse a la mar: la etnografía como situación metodológica privilegiada
La trayectoria vital, al igual que el carácter social de la ciencia, condicionan las inquietudes investigadoras, así como la manera de aproximarnos y concebir la realidad. Este relato1 tiene su origen en un lugar lejano de mi historia, cuando de hecho ni imaginaba que pudiera convertirse en un hito biográfico ni en una viñeta recurrente desde la cual construir preguntas antropológicas.
Desde bien pequeño me sentí un extraño dentro de mi propia familia, pues no compartía con ellos, no por resistencia sino por incapacidad, la manera en que vivían la religión católica. Comencé a ser consciente de ello a los nueve años, estando agarrado a la reja que protege a la Virgen del Rocío, después de haber realizado la peregrinación anual con la Hermandad del Rocío de Jerez de la Frontera. Era noviembre de 1994 y hacía pocos meses que había fallecido mi hermana pequeña en un accidente de tráfico. Como cada año, mis dos hermanos mayores, mi padre y yo realizábamos el camino desde Sanlúcar de Barrameda a la aldea de El Rocío, junto al resto de peregrinos. Conservo aún muy nítida la secuencia de llegada a la Ermita, después de dos jornadas atravesando el coto de Doñana. En ese recuerdo, que desde entonces me ha perseguido y nutrido de preguntas, estoy aferrado a la valla, mirando a mi padre, que está llorando consoladamente con la Virgen, hablando con ella, compartiéndole sus miedos, angustias y esperanzas.
Cada vez que vuelvo a revivir ese momento, con las indudables modificaciones que el tiempo y yo mismo realizamos, se vislumbran los caminos que me han llevado a la antropología de la religión, y en concreto a la dimensión experiencial dentro del ámbito católico. Y es que, al igual que refiere Tanya Luhrmann, también mis etnografías se han guiado por una pregunta que traspasa las fronteras de lo personal y lo académico; cómo el mundo se vuelve real para la gente, particularmente cuando lo que es real para ellos es irreal para otros (Luhrmann y Fortier 2017: 25). Estas cuestiones resuenan en mi trabajo y en la manera de aproximarme, desde una experiencia interna y compartida, a la textura de la realidad de otros.
Este es el punto de partida desde el cual pretendo esbozar una serie de (des)orientaciones teóricas que acojan “cuestiones metodológicas, epistemológicas y ontológicas implicadas en la etnografía con religiones/espiritualidades, entendidas como una forma excepcional de alteridad perceptiva y sensorial” (Cantón-Delgado 2017: 336):
“La tarea de rehabilitar la sensibilidad en el trabajo de campo pasa por reconocer el estatus clave y fundacional del encuentro etnográfico, en concreto de disposición del antropólogo a exponerse, escindirse, su apertura ante el potencial desestabilizador de lo imaginario o lo no visible, porque de ello puede depender por entero la posibilidad de adentrarse efectivamente en el mundo del otro, de comunicarse con él y, por tanto, la condición de posibilidad misma de la etnografía con religiones.” (Cantón-Delgado 2017: 344-345)
Es dentro de estos contextos religiosos-espirituales2 donde me encuentro sumergido en el trabajo de campo para mi tesis doctoral, la cual comenzó en paralelo a un proyecto de investigación del que formo parte. Pensada la tesis como parte de un todo encajado en dicho proyecto, pretendíamos - entre otros objetivos - poner a prueba las renovaciones y radicalizaciones propuestas por Martin Holbraad y Morten Axel Pedersen (2017).
Todas estas preocupaciones tienen como telón de fondo la etnografía y, en concreto, las etnografías posibles, sus márgenes elásticos, y la potencialidad del encuentro etnográfico y el carácter emergente; en definitiva, la etnografía como situación metodológica privilegiada en la producción de conocimiento antropológico. El debate sigue hoy de actualidad (da Col y Graeber 2011),3 cuestionándose de nuevo el papel de la etnografía y su lugar en el proyecto antropológico - y fuera de este.
Al mismo tiempo, y desde distintas geografías, se reclamaba la etnografía como lugar desde el que producir teoría,4 invirtiendo el vector de conocimiento tradicional, concibiéndola - la etnografía - como fuente de conceptos y procedimientos analíticos (Holbraad y Pedersen 2017), reivindicando así el material etnográfico como recurso y plataforma desde la cual reconfigurar la actividad antropológica misma.
Estas propuestas, que surgen dentro del denominado giro ontológico,5 apuestan por generar unas condiciones desde las que poder ver durante el desarrollo de las etnografías cosas que de otra manera no hubieran podido verse - ni imaginarse.
