Introducción
La problemática del acceso al suelo y a la vivienda por parte de los sectores más precarizados de las clases trabajadoras ha sido ampliamente estudiada, discutida y teorizada desde que las principales urbes del mundo comenzaron a expandirse con los acelerados procesos de industrialización de mediados del siglo XVIII. En 1873, Friedrich Engels ya condensaba parte de los debates, en plena Alemania industrial, desde las “penurias” habitacionales obreras en su Contribución al Problema de la Vivienda. En América Latina, éstos se desataron a la par de la industrialización de la década del 40 en torno, principalmente, a un problema teórico y empírico: el fenómeno de las “urbanizaciones populares”,1 es decir, miles de nuevos habitantes / trabajadores urbanos autoproduciendo suelo, vivienda, servicios, equipamiento comunitario (Fernández Wagner 2008). Lejos de decrecer, en la Argentina de las últimas décadas numerosos estudios vienen observando continuidades en los patrones de urbanización ligados a estos procesos, reactualizando ejes de análisis, principalmente tras la crisis estructural del año 2001. El “boom inmobiliario” que operó como principal promotor en la reactivación de la economía nacional - a través de la expansión de torres y barrios cerrados financiadas con capitales privados - trajo aparejada la multiplicación y densificación de numerosos asentamientos y villas miserias en las principales ciudades del país (Ciccolella y Baer 2008; Capdevielle 2014). Para el caso de la ciudad de Córdoba, desde el 2001 se han registrado 38 nuevos asentamientos sobre un total de 114. Es decir, un aumento de un 33,3% de nuevos casos en tan solo 15 años.2
Interesada en indagar estos procesos, en marzo de 2015, decidí emprender mi trabajo final de licenciatura en antropología en Pueblos Unidos. Este barrio había comenzado a formarse en 2009 a través de la ocupación colectiva de terrenos ubicados al límite del ejido sur de la ciudad de Córdoba. La mayoría de quienes se habían asentado allí eran jóvenes familias migrantes, principalmente oriundas de Bolivia y de Perú, que habían arribado recientemente a la ciudad para insertarse en mercados laborales urbanos caracterizados por la precarización y la informalidad: la construcción, la fabricación artesanal de ladrillos, el trabajo doméstico, la industria textil, entre otros. A los pocos años de su conformación, Pueblos Unidos se convirtió en un caso mediático y académicamente emblemático de nuestra ciudad por dos principales razones. Por un lado, por los dilemas y conflictos en torno al suelo habitado: en esas tierras había funcionado un basural municipal durante la década del 70 que nunca había sido remediado, argumento por el cual el Estado municipal había declarado, en 2010, la “inhabitabilidad” de las parcelas estando ya las primeras familias asentadas. Por el otro, por las experiencias políticas y de organización colectiva que, en esa compleja trama de informalidad, vulnerabilidad e ilegitimidad habitacional, habían caracterizado los procesos de urbanización que hicieron de Pueblos Unidos un lugar que terminaría albergando a más de 500 familias.
Ambos asuntos, suelo y política, aparecían recurrentemente no solo en medios de comunicación sino también en la literatura contemporánea y local sobre el tema. Sea en la línea de los esquemas de la “informalidad habitacional” (Marengo y Monayar 2012; Rebord, Mulatero Bruno y Ferrero 2014), en el estudio de conflictos sociales y luchas políticas (Núñez y Ciuffolini 2011), incluso en trabajos recientes sobre las relaciones entre estas barriadas y la presencia de grupos migrantes regionales (Magliano, Perissinotti y Zenklusen 2014), muchos trabajos tendieron a focalizarse en eventos que podían situarse en los primeros años de dichas urbanizaciones, marcados por una fuerte lectura material, espacial y topológica. La producción de condiciones espaciales de habitabilidad, la gestión de la infraestructura urbana, la configuración de formas organizativas y nuevas subjetividades políticas surgidas en torno, puntualmente, a estos acontecimientos, fueron los principales ejes de estos análisis.
