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Ex aequo
versão impressa ISSN 0874-5560
Ex aequo no.37 Lisboa jun. 2018
https://doi.org/10.22355/exaequo.2018.37.07
DOSSIER: A «IDEOLOGIA DE GÉNERO» E A RELIGIÃO
Intimidad humana: ciencias de la vida, neuroteología fundamental y ciberfeminismo
Intimidade humana: ciências da vida, neuroteologia fundamental e ciberfeminismo
Human intimacy: sciences of life, fundamental neurotheology and cyberfeminism
Montserrat Escribano-Cárcel*
* Facultad de Teología San Vicente Ferrer, 46003 València, España. Dirección postal: Facultad de Teología San Vicente Ferrer, Carrer dels Trinitaris, 3, 46003, València, España.
Correo electrónico: monescri@yahoo.es
RESUMEN
El modo en que construimos nuestra intimidad está cambiando aceleradamente. Sobre ella inciden nuevos códigos lingüísticos y visuales que generan sus propios lenguajes, símbolos y valores, y que transforman el modo en que nos relacionamos. Algunas de estas novedades, como son la realidad aumentada o la visibilidad posicionada en Internet, son potenciadas por las llamadas ciencias de la vida. Analizar teológicamente estas producciones y sus efectos es uno de los objetivos de la neuroteología fundamental. Se abren así nuevos escenarios para pensar lo humano y solo desde una crítica ética interdisciplinar podemos movilizar el horizonte tecnocrático en el que nos hemos instalado.
Palabras clave: intimidad, teología fundamental, género, neurociencias, ciberfeminismo.
RESUMO
A forma de construirmos a nossa intimidade está a mudar a uma velocidade vertiginosa. Estas mudanças na construção da intimidade produzem novos códigos linguísticos e visuais que geram as suas próprias linguagens, símbolos e valores e transformam as formas de nos relacionarmos. Algumas destas novidades, como a realidade aumentada ou a visibilidade na Internet, são potenciadas pelas chamadas «ciências da vida». Um dos objetivos da neuroteologia fundamental é analisar teologicamente estas produções e os seus efeitos. Abrem-se novos cenários para pensar o humano. É necessária uma crítica ética interdisciplinar para mobilizar o horizonte tecnocrático no qual nos instalámos.
Palavras-chave: Intimidade, teologia fundamental, neurociências, género, ciberfeminismo.
ABSTRACT
The way we build our privacy is changing rapidly. New linguistic and visual codes that generate their own languages, symbols and values, and that transform the way we relate to each other, influence it. Some of these developments, such as augmented reality or visibility positioned on the Internet, are enhanced by the so-called life sciences. Theological analysis of these productions and their effects is one of the objectives of fundamental neurotheology. New scenarios are opened to think about the human and only from an interdisciplinary ethical critique can we mobilize the technocratic horizon in which we have installed ourselves.
Keywords: intimacy, fundamental neurotheology, gender, neurociencias, ciberfeminism.
Introducción
Una de las características de los tiempos presentes es que el modo en que establecemos las relaciones está cambiando profundamente. Las modificaciones que más llaman mi atención aparecen entre las redes sociales y a través de las tecnologías que producimos. A diario volcamos la información de los metros recorridos, la presión sanguínea o el tiempo dedicado al sueño sobre dispositivos conectados. Internet se convierte así en un ciberespacio que alberga parte de nuestra memoria, de las relaciones sociales y familiares, pero también es el lugar que ofrece propuestas anticipadas que infieren sobre nuestros deseos, expectativas y creencias. Cada una de estas novedades trasforma ahora tanto la realidad como nuestra identidad.
Se trata de un cambio profundo que modifica relaciones personales y sociales, pero también nuestra comprensión de la divinidad y de lo sagrado. En este artículo, pretendo poner el acento sobre algunos de estos cambios y lo haré teniendo en cuenta un campo de estudio novedoso como es el de la neuroteología fundamental. Este campo interesa porque es un espacio reflexivo donde se cruzan las neurociencias, los estudios religiosos, las tecnologías y las teologías (Newberg 2010). La hipótesis de la que parto es que esta interdisciplinariedad, en principio extraña, ayude a plantear propuestas éticas fruto de la interacción entre cada una de estas racionalidades en principio alejadas.1 Además de estas propuestas, quisiera que la neuroteología fundamental que propongo fuera un espacio intelectual esperanzado para captar teológicamente los límites que presentan las neurociencias. Estos límites influyen en la construcción y comprensión de lo humano en el ciberespacio y, por tanto, también en nuestras vidas cotidianas.
La racionalidad neurocientífica presenta sus propios marcos referenciales. Eso supone que, debido a la gran influencia cultural que alcanzan, las neurociencias son ahora una fuente identitaria que alcanza también nuestra comprensión de lo sagrado, de lo espiritual y de lo divino. La paradoja es que, en medio de un mundo inmerso en profundos cambios, asoma la posibilidad de estar viviendo un tiempo casi agotado para la humanidad. Parece que la esperanza está puesta ahora en una salida neurocientífica y tecnológica que nos ayude a superar el fracaso que ha supuesto el ser humano. La salida parece venir de la mano de un futuro tecnoutópico.
