Introducción
Enmarcado en el proyecto de investigación 11/B383 El giro performativo en las artes visuales. A propósito de espacios, cuerpos y objetos puestos en acto, de la Universidad Nacional de La Plata, este trabajo indaga en los componentes poético performativos que constituyen los pilares de la producción de la artista argentina Ana Gallardo (Rosario, Santa Fe, 1958). Sin embargo, nuestro primer acercamiento a su obra tuvo lugar en el marco de un trabajo de investigación anterior, que abordó el rol del espectador en las instalaciones latinoamericanas, a partir de lo que dimos en llamar las poéticas del cuerpo ausente. Esta perspectiva permitió bucear en algunos modos de hacer, y reconocer estrategias enunciativas recurrentes en las prácticas transitables de los artistas de esta parte del mundo durante las últimas dos décadas.
Una de estas estrategias fue identificada como la del extrañamiento del espacio cotidiano, un eje en que se fueron alojando aquellas producciones que asumen las formas del espacio doméstico negado o desfuncionalizado, a modo de metáfora de los efectos que las distintas formas de violencias políticas y sociales imprimen en la vida de las personas. Este rastreo permitió conformar un corpus de instalaciones que reconfiguran y resignifican el interior doméstico a través de recursos que producen un enrarecimiento del espacio del hogar, cuya apropiación fáctica y su uso aparecen imposibilitados al espectador que las transita. Pero que sin embargo lo ponen de cara a una forma de experiencia particular: la que hace coincidir su espacio vivencial con un espacio plástico devenido escénico, en el que su cuerpo presente (sin dudas el rasgo diferencial de estas prácticas) convive con otras presencias intuidas, veladas, omitidas: la de aquellos cuerpos vulnerados, invisibilizados, desaparecidos (Valesini, 2020: 92).
Otro de los ejes considerados se construyó en torno al denominado giro performativo de las artes, en el que se alojan aquellas obras capaces de activar el rasgo de performatividad que las instalaciones mantienen latente, en tanto funcionan como un laboratorio para la experimentación de la espacialidad y propician una relación novedosa entre el cuerpo del espectador y su entorno (Alberganti, 2013:8). Este eje sin duda es un antecedente significativo del trabajo actual, en el que la presencia de los cuerpos y la acción como gesto significativo operan tensionando el concepto de representación. Y donde la obra entendida como proceso extiende y complejiza sus alcances tanto en las condiciones de producción como en instancias de recepción.
Y es precisamente en la confluencia de los dos ejes señalados donde podemos inscribir las producciones de Ana Gallardo. Obras que -tal como ella misma describe- están hechas con casi nada, o más bien con todo lo que está a su alrededor en un momento dado. Y que, independientemente de la forma que asuman, aparecen definidas por "su carácter de acto más que de objeto [y por] la manera en que se presentan como propósitos y resoluciones " (Aguado en AA.VV., 2016:20).
2. Impresiones sobre una mudanza perpetua
A finales de los años noventa, dejando atrás un período inicial de formación como pintora, Gallardo, comienza a poner de manifiesto un repertorio de preocupaciones estéticas que se propagan más allá del plano bidimensional para vincularse con la práctica escultórica y espacial. Utiliza a partir de entonces objetos precarios extraídos del ámbito cotidiano a los que apela para enfatizar una trama fuertemente conceptual en la que emergen múltiples referencias a su mundo afectivo, sus vivencias y experiencias cotidianas, así como a sus vínculos con los otros.
Atendiendo al primero de los ejes mencionados más arriba, llegamos inicialmente a Patrimonio (Figura 1), una instalación presentada en 2003 en la galería Alberto Sendrós de la ciudad de Buenos Aires. Un enorme acumulación de muebles y objetos de uso cotidiano -colchones, toallas, cuchillos, alfombras, libros, discos, una bicicleta, algunas sillas-, sujetados al muro con cinta adhesiva de papel, de fácil desprendimiento (conocida con múltiples nombres según el contexto: cinta de enmascarar, masking tape, cinta de carrocero, cinta de pintor, cinta adhesiva protectora, tirro, pegote, entre otros). Un amasijo de objetos que apenas alcanzamos a entrever entre la urdimbre de la cinta, pero que podemos reconocer en la pared aledaña profusamente representados en forma realista en grafito, carbonilla y acuarela sobre papel, en una sucesión repetida y casi obsesiva. Una repetición de estudios o bocetos (Figura 2 y Figura 3) -sujetos al muro con la misma cinta- que parece revelar una necesidad de comprenderlos en sus menores detalles, o conservarlos como rastros o vestigios de un tiempo anterior. Unos objetos y un tiempo igualmente dignos de ser atesorados, pero cuya importancia aparece cuestionada por el precario procedimiento de montaje.