Al momento de inicio de mi investigación, Pueblos Unidos transitaba su sexto año de existencia. Para sus habitantes, éste ya no era un basural, sino un barrio con calles, manzanas y espacios comunes definidos como plazas, canchas de fútbol, iglesias, guardería, merenderos. Casi la totalidad de sus lotes estaban construidos y habitados; y la mayoría de las viviendas ya no eran de maderitas sino de material noble (como los vecinos denominan las casas de ladrillo y cemento) con acceso a luz, agua, incluso televisión por cable. Las necesidades habitacionales que habían movilizado a estos habitantes a construir lugares donde vivir parecían, en principio, resueltas. Hasta incluso muchos de los espacios organizativos barriales que tanto habían atraído a periodistas, militantes, voluntarios de ONGs y cientistas sociales se habían disuelto.3
Sin embargo, durante mi investigación, la historia del barrio y sus narrativas resultaban cuestiones aún latentes en el cotidiano barrial. Relatos de los primeros tiempos, de los tiempos aclamados de la toma, re-surgían en diversas situaciones que iba acompañando etnográficamente, como parte de un pasado rememorado. La apuesta etnográfica, orientada por un análisis relacional y “vívido” (Quirós 2014) de estos procesos de urbanización popular, desplazó el objeto de indagación. En lugar de procurar reconstruir las memorias de los tiempos de la toma, tratar de discernir cómo estas experiencias involucraban, tanto para sus habitantes como para otros actores externos que los habían acompañado, distintas experiencias sociales del tiempo, vinculadas principalmente, a diversas experiencias del habitar. En otras palabras, tratar de conocer cómo transcurría la vida en el barrio “después de” los aclamados y épicos tiempos de la toma.
La propuesta del presente artículo apunta a abordar estas experiencias temporales en relación a una dimensión social que resulta troncal en estos procesos: la política. Entendiéndola menos como un “campo”, “esfera” o “sistema” y más como un conjunto de procesos dinámicos, entramos y vivos (Rosato y Balbi 2003; Gaztañaga 2010; Manzano 2011), esta perspectiva implica, entre otras cosas, atender a las condiciones, implicancias y posibilidades “generativas” de la acción política, no solo en su carácter direccionado y proyectado, sino también en sus efectos emergentes y contingentes (Fernández Álvarez, Gaztañaga y Quirós 2017: 280-281).
Tal como han mostrado otras investigaciones antropológicas contemporáneas situadas en periferias urbanas, los tiempos tienen efectos políticos que inciden en la vida de sus habitantes (Borges 2003; Ferraudi Curto 2014). Asimismo, una historicidad de los análisis sobre toma de tierras desde los años 80 en Argentina permite reconocer la profundidad temporal de los vínculos entre estos procesos con la organización y participación popular (Feijoó 1982; Merklen 1997; Manzano 2013). Particularmente, fue la propuesta de la antropóloga Sian Lazar que me inspiró a leer la cuestión del tiempo, para comprender las dinámicas de la actividad política en Pueblos Unidos. En su trabajo sobre militancias sindicales y movimientos sociales latinoamericanos, ella propone la distinción de dos temporalidades coexistentes entramadas en la experiencia vivida: el tiempo histórico y el tiempo ordinario. Mientras que el “tiempo histórico” se emplaza hacia el interior de una narrativa histórica de acción política - que mira para atrás, al pasado y hacia ancestros ilustres, y para adelante, a un conjunto imaginado de posibilidades políticas en el futuro -, el “tiempo ordinario” es un tiempo de protesta o negociación constante, las prolongaciones del día a día de la vida política cuando no hay resolución a un conflicto particular o un problema a la vista (Lazar 2015: 295-296).
Es desde estos postulados que proponemos explorar las temporalidades de las experiencias políticas en el habitar de Pueblos Unidos. Partiendo desde allí, nuestra hipótesis plantea que el tiempo histórico tiene valor social, y por ende es un recurso que opera políticamente, ya que da cuenta de la importancia que (aún) asume el hacer político en las rupturas, continuidades y (posibles) transformaciones de estos espacios urbanos informalizados.
Tiempo histórico, tiempo de la toma: sobre cómo se hizo el barrio
Desde mis primeros acercamientos a Pueblos Unidos, pude empezar a percibir cómo para muchos de sus habitantes hablar de su barrio o de sus viviendas implicaba necesariamente hablar de sus “historias”. Narrativas ancladas en un tiempo pasado: el tiempo de la toma, de la invasión, del basural, del puro monte.
Particularmente, en los inicios de mi trabajo de campo se estaban sucediendo una serie de disputas que revivían esos relatos y que se vinculaban a una problemática particular: los recurrentes cortes de luz que sufría el barrio. Estos conflictos confrontaban a dos facciones de vecinos que, en esa misma clave temporal, tendí a agrupar analíticamente en los “viejos vecinos”, donde se inscribían aquellos que habían llegado durante los dos primeros años del barrio; y los “nuevos vecinos” donde, por descarte y sin autoadscripción, quedaban incluidos todos aquellos habitantes que se habían asentado durante los años subsiguientes.4 En ese entonces, el principal reclamo que circulaba era de los viejos a los nuevos, denunciando que éstos últimos no conocían “la historia” del barrio y no “cuidaban” la luz o, como supo expresar una vecina en una de las discusiones suscitadas a raíz de los cortes: “No saben todo lo que nosotros trabajamos y luchamos para que esto sea un barrio, por eso hacen lo que se les viene en ganas”. Aún recuerdo la cara de indignación de Yaneth, una vieja vecina cochabambina, comentándole a dos investigadoras que visitaban el barrio sobre la “mala utilización” que estos nuevos vecinos hacían de los servicios y de cómo las casas ahora se habían llenado de lavarropas, microondas, máquinas de costura y hasta ¡aires acondicionados! “¿Saben que el transformador siempre salta por la mañana? ¡Es porque todas lavan su ropa a esa hora!”, les había enfatizado con una mezcla de enfado y preocupación.