“Así, el giro ontológico es en esencia una intervención metodológica […]. Es una respuesta a la más fundamental de las preguntas antropológicas: ¿cómo hago que mi material etnográfico se revele, dicte los términos de su propio involucramiento, me obligue a ver cosas que no había esperado, o imaginado, que estuvieran ahí?” (Holbraad 2014: 131)
Para lograr este objetivo, abogan por la profundización y radicalización de tres exigencias antropológicas - o provocaciones ontológicas: conceptualización, reflexividad y experimentación, que han de ser simultáneas. El problema no es ya de orden epistemológico, ¿cómo ver mejor las cosas?, sino ontológico, ¿qué hay que ver?, siendo necesario, según los autores, la neutralización o suspensión de las suposiciones ontológicas por parte del etnógrafo.
El manifiesto señala la centralidad de las contingencias etnográficas, de esos a-ha! moments, no como elementos a sortear ni como insalvables que uno ha de neutralizar, sino como materia prima con la cual avanzar, corriendo con ellos, “busca deliberadamente llevar estos momentos lo más lejos posible, aprovechando al máximo su capacidad para detener el pensamiento, desestabilizando lo que creemos saber en favor de lo que quizá ni siquiera imaginamos” (Holbraad y Pedersen 2017: 2, traducción propia).
En este artículo pretendo entrelazar una serie de ideas y autores con el objetivo de mostrar unas (des)orientaciones metodológicas que me han servido en el estudio del fenómeno religioso-espiritual. Parto, para ello, de las reflexiones en torno a esta particular propuesta, sin olvidar los aportes de los enfoques fenomenológicos.6 A lo largo del texto expondré ciertas actitudes metodológicas encaminadas a desarrollar una sensibilidad, una manera de ser-en-el-campo, en sintonía con la delicadeza requerida en este tipo de contextos. De esta manera, propongo no una guía de viaje ni un manual de usuario, sino una serie de aspectos a tener en cuenta a la hora de zarpar y echarse a la mar.
Antes será necesario revisar el equipaje de partida del etnógrafo, ese bagaje etic7 (González Echevarría 2009) que irá transformándose y transformándonos, en colaboración y reconocimiento de las agencias posibles con las que dialogaremos durante los encuentros etnográficos. ¿Hasta qué punto nuestras embarcaciones, nuestros sustentos académicos que permiten la flotabilidad sobre el campo, son óptimas para la navegación? Si optamos por lijar el casco hasta casi hacerlo desaparecer, podríamos correr el riesgo de hundirnos, aunque quizá esta sea la única manera de empaparnos, de sumergirnos 8 por completo a través de una inmersión radical, de adentrarnos en el mundo del otro. Pero ¿cómo evitamos entonces no caer en esa pretensión/ansiedad de “volvernos nativos”?
Para tratar de responder a estar preguntas, propongo una travesía etnográfica que parta desde la deriva, desde el abandono (Piñeiro y Diz 2018), a riesgo de acabar naufragando. Una invitación a perderse, a desorientarse, mediante un compromiso ontológico, una humildad y perspicacia reflexiva, así como una comprensión real de los fenómenos que estudiamos (Turner 1992; Bowie 2013; Pierini y Groisman 2016; Knibbe y van Houtert 2018).
Bajo estos propósitos me embarqué hace casi cuatro años en una etnografía experimental como buscador espiritual, arribando a finales de 2018 a una práctica católica denominada Itinerarios de Experiencia de Dios - en adelante IED. Aunque tenía previsto abordar las prácticas asociadas al denominado ambiente holístico (Heelas y Woodhead 2005), finalmente acabé centrándome en “buscadores espirituales católicos”, participando como uno más, virando con ello la etnografía hacia un contexto de espiritualidad ignaciana.9 Será en torno a esta experiencia etnográfica que asentaré, cuando sea posible, mis disquisiciones.
Los Itinerarios de Experiencia de Dios son la adaptación de los Ejercicios Espirituales (1548) de San Ignacio de Loyola a la vida cotidiana. Consta de cinco cursos, realizados anualmente en grupos reducidos (máximo ocho personas), acompañados por un “guía o maestro de oración” formado para ello. Los cuatro primeros cursos tratan de la iniciación y la profundización en la experiencia de Dios, mientras que el quinto curso sería la realización de los ejercicios espirituales completos. Estos son “una mistagogía, para aprender prácticamente una manera de estar en el mundo” (Rambla 2020: 12), una escuela de oración; y es que no hay que olvidar que Ignacio de Loyola fue un maestro espiritual antes que teólogo (Estrada 2019: 36).
Los IED pueden entenderse como un proceso cuya finalidad es experimentar a Dios y encontrarlo en la vida diaria. La metodología consta de una reunión grupal semanal en la que compartimos nuestras experiencias de oración, y del compromiso individual de realizar oración al menos 15 minutos al día. Esta oración está guiada por las fichas de cada itinerario - en torno a las 35 fichas/semanas que dura cada curso -, y desgrana, paulatinamente, las cuatro semanas de los ejercicios espirituales, además de introducir en la espiritualidad ignaciana y en los modos de orar que propuso Ignacio de Loyola.
