Introducción
En este artículo1 reconstruimos el camino recorrido entre 2015 y 2020 por las aproximadamente 80 familias que residen en un inmueble recuperado ubicado al sudeste de la Ciudad de Buenos Aires, en un barrio desindustrializado que presenta indicios de renovación urbana.2 Dichas familias forman parte de los sectores populares que carecen de los recursos para acceder a una vivienda a través de los mecanismos del mercado formal, y que han logrado construir un hábitat al margen de ese mercado: ¿cubrieron sus necesidades habitacionales de manera individual y aislada como lo sugiere la concepción de ciudadanía liberal? ¿conciben a ese hábitat en términos de un derecho jurídico? ¿se auto-perciben a sí mismos como ciudadanos?
En la Ciudad de Buenos Aires, los estudios sobre políticas de vivienda y derecho al hábitat no se han puesto mayormente en diálogo con la temática de la construcción de ciudadanía. En la línea abierta por Holston (2008), Nuijten (2013) y Neveu (2005), quienes han investigado en esa línea en San Pablo, Recife y París, este escrito entrecruza ambas problemáticas.
Partimos de la premisa de que una “definición mínima” de la ciudadanía involucra las dos dimensiones medulares identificadas por Marshall y Bottomore (1998 [1950]): posesión de derechos y obligaciones y pertenencia a una comunidad política. Los derechos y obligaciones corresponden a las relaciones “verticales” que los sujetos entablan con el Estado mientras que la segunda dimensión reenvía a las relaciones horizontales que los conciudadanos establecen entre sí como miembros de una misma comunidad política (Neveu 2005). La comunidad política a la que aludía Marshall era el Estado nacional. Empero, hoy en día la ciudad de residencia suele ser tan relevante como la nación de pertenencia: son múltiples los autores que aluden a la diversificación de las escalas de ejercicio de la ciudadanía (Lazar 2013; Neveu 2005; Purcell 2003).
En cuanto a los derechos, recuperamos estudios que exploran los distintos tipos de lenguajes a los que apelan los sujetos para reclamar acceso a recursos variados - documentos de identidad, créditos hipotecarios, puestos de trabajo, medicamentos, alimentos u otros - así como las argumentaciones que sustenten dichos reclamos tales como la necesidad, la condición de contribuyente (Holston 2008), la invocación de lazos personales (da Matta 1984), biológicos o de parentesco (Jelin 2010: 183), y la existencia de leyes y documentos jurídicos (Holston 2008; Stack 2013; Wanderley 2009).
Identificamos aquí un primer período en el que predominó entre los pobladores del edificio “la lógica de la necesidad” y el desarrollo de acciones horizontales tendientes a tornar habitable un inmueble que había permanecido clausurado durante años (Thomasz y Boroccioni 2018). Y un segundo momento en el que, a raíz del juicio de desalojo iniciado contra ellos en 2010, fue emergiendo el lenguaje de los derechos y una autopercepción de sí mismos en términos de ciudadanía, en un movimiento que reenvía al desplazamiento de lo que Holston (2008) denomina la “ciudadanía diferenciada” por la “ciudadanía insurgente”. Destacamos el papel cumplido en esa transición por ciertos organismos de defensa de los derechos humanos que asesoran a los pobladores. Remarcamos el rol diferencial cumplido por las dos instituciones sociales creadas por los pobladores: la Comisión Vecinal - conformada en la primera etapa - y la Cooperativa de Vivienda - formada en el segundo período.
En lo que a la temática del habitar se refiere, recuperamos aportes de Giglia (2012), quien ha elaborado una teoría antropológica sobre el habitar que concatena aportes de la filosofía y la sociología reflexiva de Pierre Bourdieu.
En términos metodológicos, el escrito se sustenta en la labor de investigación etnográfica y extensión universitaria desarrollada entre 2015 y 2020 junto a los núcleos familiares que residen en un inmueble al que ellos mismos recuperaron y convirtieron en su hogar. Documentamos en profundidad las representaciones y acciones que desarrollaron para acondicionarlo y enfrentar el juicio de desalojo. El trabajo efectuado se distancia de las pesquisas etnográficas convencionales por cuanto combinó iniciativas propias del campo de la investigación, la extensión universitaria y lo que Segato (2015) denomina la “antropología litigante”,3 no pudiendo ser fácilmente encasillado en ninguna de ellas. Además de entrevistas y actividades de observación participante, elaboramos informes cualitativos que fueron presentados ante organismos públicos (un Juzgado Nacional, el Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires y otras) con el objeto de contribuir a resguardar el derecho a la vivienda de los pobladores. Participamos de instancias jurídicas formales tales como audiencias públicas en tribunales y mediaciones en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, de las asambleas que se realizan en forma periódica en el edificio, movilizaciones y otras actividades tales como radios abiertas. Como lo indicamos en otro trabajo (Thomasz 2022), la vigilancia epistemológica y el ejercicio de la reflexividad (Bourdieu y Wacquant 1995) son instancias insoslayables para quienes desarrollamos investigaciones junto a otras prácticas profesionales que nos interpelan desde diversas dimensiones - académicas, éticas, políticas.