Pueblos Unidos se abastecía de energía eléctrica a través de un único transformador que había sido instalado a principios del año 2010, es decir, un año y meses después de que las primeras familias se asentaran allí. En un inicio, para mí, la cuestión que condensaban los conflictos resultaba clara: habían pasado cinco años desde la instalación del transformador y la cantidad de habitantes, desde entonces, se había triplicado, sumado que las viviendas ya se habían afianzado y muchas familias habían comenzado a equiparlas, como señalaba Yaneth, con electrodomésticos diversos. Sin embargo, ésta no era una hipótesis que operara tan lineal y simplificadamente en el barrio. Las disputas presentes en torno a la luz entrelazaban, en los discursos, memorias compuestas por una serie de eventos particulares que retrotraían a esa temporalidad histórica de “cómo” se había hecho el barrio.
En ello, numerosos viejos vecinos y vecinas supieron aludir a una línea temporal de eventos similares. A su vez, las situaciones de enunciación donde afloraban esas memorias históricas solían tener un factor común: la presencia y curiosidad suscitada por personajes externos al barrio, desde militantes sociales a grupos universitarios, funcionarios públicos, voluntarios de ONG e investigadores sociales.
Una de las primeras situaciones de campo que registré en el barrio resultó debeladora en ese sentido. Se trataba de la visita de una cátedra de arquitectura especializada en problemáticas de hábitat y vivienda popular, que incluso había acompañado desde los primeros años a los vecinos y vecinas, asesorándolos sobre el diseño y diagramación de las viviendas y espacios comunes. Un convoy de más de 100 estudiantes y docentes se reunieron frente a la guardería, donde también funcionaba el salón comunal, y donde los aguardaban cinco vecinas junto a dos militantes de UniDHos - organización social local que también los venía acompañando desde el inicio. “¿Cuándo llegaron al barrio?”, “¿cómo se organizaron al principio?”, “¿cómo consiguieron la luz y el agua?”, “¿todavía se juntan en asambleas?”, las interrogaron algunos docentes y estudiantes demostrando curiosidad al respecto. Esas preguntas, que ya en su formulación remitían a un interés por el pasado, comenzaron a hilvanar historias personales y familiares con eventos colectivos y barriales. Todas las mujeres presentes - excepto las militantes de UniDHos - eran migrantes bolivianas, e iniciaron sus relatos con eventos vinculados a su migración y sus circunstancias habitacionales previas: la llegada a Córdoba junto a sus familias, los primeros tiempos habitando casas de alquiler en barrios periféricos o en las quintas o cortaderos de ladrillo donde trabajaban; la noticia de que había gente agarrándose lotes cerca de Hogar 3 (barrio colindante con alto porcentaje de población migrante); las primeras impresiones de que esas tierras eran puro monte y yuyo; el esfuerzo de ir limpiándolas, sacando la basura, rellenando con tierra limpia; la ocupación efectiva en las casas de maderitas y el esfuerzo de ir juntando dinero para empezar con las casas de material noble; los largos procesos de autoconstrucción que las familias emprendían los fines de semana; la llegada de hijos o padres que habían quedado en Bolivia o el nacimiento de nuevos integrantes. Doña Herminia Mamani, vecina boliviana que había llegado al barrio junto a su pareja y sus tres hijos a los pocos meses de iniciada la ocupación, aludió también en su relato a eventos colectivos que habían comenzado a desplegarse en esos primeros tiempos: las asambleas que organizaban los fines de semana, la recaudación de dinero para contratar camiones que se llevaran la basura o para trazar las calles, la elaboración comunitaria de comida para las largas jornadas de trabajo. Pero, evidentemente, uno de los asuntos más controversiales que sucedía en el presente de esas narraciones tenía que ver con la luz, ya que ella misma dedicó gran parte de su relato a describir el proceso colectivo a través del cual habían logrado su acceso: las numerosas cartas presentadas a EPEC (empresa abastecedora del servicio de energía eléctrica en la provincia de Córdoba), los intentos fallidos de reunión con directivos y funcionarios públicos, hasta el prolongado corte de la ruta nacional 36 que colinda con el barrio y conduce al único basural de la ciudad. Aunque no fue definido por ella como “piquete”, resaltó que esta acción había funcionado por su masiva convocatoria, contando con la presencia de casi todos los vecinos y vecinas, los militantes de UniDHos y hasta las características cubiertas humeantes. Lo que parecía quedar claro en el discurso de Doña Herminia, interpelado por los intereses de los universitarios presentes, era que el corte de ruta del 2010 - sustentado en la participación y organización de los vecinos - había resultado en - es decir, conseguido - el ansiado encuentro con funcionarios públicos donde, finalmente, ellos y ellas habían podido negociar la instalación del transformador de energía eléctrica. La efectividad de esta acción parecía radicar en una imagen que ella misma rememoró y que volvería a escuchar en otras ocasiones: la larga fila de camiones de basura estacionados al costado del asfalto, aguardando el desbloqueo de la ruta para descargar los residuos de la ciudad.
