1. Introduction
El acoso sexual en el trabajo (AST), entendido como un tipo de violencia de género, es una problemática que ha empezado a abordarse en Ecuador en los últimos años, tanto desde el ámbito académico como político-social. Desde el ámbito político, fue en 2017 cuando el acoso laboral cobró un nuevo impulso con el debate de la reforma de la Ley Orgánica del Servicio Público (LOSEP) y del Código del Trabajo (CT), con el fin de prevenirlo. Desde 2018, el AST es reconocido como una forma de violencia de género, tal y como se establece en la Ley Orgánica Integral para Erradicar y Prevenir la Violencia contra las Mujeres (literal 3 de su artículo 12).
El acoso sexual en el trabajo es un concepto complejo por ser el resultado de una combinación de problemas en los que no solo se reflejan las discriminaciones por razón de género sino también otras discriminaciones, como la etnia o la clase social, que se entretejen de forma interseccional (Lugones 2008). Para la Organización Internacional del Trabajo (2013), el AST es un “comportamiento en función del sexo, de carácter desagradable y ofensivo para la persona que lo sufre”. Es una forma de violencia (Caballero 2006, 432), una expresión de poder tanto patriarcal como laboral (Romero, Torns y Borras 1999, 60), que afecta a los derechos humanos y a los derechos de las y de los trabajadores (Walker y Liendo 2005, 15).
La OIT destaca que el acoso sexual es aquel comportamiento de índole sexual que la persona siente como humillante. Por lo tanto, en una investigación sobre AST, conocer las percepciones sobre lo que es sentido como acoso es un primer paso de gran relevancia. Además, nos ayuda a acercarnos a la forma en la que se percibe el rol de mujeres y hombres en el ámbito laboral y la importancia de tales percepciones para comprender el acoso y la violencia laboral (González 2018, 16).
Esta construcción de identidades va de la mano de los estereotipos, que son un conjunto de creencias sobre un grupo que implican la atribución de similares características a diferentes miembros de dicho grupo (Codol 1982, 276; Stangor 2016, 110). Tienen un carácter marcadamente cultural y pueden variar de una cultura a otra. Estas creencias afectan al modo en que se considera que mujeres y hombres son y deben ser (Blanco y Leoz 2010, 148). Estamos, por lo tanto, ante creencias sobre los atributos de cada género que implican discriminaciones (Garrido, Álvaro y Rosas 2018, 3), en cuanto que se considera que hay determinadas cualidades que corresponden en exclusiva a un género y no a otro, en función de su condición biológica (Groner, Muñoz y Angulo 2016, 9).
Los estereotipos perpetúan el sistema sexo-género como ese “conjunto de acuerdos por el cual la sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana” (Rubin 1996, 44). Suponen el sustento de esa ideología denominada sexismo, y que se puede manifestar tanto en el “sexismo hostil”, con actitudes despectivas basadas en la creencia de que ellas pretenden controlar a los hombres a través de su sexualidad o astucia, como en un sexismo “benevolente”, paternalista y protector, en palabras de Glick y Fiske (2001, 111-114).
De las creencias se derivan actitudes y comportamientos (Stern 2007, 106), e incluso conductas agresivas (Yubero, Larrañaga y Navarro 2011, 189). Así lo reconoce la Universidad Nacional Autónoma de México que, en su Protocolo de actuación en casos de violencia de género (2019, 6), enlista entre ellos el acecho, la celotipia, devaluaciones, los gestos ofensivos, insinuaciones u observaciones marcadamente sexuales, así como amenazas a una persona de “reprobarla, bajarla de puesto o cuestión similar si no se mantiene un contacto sexual”. De ahí la importancia, tal y como señalan Yubero, Larrañaga y Navarro (2011, 193), de modificar los sistemas de creencias para luchar contra la violencia de género.
La “subordiscriminación” en función del género - señala Ma. Lourdes Miranda (2020, 16) - se sustenta en las creencias construidas en la sociedad heteropatriarcal. Funcionan los estereotipos como parte de esa violencia simbólica - acudiendo al concepto acuñado por Bourdieu (2000, 15) -, cimiento ideológico de la violencia de género, que actúa como el brazo armado del patriarcado (Lledó 2003, 218), ese sistema “de organización social en el que los puestos clave de poder (político, económico, religioso y militar) se encuentran, exclusiva o mayoritariamente, en manos de hombres” (Pazos 2018).