Ciudadanía, lenguajes y derechos
La problemática de la construcción de ciudadanía se encuentra hoy firmemente instalada en las ciencias sociales y humanas. El fin del mundo bipolar, el proceso de globalización, la instauración de modernas democracias liberales en nuevas regiones contribuyeron a que los estudios sobre el acceso a derechos de ciudadanía se multiplicaran. Algunas pesquisas recientes (Holston 2008; Wanderley 2009) permiten vislumbrar que no todos los sectores sociales se perciben a sí mismos como “sujetos de derechos” ni encuadran sus reclamos en los cánones jurídico-político oficiales. En efecto, pueden demandar al Estado el acceso a bienes o prestaciones sin conceptualizarlos en términos de derechos y sin auto-concebirse a sí mismos como ciudadanos. Las de derecho al trabajo, derecho a la identidad, derecho al hábitat y la vivienda - por citar algunos ejemplos - constituyen en efecto expresiones altamente codificadas que lejos están de ser naturales. Los “derechos” son en realidad construcciones sociales e históricas muy complejas cuyas concepciones se transforman con el tiempo. No son otra cosa más que valores sociales particulares que adquieren legitimidad y que en cierto momento, son dotados también de legalidad, generalmente como resultado de luchas y conflictos. Conforme los valores y la cosmovisión de una sociedad se modifican, se van modificando también los derechos jurídicos. Ya en sus observaciones sobre la revolución francesa y la crítica a los derechos del hombre y del ciudadano, Marx (2008) polemizaba con los teóricos del derecho natural destacando el carácter arbitrario de los derechos y su naturaleza social. Para él, la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad eran valores particulares que la naciente burguesía proyectaba etnocéntricamente a toda la sociedad a fin de salvaguardar sus intereses de clase.
Por su parte, Wallerstein (2003) reconstruye el proceso por el cual, en Francia, sectores sociales excluidos de la condición de ciudadanía (trabajadores, mujeres y negros) fueron desde fines del siglo XVIII demandado su inclusión y recodificando sus reclamos en términos de derechos específicos.
En el contexto latinoamericano, se destacan los estudios recientes de Holston (2008) y Wanderley (2009). Wanderley examina las interacciones de la población boliviana con las oficinas públicas responsables de extender documentos de identidad nacional. Si los derechos reconocidos de jure en códigos y documentos jurídicos predican la igualdad de todos ante la ley, no todas las personas detentan las mismas capacidades para adquirirlos de facto (es decir, en la práctica concreta). Pone de relieve cómo sus diversas adscripciones - el género, la pertenencia étnica, la clase social - condicionan el acceso a derechos. La vestimenta, el color de la piel, las formas de expresarse hacen que las mujeres de ascendencia indígena provenientes de ámbitos rurales que lucen sombrero, pollera y trenzas sean habitualmente maltratadas en las oficinas públicas, y que las gestiones para obtener la documentación demoren en su caso más tiempo o se trunquen. El ser varón, vestir corbata y hablar correcto español suele ser interpretado en cambio como símbolo de un status superior, garantizar buen trato y agilizar su tramitación (Wanderley 2009: 68-73).
La autora explora además las tácticas que son desplegadas cuando las personas experimentan subordinación ante los agentes estatales (Wanderley 2009: 73-74). La súplica es la principal táctica observable cuando los individuos “aceptan” no ser tratados como iguales, no utilizando el discurso de derechos para la obtención del carné de identidad ni exigiendo la aplicación de normas para todas las personas por igual (Wanderley 2009: 73). La súplica contrasta con el sentimiento de empoderamiento que pueden experimentar esos mismos sujetos cuando actúan como miembros de organizaciones colectivas tales como sindicatos. Prevalecen allí otros recursos entre los que se destaca el ejercicio de presión de grupo, la movilización callejera, la búsqueda de “contactos” políticos o “conocidos” (Wanderley 2009: 76). Los mismos sujetos que demandan colectivamente al Estado bajo el lenguaje de los derechos, pueden así apelar a la súplica cuando actúan en forma aislada: es mucho lo que depende del contexto de acción.
Holston describe el proceso por el cual migrantes internos, al establecerse en espacios periféricos de la ciudad de San Pablo, fueron organizándose para asegurarse el acceso a infraestructura básica (agua potable, electricidad, centros de salud). Describe cómo los migrantes comenzaron a encuadrar sus necesidades en términos de derechos. No obstante, observa que la posesión de derechos podía ser atribuida tanto al texto de la Constitución como a criterios extrajurídicos. Es decir, a comportamientos individuales y/o criterios moralistas o meritocráticos que conciben los derechos como privilegios, como contraprestaciones derivadas de la condición de contribuyente (del pago de impuestos al fisco) o como merecidas retribuciones por la posesión de virtudes morales tales como ser un trabajador honesto o un buen padre de familia (Holston 2009: 61). El carácter restrictivo de éstas últimas compresiones contrasta con la argumentación que reconduce la posesión de derechos al texto de la Constitución, y que dio lugar al desarrollo de una “ciudadanía insurgente”. Se trata de una concepción contestataria ligada a la aparición de nuevas prácticas de movilización y lucha que contravienen patrones históricos de relacionamiento fuertemente arraigados en la sociedad brasileña, basados en la subordinación de los sectores populares a las clases dominantes (Holston 2008, 2009). Concepción que ancla los derechos en una base más sólida y democrática, concibiéndolos como una prerrogativa de ciudadanía general, independiente del status de los sujetos, no condicionada por atributos morales, económicos o de otra índole (Holston 2009: 61). La conciencia de que la existencia de jure de los derechos (su reconocimiento escrito en documentos jurídicos) no suele bastar para asegurar su aplicación de facto es otro rasgo definitorio del nuevo modelo, cuyo desarrollo se caracterizó además por el despliegue de acciones colectivas “insurgentes” para poder concretarlos.
Otras pesquisas sobre movimientos sociales ahondan en los lenguajes de otra naturaleza: cuestionando el positivismo y la epistemología objetivista que invisibiliza las emociones y los sentimientos, algunas académicas feministas (Abu-Lughod 1990; Pérez Sanz y Gregorio 2020) restituyen su valor para aprehender la racionalidad de las acciones colectivas. En una línea análoga, Fernández Álvarez (2011) y Señorans (2017) recuperan aportes de Fassin (2013) y Mauss (1979) para comprender los procesos políticos.