Los conflictos presentes por la luz y la recurrencia de estos relatos del pasado frente a interlocutores externos conllevaron la necesidad de conocer y dimensionar, por un lado, la estructura organizativa a la que referían estas experiencias. Algo que la Pastora, una vieja vecina sucreña popularmente conocida por su involucramiento y compromiso con los asuntos barriales, supo reconstruir con lujo de detalle en una actividad organizada por dos militantes sociales de otra organización cordobesa, interesadas en conocer y revalorizar la historia organizativa barrial. En esa ocasión, y frente a un grupo de diez mujeres del barrio - reuniendo a viejas y nuevas vecinas - la Pastora se dispuso, con seriedad y orgullo, a describir esa organización durante los tiempos de la toma. Según su relato, el barrio había estado dividido en tres sectores demarcados espacialmente, y cada sector se correspondía con distintas comunidades: peruanos, bolivianos y paraguayos - fue posterior que empezaron a llegar los criollos, como les llamaba a los argentinos. Una vez al mes se realizaba una asamblea general de todo el barrio, mientras que una vez a la semana se hacían asambleas en cada sector. Según los recuerdos de la Pastora, en ellas se discutían los asuntos pertinentes a la construcción del barrio: el trazado y la delimitación de los lotes y manzanas, la adjudicación / ocupación / venta de terrenos, la condición de uso del suelo (condensado en las disputas con la municipalidad por la contaminación del ex basural), los reclamos para acceder a la luz y al agua, las instalaciones para que cada vivienda tuviera acceso a ellos. Cada sector tenía, a su vez, un delegado por cuadra que se encargaba de sociabilizar y operativizar la información de lo que se resolvía en las asambleas, y un tesorero que se encargaba de recaudar y administrar el dinero de los gastos comunes. La Pastora había sido delegada de su cuadra y tesorera de su sector, y recordó sus recorridos, casa por casa, juntando el dinero para pagar, por ejemplo, los camiones que abrirían las calles o el cableado necesario para hacer las conexiones domiciliarias de luz. También remarcó la unión que existía entre vecinos y vecinas, colaborando en diferentes etapas de limpieza de los lotes particulares y en la construcción de las viviendas familiares, tales como los cimientos o la carga de losa de los techos. “Esto antes era puro monte, yuyos y basura. Todo lo que ustedes ven ahora salió de nuestros bolsillos, de nuestro trabajo y porque trabajamos juntos”, expresó frente a sus interlocutoras, queriendo enfatizar el protagonismo, el esfuerzo físico y económico, y la solidaridad de los vecinos y vecinas puestos no sólo en tener una vivienda, sino también en construir espacios urbanos similares a los barrios formales.
Asimismo, otra de las dimensiones que traían estas experiencias históricas tenía que ver con aquello que los vecinos y vecinas, e incluso los militantes de UniDHos, recordaban como la lucha por los servicios.5 Así como el acceso a la luz había sido alcanzado a través de un masivo corte de ruta, el acceso al agua había sido posible gracias a la instalación de una olla popular en pleno centro de la ciudad. Respecto a ese evento, éste ya me había sido mencionado por varios viejos vecinos y vecinas durante conversaciones informales, pero el relato más minucioso provino de Clara, militante de unos 55 años de edad y una de las principales referentes de UniDHos en el barrio. Durante una larga entrevista que realizamos en mayo de 2015, expresó:
“En ese momento había mucho repudio de la gente del barrio al gobierno porque no nos querían dar el agua, la luz, ni nada. Entonces decidimos irnos al Ministerio de Obras Públicas de la Provincia 6 a plantear el tema del agua. Presentamos una nota, no nos recibían, fuimos a pedir una audiencia, no nos dieron bola. Entonces decidimos hacer una olla popular en el frente del ministerio, ahí en Humberto Primo y Cañada. No sabes lo que fue eso, todos los vecinos estaban ahí, había una gran olla, entraron a hacer fuego, nosotros pusimos nuestro parlante con el micrófono y nuestras banderas y entramos a hacer ruido… Fue increíble estar ahí con toda la gente del barrio, en plena calle, frente al ministerio… recién ahí nos recibieron”.