Así, los dos itinerarios que ya he transitado han seguido los siguientes objetivos: el primero, ayudar en el cultivo de la experiencia personal de Dios, poniendo énfasis en el contenido y, sobre todo, en el camino para lograr dicha experiencia. El segundo - el cual repetimos debido a la pandemia -, tiene como objetivo seguir profundizando en esa experiencia personal a través de la oración diaria y la sensibilización en el modo de proceder ignaciano.
La figura del acompañante o guía de oración 10 es fundamental para orientarnos en el método: en la oración personal, con un espacio y tiempo característicos, y en la disposición corporal-emocional-espiritual necesarias para dar lugar a la experiencia y al conocimiento.
Soltando amarras: autocensura y ataduras académicas
“I am proposing an ethnographic phenomenology that does not practice bracketing or methodological agnosticism, preferring instead to take experience seriously, examine it rationally, and seek to determine its nature ontologically.” (Bowie 2020: 212)
Siguiendo con la metáfora de echarse a la mar, en este viaje al que se asemeja la etnografía, lo primero que solemos hacer es prepararnos, aprovisionarnos si la travesía se prevé larga. En el modelo de intervención metodológica que aquí expongo se apuesta por algo distinto, donde la manera de afrontarla no es haciendo acopio de urdimbres teóricas, sino lanzando por la borda todo aquello que pueda estorbarnos. Eso sí, por mucho que tratáramos de suspender nuestras suposiciones ontológicas - nuestros “modos de identificación” 11 (Descola 2012 [2005]) -, partimos de esquemas previos.
Holbraad y Pedersen no solo son conscientes de ello, sino que ponen el acento sobre esta cuestión concibiendo de manera conjunta la conceptualización y la reflexividad. Es, de hecho, desde la radicalidad de esta reflexividad que proponen comenzar la inversión. Pero, antes de exponer mi experimentación etnográfica, considero necesario echar una mirada a nuestra disciplina, más teniendo en cuenta los contextos en los que nos movemos, donde las suposiciones ontológicas - además de los prejuicios personales y académicos - pueden lastrar nuestras etnografías en contextos religioso-espirituales.
Será hora entonces de soltar ciertas amarras que nos atan a modelos de ciencia que adolecen de una anemia ontológica (Latour 2013: 164), de comprometernos con ontologías alternativas, combatiendo ese materialismo racionalista occidental (Taylor 2007; Hunter 2015) y “esa pulsión antropológica que nos lleva a operar incesantemente la separación entre aquello que efectivamente ‘existe’ (nuestra realidad) y la inexistencia o el carácter ilusorio de ciertos seres y fuerzas que, sin embargo, hacen parte de la realidad de los otros” (Goldman 2016: 32).
En sus orígenes, la antropología de la religión se caracterizó por un fundamentalismo científico (Willerslev y Suhr 2018: 66), instaurándose en nuestra disciplina un secularismo que llegó para quedarse. A su vez, el etnógrafo en contextos religioso-espirituales suele partir desde una neutralidad secular que evita adoptar el papel de inquisidor a la par que tomar una cierta distancia para resguardarse de posibles seducciones o tentaciones (Prat 2007 [1997]: 13). De esta manera, somos incapaces de librarnos de esa tensión entre la observación y la participación, entre la razón y la emoción, entre el intelecto y el afecto (Citro 2009, 2010), donde los segundos podrían poner en peligro un proyecto de conocimiento que sigue anclado en un dualismo cartesiano que asocia la mente/observación con el momento reflexivo y el cuerpo/participación con la inmersión experiencial.
La cuestión pasa, por tanto, por reconocer que en toda teoría y metodología subyace una ontología particular. Desde esta consideración propone Fiona Bowie (2020) un enfoque encarnado de la religión, tratando de esquivar esa visión dualista, integrando la dimensión espiritual y poniendo la experiencia en el centro del análisis. En la misma línea que Knibbe y van Houtert (2018), Bowie hace una crítica al agnosticismo metodológico 12 que, aun dejando atrás el ateísmo metodológico, sigue manteniendo unas lindes insalvables para el investigador y su proyecto de conocimiento. Estas (pre)disposiciones metodológicas continúan siendo reduccionistas, ya que no permiten ir más allá de los límites impuestos por las convecciones académicas predominantes, o por los temores al descrédito profesional y personal.
Sin ir más lejos, recuerdo el pudor con que escribía el relato sobre mi participación en una eucaristía donde, después de casi veinte años, decidí comulgar. Tras la “misa que toma su tiempo”, de casi dos horas, dedicada a la vigilia de Pentecostés, anotaba en el diario de campo:
“Le estaba permitiendo entrar a Dios en mí, y Él me estaba permitiendo poder compartir su cuerpo […] sentí en más de una ocasión como al grupo de asistentes nos atravesaba, nos envolvía la presencia de algo más, que nos entrelazaba.” [extracto de mi diario de campo, 8 de junio de 2019]
Mientras extraía este retazo de mi diario, el cual iba a ser leído por mis compañeros de proyecto, sufrí esa tensión entre ocultar la experiencia como un buen “científico secular” o revelarla como un buen investigador reflexivo. De hecho, sobre el seminario - en el cual experimentamos con los contenidos y las formas de escritura etnográfica -, recibí el siguiente comentario: “Y quizás, el texto de Luis, a partir de este punto, haría las delicias de los compañeros ignacianos, porque conecta con sus sensibilidades y sus inquietudes […] pero no conecta con la mía, por ejemplo.”