Los estereotipos, según indica Joana Colom (1997, 146), cuentan con una doble naturaleza, descriptiva y prescriptiva. No sólo pautan cómo son mujeres y hombres sino también cómo deben ser. Ellas y ellos adquieren un papel activo para perpetuar los estereotipos, pues el individuo no permanece pasivo en la producción de significados que los controlen, sino que participa activamente en los mismos (Goffman 1956). En relación con ese carácter activo del individuo está lo que Hakim (2012) denomina capital erótico, que va más allá de la tríada de capitales económico/social/ cultural descrita por Bourdieu (1987), pero que, basándose en la capacidad de atracción sexual, puede ayudar a acceder a estos capitales. Desde el sexismo hostil, se considera que las mujeres se aprovechan en beneficio propio de tal capital sexual, lo que va muy vinculado al estereotipo de mujer fatal o “poder del moño”. El contrapunto lo encontramos, en esta investigación, en el estereotipo de la “mujer brava”, la mujer que se comporta de manera huraña para que no la tachen de seductora o para defenderse del acoso sexual masculino.
Mujeres y hombres quedan atrapados en una concepción binómica que atribuye a ellas la emocionalidad y a ellos la racionalidad (Spence y Helmreich 1978). Fiske et al. (2002) establecen dos dimensiones en el contenido de los estereotipos: la sociabilidad, vinculada a lo femenino, y la competencia, ligado a lo masculino. Viladot y Steffens (2016) hacen referencia a otras dos dimensiones: la comunalidad, relacionada con cualidades consideradas femeninas, y la asertividad, unida a lo masculino. En todo caso, es preciso concretar que se trata de un binomio de carácter occidental, adscrito a los estereotipos que afectan a las mujeres blancas. Cualidades como la dulzura, por ejemplo, no son extensibles a la imagen tópica de las mujeres negras (Landrine 1985).
Los estereotipos tradicionales de género tienen consecuencias tanto en el ámbito laboral como en el privado. Condicionan a las mujeres y a los hombres en la selección de su futuro profesional. En especial, suponen un freno en el desarrollo profesional de las mujeres por la colisión entre las cualidades que se le atribuyen a una buena profesional (competitividad y ambición) y a una “buena” mujer (el priorizar la maternidad y el cuidado de su familia) (Garrido, Álvaro y Rosas 2018, 11).
2. Metodología
Los resultados expuestos en este artículo han sido obtenidos a través del proyecto de investigación denominado “El acoso sexual en el trabajo: estudio cualitativo y estrategias de intervención en Ecuador”, financiado por la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación (SENESCYT) de Ecuador. La financiación corresponde al Programa Nacional de Financiamiento para Investigación Inédita, en la convocatoria de 2018. La investigación tuvo una duración de 18 meses y se inició en diciembre de 2018.
El objetivo del proyecto fue identificar y tipificar las situaciones de acoso sexual en el trabajo en Ecuador, a través de las experiencias y percepciones de los trabajadores y trabajadoras de diversos sectores productivos del país. En este artículo presentamos los resultados referidos a los estereotipos de género detectados en sus discursos.
La metodología es de carácter cualitativo y se ha basado en la combinación de grupos de discusión y análisis crítico del discurso. Se han utilizado 16 grupos de discusión, 8 de ellos en Quito y 8 en Guayaquil por ser las ciudades representativas de las dos principales áreas geográficas, políticas, culturales y económicas de Ecuador: la Sierra andina (Quito) y la Costa tropical (Guayaquil).
Las personas que han formado parte de los grupos de discusión fueron seleccionadas según tres ejes estructurales: 1) el género; 2) actividad productiva, y 3) cualificación profesional.
Hemos utilizado la categoría género considerando que la literatura especializada coincide en destacar que tras el acoso sexual están presentes las relaciones de poder por parte de los hombres hacia las mujeres.