Unos auriculares que emergen del bulto informe nos permiten escuchar la voz de la propia artista cantando a capella el bolero Cómo voy a vender, de la cantante mexicana Paquita la del Barrio, cuya letra nos habla de una mujer que rechaza la idea de desprenderse de las pertenencias que le quedaron del hombre que la abandonó, por considerar que son lo único valioso que ha quedado de aquel amor. Así la obra juega con una doble lectura, la de unas imágenes austeras y potentes en su sencillez y un audio que sobreactúa los sentimientos de dolor y de pérdida, con estrofas que desgranan, en un registro que roza el absurdo:
Cómo voy a vender
la silla donde siempre descansaba,
la cama donde a diario se dormía,
la almohada donde a veces me soñaba.
Cómo voy a vender
la ropa que a su cuerpo acariciaba
la jaula y el canario que compró,
la alfombra que conserva sus pisadas.
A pesar de la densidad y la elocuencia de las materialidades austeras y las formas rotundas -donde parece prevalecer el gesto de tachar o negar, pero también de conservar, asegurar y poner a resguardo-, la artista identifica un costado humorístico en la pieza, una capacidad de reírse de sí misma, presentando en clave de telenovela sus desventuras amorosas pasadas. El artista argentino Jorge Macchi se interroga por los alcances reales de estos gestos, advirtiendo que:
(...) dirigen la mirada hacia algo invisible que está más allá de los objetos, más allá de la posesión de esos objetos. La representación y la aglomeración y sujeción de objetos no es un rito mágico para poseerlos. Antes, es un rito para que no se vayan. Yo creo que los objetos están ahí para demostrar la fugacidad de todo lo que pertenece a lo humano. (Macchi en Gallardo, 2003: s/p).
La repetición del gesto perturbador de sujetar una y otra vez con cinta adhesiva de papel en producciones posteriores de Gallardo, -algunas de ellas de sitio específico-, recrean esa atmósfera de mudanza perpetua que parece devenir espectral, y que marca un pasaje entre la necesidad íntima y afectiva de atesorar las cosas heredadas, hacia una apropiación excesiva e intuitiva de los objetos que encuentra en los espacios que ocupan sus obras en forma eventual, como una suerte de caja de herramientas con la que re-construir aquello que nunca tuvo o que perdió. Así podemos mencionar otras obras tales como Fragmentos para una niña triste (2008), presentada en Le 19 CRAC (Centre Regional d'Art Contemporaine, en Montebeliard, Francia), y La corporeidad obstinada de la memoria (2013) (Figuras 4 y 5), en el MUMART (Museo Municipal de Arte de La Plata, Argentina), donde una vez más opera encintando objetos, pero esta vez con muebles encontrados en esos mismos espacios, a los que interviene con el mismo recurso, "en un esfuerzo tan desmesurado como frágil" (Davis, 2013: s/p), ya que el material utilizado se despega fácilmente. Vinculando la naturaleza de este gesto con su propia biografía, Gallardo ha señalado:
Mi orfandad no me abandona. En cada mueble encontrado o prestado habita una historia que puede custodiar mi vida. De esas historias me apropio. Las tomo y las hago mías, por la fuerza y con locura. La cinta de pintor hace las veces de madre sosteniendo las historias que robo. La cinta guarda, doma, sujeta, contiene, cuida y ordena para mí, como si fuera yo aún una niña. Llena mi espacio vacío, alimenta mi alma. Y la cuida como una madre (Gallardo, 2008).