Aun estando muy desconectada esta observación, y reconociendo que mi seminario estaba falto de contexto, siendo excesivamente autorreferencial - por motivos de privacidad -, lo que asoma en el fondo es esa vertiente académica secular que desconfía de este tipo de aproximaciones, afectadas de un ateísmo disposicional:13
“when I begin to accept that outcomes of my actions and intentions toward normally unseen forces and powers have consequences in the material worlds, I have probably, at least for most of my colleagues in anthropology, crossed over.” (Glass-Coffin 2010: 212, citado en Waldstein 2016: 73)
Yo había cruzado esa raya;14 me estaba metiendo de lleno en un mundo a la vez conocido e incierto, pues nada tenía que ver con el catolicismo que había aprendido. Ese Dios ajeno, externo de mi infancia, pasaba a formar parte de todo, a estar en todas las cosas y en uno mismo. Pero en vez de rechazar o autocensurarme, opté por otra vía, viendo oportuno recurrir a propuestas como la etnografía simétrica (Goldman 2008), que le niegan cualquier ventaja epistemológica al discurso antropológico (Henare, Holbraad y Wastel 2007; Espírito Santo y Tassi 2013).
Desde estas posturas, tomar en serio al otro no se limite a una complaciente suspensión de incredulidad 15 (Espírito Santo 2016: 102; Ingold 2020 [2018]: 23), ya que de esta manera negamos el potencial de su realidad. Tampoco se trata de interrumpir el juicio - algo parecido a lo que proponen Holbraad y Pedersen con la “suspensión de las suposiciones ontológicas” -, sino que, en vez de poner entre paréntesis cuestiones ontológicas, abramos nuestras compuertas, desestabilicemos nuestras certezas (Hunter 2017) y permitamos ese dejarnos absorber por el mundo del otro.
En mi caso particular, tenía que lidiar, por un lado, con la educación católica que había recibido tanto en la escuela como en mi casa y, por otro lado, con un rechazo hacia la institución eclesiástica y un abandono total de la práctica católica desde los 15 años. Cuando comencé a asistir a los IED, no trataba de luchar contra mi (des)creencia, sino que adopté una disposición cercana a la de aquellos que allí asistían - la cual fui adquiriendo a través del aprendizaje. No solo acepté ser-afectado (Favret-Saada 2013 [1990]), sino que me comprometí desde el dejarme-afectar, tratando de entrar en un mundo no de manera provisional y controlada, sino dando la posibilidad a que pudiera revelarse más allá de la mera concesión como realidad metodológica.
Con esta disponibilidad particular pretendía - y pretendo - dejar atrás enfoques desencarnados que trasciendan la noción racionalista e intelectualista de la etnografía (Pierini y Groisman 2016), apostando por otros que incluyan nuestra propia experiencia corporal, “transmitiendo […] los múltiples niveles en los que se construyen la naturaleza intersubjetiva y encarnada del encuentro y el conocimiento etnográficos” (Pierini 2016: 35, traducción propia).
El propósito de este tipo de etnografía encarnada no tiene como pretexto ni como fin último volverse nativo, ya que una radicalización de la participación no tiene porqué desembocar en una ficción igualitaria (Citro 2009: 96). Varias son las voces que han apostado por una inmersión experiencial señalando la diferencia con ese intento de volverse otro. Por el contrario, aludo a un modo de aprender formas de conocimiento intersubjetivas (Pierini 2016: 42), de habitar un suelo corporal 16 común que me permita acceder a ciertos significados y experiencias de los otros. El participar con ellos “nos abre a una dimensión de su horizonte de sentidos y prácticas que de otro modo nos es inaccesible, sin pretender por supuesto que esto suponga una identificación con la experiencia nativa” (Puglisi 2019: 24).
En la búsqueda de este proyecto metodológico que me permita encontrar formas no reductoras de entender los fenómenos religioso-espirituales urge la reflexividad, además de la necesidad de desaprender nuestros sesgos históricos (Bowie 2020: 212), tanto académicos como personales, que constituyen nuestros supuestos ontológicos. Solo reconociendo que nuestros marcos conceptuales y categorías son inadecuados para comprender los otros mundos, que nuestro lenguaje académico nos limita a la hora de describir las instancias de mediación espiritual (Espírito Santo y Tassi 2013), que seguimos descartando muchas de las intuiciones y sensibilidades que una vez parecieron plausibles (Favret-Saada 2013 [1990]; Lifshitz, van Elk y Luhrmann 2019) fruto de un occidente desencantado y un cientificismo secularista, podremos dejar de ignorar la realidad de las experiencias con lo sobrenatural (Hunter 2015; Biernacka 2018).