El lugar desde donde inicio esta reflexión son las transformaciones a las que asistimos en los últimos años sobre lo humano. Términos como capacidades aumentadas, inteligencia artificial o ciborg suponen ahora una ampliación de los márgenes que definían previamente sus contornos antropológicos. Asistimos no solo al advenimiento de nuevas posibilidades abiertas por las ciencias y las tecnologías, sino a un cambio profundo en la comprensión de lo humano. Estas modificaciones empujan sus límites iniciales e implican variaciones en las modalidades comunicativas, simbólicas y cognitivas que influyen directamente sobre aquello que nos cabe esperar, creer y desear. Las teologías no pueden permanecer como si todo esto no incidiera en su tarea. De ahí que el objetivo de este artículo sea presenta un ámbito de estudio teológico, la neuroteología fundamental cuya pretensión inicial es (a) examinar algunos de los marcos y los valores mayoritarios que sustentan las llamadas ciencias de la vida; (b) alertar de los efectos políticos que tienen, especialmente, sobre la vida de las mujeres y de colectivos considerados como «no-personas»; y (c) ofrecer su propia aproximación crítica.
Tal como recuerda Liah Greenfeld: «las ciencias no nos liberan de la responsabilidad moral» (2011, 171) y a esta tarea moral se suma la neuroteología fundamental que persigo. Por ello, adoptar una perspectiva interdisciplinar será crucial. Esta intersección no es tan solo de disciplinas que se encuentran, sino de distintos niveles de análisis y de metodologías que merecerían un desarrollo y una concreción más extensa. De momento, quisiera alertar sobre la pertinencia epistémica de aproximar comprensiones neurocientíficas y teológicas. Para este cruce, tendré en cuenta la categoría de análisis de género y echaré mano de herramientas feministas, muchas de ellas desarrolladas por las teologías feministas. Confío en que tanto esta metodología como la propia disciplina, que apenas está brotando, puedan evidenciar que disponemos de un capital cultural del que no podemos capitular a la hora de repensar al ser humano en un mundo ciberconectado desafiante.
1. Lenguajes y codificaciones tecnológicas
Desde comienzos de siglo, la interacción constante con las tecnologías provoca que los límites entre la realidad y el ciberespacio resulten más complejos de perfilar o analizar. La producción de biodatos, las huellas digitales que dejan rastro en Internet, la geolocalización y el registro de nuestros comportamientos y preferencias hacen que las relaciones personales, los cuerpos, las biografías sociales y los modos de experimentar lo sagrado estén en continuo cambio. La incidencia de estos nuevos lenguajes y sus codificaciones tienen un rasgo común y es que apuntan de modo constante hacia nuestra intimidad. Esto supone que los datos en Internet han dejado de ser anónimos. La cuestión entonces es saber cómo la presencia en el ciberespacio incide en nuestros cuerpos y vivencias; sobre nuestra comprensión de los géneros, en nuestras formas de vivir la fe y en los modos de organizar políticamente la vida en común.
Los nuevos lenguajes y codificaciones son fruto de las tecnologías. Su presencia es cada vez mayor y parece difícil imaginar un espacio de nuestra vida en el que no medie un dispositivo conectado a Internet para ello. Teléfonos móviles, tabletas y pulseras de actividad monitorizan parte de la actividad de nuestros órganos, ponen lenguaje a los biorritmos que generamos y los convierten en visualizaciones que llegan hasta nosotros a través de pantallas. Así, la información recogida y la relación que establecemos con estos datos hacen que los dispositivos electrónicos no puedan ser vistos ya como meros objetos de uso ajenos y externos. Tal como apunta Anne Balsamo (2011, 31), han de ser analizados como una reunión de personas, materialidades, prácticas y posibilidades. Resultado de esta reunión –entre las tecnologías y nuestra intimidad– aparecen cambios lingüísticos y semánticos que inciden en los sistemas cognitivos y en las construcciones simbólicas con las que erigimos nuestra vida. Cada uno de estos elementos, sistemas lingüísticos, redes semánticas y mundos simbólicos conforman también el entramado sobre el cual edificamos los edificios teológicos. La producción teológica, como toda ciencia cultural, se elabora dentro de unos marcos compartidos. Estos nos permiten el acceso al orden de las verdades teológicas, pero ahora se ven también interpelados por los resultados neurocientíficos y tecnológicos. Algunos términos propuestos por la cultura transhumanista y posthumanista, como mejoramiento, singularidad o capacidades aumentadas, excitan también la racionalidad teológica y demandan modos nuevos de entender, de representar y de nombrar la realidad desde estas disciplinas.