En escritos de la década de 1920, Mauss insistió en la importancia de aprehender al hombre en su totalidad y complejidad. Sugería entonces que la expresión de los sentimientos y emociones nunca es algo puramente biológico e individual. Argumentaba que fenómenos aparentemente psicológicos y subjetivos entre los que se destacan cierto tipo de suicidios, las técnicas del cuerpo y expresiones de dolor asociadas a rituales de duelo poseían una dimensión moral y colectiva. Anticipándose a los posteriores desarrollos de la antropología de las emociones, Mauss remarcaba que su dimensión social solo era más evidente en las situaciones rituales observables en las sociedades “primitivas”.
Fernández Álvarez (2011) y Señorans (2017) recuperan especialmente la propuesta maussiana de pensar las emociones como un lenguaje. Recuerdan que en el texto titulado “La expresión obligatoria de los sentimientos”, Mauss señalaba que los gritos, cantos y expresiones proferidas en rituales constituían lenguajes tan relevantes como las frases del lenguaje articulado convencional (Mauss 1979: 153). Retomando a Fassin (2013), Señorans destaca el estrecho vínculo existente entre emociones, valores morales y acción política. Asevera que la expresión de ciertas emociones en contextos de movilización política suele responder a evaluaciones morales acerca de lo que es considerado bueno o malo, justo e injusto, tolerable o intolerable (Señorans 2017: 79).
En lo que sigue, articulamos los aportes reseñados con el trabajo etnográfico referido al inicio.
La lenta y ardua construcción del habitar
En la Ciudad de Buenos Aires, el fenómeno de recuperación u “ocupación” de inmuebles ociosos 4 se generalizó con la apertura democrática posterior a la dictadura militar (1976-1983). Reconoció otro pico luego de la crisis socio-económica que tuvo lugar en Argentina a fines de 2001. Carman (2006) y Rodríguez (2005), que han estudiado en profundidad ese fenómeno, destacan la tendencia a criminalizar a los ocupantes que prevalecía entonces, así como la inexistencia de políticas públicas que lo reconocieran como una modalidad relevante del habitar popular y lo abordaran en su complejidad. Ante la falta de políticas, la ejecución de desalojos fue incrementándose. La entrega de un subsidio monetario durante sólo seis meses a la población expulsada sigue siendo prácticamente la única acción del Estado en esta materia. La Ley 341/00 de la Ciudad de Buenos Aires - a la que nos referiremos luego - es una excepción, ya que permite otorgar créditos hipotecarios para la adquisición de viviendas a población en situación de “emergencia habitacional”. Sin embargo, su aplicación efectiva ha sido muy limitada y errática y actualmente se encuentra desfinanciada.
La recuperación del edificio al que se aludió al comienzo constituye una expresión entre otras del fenómeno de ocupación de inmuebles vacíos. Se trata de una sólida edificación de seis plantas en la que funcionó la sede administrativa de una fábrica que cerró sus puertas a finales del decenio de 1990. Permaneció clausurada durante años, hasta que en los primeros años de 2000 fue reabierto por familias que necesitaban un lugar para vivir. Actualmente habitan allí casi 300 personas, de las cuales la cuarta parte son niñas, niños y adolescentes. Predominan los inmigrantes de Perú cuyos hijos han nacido en Argentina. La mayor parte son trabajadores informales que se desempeñan en el ramo de la construcción, el trabajo doméstico, la venta ambulante y otros.
La conversión del edificio en un hogar habitable fue producto de un dificultoso proceso. Quienes lo protagonizaron relatan que en el momento inicial el suministro de agua y electricidad se encontraban cortados. El interior del edificio estaba plagado de montículos de basura y tierra, insectos, reptiles y roedores. El aire era casi irrespirable y la absoluta oscuridad junto con la acumulación de residuos y excrementos, dificultaban los desplazamientos. Recuerdan que debieron retirar escombros y desechos en proceso de descomposición, despejar espacios para que circulara el aire e ingresara luz solar, y transportar con esfuerzo baldes de agua hasta los pisos superiores:
“En ese tiempo no había luz, no había agua, había muchos murciélagos, mucho excremento, mucho olor, arriba, abajo […].” [Entrevista abierta, junio 2016]
“Este edificio estaba para caerse […] estábamos en la oscuridad. A veces daba miedo. Ratas, estaba lleno señorita, ratas […] Hemos estado viviendo como cuatro o cinco meses sin luz y nada. Agua teníamos que traer de abajo.” [Entrevista abierta, mayo 2017]
De los testimonios se desprende que el proceso de recuperación del inmueble no se realizó bajo el “lenguaje de los derechos” (Holston 2008). No se registra una racionalización inicial de la propia conducta en términos de la adquisición de un derecho ni un encuadramiento dentro del campo de los derechos y obligaciones de ciudadanía. Cuando se refieren a los momentos iniciales, los pobladores destacan el esfuerzo, el sacrificio, el tiempo y las energías invertidas para transformar un lugar eminentemente hostil - que se había convertido en un nicho ecológico de insectos y animales - en un espacio habitable. Remarcan el esfuerzo realizado para humanizar un espacio cuyo uso resultaba riesgoso. Trabajo, dificultades, necesidades, sacrificio son los términos que reflejan el accionar predominante entonces. Más que la convicción de concretar derechos, fue la necesidad humana básica y existencial de procurarse un espacio para residir lo que subyació a los esfuerzos realizados.
Retomando a Giglia (2012), es posible señalar que el acto de residir fue transmutándose en una conducta más compleja vinculada al habitar. Para Giglia, se reside en el lugar en el que se realizan las funciones de reproducción social tales como descansar, asearse, alimentarse. Habitar es en cambio un proceso activo, complejo y multifacético. Remite a un fenómeno antropológico de continua humanización, domesticación, y modificación del entorno. Corresponde a un proceso cultural y dinámico a través del cual se atribuyen significados, valores simbólicos y puntos de referencia, así como normas y reglas de uso a un determinado espacio. Involucra así dimensiones subjetivas, simbólico-culturales, cognoscitivas, normativas y afectivas.