Para evitar el paréntesis ontológico 17 (Northcote 2004; Hunter 2017) que afecta a la gran mayoría de estudios sobre este tipo de fenómenos, propongo comprometernos con las ontologías posibles, desde un pluralismo ontológico (Viveiros de Castro 2002; Henare, Holbraad y Wastel 2007; Latour 2013) que libere del confinamiento de la mente estas experiencias excepcionales, y que supere los procesos de psicologización y de interiorización que han permeado nuestros enfoques (Despret 2015; Muñoz-Villalón 2020).
Partir sin rumbo fijo: tras la estala de las quiebras
“Neither ‘believer’ nor ‘sceptic’, I was open to experience whatever the evening had in store.” (Bowie 2019: 110)
Una vez señaladas las cadenas que siguen traqueteando en nuestra disciplina, quisiera desarrollar este trenzado metodológico que parte de la propuesta metodológica de Holbraad y Pedersen, pero que trata de rebasarlo junto con aportes provenientes de la fenomenología. Pretendo, así, recuperar otras maneras de experimentar el mundo, y encontrar nuevas formas de sistematización, poniendo de relieve el carácter emergente de la etnografía.
“By always experimenting with fieldwork, but at the same time also consistently reflecting on what the field, fieldworkers, interlocutors, ethnographic data, theories and, above all, anthropological concepts might be, the ontological turn can be described as a deliberate atempt to strike an optimal balance between purposefulness and purposelessness within anthropological knowledge production.” (Holbraad y Pedersen 2017: 22)
Como examina Adrianna Biernacka, Holbraad y Pedersen no detallan con tanta precisión las etapas metodológicas,18 problematizando algunas cuestiones relevantes. Entre las críticas apuntadas, destaca la imagen excesivamente individualista y cartesiana de la cognición (Biernacka 2018: 64). Bajo otras preocupaciones, Rane Willerslev y Chistian Suhr comentan como sobrevuela un trasfondo racional en el giro ontológico, queriendo resolver la alteridad mediante la creación de racionalidades en vez de abrazar la alteridad como tal (Willerslev y Suhr 2018: 72), castrando el potencial de las incertidumbres, de esas quiebras ontológicas que no solo desestabilizan al etnógrafo, sino que forman parte de las experiencias de la fe religiosa.
En este trabajo de avanzar junto a los momentos de sorpresa -a-ha! moments (Holbraad y Pedersen 2017: 1-2) -, considero que pueden ser útiles las aportaciones de Michael Agar (2008[1982]) a la hora de explicitar esos procesos que van desde la quiebra 19 y detección de suposiciones ontológicas hasta la coproducción teórica. Enlazándolo con la antropología fenomenológica, dispondremos así de herramientas que nos permiten analizar ese abandono de nuestros principios de orientación como única medida de la realidad y de teorización etnográfica.
La cuestión sería no limitar el análisis crítico al mero lenguaje conceptual, ni abordarlo desde una reflexividad alojada en el pensamiento, sino desde una práctica intersubjetiva y corporizada (Citro 2009). Ir más allá, hacia una tecnología de descripción fenomenológica desde la experiencia, capacitándonos en las formas locales de conocimiento y comunicación; centrándonos no tanto en las ideas y conceptos, sino en la forma en que se articulan y se viven esas nociones a través del cuerpo: “Lo que distingue al conocimiento etnográfico es la iluminación de los procesos a través de los cuales las teorías, nociones y categorías son articuladas y vividas, primero por los participantes y después por el investigador.” (Pierini 2016: 46, traducción propia).
La antropología fenomenológica, en vez de caer en una aproximación individualista, apuesta por la intersubjetividad para acceder a las formas en que las personas experimentan su mundo, así como las formas en que el antropólogo puede llegar a comprender dicha experiencia. Desde este énfasis en la encarnación y los sentidos, se trataría de una conceptualización intersubjetiva que va más allá del intercambio verbal (Knibbe y van Houtert 2018: 6), y en la cual la idea de comunicación es central para comprender los efectos ontológicos de los fenómenos - incluyendo los aspectos sensuales e íntimos (Espírito Santo y Tassi 2013: 22).
En esta tarea de producción de teorías etnográficas, construidas desde el contexto local, el conocimiento etnográfico debería mediar entre las teorías nativas y las científicas (Goldman 2006: 170), incorporando a nuestro bagaje esas formas de comunicación, transformándonos durante la experiencia etnográfica, y modificando la forma en que pensamos la propia antropología (Holbraad y Pedersen 2017: 3). Una mediación que, no debemos olvidar, siempre está situada (Pierini, 2016: 45).