Las cuestiones teológicas que surgen son muchas. ¿Cómo entender la condición humana en medio de las posibilidades que plantea el transhumanismo o el posthumanismo? ¿Existen criterios racionales más allá de algunas de las propuestas neurocientíficas que naturalizan la condición humana? ¿Cuáles son los principios teológicos que pueden ayudar a orientar hacia reflexiones éticas y más justas social y culturalmente? ¿Es posible ofrecer una propuesta de esperanza distinta de la que ofrece el tecnooptimismo?
Sin duda, podríamos formular muchas más preguntas, lo que nos da una idea de lo complejo que es el tema en el que nos adentramos. Así que no es sencillo situar teológicamente la reflexión para que resulte ser una propuesta de sentido. De ahí que la neuroteología fundamental crítica quiere ser uno de los escenarios posibles para situar estas reflexiones. No pretende ser una propuesta más que se sume a la multiplicidad de conocimientos surgidos con prefijos neuro, sino un espacio para repensar los marcos fundamentales que mayoritariamente manejan estas ciencias y así revisar también algunas de las epistemologías que albergan. Esta tarea crítica es especialmente importante por la incidencia y los efectos que las neurociencias y las biotecnologías tienen sobre la vida de las mujeres. Además, determinados marcos teológicos aún sostienen ciertas decisiones políticas, sirven de apoyo a nuestras vidas personales y también influyen sobre algunas reflexiones científicas. Por ello, una racionalidad teológica puede revisar críticamente los marcos de pensamiento de los que forma parte y ofrecer alternativas y propuestas políticas esperanzadas.
Para este propósito, trazaré una breve cartografía por dos espacios que considero centrales. Un primer escenario lo ofrecen las tecnologías que nos permiten vivirnos, de un modo aumentado, más allá de corporalidad. La segunda es la necesidad de percibirla siempre de un modo visible y posicionado en Internet. Ambos espacios –el de realidad aumentada y el de visibilidad posicionada– nos ayudarán a cartografiar la realidad en la que nos movemos. Aunque debemos no solo describirla, sino también orientarnos en medio de ella. Quizá, la teología fundamental crítica pueda servirnos de instrumento para trazar algunos de estos recorridos posibles.
2. Una humanidad aumentada
El ritmo vertiginoso del desarrollo tecnológico promete desvelar todo cuanto sucede en nuestro interior, incluida nuestra vitalidad orgánica, mental y religiosa. Aparecen propuestas, como la de Ray Kurzweil, anunciando que la simbiosis entre naturaleza y tecnología transformará de modo irreversible cuanto concebimos actualmente como vida humana. Las teologías no están en disposición de determinar la fiabilidad de estas propuestas tecnológicas, pero sí deben atenderlas por su gran calado cultural, económico, religioso y político, y también repensarlas críticamente desde su propia perspectiva académica. Si, según Gilles Lipovetsky (2008), «las tecnociencias son el espacio donde se llevan a cabo los procesos de cambio más transgresores», entonces, las teologías no pueden permanecer ajenas a estas revoluciones. Por el contrario, deben –creativa, humilde y responsablemente– intervenir ética y pedagógicamente en estas estructuras de conocimiento de las que ya forman parte.
Las ciencias de la vida modifican ciertas características que considerábamos humanas. Su producción científica surge de marcos de referencia simbólicos e incide en la cultura. Pero la relación entre la producción científica y la cultural no es lineal ni unidireccional. Por el contrario, debemos entenderla como una reunión interactiva múltiple entre realidades semióticas, significados, símbolos y materialidades, humanas y no humanas (Harding 1991; Haraway 1995; Balsamo 2014). Entonces, los dispositivos electrónicos son ahora una presencia que media cualquier parte de nuestra vida cotidiana, y también son el modo de vivirnos más allá de nuestros cuerpos sexuados. Remedios Zafra, haciendo referencia a Virginia Woolf, lo describe como: «La vida real es solo una ventana más de mi cuarto propio conectado» (Zafra 2010, 4). Así, desde nuestros cuartos/vidas conectadas tenemos acceso a una realidad intensificada o aumentada. Eso supone que asistimos a una extensión de nuestras funcionalidades humanas y que, según Éric Sadin, es el nacimiento de una dimensión cognitiva distinta fruto de la combinación íntima entre la inteligencia humana y la artificial (Sadin 2017).
De ahí que, si la sociedad y la cultura se coproducen con la tecnología, es menester explorar tanto sus cambios como los efectos que provocan (Wajcman 2006, 161). Ambos deben ser analizados, según advierten los estudios sobre (ciber) feminismo y las feministas de la ciencia, como el resultado de la interacción entre el poder, la economía y el género. Al análisis debemos añadir la comprensión que sobre lo religioso o lo divino tenemos de la realidad. Trabajos como los de Eulalia Pérez Sedeño y Esther Ortega Arjonilla (2014, 22) marcan dos direcciones. Las menciono aquí porque coinciden con las propuestas desarrolladas por las teologías feministas desde la década de 1970. La primera consistió en dar respuesta a la escasa presencia e invisibilización de las mujeres dedicadas a tareas científicas – entre estas incluyo también el conjunto de ciencias sociales donde se encuentran las teologías. En estas investigaciones evidenciaron las discriminaciones y los silencios en el ejercicio de sus carreras, mientras se producía una «feminización» creciente de las disciplinas.