El relato de Clara, cargado de fascinación y regocijo, prosiguió con el detalle de las discusiones políticas que se dieron con los secretarios y ministros (de quienes recordaba hasta sus nombres) e incluso el involucramiento de concejales municipales de turno que se habían involucrado en las negociaciones, hasta que lograron alcanzar, en junio de 2010, la instalación de 28 tanques de agua y picos comunitarios como medida transitoria hasta la extensión de red que realizaría la empresa privada concesionaria del servicio en la ciudad.
El protagonismo de Clara y Juan, su pareja y otro importante referente de UniDHos, era recordado y reconocido por muchos vecinos y vecinas como un elemento fundamental en la conquista de estos bienes urbanos. Quizás porque, como plantea Perissinotti (2019: 66) para el mismo caso de estudio, brindó los conocimientos adquiridos en otras experiencias políticas vinculadas a sus propias trayectorias de militancia local (contactos de lugares, personas, oficinas, instituciones) para la expresión de nuevos procesos y demandas, como había sido la lucha por la luz y el agua en Pueblos Unidos. Sin embargo, nuevamente, estos relatos parecían querer mostrar (principalmente a un público externo y a los nuevos vecinos) un pasado de organización, participación y solidaridad vecinal, donde las disputas y conflictos no se daban hacia el interior del barrio sino con el Estado - en sus diversas dimensiones, representantes y dependencias - y con las empresas abastecedoras que no reconocía su necesidad de vivir allí.
Estas narrativas del tiempo de la toma encuentran correspondencias con la noción de “tiempo histórico” que plantea Sian Lazar (2015). Por un lado, porque configuraban relatos que involucraban un “sentido lineal del tiempo”, una temporalidad que mira hacia atrás, al pasado, y que “no fluye suavemente sino que es puntuada por acontecimientos, épocas y personajes icónicos” (2015: 298). El corte de ruta como un evento concreto, la toma como un período pasado, los vecinos unidos y organizados - y acompañados por Clara y Juan - como un colectivo protagonista, se convertían en claras referencias del flujo narrativo puntuado y fragmentado de esa temporalidad histórica.
Si algo resaltaban estas narrativas históricas co-producidas era que Pueblos Unidos se había construido con trabajo y lucha, acciones colectivas y organizativas que, rememoradas con épica y en claro conflicto con la gestión política de la ciudad, habían posibilitado las rupturas y transformaciones claves en el pasaje - y paisaje - de la toma al barrio. Sin esas experiencias, esa tierra declarada “inhabitable” por el Estado no hubiera podido tornarse en un lugar “habitable” para todas estas familias. Haciendo a un pasado - a un tiempo histórico - que, para quienes habían participado en la toma, el resto debía (re)conocer.
Tiempo ordinario, tiempo del barrio: sobre cómo sostener la vida urbana
Siguiendo la propuesta de Lazar (2015), a diferencia del tiempo histórico, cuyas narrativas se construyen a partir de la aclamación y el reconocimiento de “acontecimientos” puntuados, el tiempo ordinario responde a sucesos que discurren en el cotidiano. Para la autora, se trata de la temporalidad mundana y repetitiva de la vida política, en la cual no aparece, a simple vista, una resolución a un conflicto o problema determinado: es el estado de protesta y/o negociación permanente (2015: 308). Pero, ¿por qué habitar Pueblos Unidos podría ser experimentado bajo esa temporalidad de movilización constante?
En el barrio, los eventos que hacían a ese tiempo común no aparecían de manera tan explícita en las conversaciones de vecinos y vecinas ni tampoco eran fáciles de reconocer en su acompañar cotidiano. Primero, porque la vida política ya no contaba con el histórico espacio-tiempo de las asambleas ni mostraba la estructura organizativa visible y masiva que componían sectores, delegados y tesoreros durante la toma. Las acciones colectivas surgían, intermitentemente, disparadas por vicisitudes y necesidades cotidianas, enredadas en otras dimensiones de la cotidianeidad como las economías domésticas, los trabajos, la construcción de las viviendas, el cuidado y la escolaridad de los hijos, las actividades de esparcimiento, las festividades. Dicho de otro modo, en el tiempo ordinario las instancias de lo “colectivo” parecían “deshacerse” (Manzano 2011). Segundo, porque su carácter mundano imprimía a esa temporalidad un tinte de normalidad y repetición, que incluso denotaba hasta cierta fatiga en sus habitantes.