Y qué mejor que nuestros diarios de campo, esos cuadernos de bitácora, para detallar y revisitar este proceso. Un diario al modo que propone Favret-Saada, donde no tratamos de investigar, sino dejarnos afectar, describiendo esos acontecimientos enigmáticos sin pretender entenderlos - o al menos no desde nuestros supuestos -, haciendo de la participación un instrumento para el conocimiento (Favret-Saada 2013 [1990]: 62). El diario de campo, así entendido, es un elemento fundamental a la hora de afrontar el carácter emergente y de mantener esa reflexividad crítica e intensiva 20 mientras navegamos con las quiebras, convirtiéndose en testimonio de esa labor artesana.
Así comencé mi diario de campo en los IED, concibiéndolo, entre otras cosas, como un espacio en el que registrar mi experiencia personal con Dios, los momentos de discernimiento espiritual y mi aprendizaje a través de la oración y práctica de los ejercicios espirituales en la vida cotidiana. Entrelazadas están, también, las experiencias de mis compañeros; junto a ellos aprendí, en las primeras semanas, que no debía hacer un esfuerzo por comunicarme con Dios, pues era Él quien se comunicaba con nosotros, siendo nuestra tarea la de capacitarnos para poder sentir su presencia, entrenando los sentidos internos y rompiendo los moldes de una “espiritualidad cerrada”.21
Esta fue una de las primeras quiebras; no era yo quien tenía que esforzarse por comunicarme con Dios, sino aprender a escucharlo. Para ello, antes tenía que aprender a hacer silencio, tarea para la cual las primeras fichas de los IED están diseñadas. A través de ellas y de las indicaciones de Julia, nuestra acompañante, comenzamos con ejercicios como “¡Abrid las puertas a Cristo!”. Julia nos insistía en que teníamos que dejar espacio a Dios, “estar receptivos”, a través del silencio y de la respiración - los cuales habíamos trabajado las semanas anteriores - para poder sentir la presencia de Dios. En palabras suyas, “Jesús no quiere imponerse; al igual que hizo con los discípulos de Emaús, deja siempre espacio a mi libertad, espera a que yo le invite a quedarse conmigo”.
Del diario rescato también algunas de las preguntas que inquietaban a mis compañeros, construidas desde otros supuestos, las cuales fueron nutriéndome y orientándome. Una de ellas fue clave en mis comienzos, cuando le preguntaban a Julia cómo podíamos saber que era Dios quien nos estaba guiando. La respuesta no es fácil, aseguraba a la vez que añadía: “eso se sabe… es la intuición”, explicándonos la importancia del discernimiento en los ejercicios espirituales. Y, aun no tratando de resolver este tipo de incertidumbres, lo que sí voy adquiriendo son nociones y pinceladas sobre estas habilidades y sensibilidades que debemos poner en práctica, las cuales no son innatas, sino que se trabajan a través de la oración diaria, mediadora en la experiencia de Dios.
Leer la mar, curtirse la piel: compromiso y sensibilidad etnográfica
“porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente.” (Loyola 2019 [1548]: EE2)
Si bien han sido muchos los escritos sobre metodología que claman por la apertura, flexibilidad y creatividad etnográfica, no son tantas las etnografías que han apostado por asumir los mismos riesgos ontológicos (Citro 2009: 97) que aquellos con quienes participamos. Loïc Wacquant ilustra esta exposición y asunción de riesgos en su trabajo de campo como boxeador principiante a través de la idea de abandono, que “implica un compromiso total, la suspensión de los prejuicios, la pertinencia de todo, la identificación y el riesgo de que te hagan daño” (Wacquant 2004 [2000]: 27), concibiendo el cuerpo como lugar y como vector de conocimiento.
En este apartado, pretendo aunar las propuestas de Holbraad y Pedersen con los aportes de la antropología de y desde los cuerpos, ya que permiten reflexionar sobre la práctica de una metodología liberada de los lastres ya señalados.
“Rather, handicapped by a dualist ontology (and the scientific rationalism to which it gives rise) anthropologists need a method to recuperate a facility their informants may already have. We need to seize on a methodology that allows for concept production that makes worlds. And this is a ‘humbling’ method, inasmuch as it depends on our admission that our own concepts are inadequate, and therefore need to be transformed by appeal to those of our informants.” (Henare, Holbraad y Wastel 2007: 12)
Desde esa noción de abandono giran las reflexiones metodológicas de Eleder Piñeiro y Carlos Diz, quienes apuestan por crear nuevas formas de concebir el encuentro etnográfico, reinventando nuestro propio cuerpo y el corpus del etnógrafo. Afirman que, si bien abandonarse es tarea imposible, es a su vez “la condición necesaria para iniciar una etnografía y para ir haciéndola a medida que ella nos hace y nos rehace sin cesar” (Piñeiro y Diz 2018: 83).
En el modelo de etnografía que aquí presento, este abandono o deriva es clave, ya que supone un desplazamiento ontológico de nuestro ser-en-el-mundo (Wright 1994: 367, citado en Ascheri y Puglisi 2010: 127), el cual posibilita aprender, a la par que desaprender, las suposiciones ontológicas ya definidas más arriba. De este modo, la propuesta de conceptualización radical estaría arraigada en un suelo corporal común labrado desde ese compromiso cognitivo, empático (Bowie 2013) y corporal que posibilita una comprensión experiencial del fenómeno.