La segunda dirección, que quizá sea la más interesante para este artículo, es la crítica ejercida sobre el modo de elaborar la ciencia y los procedimientos que se han seguido para ello. En esta línea se examinaron las perspectivas epistemológicas, los procedimientos empleados y, en el caso de las teologías feministas, también los métodos, los lenguajes, los usos retóricos y los efectos políticos de los textos sagrados. La finalidad fue y, sigue siendo, comprender los marcos teóricos utilizados en la elaboración científica y ver por qué afectan de modo distinto a determinadas poblaciones. De estos estudios se desprende que el ejercicio científico se ha utilizado a lo largo de la historia para sojuzgar a las mujeres, a grupos con diversidad funcional, a colectivos LGTBQ+ y a etnias enteras como la gitana o la negra.
El diseño y la innovación científica reproducen las visiones, los lenguajes y los modos de comprender el mundo (Wajcman 2006). En el caso de las neurociencias encontramos numerosos ejemplos de cómo, a lo largo de la historia, se han señalado diferencias funcionales y anatómicas entre los cerebros de mujeres y hombres o de negros y blancos. Estos modos de fijar las diferencias, a partir de lecturas biológicas sesgadas, han servido a menudo para concluir distinciones en el comportamiento o en los modos de cognición. De la misma manera, los sesgos de género se han repetido, por ejemplo, al establecer diagnósticos médicos como el de la histeria en el siglo XIX o la depresión en el XXI.
Por ello, revisar la historia de la construcción de los conocimientos neurocientíficos, biológicos, teológicos o tecnocientíficos, por solo mencionar algunos, nos permite constatar el sesgo constante de género que repiten (Schiebinger 1989). Estos deben ser evaluados no ya como una falta de sensibilidad por parte de la comunidad académica, que se excusa tras afirmaciones como la desinformación, sino que han de ser señalados como un sesgo académico grave que debe ser eliminado.
De igual modo, estas revisiones permiten discernir y habilitar nuevos modos de aproximación a la diversidad humana. Un ejemplo de estas novedades se puede constatar en el caso del Asperger. Durante mucho tiempo se repitió la idea de que se trataba de una enfermedad. Sin embargo, desde hace algunos años personas con el síndrome de Asperger y asociaciones médicas han evidenciado el grave perjuicio social que les causa ser diagnosticadas como enfermas. Y, por el contrario, el alivio que supone ser atendidos como si de un síndrome se tratara. Personas como Amanda Baggs reivindican que el autismo sea reconocido como una capacidad de pensamiento distinto que conlleva un desarrollo neurológico diferente.2 Propuestas como estas ponen sobre la mesa comprensiones novedosas, como es la neurodiversidad humana. Su consideración puede modificar códigos morales y modos de patologizar y clasificar a determinadas poblaciones.
Como vemos, el panorama neurocientífico que se despliega cuestiona la actual homogeneidad de la singularidad y se abre hacia una necesaria neurodivergencia de la identidad humana. Las críticas feministas y postcoloniales de la ciencia han sido pioneras en cuestionar los pares binarios como sexo/género o naturaleza/ cultura, sostenidos monótonamente por una visión positivista de la ciencia. Debemos buscar conocimientos que nos orienten éticamente para no perder de vista que la finalidad última siempre es la dignidad humana. No se trata de un móvil más, sino del móvil moral que brota del reconocimiento de seres que tienen dignidad (Cortina 2007).
Esta tarea coincide con la visión ético-teológica de la identidad humana concebida a partir de una comprensión trinitaria de la divinidad. Dentro de la dilatada tradición trinitaria se han dado diferentes aproximaciones. Aquí me fijaré en algunas que sitúan el punto de partida en las relaciones que establece la Trinidad en su interior y los efectos que produce en la historia humana (Kasper 2012; Coakley 2013). El punto de partida es una imagen icónica de la Trinidad que, en lenguaje teológico, se denomina pericoresis. Con este término se alude tanto a la diferencia/ diversidad como a la igualdad/ecuanimidad que existe en su interior. Al mismo tiempo, la pericoresis, esta vida diversa y ecuánime, se extiende en sus relaciones hacia el cosmos, el mundo y los seres humanos (Kasper 2012, 156). Este modo de relación teológica extensiva se llama condilectación y nos recuerda que la fe creyente es siempre una invitación a entrar en esta vida divina y a ser transformada radicalmente por el «toque de su trascendencia» (Rivera 2007). El resultado es una comprensión ética circular, dinámica e inclusiva.