Si bien fue la resolución de algunas necesidades básicas que Giglia asocia al residir las que guiaron la recuperación del inmueble, paralelamente fueron surgiendo conductas más complejas que las trascendían orientadas a regular la convivencia, evitar conflictos y normar los usos del espacio (ya que éste no estaba sujeto a los mecanismos formales convencionales tales como reglamento de co-propiedad). Eligieron así representantes o “delegados” por piso, designaron a una persona para que vigilara la entrada del edificio y la seguridad, comenzaron a abonar una cuota mensual en concepto de expensas y conformaron una comisión vecinal. Esta última resguarda el orden interno, convoca a asambleas y pone en práctica mecanismos para sancionar a los que incumplen (pago de multas en dinero).
La de acondicionar el inmueble, “domesticar” el espacio (Giglia 2012) y reglamentar sus usos fue, según los testimonios, una labor horizontal en la que los diversos pobladores mancomunaron esfuerzos. Ese carácter colaborativo derivó luego en la conformación de una institución propia, la Comisión Vecinal. La recuperación del edificio constituyó al mismo tiempo un proceso endógeno, silencioso y en cierta manera “invisible” para el afuera, ya que no involucró mayores reclamos ante organismos de gobierno. En sintonía con lo que señalan otros estudios sobre inmuebles recuperados (Carman 2006), se vislumbra cierta tendencia a invisibilizar un comportamiento que, en aquel momento, aún era percibido por sus protagonistas en términos de un acto que rozaba la ilegalidad.
En síntesis, el trabajo social silencioso, colaborativo y horizontal para volver habitable el edificio fue distintivo del momento primigenio. La necesidad de residir - resignificada luego en términos de habitar - se resolvió a nivel micro local. Fue la “lógica de la necesidad” y los esfuerzos físicos realizados para “levantar” el edificio y volverlo habitable lo que caracterizó a esta primera etapa. El predominio de un lenguaje que destaca las emociones y sentimientos de cansancio, agotamiento, sacrificio, miedo e inseguridad es también característico de este período.
Del habitar al resistir
En 2010, el habitar en el inmueble entró en otra fase. De un grupo social ignorado por el Estado, los pobladores pasaron a ser categorizados como “intrusos” por el Poder Judicial de la Nación. En 2010, el inmueble fue adquirido en remate público por algunos inversores a un precio muy inferior a los valores de mercado predominantes entonces. Poco después, los adquirientes en subasta iniciaron el juicio de desalojo que se encuentra en curso. Si hasta ese momento, los pobladores se habían organizado para garantizar la habitabilidad y regular la convivencia, a partir de 2010 debieron enfrentarse a un nuevo desafío: el de organizarse para no ser expulsados del lugar al que, con sumo esfuerzo, habían convertido en su hogar.
Referentes de movimientos sociales “de hábitat y vivienda” establecieron vínculos con ellos y les prestaron su apoyo para que “se organizaran” y no fueran expulsados del edificio. Un equipo de abogados encabezado por una jurista perteneciente a una organización de derechos humanos comenzó a asesorarlos y ejercer la defensa en el juicio de desalojo. Las asambleas que se realizaban periódicamente para dirimir cuestiones vinculadas al mantenimiento del edificio y la convivialidad comenzaron a ser convocadas porque “la abogada” tenía novedades acerca de “la causa”. Ya no se trataba solamente de mejorar las condiciones de habitabilidad. Lo que estaba en riesgo ahora era la permanencia en el propio hábitat. Los pobladores comenzaron a interactuar con agentes estatales, viéndose envueltos en procesos burocrático-administrativos intrincados a los que no estaban habituados (reunir documentación, firmar notificaciones, preparar información acerca de la composición de las familias). En la misma línea se pronunciaba el referente de la organización social que los asesoraba, quien remarcaba la importancia de luchar colectivamente, solidarizándose con los reclamos de otros grupos sociales que enfrentaban también juicios de desalojo. Al conectar la problemática de los pobladores con la padecida por otros grupos sociales, la retiraba del plano individual y/o particular, presentándola como parte de un problema social más amplio cuyas raíces eran políticas. Remarcaba a menudo que, en lugar de regular el mercado inmobiliario, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires favorecía intereses particulares de especuladores y grandes corporaciones. Añadía que el derecho a la propiedad privada se privilegiaba por sobre otros derechos, especialmente sobre los derechos sociales. Al argumento de la violación de la propiedad privada le contraponía el de la defensa del derecho a la vivienda, igualmente válido ante la ley (cf.Carman 2006).
Como resultado, después de 2010, nuevos lenguajes y retóricas comenzaron a circular en el edificio: derecho a la vivienda, déficit habitacional, emergencia habitacional, especulación inmobiliaria, organización, resistencia, lucha jurídica, lucha política, movilización callejera, compañeros. Aunque los pobladores presentaban ya cierto grado de “organización”, al que habían logrado darse previamente para resolver la necesidad de hábitat, la organización que se requería ahora era de otra índole - al menos la clase de organización a la que hacían referencia la jurista y el referente político. Ya no alcanzaba con que los delegados de cada piso se encargaran de cobrar “puerta por puerta” la cuota mensual ni con discutir en asamblea qué hacer con los pobladores que incumplieran las normas. Tampoco bastaba con reconducir la posesión de derechos al texto de la Constitución. Parafraseado a Wanderley (2009) y Holston (2008), para que los derechos reconocidos de jure se convirtieran en derechos de facto, era preciso recurrir a la “vía colectiva”, presionar a las autoridades políticas exigiendo su cumplimiento a través de acciones públicas e “insurgentes”. En efecto, la organización debía traspasar los muros del edificio, trasladarse al espacio público, transformarse en movilización callejera y acción colectiva que exigiera al Estado el cumplimiento de los derechos. Era menester construir una lucha política que complementara y potenciara la lucha jurídica.