Diversas situaciones que se fueron suscitando en torno a los recurrentes cortes de luz en el barrio, me permitieron ir identificando algunos hilos de esa rítmica. Sin embargo, para abordarlas, es necesario antes tener en cuenta las condiciones estructurales en las que se había habilitado dicho servicio: debido a la declaración municipal de “inhabitabilidad” de esas tierras, el acceso a la luz y al agua había sido formalmente enmarcado en “razones humanitarias”. En la práctica esto había significado, por un lado, que la empresa sólo se responsabilizara de instalar el transformador y extender el cableado por la calle que separa a Pueblos Unidos del barrio colindante. Luego, como recuperaban las narrativas históricas, fueron los mismos vecinos quienes compraron y colocaron los postes y el cableado necesario para las instalaciones domésticas. Por el otro, esta carátula había significado que el servicio no se suministrara de manera “regular”. En otras palabras, los vecinos y vecinas no eran reconocidos como “clientes” por parte de las empresas reguladoras a través del correspondiente medidor y factura y, como consecuencia, no abonaban por el consumo de los servicios.7
La informalidad e irregularidad de esa relación era un asunto del presente que, lejos de quedar resuelto con la conquista de los servicios durante la toma, continuaba movilizando acciones en el barrio. Acciones que, de manera intermitente, podían sucederse en pos de:
1)que no “salte” el transformador: teniendo que ir una pequeña comitiva de vecinos a hablar con el inquilino de un local (vecino de un barrio contiguo) que había puesto una carnicería con cámara frigorífica, heladeras y sierra corta carne: - “claro, porque como acá no pagamos la luz rapidito se aprovechan y hacen su negocio”, se quejaba una vecina. La negativa del inquilino a disminuir el consumo de energía derivó, luego de una gran discusión, en que los vecinos decidieran mandar a un electricista para que directamente le desconectara la bajada de luz al local, desencadenando un gran revuelo. O cuando un grupo de vecinos fueron a pedirle a Clara si podía ir a hablar con los propietarios de una nueva vivienda donde se rumoreaba que funcionaba un taller textil. Instando a su rol como referente barrial, el pedido se orientaba a que ella “los hiciera entrar en razón” sobre cómo el consumo excesivo de sus máquinas terminaba perjudicándolos a todos.
2)que arreglen el transformador: tras todo el fin de semana sin luz y sin obtener respuestas a los reclamos que hacían telefónicamente a EPEC, cinco viejas vecinas comenzaron a hacer un gran despliegue una mañana de lunes. Se dividieron por manzanas y empezaron a convocar a vecinos, casa por casa, para hacer un corte de ruta. Dos de ellas se dirigieron a la sede de UniDHos para extender el llamado por el viejo parlante, que había sido instalado durante la toma. Una vez reunido un grupo de 15 personas, enfilaron para la ruta con cubiertas en los brazos. Lograron cortar media calzada hasta que, cinco horas después, apareció el camión de EPEC para reparar el transformador y reestablecer el servicio, como ya había ocurrido (y ocurriría) en otras ocasiones;
3)solicitar un nuevo transformador: en los resultados infructuosos de la reunión que un grupo de vecinos, acompañados por militantes de UniDHos, lograron obtener con funcionarios municipales y provinciales para gestionar la instalación de un nuevo transformador para el barrio. Tras el envío de notas y consecuentes llamados telefónicos, una vez concretado el encuentro, uno de los funcionarios expresó que comprendía sus necesidades pero que ellos no podían hacer nada: “ustedes no pueden vivir ahí y lo saben”, sentenció. Luego de una ferviente discusión sobre los viejos análisis de suelo, la contaminación y la falta de soluciones al respecto, otro funcionario afirmó que si no se resolvía el tema de la tierra ninguna empresa correría riesgos para hacer la instalación.
En Pueblos Unidos, la “luz”, representada materialmente por el “transformador”, más que como un bien o servicio público era entendida, en términos de David Harvey, como un “bien común”: una “relación social inestable y maleable entre cierto grupo social autodefinido y los aspectos de su entorno social y/o físico, existentes o por ser creados, considerados sustanciales para su vida y persistencia” (Harvey 2013: 116). Los viejos vecinos y vecinas veían en ese servicio un proceso de comunalización resultado del trabajo y la lucha colectiva, y de la trama de relaciones sociales que habían sido instauradas como resultado de ello: entre estos bienes y los vecinos, entre ellos y los militantes sociales, entre todos ellos y funcionarios púbicos. Las acciones y relaciones que operaban en las escenas relatadas tienen justamente que ver con esa dimensión mundana y comunitaria de cómo, en el presente, se continuaba sosteniendo la vida en el barrio. Ir a “hablar” con un vecino para que entre en razón sobre el uso de la luz o “pedirle” a una militante que interceda en ello; “salir” a convocar vecinos para “reclamar” el arreglo del transformador; “cortar” la ruta, “(ex)poner” sus cuerpos en la calle, para que efectivamente venga el camión de EPEC; “presentar” una nota en un ministerio público para “solicitar” la instalación de un nuevo transformador, “discutir” con ministros y secretarios de turno respecto de sus necesidades y su legitimidad para vivir allí. Todas acciones socialmente necesarias y necesariamente colectivas - tal como propone Fernández Álvarez en relación a lo que denomina “hacer juntos/as” (2015) - que demandaban participación y compromiso comunitario.