Los términos pericoresis y condilectación ofrecen una comprensión antropológica que ya no puede ser entendida sin tener en cuenta conceptos neurocientíficos como la plasticidad o la neurodiversidad humana.3 No debemos olvidar que con frecuencia se elaboraron interpretaciones teológicas atravesadas por lecturas racializadas, sexualizadas y colonizadas. Las consecuencias políticas, culturales, eclesiales y económicas que tuvieron y tienen este tipo de lecturas no pueden ser obviadas. Debemos entonces extremar las precauciones para no producir lecturas sexualizadas o racializadas de las neurociencias. No es posible refrendar lecturas neurosexistas centradas en la genitalidad o promover discursos neuronormativos que nos alejan de la justicia (Kraus 2016; Bluhm, Jacobson y Maibom 2012).
3. Una humanidad expuesta, visibilizada y posicionada en las redes
En cada período de la historia y en cada cultura, la comprensión que tenemos de lo humano resulta diversa. No parece adecuado, como advierte Adela Cortina (2011, 77-91), sostener por más tiempo el mito de la existencia de juicios morales que, acuñados en nuestro cerebro, se repiten en todas las culturas. Pero lo que sí parece confirmarse es una concepción de la vitalidad que a lo largo de la historia se ha reservado, casi exclusivamente, a varones, blancos, educados, cristianos y con posibilidades económicas. Comprensiones como estas dieron paso a un orden social en el que se atribuyen a cada uno de los sexos posiciones diferenciadas (Bourke 2013, 12-13). También la producción científica actual repite estos estereotipos de género en los que se sancionan o patologizan las vidas que pueden o no florecer. Ello es debido a que el sistema cultural genera el orden establecido y conforma los marcos comprensivos donde las identidades de las personas se definen (Greenfeeld 2011, 200-203).
Como recuerda Cortina (2010), una sociedad que no pretenda ser justa es inhumana. De ahí que sea prioritario analizar y entender cómo se conforman estos marcos que albergan y determinan nuestras comprensiones de la realidad para determinar cómo orientarnos hacia sociedades más justas. Hasta el momento hemos visto la incidencia que tienen sobre nuestras identidades las nuevas modalidades comunicativas que afloran a través de las tecnologías. Pero la vida aumentada se experimenta no solo lingüísticamente, sino también visualmente y debemos también atender a los límites que muestra.
Me fijaré primero en la visualización de nuestra intimidad que se ha desarrollado, especialmente, en el ámbito de las neurociencias. Estas disciplinas han logrado desvelar parte de lo que sucede en nuestro cerebro y, en poco tiempo, lo han situado como el centro de nuestra interioridad y el eje sobre el que gira la comprensión de todo aquello que nos sucede. Así, han focalizado su atención en la ficción de descifrar qué sucede en nuestro cerebro y aseguran que, al lograrlo, comprenderemos: los procesos cognitivos; el comportamiento; cómo procesamos nuestras memorias; en qué consiste la consciencia, o por qué somos capaces de experienciar lo sagrado. El programa es ambicioso. Y aunque, sin duda, un conocimiento mayor supondrá una aproximación más precisa hacia lo humano, debemos calibrar mejor algunas de estas promesas neurocientíficas «cerebrocéntricas» y los efectos que conllevan (Vidal 2009). Pues, tanto la incidencia que tienen en la sociedad civil como la esperanza utópica que generan provocan escenarios nuevos para el ser humano (García-Marzá 2016).
En otros lugares, he hecho ya alguna referencia a la complejidad que supone elaborar una visualización fruto de nuestra actividad cerebral (Escribano-Cárcel, 2016). Así que aquí solo recordaré que una visualización es una medición. Y que estas son el resultado de un complejo proceso de recopilación de cantidades ingentes de neurodatos que son discriminados a través de complejos logaritmos. El resultado es una metabolización digital realizada en entornos clínicos donde los neurodatos son procesados y ajustados hasta conformar una imagen. Son indiscutibles las ventajas médicas que presentan estas visualizaciones cerebrales, por ejemplo, para el diagnóstico clínico de algunas de las enfermedades mentales más preocupantes en nuestras sociedades modernas. Pero uno de los límites más importantes, desde la perspectiva de una neuroteología fundamental, es que estas imágenes no pueden por sí mismas verificar nuestros comportamientos sociales o determinar la producción simbólica necesaria para llevar adelante nuestras vidas cotidianas. Uno de los problemas éticos que aparecen es que pueden convertirse en las cartografías legítimas para sancionar nuestra vitalidad humana (Escribano- Cárcel 2015, 2017). Por ejemplo, parte de estas visualizaciones se emplean para elaborar representaciones de descripciones universales que se plasman en neuroatlas del sistema nervioso humano. En ellos, los modelos establecidos son prioritariamente varones. Al mismo tiempo, también se utilizan para elaborar taxonomías cerebrales con las que se establecen clasificaciones a partir de ciertos rasgos neuroanatómicos y que, cruzados con datos psicológicos, médicos, jurídicos o monetarios, podrían permitir a los Estados o a compañías transnacionales clasificar a determinadas poblaciones. Los efectos políticos, económicos y culturales que se derivan de esta nueva «ciudadanía biológica» no son despreciables (Rose y Novas 2005, 452).