Respecto a la actividad productiva, se han seleccionado, como informantes, trabajadores y trabajadoras de las tres ramas productivas más feminizadas y las tres ramas productivas más masculinizadas del país. Siguiendo los datos del Instituto Nacional de Estadística de Ecuador (INEC 2012), las tres ramas con más presencia de mujeres son hogares privados con servicio doméstico, actividades de servicios sociales y de salud, y hoteles y restaurantes, mientras que las más masculinizadas son construcción, explotación de minas y canteras, y transporte, almacenamiento y comunicaciones. Las personas informantes que participaron pertenecían a empresas públicas y privadas o ejercían su trabajo de forma autónoma en los siguientes sectores: servicio doméstico remunerado, ámbito sanitario, locales hosteleros, construcción, sector de minas y transporte.
La cualificación profesional se estableció en tres niveles - alta, media y baja -, dado que entendemos que la formación de las y de los trabajadores va unida a las relaciones de poder, es decir, la cualificación que se exige en el puesto de trabajo determina la posición que el empleado o empleada ocupa en la empresa. Se incluyó en cualificación baja a aquellos trabajadores y trabajadoras sin estudios o con formación primaria; en cualificación media, a quienes contaban con formación de bachillerato; y, por último, la cualificación alta se utilizó para aquellas personas con título de grado o superior.
Las y los informantes fueron seleccionados según el siguiente proceso. Se acudió a centros de trabajo de los sectores productivos seleccionados para buscar a personas que cumplieran el perfil establecido según los ejes estructurales indicados. Firmamos con ellos un compromiso de confidencialidad que garantizase el anonimato de los/as participantes y, por otra parte, nos dieron su consentimiento informado.
Los ocho grupos de discusión en cada una de las dos ciudades, es decir, los 16 grupos en total, estuvieron formados por una media de entre 6 y 10 informantes. El número final de participantes fue de 138 personas (67 en la ciudad de Quito -Q- y 71 en Guayaquil -G-). Del total de informantes, 33 eran hombres y 105 mujeres. En la tabla 1 se incluyen los ejes estructurales que conformaron cada uno de los grupos.
MUJER | HOMBRE | |||||||
---|---|---|---|---|---|---|---|---|
RAMA DE ACTIVIDAD | Más feminizada | Menos feminizada | Más feminizado | Menos feminizado | ||||
CUALIFICACIÓN | Alta G3/Q3 |
Media G4/Q4 |
Baja G5/Q5 |
Alta G6/Q6 |
Media G7/Q7 |
Baja G8/Q8 |
G1/Q1 (alta, media y baja) |
G2/Q2 (alta, media y baja) |
Autoría: Elaboración propia.
Tanto en Quito como en Guayaquil, se formaron 6 grupos de mujeres. En Guayaquil fueron los grupos G3, G4, G5, G6, G7 y G8; en Quito, los grupos Q3, Q4, Q5, Q6, Q7 y Q8. En resumen, 3 grupos de mujeres, uno de cualificación alta, otro de cualificación media y el último, de baja, fueron seleccionados de los sectores productivos más feminizados. De la misma manera se realizó la conformación de los 3 grupos de mujeres pertenecientes a los sectores productivos más masculinizados.
En el caso de los hombres, sólo se constituyeron dos grupos por ciudad dado que la literatura científica muestra que el AST afecta fundamentalmente a la población femenina. En cada ciudad, aglutinamos en uno de los grupos a los trabajadores de los sectores más feminizados (G1 y Q1) y, en el otro, a los trabajadores de los sectores más masculinizados (G2 y Q2). No se realizaron grupos separados por cualificación, de manera que en cada uno de ellos se mezclaban trabajadores de cualificación alta, media y baja.
De esos grupos de discusión se han extraído los discursos predominantes en cuanto a estereotipos de género que se dan en el ámbito laboral y que subyacen en el acoso sexual en el trabajo. Los discursos nos han permitido ver cómo las creencias y los estereotipos condicionan las relaciones laborales entre hombres y mujeres. En definitiva, cómo las relaciones de poder y la discriminación se expresan a través de los relatos.