Tal era la propuesta presentada por las organizaciones sociales a los pobladores. Propuesta que, si bien es hoy en día compartida por ellos, no surgió en forma endógena como sí lo había hecho el proceso de organización previo que derivó en la conformación de la Comisión Vecinal. El re-encuadramiento de la problemática propiciado por juristas y referentes de organizaciones sociales reenvía así al desplazamiento de lo que Holston (2009) denomina la “ciudadanía diferenciada” por la “ciudadanía insurgente”: si durante largo tiempo los pobladores de los barrios paulistas autoconstruidos no concebían sus necesidades en términos de derechos ni los presentaban de tal modo, una vez que adquirieron el lenguaje de los derechos adquirieron también conciencia de que su efectivización no era automática. Desarrollaron así acciones insurgentes tendientes a concretarlos.
En un recorrido comparable al descripto por Holston, en el período que se abrió en 2010, los pobladores del inmueble participaron de un sinnúmero de acciones de protesta en distintos espacios (Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, Secretaría de Desarrollo Humano y Hábitat, Plaza de Mayo y Obelisco). En el nuevo contexto, el “lenguaje de la necesidad” fue encabalgándose con el “lenguaje de los derechos” mientras que nuevas prácticas coherentes con este último fueron surgiendo. La “lucha” dada inicialmente puertas adentro para construir un hábitat iba mutando en una lucha política, devenía en acciones colectivas tendientes a resguardar el derecho a la vivienda, se confundía con ella e iba adquiriendo visibilidad en el espacio público.
Cuando rememoran el camino transitado, algunos pobladores suelen lamentarse señalando que en 2010 podrían haber comprado ellos mismos el inmueble “con un crédito del Instituto de Vivienda”. Añaden enseguida que entonces “nosotros no sabíamos”, “no estábamos organizados”. Aluden así a un cambio operado en el propio comportamiento, sugiriendo que percibían su situación habitacional y a sí mismos de manera cualitativamente diferente a la que lo hacen en el presente. Sostienen así que aún no encuadraban la problemática que los aquejaba en términos de ciudadanía, acceso a derechos o lucha como - con algunos matices - sí lo hacen en la actualidad. El lenguaje de las emociones aflora también aquí: la bronca y el sentimiento de injusticia por no haber podido impedir que el inmueble fuera adquirido por especuladores con ellos mismos viviendo adentro es otro punto recurrente.
La Cooperativa de Vivienda
Los referentes de las organizaciones sociales incitaron además a los pobladores a que se cooperativizaran en el marco de la Ley 341/00. Propuesta por organizaciones sociales en 2000, recoge los lineamientos establecidos en el artículo 31 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, que expresa que para resolver el déficit habitacional, la ciudad promoverá “la incorporación de inmuebles ociosos”, los “planes autogestionados” y la “integración urbanística y social” de los pobladores marginados (artículo 31). En esa línea, la Ley 341/00 se dirige a población que atraviesa situaciones de “emergencia habitacional” y enfrenta juicios de desalojo. Sus notas características son reconocer a organizaciones sociales como sujetos de crédito y promover los procesos de organización colectiva autogestionados. Para convertirse en sujeto de crédito, las familias u “hogares” interesados deben organizarse colectivamente conformando cooperativas de vivienda, mutuales o asociaciones sin fines de lucro (Thomasz 2008).
Asesorados por ciertas organizaciones sociales, los pobladores conformaron formalmente una Cooperativa de Vivienda para obtener un crédito hipotecario que les posibilitara adquirir de jure el inmueble que habitaban de facto. Para ello, debieron organizarse en un sentido adicional: tramitar la personería jurídica, designar las autoridades de la cooperativa, abonar una cuota mensual para sostenerla, contratar una contadora y demás. Todo ello con miras a disputar el acceso a un crédito hipotecario. Disputar es el término indicado ya que, si bien la Ley 341 continúa existiendo formalmente, se encuentra hace años desfinanciada.
El desfinanciamiento de la Ley 341 era frecuentemente invocado por los referentes de las organizaciones sociales, quienes subrayaban la falta de voluntad política de las autoridades del gobierno para aplicarla. Señalaban que obstaculizaban la entrega de créditos a las cooperativas alegando falta de presupuesto. Remarcaban que aun así debía darse la disputa para obtener el crédito. Era imprescindible que se cooperativizaran, ya que “la 341” constituía la única operatoria en la que podían encuadrarse que les permitiera acceder a una vivienda definitiva en oposición al carácter transitorio de los subsidios habitacionales que ofrecía el área de desarrollo social.
En efecto, el mero hecho de que un conjunto de familias vulnerables en situación de desalojo se cooperativizaran en el marco de la Ley 341, otorgaba legalidad y legitimidad a la lucha política. La conformación de la cooperativa suele ser considerada como un signo de que los pobladores “están organizados”, de que construirán una lucha política para hacer valer sus derechos, de que actuarán “insurgentemente” (Holston 2009) haciendo todo lo posible para resistir o evitar el desalojo. Al constituir la cooperativa y quedar encuadrados en una operatoria formal, colocaban además al Estado en una posición de incumplimiento, toda vez que éste se negaba a ejecutar una operatoria de su incumbencia cuyo objetivo era justamente el de contener a población en situación de emergencia habitacional. La creación de la cooperativa era así parte de la lucha política, quedaba integrada a ella y constituía un instrumento estratégico en esa dirección. Aunque el crédito no fuera otorgado, era una formidable herramienta para presionar a las autoridades, negociar e intentar “arrancarle al Estado” alguna solución colectiva y “definitiva” por oposición al carácter transitorio e individual de los subsidios que aquel ofrecía. Se perfilaba como una valiosa herramienta para disputar un derecho “individual” a través de lo que Wanderley (2009) denomina la “vía colectiva”.