La neuroteología fundamental, en su tarea crítica, destaca también otro de los problemas que surgen: determinar y localizar ciertas partes en las que se produce una mayor concentración de la actividad neuronal no supone desvelar lo que acontece en nuestra intimidad. Sin embargo, las neurociencias elaboran parte de su conocimiento a partir de marcos convencionales ontológicos en los que se separa el cuerpo de la mente y no se tienen en cuenta los contextos culturales, sociológicos o históricos de las personas analizadas.
A esto se añade que asistimos a un nivel de precisión, el nanomolecular, hasta hace unos años desconocido y que, aplicado al cerebro, puede describir con mayor precisión partes de la materia neuronal y mostrar qué relación guarda con el resto. Sin duda, este nuevo nivel es clave para entender y describir determinados procesos bioquímicos y fisiológicos de nuestra compleja ingeniería cerebral. Su presencia, además, ha provocado el nacimiento de un nuevo paradigma racional. Este marco de pensamiento se propone como el ejercicio descriptivo del cerebro capaz de explicar aquello que sucede en nuestra vida interior. Colin Blakemore sostiene que: «la ciencia algún día lo explicará todo, incluyendo la necesidad humana de las creencias religiosas» (citado en Jeeves 2013, 173). En esta misma línea, el neurobiólogo Rafael Yuste también afirma que: «Cuando entendamos el cerebro, la humanidad se entenderá a sí misma por dentro por primera vez […]. Será un nuevo humanismo» (citado en Jar 2015). Sin embargo, afirmaciones como estas merecen un contraste mucho más sereno.
El nuevo paradigma neurocientífico nos hace pensar en los límites de lo que puede ser descrito y visto sobre nosotras mismas y sobre nuestra intimidad. Está tutelado por criterios tecnocientíficos, parte de la realidad nanocientífica de nuestra materialidad y desde ahí pretende describir ontológicamente toda la realidad humana. Debemos pues cuestionar qué criterios, valores y símbolos culturales son los que rigen en estas descripciones y que no siempre distinguen entre cerebro/ mente ni tampoco incluyen en sus descripciones criterios como el contexto de los cerebros investigados o el género. En ellos, la corporalidad, la biografía de nuestra carne, los deseos o las esperanzas no son consideradas objetos de estudio. Entonces, una vez más brotan las sospechas frente a paradigmas que repiten lógicas, lenguajes e imaginaciones antiguas donde el cerebro es pensado como el «órgano central» y sede de la razón masculinizada, frente a una corporalidad que alberga las pasiones y que ha sido, históricamente, feminizada.
Visualizar y desvelar qué sucede en nuestro cerebro es un sueño antiguo que debe ser leído junto a las nuevas tecnologías y la presencia del ciberespacio, pero también junto a los efectos políticos y monetarios que de todo ello se deriva. Me refiero, por señalar un escenario común, a la constante exposición que hacemos de nuestras acciones y emociones. De ahí que nuestra sociedad pueda ser descrita, como lo hace Byung-Chul Han, «volcada hacia fuera, descubierta, despojada, desvestida y expuesta a través de agentes activos que producen continuamente imágenes acerca de nuestros estados de ánimo, decisiones y deseos personales» (Han 2013, 15). Sin embargo, este exceso de exposición hace que todo se convierta en mercancía y en pornografía. Someterse es, según Han, hacer de nuestras acciones, de las cosas y del tiempo algo trasparente. Es decir, es desvirtuar su sentido y vaciarnos de esperanza.
4. Una humanidad esperanzada frente al tecnooptimismo
Parece que vivimos bajo la condición de mostrar lo que nos sucede íntimamente. En esta misma línea, Umberto Eco, en la columna de un periódico escribía:
Sin embargo, actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad hiperconectada, muchos de nosotros sólo queremos que nos vean […] quizá someterse a ese tipo de exposición es la única forma de sentirse realmente vivo y conectado. (Eco 2014)
Por lo que, si la exposición es uno de los modos que tenemos de sentirnos vivos y en contacto con los otros, debemos disponer también de una lectura feminista de nuestros usos tecnológicos, de su incidencia en los hábitos cotidianos y del porqué de una continua visibilización en las redes sociales. Si «ser en el mundo» es, actualmente, ser vistos en Internet, debemos examinar quiénes pueden producir estas visualizaciones, cuáles son los lenguajes utilizados o los logaritmos capaces de situarnos en unas posiciones u en otras. Una vez más, debemos tener en cuenta desde qué marcos comprensivos elaboramos este conocimiento y si utilizamos las categorías de sexo/género/cultura como herramientas académicas de análisis ético para reducir sesgos académicos e injusticias sociales.