3. Resultados
a) Estereotipos y creencias detectadas en las trabajadoras mujeres
En el universo de estereotipos presentes en el discurso de las trabajadoras, ellas se consideran las responsables del acoso que sufren. “El hombre llega hasta donde la mujer se lo permite”, sintetizaba una de las participantes en los grupos de discusión (grupo G51). Este mandato, a la vez impuesto y autoimpuesto, implica que las mujeres asuman en exclusiva las situaciones de acoso (que el 77% de las informantes manifiesta haber sufrido y/o conocido), mientras que eximen a los hombres de la responsabilidad que tienen, y no solo a ellos, sino también a las empresas o instituciones, dado que consideran que la responsabilidad es individual.
En el discurso de las mujeres late un determinado concepto de masculinidad. Se cree que, en ellos, se impone el instinto sexual, y que sobre ellos pende el mandato social que les obliga a demostrar que son hombres: “A eso es que voy: la mujer provoca al varón. ¿Y el hombre que tiene qué hacer para que no le digan que es homosexual? Actuar. ¿Y quién tuvo la culpa? La mujer” (G8)2. Es una idea de masculinidad fundamentada en el poder del hombre sobre las mujeres y que coincide con lo que indican los estudios sobre masculinidades, basada en una triple concepción: para ser hombre es preciso demostrar que no se es niño, ni mujer ni homosexual (Badinter 1993).
¿Qué pueden hacer las mujeres para poner límites? Dos estrategias sobresalen: “respetarse”, evitando despertar en sus compañeros el instinto sexual, o “hacer que te respeten”, manifestándose propiedad de otro hombre. En este último caso, a quien se le concede ese respeto es a ese otro hombre del que eres propiedad: “Yo sí soy seria; cuando a mí no me gusta algo, yo soy de las que digo: yo tengo mi esposo, yo no necesito ver otras cosas” (G6)3. ¿Y si no tienes esposo? “Pues te inventas” (Q6)4.
El respetarse supone, por un lado, renunciar a las características que tradicionalmente se han atribuido a las mujeres, es decir, renunciar al estereotipo clásico de femineidad (por ejemplo, la coquetería o la dulzura) y, por otro, esconder o disimular las partes del cuerpo que puedan ser consideradas por sus compañeros como reclamo sexual: “si ya van con escote y con su este, ¿qué va a hacer el hombre?” (G8)5. Por otro lado, implica endurecer el carácter, adoptando otro estereotipo, el de la “mujer brava”, la mujer de carácter duro, huraño e implacable. La simpatía y la cordialidad pueden ser malinterpretadas, tanto por los posibles compañeros acosadores como por el entorno. La “mujer brava” aparece como un rol conscientemente asumido al tratarse de un mecanismo de defensa frente al acoso sexual, y no solo evita ser malinterpretadas sino también ser considerada “débil”: “Si una la mujer le va a decir no, a mí no me vengas a hacer ese tipo de cosas, de propuestas, el hombre no va a atacar, incluso ni siquiera va a hacer la propuesta” (G3)6.
Pero, además, el estereotipo cumple una segunda función: que te valoren como trabajadora y no te resten autoridad por ser mujer. Lo que se hace especialmente necesario tanto en entornos masculinizados como en aquellos casos en los que las mujeres ejercen cargos de autoridad. A las mujeres, para que las respeten como trabajadoras y/o jefas, deben adaptarse y asumir los rasgos de carácter que tradicionalmente han conformado el estereotipo masculino (agresividad y competitividad).
En esta empresa, todos eran hombres, solo había una jefa que era mujer. Pero ella llegó ahí a punta de palo, era bravísima, nadie le podía decir nada, era como un ogro, todos le tenían miedo, pero era la única forma en la que ella había logrado mantenerse en una empresa donde todos eran hombres. (Q6)7
El estereotipo de “la mujer brava” no solo es una reacción al “hombre depredador” sino también al “hombre boicoteador”, aquel que pone todo tipo de obstáculos para el desarrollo profesional de sus compañeras. Las trabas, reconocidas por las participantes en los grupos de discusión, sobre todo en aquellos/as de cualificación alta, se encarnan de diversos modos. Por ejemplo, en la desobediencia a las órdenes de aquellas mujeres que ejercen un cargo superior, en la puesta en cuestión de sus méritos (atribuir el avance profesional de sus compañeras al hecho de ser mujeres y a su atractivo sexual) y el considerar a las mujeres como intrusas en espacios laborales masculinizados.