Como se indicó, múltiples acciones tuvieron lugar durante esta nueva fase. Llevando pancartas, banderas y maquetas de cartón que simulaban viviendas y proclamando “¡Vivienda sí, desalojo no!”, los pobladores exigían la intervención del Estado, asignación de presupuesto a la Ley 341/00 y de un crédito hipotecario a la cooperativa que habían conformado.
El lenguaje de los derechos era complementado con acciones que se enmarcaban en “la lucha” política a la que era necesario librar para materializar los derechos reconocidos de jure en los documentos oficiales: los derechos a la vivienda y hábitat, pero también los derechos de niños, niñas y adolescentes que serían vulnerados en caso de que se concretara el desalojo, tales como el derecho a la educación. Un lenguaje de derechos fundado en la retórica de la lucha comenzó a imperar. Y un conjunto de prácticas colectivas concretas solidarias con ese discurso, basadas en la movilización callejera y la protesta pública lo sustentaban empíricamente.
Como resultado de ese proceso que articuló la lucha jurídica con la lucha política, y el lenguaje de la necesidad con el lenguaje de los derechos, lograron que el Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires - IVC - abriera una “mesa de diálogo”. No obstante, ésta fue interrumpida sin que se arribara a una solución ni se entregara el crédito hipotecario a la cooperativa.
Pero no fue solo la “conciencia” de ser sujetos de derechos lo que estructuró el devenir posterior. Como lo observa Señorans (2017), los sentimientos de bronca e indignación hacia un estado de cosas considerado injusto e intolerable suelen ser también determinantes en la acción política. En el caso que nos ocupa, la impugnación del comportamiento de ciertos funcionarios del IVC fue tan importante como el conocimiento de los derechos jurídicos mismos. En la construcción de la lucha política, incidieron tanto lo que proponemos denominar “la conciencia de derechos” como las emociones, en particular la ira, bronca e indignación: ya que después de todos los esfuerzos realizados para humanizar el inmueble y dotarlo de infraestructura, algunos especuladores pudieron comprarlo sin mayores dificultades. Mientras que el propio Estado parecía hacer “oídos sordos” a sus reclamos negándose a financiar a la cooperativa y aplicar los derechos reconocidos en el artículo 31 de la Constitución de la ciudad de Buenos Aires sobre los procesos autogestivos y la recuperación de inmuebles ociosos.
El malestar fue intensificándose cuando ciertos funcionarios no acudían a la mesa de diálogo lograda con tanto esfuerzo. En una oportunidad, luego de una espera de horas a que algún empleado se dignara a atenderlos, algunas vecinas exteriorizaron su ira lanzando huevos al moderno edificio del IVC mientras se discutía sobre la posibilidad de realizar un acampe que se prolongara durante toda la noche. Otros, en cambio, expresaban su cansancio y desánimo y proponían levantar la protesta. El lenguaje de las emociones se traducía en prácticas concretas y se mixturaba con el de los derechos.
La tensión Cooperativa de Vivienda-Comisión Vecinal
La organización primigenia que los pobladores se habían dado para abordar cuestiones cotidianas vinculadas a la habitabilidad los condujo a crear una Comisión Vecinal. Mientras que el juicio de desalojo iniciado contra ellos los empujó a organizarse también de otra manera y con otros fines, llevándolos a conformar una Cooperativa de Vivienda y a construir una lucha política. La creación de una Comisión Vecinal había respondido a necesidades muy concretas surgidas durante la primera etapa: conseguir agua, iluminar los hogares, resguardar la seguridad del lugar. Sin embargo, el rol de la segunda - la Cooperativa de Vivienda - no resultaba para todos tan claro. En contraste con lo que ocurría con la Comisión Vecinal, una parte de los pobladores nunca se sintió del todo identificada con la cooperativa. Conforme el tiempo pasaba, no resultaba tan evidente con qué finalidad había sido creada puesto que el ansiado crédito hipotecario nunca llegaba, y el juicio de desalojo seguía su curso. Además, para encarar el proceso jurídico contaban ya con el apoyo de un equipo de juristas que los representaba, y era posible salir a la calle “a luchar por la vivienda” sin necesidad de enfrentar un proceso tan complejo como lo es sostener una cooperativa.
No obstante, en términos simbólicos y políticos, la Cooperativa de Vivienda se ubicaba en el espacio que mediaba entre la lógica de la necesidad y la lógica de los derechos, y entre la lucha jurídica y la lucha política. Para que el desplazamiento hacia la lógica de los derechos tuviera resultados satisfactorios - es decir, para que el derecho a la vivienda fuera respetado - era necesario pasar por la lucha política. Y la Cooperativa de Vivienda era la institución clave en ese sentido, ya que habilitaba a los pobladores a trascender el abordaje de las problemáticas “internas” vinculadas al habitar que eran tramitadas a través de la Comisión Vecinal tanto como la lucha jurídica que se dirimía en los tribunales, y que era tramitada por profesionales del derecho. Era la llave maestra para apuntalar la lucha política. Posibilitaba que la movilización callejera adquiriera una consigna y una demanda clara: lo que se reclamaba al Estado no era derecho a la vivienda en forma abstracta sino aplicación de la Ley 341 y asignación de presupuesto a la operatoria asociada. Permitía pugnar por ese derecho en forma colectiva desde una institución formal a la que el propio Estado, a través del IVC, le reconocía un status jurídico.
Sin embargo, los pobladores siempre se identificaron más directamente con la institución que ellos mismos habían fundado para darse un orden y satisfacer sus necesidades, la Comisión Vecinal. La Cooperativa de Vivienda aparecía para algunos como una imposición externa cuyo sostenimiento les adicionaba más cargas, mientras que su utilidad práctica era ambigua y hasta cuestionable. Si la posibilidad de que el Estado local les concediera un crédito era cada vez más remota ¿para qué sostenerla? Sostenerla solamente para apuntalar una lucha política no parecía ser desde la perspectiva de todos los pobladores un motivo de suficiente peso. A fin de promover un compromiso más activo y consolidar la lucha política, se decidió en asamblea extender el sistema de sanciones nacido en el seno de la Comisión Vecinal al funcionamiento de la Cooperativa.