Esta declaración revela el impacto de su orfandad materna desde edad temprana (un asunto sobre el que vuelve en muchas de sus obras) y nos deja en claro que -a diferencia del recurso de relocalización topológica habitual en el arte contemporáneo-, sus producciones se asientan, más que en las formas que asumen y los objetos concretos que presentan, en la acción con que los desplaza, los superpone en forma desordenada pero amorosa y los encinta entre sí, y a los muros y los pisos de las salas de los espacios donde los exhibe (Figura 6) . De esta forma, no sólo inhabilita su funcionalidad sino que interpela sus propios sentidos latentes, a la vez que intenta un momentáneo y frágil reordenamiento del mundo, un vendaje capaz de reconstruir una historia de vida y sanar las heridas y traumas del pasado. En el texto curatorial de la muestra en el MUMART, Fernando Davis advierte que:
En su productividad poético-política la obra de Ana Gallardo aparece tensionada por la acción del cuerpo. No es posible pensar esta instalación fuera del acto desproporcionado de encintar y sujetar los objetos, de la obstinación desmedida por mantener unido el conjunto. En la repetición de ese gesto que parece no encontrar sosiego, la acción constituye, según la artista, “un acto de locura de retener el pasado, para no olvidar“, una exigencia por sostener ese tiempo otro y una práctica de memoria (Davis, 2013:s/p).
3. Llevar la casa a cuestas
En el año 2007, Ana Gallardo presenta otra de sus obras paradigmáticas, que nuevamente se inscribe en el espacio de confluencia entre el extrañamiento del espacio cotidiano y el giro performativo en las artes. Se trata de Casa Rodante (Figura 7 y Figura 8), una performance registrada en video y presentada en conjunto con una instalación en la Galería Appetite, en la que se profundizan las referencias a su propia biografía, su mundo afectivo, sus vivencias y su forma de relacionarse con los otros en la vida cotidiana. En esta obra, la artista trabaja sobre la experiencia de vivir sin un hogar estable durante todo un año y deambular de casa en casa con su hija pequeña:
Durante el año 2006, estuvimos sin casa. Decidimos esperar para alquilar una que nos gustaba mucho, que era muy barata, aunque tenía problemas legales que supuestamente se resolverían enseguida. Comenzamos a mudarnos una vez por mes. Anduvimos por el living de la casa de mi hermano, por otro de la casa de otra hermana, y cuidamos la casa de mi amigo cuando se fue de vacaciones, y de otra amiga cuando se fue a la bienal y fuimos a otra casita en la terraza de otra amiga y así se nos pasó el año (Gallardo ap. AA.VV., 2016:92).
Tras esas mudanzas sucesivas y provisorias, en vísperas de establecerse en la que sería su residencia definitiva, la artista se pronuncia sobre esta etapa de nomadismo obligado construyendo una precaria casa rodante, una suerte de carromato tirado por una bicicleta, con sus viejos muebles como único patrimonio: los muebles que durante aquel período debió guardar en un depósito y que luego advirtió que tampoco cabrían en la nueva casa.
Se usaron los mismos objetos. Mi casa siempre estuvo compuesta por cosas que nos estaban regalando. Cuando volví de México no tenía nada propio más que los objetos que fui guardando a lo largo de mi vida, de los afectos, mis amores. Yo les dejaba mis cosas a mis amigos en Buenos Aires. Cuando yo volvía de México, lo que quedaba era lo que componía mi casa, una acumulación de basura, y de recuerdos (Gallardo ap. Baeza, 2017:76).
Con este dispositivo improvisado de materialidad fuertemente emotiva recorrió con su hija Rocío ocho kilómetros una tarde de domingo, en una acción con la que vuelve a poner en escena un ejercicio autobiográfico ligado a la imposibilidad de habitar, pero que también supone un acto de clausura que vindica la vivencia inestable y provisional de aquel tiempo sinuoso.
A modo de conclusión o sobre la posibilidad de llegar a casa
Leonor Arfuch señala la habitualidad con que en los últimos tiempos los objetos cotidianos, en su materialidad más cruda, se apropian de los espacios de las artes visuales. Y lo hacen por lo general alojados en el marco de la práctica de la instalación, operando como ejercicios de la memoria y adquiriendo connotaciones autobiográficas y con frecuencia perturbadoras, "en una sintaxis narrativa que los distingue del ready made: [ya que] no remiten a sí mismos, como gestos provocativos que adquieren su valor por su localización 'fuera de lugar' en el museo, sino que crean un contexto significante que (re)define semánticamente ese lugar" (Arfuch, 2016:s/p). Arfuch observa que esos usos muchas veces próximos a lo que Hal Foster definió como el retorno de lo real, juegan a menudo con la doble perspectiva que señala el concepto psicoanalítico de lo que escapa a la representación, de lo indecible, de lo no simbolizable.