Incluso aunque sean jefas, los compañeros desarrollan un halo de protección porque las ven antes como mujeres que como autoridad. También su autoridad se ve minada cuando las perciben como mujeres de otro hombre al que hay que respetar.
Al principio, los chicos no me llamaban y yo al día siguiente les escribía y no me contestaban y les digo: ¿por qué no me avisó? (Ellos): “no, es que ¡qué pena señora Silvana!, lo que pasa es que ¡cómo la voy a llamar!, ¡cómo le voy a pasar un mensaje!, ¿qué dirá su esposo?” (G6)8
Hay, así mismo, estereotipos que minan las relaciones entre mujeres y las dividen. Es común denominador, tanto en las participantes de Quito como en las de Guayaquil, el discurso en el que se enfrenta a las mujeres entre sí: a las consideradas mujeres “bravas”, por un lado, y aquellas a las que se acusa de jugar con la ambigüedad, las que utilizan su “capital sexual” en beneficio propio, lo que en los grupos aparece denominado como “el poder del moño”. A estas mujeres se las considera responsables de que todas sean juzgadas por ese patrón.
Yo iba uniformada, yo no uso nada de tangas ni cosas chiquitas, yo uso interiores que me tapan hasta la media pierna. He visto que hay compañeras que usan rojo, usan negro y usan hilos, que están dando la pauta a… . (G4)9
El “poder del moño” es entendido como aquel poder que poseen las mujeres debido a su atractivo sexual y que aprovechan ante las presuntas dificultades de los hombres para reprimir su instinto. En el discurso de algunas de las participantes se indica que con el “poder del moño” intentan sacar un doble partido: como mujeres y como trabajadoras. Como mujeres, consiguiendo a un hombre proveedor, y como trabajadoras, logrando tratos de favor de sus jefes.
- “Pero sí tú vienes a buscar aquí a los hombres, ¿por qué te quejas?”. - “Que no, que ya me hizo el hijo”. - “Tú estás vendiendo tu vientre”, porque salió preñada, dio a luz y ahora sí, anda, demándalo. Mil, dos mil mensuales… para eso es que tú quieres.” (G8)10
Este estereotipo, el del “poder del moño”, se le achaca con especial fuerza a las mujeres de la Costa y a las mujeres extranjeras. En los grupos de discusión de Quito, las participantes lo aplican con cierta virulencia a las trabajadoras venezolanas, cuya presencia se observa como amenazante debido al importante flujo migratorio desde Venezuela a Ecuador en 2019.
Así estamos inundados de venezolanas y así al siguiente día la venezolana entra a esa unidad. Y todos: ya le ha contratado a la venezolana, ¿por qué? Porque los cuerpecitos que se cargan…, que hay que ser realista ¿no? (Q8)11
Es un discurso que se detecta, sobre todo, en los grupos de discusión de mujeres con baja cualificación y en situaciones laborales más precarias, que desempeñan puestos fácilmente intercambiables y que sienten la presencia de compañeras extranjeras como una competencia añadida, acusándolas de su disponibilidad a aceptar condiciones de explotación aún mayor.
El compañerismo se considera un atributo masculino. Ellos no solo son percibidos como mejores compañeros unos con otros, sino, a veces, también con las mujeres, o bien por una actitud paternalista con sus compañeras, o bien en función del modelo tradicional de hombre caballeroso y condescendiente. En todo caso, una especie de “ángel bueno” que protege a sus compañeras de los hombres que siguen el modelo “depredador” y que engarza con el “sexismo benevolente”, la contrapartida del “sexismo hostil” del que hablan Glick y Fiske (2001).
Me topé con un señor mayor que me cuidó, me apadrinó, me defendió. Yo creo que veía en mí como una hija, entonces, siempre me respetó mucho y cuidó que nadie me faltara al respeto. (G7)12
A pesar de la existencia del estereotipo de la “mujer brava” como modelo a seguir y el del “poder del moño” como modelo censurable, persiste también el estereotipo de la mujer sumisa, que calla y permite como muestra de sacrificio, por lo general, por su condición de madre.