El Juzgado Nacional y las audiencias públicas
La construcción de un proceso de organización colectivo coadyuvó para que el juez interviniente convocara a los pobladores y autoridades de diversos organismos a participar de audiencias públicas en sede judicial.5 De la última audiencia realizada en 2019 participaron representantes del IVC, la Defensoría General de la Nación, la Procuraduría de la Ciudad de Buenos Aires, y la Secretaría de Desarrollo Humano y Hábitat, entre otros.
Antes de ingresar a “la sala”, junto a la escalinata de tribunales, la abogada defensora explicó a los pobladores algunos aspectos de la audiencia y su dinámica. Les solicitó explícitamente que allí, en el juzgado, no hablarán “de la lucha”, ni de “la resistencia”, “nada de eso acá”. En caso de que sintieran la necesidad de expresarse, podían expresar al juez algo “desde el corazón”, “desde los sentimientos”, o algo acerca de “los derechos” y sus necesidades. Pero “de la lucha, acá no”. Señalaba así qué tipo de lenguajes podían articularse en sede judicial y cuáles no. Los pobladores asintieron, preparándose para ingresar. Las autoridades ocuparon las primeras filas de “la sala” mientras que los pobladores se ubicaron en las últimas.
La primera parte de la discusión giró en torno a la necesidad de “censar” nuevamente a los pobladores para conocer la cantidad de personas que deberían ser subsidiadas después del desalojo (cómo se realizaría el censo, cuando, quienes lo efectuarían). Para las familias, eso resultaba claramente ofensivo, en tanto la “lucha” construida a lo largo de años tenía como propósito evitar esa solución, a la que denominaban “la salida individual” en alusión al carácter individual del subsidio que otorga el Estado a cada hogar. Mientras los representantes del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires afirmaban que la única respuesta que podían dar era esa; la abogada defensora, así como los representantes de la Defensoría General de la Nación, reclamaban que se extendiera un crédito hipotecario a la Cooperativa de Vivienda para que los pobladores pudieran acceder colectivamente a una vivienda definitiva.6 Los funcionarios se negaban rotundamente a esa solución “colectiva” - a la que no denominaban solución “colectiva” sino “global” -, alegando falta de presupuesto. Desconocían así el proceso de organización colectivo que aquellos habían logrado construir, denegándoles al mismo tiempo la posibilidad de acceder a una vivienda definitiva en forma conjunta.
El último punto de debate tuvo que ver con la argumentación que el propio juez esgrimió una y otra vez para explicar los motivos por los cuales él, en calidad de juez, no podía solucionar el conflicto ni seguir postergando el desalojo. Señalaba que un juez de la nación no podía obligar a un organismo de otro nivel que no fuera el nacional - en este caso, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires - a adoptar cierta conducta: “La plata [para la cooperativa] no la van a poner ustedes, sino el gobierno, el Estado [de la Ciudad de Buenos Aires]. Y si no la pone, yo no puedo hacer nada, tengo que avanzar” [audiencia judicial, junio de 2019].
En términos de construcción de ciudadanía, lo que el juez invocaba era un problema de escalas: las autoridades que administran justicia a nivel nacional no pueden forzar a autoridades políticas de otros niveles, en este caso del local, a efectivizar un derecho. Lo que el juez no explicó era por qué el juicio tramitaba en un juzgado nacional y no había sido traspasado aun al poder judicial del nivel local. La conversión de la Ciudad de Buenos Aires en una jurisdicción autónoma es un proceso ciertamente inacabado que presenta algunos vacíos que deja desamparados a los ciudadanos en ciertas situaciones específicas (Thomasz 2022). La independencia del poder judicial respecto del poder político y el designio de no inmiscuirse en lo que aquí denominamos “la lucha política” parecía ser otro motivo por el cual el magistrado se negaba a obligar a las autoridades políticas de la Ciudad de Buenos Aires a financiar a la cooperativa.
Por otra parte, las recomendaciones de la abogada a los pobladores reenvían directamente al tema de los lenguajes. Si cuando protestaban en la vía pública era imprescindible que adoptaran el lenguaje de la lucha y la resistencia y se mostraran convencidos de la necesidad de dar pelea para que los derechos se efectivizaran, los tribunales no eran el lugar indicado para dar esa lucha. La movilización política debía darse en las calles y ante los poderes políticos de la ciudad, pero no en sede judicial. Ante “la justicia” deben brindarse testimonios despolitizados, asépticos, preferentemente individuales y subjetivos. Era posible apelar al lenguaje de los sentimientos, exteriorizar emociones estrictamente personales, reenviando a las necesidades de vivienda, reproducción social de las familias y escolaridad de los niños, siempre con respeto y cuidando las formas. Invocar luchas colectivas y procesos de organización política no era una estrategia adecuada por cuanto entraba en tensión con concepción liberal dominante. Solo podía empeorar la situación entorpeciendo el diálogo y forzar al juez a tomar una decisión técnica por oposición a la política.
De todas formas, minutos antes de que la audiencia concluyera - luego de que el juez expresara que el desalojo sería inminente y pidiera a los pobladores que “colaboraran” en su ejecución -, dos pobladoras “se salieron del libreto”. Una acusó de corrupto al especulador que había adquirido el edifico habitado en subasta. Señaló que mantenía negocios espurios con el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. La otra advirtió al Juez lo siguiente:
“No vamos a colaborar con el desalojo. Voy a entregar mi vida, si es necesario a morir reprimida por policía, porque a la calle con mis hijos NO ME VOY A IR, PORQUE ACA HUBO UN ESTADO AUSENTE.” [Audiencia judicial, junio de 2019]
Conclusiones
La experiencia descripta evidencia que en contra de lo que sugiere la concepción liberal de ciudadanía, los sectores populares no siempre cubren sus necesidades en forma aislada ni disputan derechos de manera individual y vertical ante el Estado: suelen mancomunar esfuerzos, los que algunas veces derivan en acciones colectivas y otras no.