A diferencia de las narrativas históricas, que según Lazar (2015) se construyen en actos de aclamación de determinados hechos por sobre otros en una única trama, las experiencias del tiempo ordinario se desplegaban en prácticas repetitivas, desgastantes, controversiales, impregnadas de contingencias y fracasos, que parecían no generar ningún tipo de resolución concreta (aunque, con el tiempo, todas serían fundamentales para la obtención definitiva de un segundo transformador). Incluso, ponían de manifiesto los controversiales intereses y proyectos implicados en el presente del habitar: la necesidad habitacional común aclamada en relación a los inicios de la toma era interpelada por emprendimientos laborales familiares (como la instalación de un taller textil o de un comercio) o por proyectos inmobiliarios individuales (en el alquiler y venta de viviendas y locales). Sin embargo, este tipo de controversias que tensionaban lo individual y lo colectivo no eran excluyentes del tiempo ordinario y presente. En encuentros más íntimos con viejos vecinos y con militantes de UniDhos, me fueron narrados numerosos conflictos que se desataron durante esos primeros tiempos de la toma, como por ejemplo la venta y comercialización de lotes por parte de vecinos, la mal utilización o el robo de dinero por parte de delegados o tesoreros, incluso discusiones y enfrentamientos con militantes de UniDHos.8 La unión, participación y solidaridad vecinal que intentaban resaltar las memorias del tiempo histórico, y el olvido frente a determinados públicos de estas disputas pasadas, se contraponían a ese tiempo ordinario que parecía estar centrado en esas tensiones internas.
Así, el análisis de las diferentes experiencias del tiempo en Pueblos Unidos podía revelar algunas cuestiones no dichas en el reclamo de los viejos vecinos a los nuevos: conocer la historia del barrio significaba, además de valorar todo el trabajo y la lucha desplegada por ellos y ellas en su construcción, hacer manifiestas las tramas de relaciones que hacían a las condiciones y posibilidades de “tener luz” en Pueblos Unidos. Es decir: re-conocer el valor que ese servicio público tenía en tanto bien común y bien colectivamente producido. “Cuidarla” implicaba sostener ese frágil equilibrio entre su acceso y su consumo, entre la informalización y la comunalización.
Sólo los viejos vecinos y vecinas, quienes continuaban siendo sus principales propulsores, podían ubicar estas experiencias en perspectiva, como parte de un proceso más largo de construcción del barrio. Ellos y ellas mostraban a través de sus acciones que, aunque de forma diferente a como era rememorada la organización y la lucha durante los tiempos de la toma, el hacer político continuaba. Continuaba porque aún seguía siendo necesario para sostener sus vidas en la ciudad.
Futuros, sobre el ser reconocidos
Un mediodía de octubre de 2015 pasé a visitar a Luis, un viejo vecino peruano que vivía al lado de la sede de UniDHos. Lo encontré con la puerta abierta y limpiando los pisos del único cuarto que conformaba su vivienda. Sin poder ocultar mi emoción, le conté que Clara había logrado coordinar una reunión con un directivo de EPEC para pedir sin mediaciones el nuevo transformador.
“- Ah, mirá qué bien - me respondió sin demostrar ninguna motivación.
- ¿Vas a ir? - le pregunté.
- No sé, ya veré - y se quedó en silencio. Es que no sé: no sé si estoy de acuerdo con pedir otro transformador.”
Al ver mi asombro me explicó que él no quería menospreciar el trabajo que hacían Clara y los otros vecinos, porque entendía eso que decía ella de que “es un derecho, tienes que pedirlo”. Pero que para él era mejor si directamente se organizaban “entre vecinos”.
“- Yo le dije a la Clara que por qué no comprábamos entre todos el transformador, así sale de nuestros propios bolsillos, como hicimos con las calles - propuso Luis.
- Es que no sé si pueden comprarlo - le respondí, algo desconcertada con la idea.
- Eso mismo me dijo ella, que era imposible, que por leyes no podemos y que si pudiéramos tampoco llegaríamos a pagarlo porque sale mucho…”
La “organización” que proponía Luis explicitaba gran parte de la trama relacional que movilizaba las diversas acciones que yo venía acompañando en el tiempo ordinario del barrio. Él estaba de acuerdo con los fines: mejorar el acceso a la energía eléctrica instalando un nuevo transformador; pero no del todo con los medios. Para Luis, la organización no debía construirse en torno a una demanda al Estado sino en la autoproducción.
En su argumento, este vecino daba cuenta de dos aspectos fundamentales que continuaban atravesando los procesos de urbanización de Pueblos Unidos y que aún resultaban troncales en sus posibilidades de transformación a futuro. Por un lado, la relación históricamente conflictiva, inestable y contradictoria con el Estado, en sus distintos niveles y gestiones: Luis sabía perfectamente que barrios como el suyo no eran prioritarios en las agendas públicas, ni de la municipalidad ni de la provincia. Por el otro, y en íntima relación con ello, que eran sus habitantes quienes en la práctica eran los principales productores y reguladores de sus espacios habitados.