Uno a veces por los hijos tiene que aguantar muchas cosas en el hogar, en el trabajo, en la calle. Pero como le digo a mis hijas, siempre pongo mi mente en ellas para seguir adelante. (Q5)13
Se observa en los grupos de discusión una diferencia relevante entre las mujeres de cualificación alta respecto a las trabajadoras de cualificación más baja. En éstas se detecta que están más normalizadas, no solo las relaciones de desigualdad entre mujeres y hombres, sino también el acoso. Sin embargo, en los grupos de más cualificación, se observa una mayor conciencia de los límites que les ha supuesto en su carrera profesional el hecho de ser mujeres.
Una de las cosas que pienso, de por qué me pasó esto o aquello, fue justamente el no saber que tenía derechos. Como que crecí en esa cultura donde se enseña a la mujer a callar... mi madre me enseñaba a callar frente a mi papá. Antes de casarme fue el mismo consejo: no pelees con tu esposo, calla y cosas así. (G3)14
b) Estereotipos y creencias detectadas en los trabajadores hombres
¿Cómo conciben los hombres a sus compañeras de trabajo? Ellos las perciben como si aún representasen el papel adjudicado a las diosas de la mitología griega Pandora y Peito. Ambas simbolizan la belleza y la seducción, y las dos arrastran a los hombres a un mundo de perdición. A través de sus encantos y embelesos los hombres caen en un submundo de oscuridad y se desatan todos sus males. Aunque hay estereotipos que constituyen un imaginario compartido entre mujeres y hombres (la mujer brava frente a la mujer fatal o el poder del moño), en el discurso de ellos destaca la virulencia con la que se refieren a sus compañeras de trabajo. Estamos ante lo que Glick y Fiske (2001) denominan “sexismo hostil”.
Mientras en el discurso de las mujeres predomina la comprensión hacia sus compañeros (pues consideran que sus acciones están dirigidas por sus instintos), en el discurso de los hombres se destaca la agresividad hacia ellas, sobre todo en los ámbitos laborales más masculinizados, como una especie de reacción ante un cuerpo extraño que se incrusta en un mundo, el laboral, en el que la mujer aún es concebida como una intrusa. Las mujeres aparecen en el relato masculino como compañeras astutas y aprovechadas.
Hay otro tipo de mujeres que buscan ese trato, que a veces utilizan sus encantos para tratar de escalar en la empresa […] y las mujeres terminan ya buscando, provocarlo de alguna forma. ¿Y qué pasa?, ¿qué termina pasando? Lo que tenía que pasar. (G2)15
Se considera que ellas incluso utilizan con fines perversos sus “cualidades perceptivas”, su capacidad para detectar cuando alguien tiene un problema (es decir, el estereotipo tradicional que vincula a las mujeres con la capacidad de empatía), y en ese caso pueden llegar a ser una especie de Terminator que es capaz de acabar con todo.
Ellas pueden percibir cuando la persona está con un problema y fungir como consejera o acompañante. […] La mujer tiene el poder de destruir todo con venganza y con odio. Cuando una mujer ve que dentro de su situación laboral o que dentro de su propia empresa hay un problema personal incluido, son capaces de destruir todo. Me refiero, destruir la vida de las personas, destruir familias completas, destruir una empresa con años de servicio. (Q2)16
Por otro lado, las mujeres son vistas también como compañeras de trabajo irresponsables y poco trabajadoras, lo que en ocasiones se atribuye a sus cargas familiares. Una concepción que no considera compatibles el ser buena profesional con el ser buena madre.
Yo a ellas les exijo: oye ¿sabes qué? ¡Deja el celular un momento! Me dice: mira, me llaman de mi hijo. Entonces le digo: si es que tú tienes tu hijo, tienes tu hogar, tienes problemas ¿para qué buscas trabajo? Si tú vienes acá, es para trabajar. (Q1)17
Otro estereotipo que ellos hacen recaer sobre sus compañeras está relacionado con lo que entienden como el irrespeto a la moral sexual dominante (en la que se concibe que debe ser el hombre quien tome la iniciativa sexual y las mujeres quienes cohíban su deseo). Este estereotipo recae con mayor fuerza, al igual que habíamos visto en el discurso de ellas, sobre las trabajadoras de escasos recursos económicos y las mujeres de la Costa.