Al comienzo del artículo apuntaba que no estamos únicamente ante determinados hábitos nuevos proporcionados por Internet, sino ante un cambio profundo que afecta a nuestra intimidad y a nuestros modos de relación social y religiosa. Para hacer una lectura neuroteológica feminista de los principios que sustentan estas novedades, debemos estudiar, analizar y evidenciar sus marcos cognitivos. Así que considero acertado para esta tarea retomar la perspectiva sociológica que nos ofrece Greenfeld. Según ella, la historia humana está organizada simbólicamente y está sujeta a las regularidades de la evolución cultural, más que a la biológica. Esto precisa que el estudio de los procesos humanos, históricos y sociales se centre en la cultura (Greenfeld 2011, 190). La cultura, en palabras suyas, es un proceso simbólico y mental que ocurre a través de los mecanismos del cerebro y que crea la mente humana (2011, 201-202). Sin embargo, en estos momentos, estamos estudiando la complejidad de los procesos humanos siguiendo casi exclusivamente la normativa del método científico, aunque, a juicio de esta socióloga, deberíamos fijarnos también en el sistema cultural.4
Estudiar el sistema cultural ha de hacerse desde una opción interdisciplinar y desde una metodología hermenéutica crítica. De esta manera, podremos comprender con más profundidad cómo el sistema genera el orden y conforma el marco mismo de la identidad personal y social. Considerar este marco cultural nos permite entender críticamente cómo emplazar las modificaciones aumentadas que provocan los nuevos códigos comunicativos y las cibertecnologías. Una de las mayores aportaciones que puede hacer la neuroteología fundamental crítica es desarrollar una hermenéutica neurocientífica que tenga como centro el valor de la experiencia humana y su orientación trascendental. También la filósofa Marina Garcés defiende que, frente al utopismo tecnológico y la salvación cognitiva que se nos propone, debemos poner en el centro el estatuto de lo humano y su lugar en el mundo (Garcés 2017, 56-58).
Desde la perspectiva teológica en la que me sitúo, esta opción se llama kénosis y el término nos recuerda al menos dos cosas. La primera es la posibilidad de que la divinidad se haga presencia salvífica en lo humano y la segunda es que se trata de un camino necesario para alcanzar una inteligencia de la fe cristiana que se proponga ética. Es decir, la dinámica kenótica nos sitúa en una perspectiva de encarnación donde la divinidad trinitaria se hace humanidad. Esto tiene grandes consecuencias tanto personales como teológicas ya que supone vaciarse de privilegios epistemológicos. Entre otras cosas supone aprender a mirar y a leer la realidad desde las personas descartadas, expulsadas o menospreciadas por el sistema.
La dinámica kenótica se opone también a la visión única que plantea el marco neurocientífico mayoritario. Este marco comprende la estructura emergente de la materia biológica de un modo siempre jerárquico. De nuevo, la neuroteología no dispone de conocimientos propios para establecer la plausibilidad de estas afirmaciones, pero sí, en su labor propositiva, ofrece como reto una comprensión circular de la realidad a partir de la emergencia que muestra la materialidad. Esta comprensión más dinámica es posible llevarla a término si los resultados neurocientíficos se elaboran teniendo en cuenta, además de los neurodatos y las visualizaciones producidas, el contexto, el género, el lugar social, la historicidad, la situación de los y las investigadoras, así como los lenguajes científicos que se utilizan para las descripciones cerebrales. Dicho de otro modo, considerar estas claves metodológicas supone elaborar una hermenéutica crítica de las neurociencias que nos ayude a movilizar el marco tecnocrático en el que nos hemos instalado. Movilizar los marcos de conocimiento supone también, la posibilidad de rescatar otros valores y de entender de un modo más amplio conceptos tan centrales como el de objetividad o el de evidencia científica. Entonces, ejercer la crítica y la proposición en las ciencias culturales es «infiltrarse como presencia que vuelva pensativa la estructura », sirviéndome de la expresión de Remedios Zafra (2014, 104).
«Hacer pensativa la estructura» es evidenciar que el marco mayoritario, en estos momentos, está trazado por el conocimiento tecnocrático y por una economía neoliberal que marca sus propios guiones necropolíticos (Mbembe 2011, 19-78). La enorme cantidad de información que generan las ciencias de la vida se sostiene por los resultados alcanzados a través de las disciplinas neurocientíficas. Su influencia empapa al resto de áreas de conocimiento y provoca también sus propios valores y prácticas como la evidencia científica, la aceleración del tiempo o un necesario posicionamiento en Internet, pero, a la vez, genera también distracción y falta de empatía. A esto se suman ahora las propuestas transhumanistas y posthumanistas que afirman que estamos a las puertas de experimentar un cambio irreversible en muchas de nuestras capacidades físicas, cognitivas y morales (Savulescu y Bostrom 2009; Buchanan 2011). Anders Sandberg, entre otros filósofos de gran relevancia, sostiene que:
El transhumanismo es en muchos aspectos el fruto del proyecto humanista de mejora de la condición humana, pero amplificado por la comprensión que hoy tenemos de que el cuerpo y la mente son objetos que pueden ser en gran medida entendidos y cambiados tecnológicamente. Sin embargo, el transhumanismo está también abierto a la posibilidad de que pueda haber modos posthumanos de existencia que posean gran valor y de que, por tanto, sea deseable explorar el ámbito posthumano para encontrarlos. Probablemente, ser humano no es el mejor estado posible de existencia (Sandberg citado en Diéguez 2015, 376).