La negativa del IVC a entregar créditos a las Cooperativas de Vivienda creadas en el marco de la Ley 341 cuadra con la ideología liberal del gobierno de turno, que considera el acceso a la vivienda bajo la forma de la propiedad privada individual y a través de los mecanismos de mercado como la única vía posible, desacreditando los procesos políticos de organización colectiva. La tensión entre la concepción oficial y las comprensiones subalternas, vale decir entre la vivienda como mercancía a ser adquirida individualmente y la vivienda como derecho a ser disputado a través de la “vía colectiva” (Wanderley 2009), constituyó el núcleo de la polémica desarrollada en la audiencia pública.
En cuanto a los lenguajes, se registran desde luego matices en la manera en que cada poblador y grupo familiar se posicionó ante el “lenguaje de los derechos basado en el texto de la ley” (Holston 2008: 61) articulado por la jurista y referentes de organizaciones sociales, y tramitó las convocatorias lanzadas para construir la lucha política. Algunos se apropiaron de ese lenguaje y sus consignas, encabezaron las acciones colectivas y fueron incorporando nuevos saberes vinculados a la militancia política. Establecieron fuertes vínculos con otras organizaciones sociales de hábitat y vivienda. Además de enfrentar la necesidad de preservar su vivienda, se auto-perciben a sí mismos como ciudadanos y sujetos de derecho y exigen al Estado su cumplimiento en tanto que tales. En estos casos se operó un notable cambio en la subjetividad y la propia identidad. Se observa una firme convicción de que “la lucha” es el único camino viable para materializar un derecho, y de que el Estado es en última instancia su garante. Se trata desde luego de una concepción peculiar de ciudadanía, que se emparienta con lo que Holston (2008) llama la “ciudadanía insurgente”, y se sustenta en la premisa de que los derechos escritos deben conquistarse a través de la lucha política.
Otros, en cambio, asisten a las acciones de protesta porque están persuadidos de que esa es la única manera de resguardar su hábitat. Más que el lenguaje de los derechos, lo que articulan es un discurso reactivo que coloca en primer plano la necesidad de no ser desplazados de su vivienda porque no podrían solventar los gastos para acceder a otra. Predomina aquí una actitud más pragmática y defensiva ante una inminente situación de desalojo. Podría afirmarse incluso que se movilizan respondiendo a la ‘lógica de la necesidad’, y que no tienen “conciencia de derechos”: que no son conscientes de que en términos jurídicos son ciudadanos sujetos de derechos. Sin embargo, casi todos los pobladores saben hoy cuáles son sus derechos, y que para concretarlos deben salir “a luchar”. Pero no todos se muestran igualmente dispuestos a dar esa lucha. El trabajo etnográfico realizado permite entrever que el desplazamiento desde la lógica de la necesidad al lenguaje y la lógica de los derechos, y desde ésta última al lenguaje de la lucha y la movilización política, no son fenómenos naturales ni necesarios. La adquisición del lenguaje de los derechos y la lucha política no deben ser consideradas como la meta final a la que necesariamente deben arribar todos los pobladores, aunque ése sea el ideal de las organizaciones sociales, desde las ciencias humanas es vital problematizar esos aspectos. El imperativo de organizarse para salir a luchar exigiendo el cumplimiento de un derecho tampoco constituye el resultado directo ante una situación de desalojo. Situaciones similares de desalojo se repiten a diario en la Ciudad de Buenos Aires. Pese a que carecen de alternativas, muchas veces las familias son desplazadas de sus viviendas sin oponer mayor resistencia, sin organizarse y sin construir una lucha política.
En el caso aquí presentado, hubo pobladores que se convirtieron en referentes políticos en los que esa transición se produjo en forma relativamente espontánea, y otros que expresan su voluntad de salir a luchar para defender su hogar. Pero se registran también otros que expresan cansancio ante la demanda de tanta lucha y el cúmulo de obligaciones superpuestas vinculadas a las demandas del Juzgado, de la Cooperativa de Vivienda y la Comisión Vecinal.
En suma, una parte de los pobladores fue incorporando la terminología y las concepciones esgrimidas por los dirigentes y encuadrando la propia problemática que los aquejaba en el campo de los derechos de ciudadanía, los derechos humanos y la arena política, mostrándose también dispuestos a sostener una lucha política. Otros se muestran más indiferentes, participando de las acciones colectivas para salvaguardar su hábitat sin compartir tanto la convicción de que la lucha política sea la herramienta privilegiada en tal sentido.
La experiencia descripta evidencia también que los distintos lenguajes y las prácticas asociadas son complementarios más que secuenciales, pudiendo coexistir y emerger con distinta fuerza en distintos contextos. Lo que abre las siguientes preguntas: ¿qué lenguajes emergen en qué contextos y escalas y por qué? ¿cuáles son las razones sociológicas que permiten comprender por qué lo hacen? ¿por qué “se salieron de libreto” dos referentes del edificio al finalizar la audiencia? ¿es casual que ambas hayan sido mujeres? El juez se mostraba inflexible en su posición de avanzar con el desalojo, y ya no parecían quedar alternativas de diálogo. Emergió entonces, como último recurso, lo que idealmente no debía emerger: el lenguaje de la lucha y la acusación al Estado por incumplir con su rol de garante de los derechos, entremezclado con una apelación indirecta al rol de algunas mujeres como madres y a los derechos de los niños y adolescentes - que presenta vínculos con la invocación del parentesco y los lazos de sangre analizada por Jelin (2010) con relación al terrorismo de Estado - y ciertas acusaciones de corrupción al poder político local.