Muchas de ellas comenzaron así, de estratos sociales bajos y las manes vienen a buscar. Yo era administrador, y hasta por los días libres me venían a decir: “deme sábado y domingo y si quiere ahí salimos, aproveche”. ¿Sí me entiende? ¡Solo por unos días libres! (G2)18
Resulta un escenario multicolor, como si las compañeras estuvieran en un lugar que no les corresponde de forma natural o como si el acceso al trabajo les haya permitido una serie de “suertes”, de “privilegios”, que hace que ellos lleguen a concebirse a sí mismos como víctimas. La primera de estas “suertes” sería el “aprovecharse” de su condición de mujer para escalar profesionalmente o, en el peor de los casos, para poder seguir manteniendo a la familia.
- Tengo amigos alcaldes de donde yo soy. Son cosas que ellos cuentan: “mira ella va a entrar y entró”.
- Entró y ya, sin proceso de selección.
- “Una extraña belleza es vicealcaldesa”. O sea, ese es el nivel: “una extraña belleza”.
- ¿Dónde pasa eso? Donde la gente tiene miedo a hablar, como las mujeres tienen miedo a darse a respetar. Hay ciertas que sí, pero hay ciertas que les gusta, bueno me van a dar un buen puesto, me van a meter de Vicealcaldesa. ¿Qué hace una mujer más fácil? Y listo, entraron. Es así, todas las concejalas. Mira las concejalas que hay en El Triunfo. Entonces todo es un mercadeo. (Q1)19
La segunda “suerte” sería el “aprovecharse” de las ventajas que les proporcionan las leyes, como los beneficios por maternidad. Beneficios que, según ellos, tienen serias repercusiones en el entorno laboral.
Una mujer tiene: un hijo, luego ¡pas,! tiene el siguiente, ¡pas! siguiente, y así llega a tener 4 o 5. Cuatro o cinco años enteros sin hacer guardias, sin hacer absolutamente nada que le compete a su carrera, porque tiene período de gestación y períodos de lactancia durante un año entero. (Q2)20
¿Cómo se perciben los hombres a sí mismos? Los estereotipos con los que se autocaracterizan van desde el “hombre cazador” hasta el “hombre víctima” de los encantos o las argucias de ellas. En sus relaciones sexuales ellos se perciben con los estereotipos de género tradicionales. Se entiende que los hombres deben mostrar de forma continua su virilidad y que su fin “es tener un acto sexual y satisfacerse” (G1)21. Si se resistieran a ello temen ser percibidos de forma contraria a su masculinidad. Es decir, el hombre debe demostrar que lo es.
Por nuestra naturaleza, se puede decir de mamíferos, es normal que a veces nos levantemos con el bicho y la veo bonita y ahí le digo algo bonito, algo agradable sin pasar de la línea del respeto; y ahí queda. (G2)22
No se entiende que las masculinidades puedan ser diversas, que existen distintas formas de ser mujer y de ser hombre (Fernández de Avilés 2021, 9). Se observa, de hecho, entre los participantes, una gran preocupación por no ser percibido como homosexual.
Como enfermero, ellas tenían una visión de mí diferente porque soy soltero y se especulaba mucho sobre mí. Yo salí con un par de alumnas de la universidad y luego, cuando estaba en el hospital, también salí con las enfermeras, pero era más bien por demostrarles lo contrario. (G1)23
En el discurso ellos no reconocen su responsabilidad. Es decir, toda la responsabilidad recae en las mujeres, que son las que se tienen que hacer respetar.
El hombre se emperra, se encapricha, intenta y continúa, y ahí sí viene la parte donde la mujer es la que viene a marcar la línea, ¿no? Pero cuando una mujer no te para y te permite, de una u otra manera, el acoso, sigues insistiendo… . (G1)24
Frente al binomio que tradicionalmente vincula los estereotipos masculinos con la racionalidad, en los grupos de discusión se ha evidenciado un discurso común: son las mujeres, y no los hombres, las que deben priorizar la razón dado que se percibe que ellos no son capaces de sobreponerse al instinto. Si actuasen priorizando la razón al instinto, podrían ser considerados menos hombres.