Para Jean-Luc Nancy, las artes se distinguen de otros modos de hacer por su capacidad de dar a sentir, es decir, de crear y recrear sentido, en un acto singular que expone siempre un gesto, entendiendo por tal "ese mínimo sin el cual no hay artista ni obra (...) lo que de una obra no se puede reducir a su significación, a su sentido sensato", y que "acompaña el propósito del artista sin subsumirse a él ni confundirse con él". El gesto es por lo tanto del orden de la sensibilidad en sentido sensible, un compañero de la significación pero que la excede infinitamente (Alvaro ap. Nancy, 2014:14-15).
Teniendo presentes estas reflexiones, no es casual entonces que gesto sea precisamente la palabra más recurrente en este texto, y tal vez la imprescindible para acercarnos a la obra de Ana Gallardo. Porque es su gesto el que nos permite inscribir su obra en la vertiente de un giro en las artes visuales que reconocemos como performativo, entendiendo que esta forma de producción supone no sólo "una manera de repensar con los materiales y operaciones durante el proceso de la obra y también después de su escenificación" (Hang y Muñoz, 2019:12), sino que al mismo tiempo "trata de recuperar el cuerpo como un modo de pensar y estar frente al otro, es decir, como puesta en escena y actuación de una postura ética" (Cornago, 2008:52). De allí que para la comprensión de estas prácticas resulte central la visibilización de las contingencias que se ponen en juego en las instancias de producción y de recepción de las obras, en las que se afirma el rol central del cuerpo como sujeto. Un rol en el que el gesto de la artista no sólo se revela capaz de ofrecer a los objetos más anónimos la posibilidad de acceder al estatuto de lo artístico y de revelar u ocultar las potencialidades ficticias o conmemorativas que ocultan, sino también de convertir su historia individual en una narrativa que contribuye a la construcción de la memoria colectiva, como se pone claramente de manifiesto es su producción más reciente. Así aquellos objetos que habitaron temporalmente en el museo, envueltos, encintados y arrumbados configuran el impulso que la lleva a "buscar una nueva casa, un nuevo espacio, tal vez el del arte, para vivir la vejez" (de la Maza, 2015:s/p).
Desde hace una década, Ana Gallardo impulsa Un lugar para vivir cuando seamos viejos, un proyecto que sobrepasa el recorte meramente espacial e implica una búsqueda en sentido amplio de un hogar para su propia vejez, compartido con sus afectos. El proyecto propone registrar distintos modos de vivir esta etapa de la vida y poner de relieve las formas en que los adultos mayores practican y son capaces de transmitir sus habilidades, hábitos y oficios en una escuela de envejecer. Aunque excede los alcances de este trabajo desarrollar las múltiples aristas de este ambicioso proyecto con fuerte impronta social, en el que la artista cumple el sueño de hombres y mujeres mayores de setenta años a los que ofrece un espacio para concretar sus anhelos de vida, su mención resulta significativa para dar cuenta del lugar que las personas, sus objetos y sus historias ocupan como material privilegiado en su obra. Y especialmente para volver sobre la necesidad del hogar -como espacio anhelado y negado a la vez, como preocupación del pasado, el presente y el futuro- ocupa en sus producciones.
Marcadas por el nomadismo, la ausencia materna y ciertos mandatos familiares en torno a la vocación artística, reconocemos en las obras de Gallardo una sustancia profundamente humana y vivencial, donde -insistimos- el material privilegiado son las personas, sus vidas y sus historias, comenzando por la suya propia. Así inicia un recorrido desde la exploración de un espacio biográfico personal al de las biografías familiares, para avanzar finalmente sobre la intimidad de personas anónimas en situación de vulnerabilidad, con las que genera vínculos afectivos y una colaboración emocional que se transforma en la materialidad fundante de sus propuestas, pero también en su propio modo de vida. Sobre este particular, Alejandra Aguado señala que con Un lugar para vivir cuando seamos viejos, la obra de Gallardo se vuelve cada vez más invisible, más inmaterial e incluso más vulnerable. Porque en el devenir del proyecto la artista pasa de ser un vehículo encargado de comunicar las vivencias a ser un sujeto que busca fundirse en sociedad, haciendo propias otras maneras de vivir la vejez. "En sus últimos registros, Ana se muestra bailando, cantando o aprendiendo el trabajo de la huerta, convirtiéndose ella misma en materia de su obra, como una identidad que se rearma, reafirma y se construye como sujeto en cada una de estas piezas" (Aguado en AA.VV., 2016:23).
Tal vez, finalmente, Ana esté llegado a casa.