En su estudio sobre política popular, Patha Chatterjee (2011) sostiene que, en sociedades de ciudadanía precarias, las poblaciones excluidas del imaginario universalista de “sociedad civil” participan de ellas como “sociedad política”. Es en las relaciones, inestables pero efectivas, entre los gobiernos y las poblaciones, entre los que gobiernan y los “gobernados”, que éstos últimos “están diciendo la forma en la que quieren ser gobernados” (Chatterjee 2011: 202). Poniendo la experiencia de Pueblos Unidos a la luz de estos señalamientos observamos que, sea para “reclamarle al gobierno” la instalación de un nuevo transformador - como planteaba Clara y otros vecinos - o para “comprarlo ellos” - como argumentaba Luis - aún resultaba necesario el hacer político. Tanto la organización colectiva entre vecinos como la construcción de relaciones con organizaciones sociales, funcionarios públicos o empleados de las empresas privadas concesionarias de los servicios urbanos, eran sustanciales para producir no solo lugares donde vivir, sino, sobre todo, lugares legítimos para habitar.
“Para mí sí es importante que nos organicemos”, continuó diciéndome Luis ese mediodía en su casa, “pero no para pedir otro transformador, sino para que el barrio se reconozca y poder solicitar que nos pongan medidores, así ya estarían más seguras mis cosas”. El reclamo colectivo futuro para Luis, o la solicitud en sus propias palabras, tenía que estar orientado a tornar su barrio legítimo. Legitimidad que en la vida urbana, como bien sabía él, no llega a ser alcanzada con el mero acceso a los servicios públicos, sino en el reconocimiento de sus habitantes como usuarios, como consumidores con una residencia y un medidor propio. El lenguaje de los derechos que trazaba los posicionamientos de Clara, con su larga trayectoria de militancia local, contrastaba con el de estos habitantes migrantes que veían en la autogestión el único camino para dejar de ser ciudadanos de segunda, subsidiados, y ejercer su “derecho a la ciudad” en un sentido pleno.
Los anhelos y las esperanzas por ser reconocidos en Pueblos Unidos permitían imaginar alternativas a la invisibilidad, la irregularidad y la informalidad que signaba sus condiciones y posibilidades de construir lugares donde vivir en la ciudad. Y en ello, tal como mostraban las experiencias del tiempo histórico, la participación popular y el organizar-se eran el camino.
Habitar barrios informalizados: entre rupturas, continuidades y transformaciones
El interés por abordar las experiencias sociales del tiempo en el proceso de urbanización de Pueblos Unidos surge tanto de una fidelidad a las experiencias de campo como a un desplazamiento analítico y conceptual necesario para poder conocer el habitar en Pueblos Unidos “después de” los tiempos de la toma.9
El tiempo histórico aparece en esa trama presente, como un relato lineal y puntuado de acontecimientos que remarcan el hacer político de sus habitantes implicado en la producción de sus espacios habitados. El énfasis que asume tiene justamente que ver con que éste perdura en el tiempo ordinario más allá de las conquistas - materiales y espaciales - que se alcanzan en el tiempo (experimentado y aclamado como) histórico. La victoria de haber conseguido con trabajo y lucha la infraestructura material - como el transformador - no alcanza a la hora de garantizar el acceso a un bien público - como la luz. Para tener luz, es necesario que los vecinos y vecinas de Pueblos Unidos continúen desplegando esas acciones políticas intermitentes, contradictorias y parciales insertas en los tiempos ordinarios del habitar de Pueblos Unidos. En otras palabras, el hacer político continúa, y continúa porque sigue siendo necesario. De allí el valor social que encierra el tiempo histórico en las narrativas barriales, tanto para sostener sus vidas cotidianas como para transformarlas. El tiempo histórico puede ser pensado, entonces, como un recurso político.
Las distintas experiencias del tiempo, leídas desde los aportes de Lazar (2015), nos permiten atender a las múltiples relaciones de interdependencia que se hacen y deshacen en los procesos de urbanización popular, y en las inestabilidades implicadas en el sostenimiento de las mismas. Quizás no sean las acciones políticas y colectivas predominantes en las narrativas sociales y sociológicas de estos lugares urbanos. Sin embargo, el dotarlas de densidad temporal permite dar cuenta de que las dimensiones espaciales en estos territorios no tienen sólo que ver con las transformaciones materiales implicadas en su urbanización (construcción de casas, instalación a servicios, trazado de calles y espacios públicos), sino también con la trama de relaciones sociales que posibilitan el sostener sus vidas cotidianas e imaginar allí (otros) futuros.