Ya no solo se tratarían de modelos de investigación en los que el material etnográfico se postula como fuente de la teoría, sino que, además, durante el proceso etnográfico aprendemos otras formas de ser-en-el-campo, nutriendo a la metodología, proporcionándonos nuevas herramientas. Si el conocimiento espiritual se aprende principalmente a través de la experiencia práctica (Pierini 2016: 36), deberíamos llevar a cabo un proceso de capacitación y re-educación de nuestra atención, emoción e imaginación, desarrollando una sensibilidad y perspicacia etnográfica (Pierini y Groisman 2016: 2) necesaria en estos contextos específicos.
Como refería en el apartado anterior, durante el proceso de aprendizaje para experimentar la presencia de Dios fue clave ese dejarse-hacer, adquiriendo un modo de estar y de ser en el campo - con unas técnicas corporales/espirituales - que trato de incorporar a mi bagaje metodológico; otros modos somáticos de atención (Csordas 2010 [1993]) aprendidos en los Ejercicios Espirituales, conocidos por disponer de instrucciones explícitas para el cultivo de los sentidos internos (Luhrmann 2018a: 312). En mi caso, un sentir ignaciano que aúna “todas las dimensiones de la persona: la corporal, la afectiva, la cognitiva y la espiritual” (Melloni 2019: 90), el cual va interiorizándose cada vez más a medida que nos iniciamos en la experiencia mística. Para ahondar y trabajar en y desde ese interior o interioridad,22 la oración diaria realizada desde las fichas es crucial.
Un adjetivo de esta espiritualidad ignaciana es la de encarnada. Los ejercicios de oración-contemplación se caracterizan por hacer presente la palabra, por encarnarla,23 invitándonos “a tocar la sangre”, a leer el Evangelio en el presente, no ciñéndonos a un conocimiento doctrinal o litúrgico, sino vivencial.
Si bien no son nuevas las propuestas donde el antropólogo se convierte en aprendiz, sí lo puede ser la manera en que encarnamos el conocimiento, desde esta comprensión experiencial. En esa tarea, nada fácil, estoy ahora sumergido, atendiendo a las palabras que don Juan dirigiera a Castaneda animándolo a ver y oír aquello que sus ojos aun no pueden sentir.
“Le pregunté si estaba declarando que lo que había llamado ‘ver’ era en efecto una ‘manera mejor’ que el simple ‘mirar las cosas’. Dijo que los ojos del hombre podían realizar ambas funciones, pero ninguna era mejor que la otra; sin embargo, educar los ojos nada más para mirar era, en su opinión, un desperdicio innecesario.” (Castaneda 2001 [1975]: 35)
Son muchos los ejemplos etnográficos que reconocen que sus cuerpos no eran iguales que los de aquellos con quienes investigan (cf.Pierini y Groisman 2016). Sin pretender volverse otro, aprendieron otras formas de conocimiento desde la participación radical, nutriéndoles de un modo de ser-en-el-campo, “una atención consciente al cuerpo en el entorno, a partir de lo cual comencé a practicar lo que denominé una etnografía presente” (Puglisi 2019: 29). Y, aunque no se trate de posesiones, estos procesos de aprendizaje con prácticas religioso-espirituales también necesitan “la educación de la atención y la emoción, la participación corporal y las exploraciones imaginativas” (Halloy y Naumescu 2012: 162, traducción propia).
Continuando con la metáfora náutica, estoy aprendiendo otras formas de ver, de leer la mar; esa que los viejos marineros aprendían a través de la experiencia y la práctica compartida, más teniendo en cuenta que no es posible comprender los sentimientos y emociones religiosas fuera de sus contextos (Prat 2017: 498). Un tipo de conocimiento que no se enseña a través de los conceptos - al menos no principalmente -, sino a través de los sentidos, entendidos estos no desde el reduccionismo materialista. Por eso necesitamos exponernos, salir a la mar y dejar que la sal y el sol curtan nuestra piel.
En una de las reuniones semanales, decía Julia: “Dios actúa en proporción a nuestra fe”. Luhrmann, a partir de sus estudios en iglesias evangélicas, afirma que los compromisos de fe no son automáticos ni sencillos, asegurando que requieren de un arduo trabajo para mantenerlos; la fe cambia a los fieles y está llena de complejidades y contradicciones (Luhrmann 2018b: 81; Lifshitz, van Elk y Luhrmann 2019: 9). Precisamente, Julia nos recordaba que “esto de creer no es fácil, y lo mismo que hacer ejercicio físico cansa, también supone un esfuerzo mantener la tónica de cultivar nuestro espíritu”. A través de la oración aprendemos y entrenamos esa manera de prestar atención a la experiencia y a cultivar los sentidos internos; un tipo de oración 24 que nos transforma por completo, haciendo de la mente una experiencia vivida, siendo también importante el trabajo realizado desde y con la imaginación, sin la cual no podría experimentarse a Dios como presente (Luhrmann 2013b: 391).