4. Conclusiones
Si bien mujeres y hombres comparten un universo de estereotipos, se diferencia el discurso de ellos por la agresividad. Queda explícito en el mismo lo que Glick y Fiske (2001) denominan como “sexismo hostil”. Una hostilidad que, según estos autores, parte del percibir a sus compañeras como una amenaza al poder masculino y una intrusión en el espacio laboral. El discurso de ellas, al contrario, es más comprensivo hacia sus compañeros y parte de la asunción de la responsabilidad de frenarlos, partiendo de la idea de que no pueden reprimir sus instintos.
Frente al acoso masculino, surge como modelo la “mujer brava”. Es la mujer que hace gala de su carácter para defenderse de los hombres y que, como si fuesen menores, pone claramente los límites. Las mujeres son conscientes de que, en su caso, el respeto debe ganarse, de ahí ese verbo reflexivo que utilizan con tanta frecuencia: el “respetarse” para que las respeten.
Nos alejamos así de la imagen de mujer cálida, que sobresale en estudios como los de Spence y Helmreich (1978) o Fiske et al. (2002). La “mujer brava” está más próxima al estereotipo de mujer hostil que Landrine (1985) relacionaba con las mujeres negras. No es una falta de calidez ligada en exclusiva a las mujeres trabajadoras, como indican Fiske et al. (2002), dado que la “mujer brava”, en el discurso de las informantes ecuatorianas, se erige como modelo a seguir frente al acoso masculino en todos los ámbitos, no sólo el laboral.
Los estereotipos con los que se dibuja a las mujeres son diversos y están condicionados por otras categorías como la procedencia nacional, la etnia y la clase social, tal y como señalan Viladot y Steffens (2016). De hecho, el estereotipo de la “mujer fatal” o del “poder del moño” se vincula con más fuerza a las mujeres de la Costa, a las de clases sociales más desfavorecidas o a las inmigrantes, a las que se sexualiza en mayor medida.
El contrapunto de la “mujer brava” está en la “mujer fatal”, o lo que los informantes denominan como el “poder del moño”, en estrecha relación con lo que Hakim (2012) reconoce como “capital erótico”. En el discurso de ellos subyace la idea de que una mujer, por el hecho de serlo, es sospechosa de ser una Eva o Pandora que desate todos los males, lo que explica que las trabajadoras se esfuercen en alejarse de ese modelo de mujer. Constantemente en el discurso de ellas se insiste en esa dicotomía entre las mujeres “buenas”, que acatan la moral sexual establecida, y las mujeres “menos buenas”, las que reúnen todas esas cualidades sancionadas negativamente en su entorno y por ellas mismas.
Ese modelo de mujer, el de la “mujer brava”, en todo caso, no es una mujer feminista. No existe un discurso feminista entre las participantes sino, por el contrario, una asunción acrítica de los valores morales que les impone su entorno. Apenas se produce una reivindicación del derecho de las mujeres a construir su imagen física y su sexualidad libremente. Aceptan sin cuestionamientos el discurso hegemónico de hacerse respetar, bajo el mandato del recato.
En el discurso de los hombres, se expresa un modelo de masculinidad muy marcado. Para ser hombre hay que tener deseo sexual hacia las mujeres y llegar al acto sexual. En definitiva, para mostrarse como hombre hay que demostrarlo. La demostración de la masculinidad antepone el instinto a la razón, lo que también cuestiona el estereotipo que vincula tradicionalmente a los hombres con la racionalidad dejando a las mujeres al margen y ligadas al mundo de las emociones.
Los hombres acaban por revertir en su discurso la discriminación que ellas sufren en lo laboral. En ningún momento hablan ellos de las dificultades de sus compañeras para conciliar, de los inferiores sueldos que cobran, de sus dificultades para acceder a puestos de poder… En el discurso de los trabajadores, ellos son las víctimas. Se apropian del discurso victimizador, para no ser considerados los agresores sino la parte vulnerable.
La agresividad de los estereotipos con que las mujeres son vistas por sus compañeros supone obstáculos e inseguridades en su desarrollo profesional y personal. Ellas deben elegir entre ser buenas madres o buenas profesionales, deben estar muy pendientes de su aspecto físico, de poner límites y se las responsabiliza si son acosadas. Son vistas como estrategas, aprovechadas, malas compañeras e incluso vagas. Estereotipos estos que, a la postre, actúan como muros, muchas veces invisibles, para su incorporación en igualdad de oportunidades al mundo laboral.