El marco neurocientífico tecnocrático mayoritario provoca sus propias imaginaciones, incita sus valores y despierta modos simbólicos de concebir al ser humano (Caamaño 2018). Este paradigma ha dado paso a la comprensión de una humanidad agotada y que parece no dar más de sí. La propuesta entonces es superar lo humano. La nueva tecnoutopía transhumanista se presenta con trazos mesiánicos y afirma que una nueva especie se abrirá paso para superar los antiguos errores morales, culturales y religiosos. Ante estas afirmaciones la neuroteología fundamental no puede corroborar estas propuestas, pero sí puede cuestionar qué tipo de personas serán las que puedan dar este «salto evolutivo». Cuestionar cuáles serán los criterios para decidir quiénes serán consideradas aptas para tener acceso a unas capacidades aumentadas, o bien, qué sucederá con el resto que no disfrute de estas ventajas. Pero la preocupación mayor reside en si no existirá una esperanza encarnada e histórica, capaz de deconstruir algunas de las propuestas del tecnooptimismo.
La neuroteología fundamental, al igual que el ciberfeminismo político, subraya que no nos encontramos ante una humanidad agotada. Quizá, la desafección o la anomia cultural que padecemos, como lo define Greenfeld (2011, 200), nuble la decisión y la urgencia de repensar a fondo la elaboración del conocimiento, cuáles son los valores que los sustentan y las prácticas a las que empujan. Las ciencias de la vida están acelerando el tiempo de lo humano pero su discurso no puede ser el único legítimo y válido.
Debemos tener presente a las humanidades para señalar cuáles son los mecanismos que operan en la construcción de la subjetividad y de la vida cultural, sus hábitos, valores, símbolos y prácticas. También debemos, como subraya Zafra: «luchar contra la exclusión propia del logocentrismo y empoderar tecnológicamente a las mujeres de distintas culturas y lugares» (2014, 104). No podemos dejar de recordar que masculinidad no es sinónimo de universalidad ni que feminización lo sea de precariedad. Se trata pues de transformar los imaginarios patriarcales y racistas, que también colonizan nuestras comprensiones religiosas y teológicas, para dotar así a la vida de sentido. Como he repetido en este artículo, creo que es momento de pensar la esperanza de modo interdisciplinar e interseccional pues es mucho lo que está en juego.
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Montserrat Escribano-Cárcel
Profesora Asociada de la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de València, España. Forma parte del Grupo de Investigación en Bioética (GIBUV) y del Seminario de Ética política y Religión, ambos de la Universitat de València. Es miembro de la Junta directiva de la European Society of Women Theological Research (ESWTR) y de la Junta directiva de la Asociación de Teólogas Española (ATE). Es miembro también de la Coordinadora del Fòrum Cristianisme i Món d'Avui y del Consejo de dirección de la Revista Iglesia Viva. Sus publicaciones giran en torno a la neuroteología fundamental, la teología feminista, la hermenéutica crítica y las éticas aplicadas.
Artículo recibido el 6 de enero de 2018 y aceptado para publicación el 26 de marzo de 2018.
Notas
1 La propuesta ética en la que sitúo esta reflexión teológica está en la estela del proyecto filosófico de una ética cordial desarrollada por Adela Cortina.
2 Amanda Baggs expresa en su blog «In my language» su derecho a que se reconozca su capacidad de pensamiento: «La forma en la que naturalmente pienso y respondo a las cosas se ve y se siente tan diferente a los conceptos estándar que mucha gente no lo considera pensamiento. Pero es una forma de pensamiento por derecho propio. Sin embargo, el pensamiento de la gente como yo, solo es tomado en serio si aprendemos su lenguaje, sin importar previamente cómo pensamos o interactuamos» (Baggs 2017).
3 En su cristología, Walter Kasper subraya que la última y más alta realidad no es la substancia de cada una de las personas trinitarias, sino la relación que se da ent ellas. (2012).
4 Liah Greenfeld señala que, si queremos comprender lo que sucede, debemos fijarnos en que: «La explicación final tendrá que ver con el sistema cultural que genera el orden –la cultura específica– que aporta el esquema general de todos los fenómenos sociales dentro del mismo y forma el marco de la identidad de los participantes […]. Los sistemas culturales que generan orden son el fenómeno más interesante, los más importantes para la comprensión de la realidad social humana en general (Greenfeld 2011, 230).