¿Cómo podemos dar cuenta de este tipo de fenómenos sin apostar por enfoques dialécticos, participativos, y de mente abierta (Bowie 2013: 698)? Jesús reprochó a varios de sus discípulos: “Tenéis ojos ¿y no veis?; tenéis oídos, ¿y no oís?” (Marcos 8: 18). A través de las quiebras que emergen en los IED, y desde ese compromiso con el campo, con mis compañeros y con el otro radical - en este caso Dios -, incorporo nuevos dispositivos que me permiten un conocimiento experiencial de Dios.25 Un aprendizaje que afecta a mi corporalidad - y espiritualidad -, y al modo en que veo, oigo, siento e imagino otras formas y otras realidades.
Como sugieren Tanya Luhrmann y Fiona Bowie, lo interesante sería dejar de cuestionarnos sobre la creencia en Dios o lo sobrenatural, y estudiar la experiencia de vivir esa alteridad radical como cierto, centrándonos en el propósito moral y el compromiso necesario para ello (Luhrmann 2018b: 81; Bowie 2020: 206), desde una radicalización de la participación que ponga en juego nuestra propia dimensión (Citro 2009: 96).
De naufragios y derivas: abandono y encuentro etnográfico
“La disposición a perderse es crucial, y generalmente no se enseña en las aulas. […] Si uno se somete a una experiencia de participación radical de esta naturaleza, y no naufraga, entonces ‘la etnografía es aún posible’ ”. (Cantón-Delgado 2017: 351-352)
Considero que esta disposición a perderse es algo que se aprehende, sobre todo, poniéndola en práctica, desde esa participación radical que define Manuela Cantón-Delgado (cf.López-Pavillard 2018). Lo que no comparto, o matizo, es la idea de naufragio como un fracaso, como si toda etnografía que se precie debiera retornar sana y salva a puerto.
Como he defendido, más allá de la aceptación a ser-afectados o partir desde un agnosticismo metodológico, propongo dejarse-afectar a través de la radicalización de la participación, donde la etnografía constituye un desplazamiento ontológico desde el cual asumimos los mismos riesgos que aquellas personas con las que participamos. Entre los riegos posibles está el de naufragar, aunque bien podría ser esta una manera radical de dejarse llevar, de llegar a esos lugares totalmente inesperados, navegando con las quiebras, en un ejercicio parecido al que describen Rane Willerslev y Christian Suhr respecto al dejarse ir en la fe. Una fe que mantiene la tensión entre la certeza y la duda, no eliminándola, sino abrazándola, permaneciendo en ella, acogiendo las mismas ansiedades existenciales que afectan tanto a la persona religiosa como al antropólogo (Willerslev y Suhr y 2018: 74).
Volviendo a ese recuerdo en la aldea de El Rocío, pensaba que siempre iba a quedarme ahí, mirando extrañado a mi familia, queriendo agarrarme a aquello que percibía como seguro, aferrándome a esa valla, a esos barrotes a los que mi mente cartesiana y kantiana no podían renunciar, pues eran la único que daba sustento a mi realidad.
Así afronto cada día mi trabajo de campo, surcando los mares de la experiencia de Dios, esforzándome por lograr esa inmersión experiencial, aceptando esa invitación a abrir mis ojos, mis entrañas y mi corazón a otro mundo, “un perderse a sí mismo que es un adentrarse en el misterio del Dios que se pierde por amor a nosotros” (Melloni 2019: 281). Mediante la práctica de los Ejercicios Espirituales llevados a la vida cotidiana voy transformando mi sensibilidad y mis sentidos (Katzer 2018: 130), y lucho por soltarme y ser capaz de saltar la reja, dejándome atravesar por los efectos y afectos de la alteridad radical, exponiéndome a que sucedan cosas. Dónde acabará este viaje, esta experiencia, dependerá de mi habilidad para dejarme-hacer, y de la intuición que vaya aprendiendo a través de los IED; y, quizás, sea un naufragio desde el que repensar cuestiones vitales y profesionales…
“ideally, this is what allows the ethnographic contingencies that emerge from fieldworks to transform perpetually the very concepts that one uses to describe and analyse these ethnographic materials anthropologically - self experimentation, that is to say, all the way down too.” (Holbraad y Pedersen 2017: 24)
Para concluir, en este texto he expuesto mis argumentos sobre la teoría de la práctica hilvanados con retazos de vivencias etnográficas, abogando por una experimentación metodológica que, aun partiendo de las propuestas de Holbraad y Pedersen, la desborda para ir más allá, aprendiendo de las experiencias etnográficas, transformándonos y considerando aquello que “hacen y dicen como lecciones de las cuales podemos aprender” (Ingold 2020[2018]: 24).