La mención a enclaves geográficos del norte de Europa en la literatura hispánica medieval es bastante desconocida pese a ser bastante frecuente, sobre todo en textos literarios, en prosa y en verso, del siglo XV1. Hasta donde llegan mis conocimientos, su presencia ha sido escasamente estudiada o analizada en profundidad2, al estar considerada como un mero ornamento, una licencia literaria creada para embellecer un concepto de la cronística medieval hispánica: el neogoticismo, ese sentimiento neogoticista que, a modo de “superestructura ideológica”3, sirvió para canalizar una cierta reacción colectiva, primero de continuidad y más tarde de unidad en la resistencia, tras la llegada del poder islámico a la península ibérica.
A lo largo de las siguientes páginas se va a dejar de lado toda polémica, nominal y académica, sobre la reconquista. El motivo de este descarte no es porque carezca de importancia en sí misma (todo lo contrario, de hecho), sino porque las limitaciones de espacio me fuerzan a desechar tanto el contraste de diferentes ópticas de análisis4, como la delimitación de la veracidad o conveniencia del uso de tal sujeto historiográfico. Me voy a centrar por completo en desgranar de forma breve el origen y la evolución literaria del fundamento ideológico del más hispánico “proyecto permanente de la Edad Media”5. Se analizará en primer lugar la aparición del neogoticismo como germen de la propaganda política cristiana durante los siglos de vertebración geográfico-política de la Edad Media peninsular, así como su posterior desaparición de la palestra narrativa y literaria. Más adelante, se estudiarán las posibles razones que explican la recuperación de todo este entramado literario y político durante el Cuatrocientos y la incidencia que, en el desarrollo propagandístico de esta construcción, tuvieron dos topónimos, Escitia y Escancia, convertidos en literarios aldabonazos de prestigo en lo político y lo genealógico por haber sido señalados como los núcleos originarios de la epopeya de los godos6.
Empecemos por definir neogoticismo. Se trata del mecanismo de transmisión a todos los niveles sociales y culturales de la existencia - o cuando menos el anhelo - de una continuidad entre el reino cristiano visigodo y las entidades resultantes del subsiguiente movimiento geopolítico tras la conquista islámica de la Hispania visigoda: la concentración de población mayoritariamente cristiana en el norte de la península ibérica7. Ambos sucesos han de ser considerados “de primera importancia y de larguísima duración en la configuración de ideas e imágenes sobre España”8, por encima de que su evolución no fuera rápida ni constante, y teniendo también muy en cuenta la enorme cantidad de construcción ideológica del gobierno de los visigodos en la península ibérica9, un muy forzoso y más forzado puente entre la Hispania romana y la medieval10.
Sea como fuere, aun sin que encontremos en él neogoticismo de manera explícita, hay que considerar al Laus Spaniae de San Isidoro como “el punto de arranque de toda una tradición nacional española”11. Se trata del texto que dota de los ingredientes básicos al que sí es el primer ejemplo de cosmovisión neogoticista: la Crónica mozárabe de 75412, en especial el lamento por la pérdida de España allí contenido13. Aquí ya se vislumbra la relación de continuidad entre los dos elementos literarios que más tarde iban a fundamentar esta construcción ideológica14: pecado original visigodo y redención de España tras el “castigo divino” de la invasión islámica, convertidos ambos en el “motor de arranque” de otro peliagudo concepto historiográfico al que se suele denominar “reconquista”15.
Esta explicación reduccionista está basada en una esencial idea política de la Edad Media: el providencialismo inherente a la concepción descendente del poder, según la cual “es Dios quien escoge o destituye a sus representantes en la tierra según las virtudes o deméritos de cada uno”16. La aceptación de esta idea fue lo que posibilitó una posterior narrativa de carácter dualista basada en un rey pecador y culpable (Rodrigo), que exigía a su vez un monarca redentor y restaurador (Pelayo), configurándose además la relación con unos enemigos comunes a ambos, puesto que “la redención moral de España demandaba rectificar en la propia conducta el error moral de quienes la perdieron y de quienes aún la oprimían”17. Esto parece haber sido el punto de partida del papel de Pelayo como enlace entre la decadente monarquía visigoda y la incipiente monarquía cristiana del norte peninsular nacida tras la batalla de Covadonga, si bien no ha de caber duda de que este evento ha sido “magnificado y deformado por las crónicas posteriores”18.
Fue Sánchez-Albornoz el primero en situar durante el reinado de Alfonso II, en el siglo IX, al “vivaz neogoticismo, que soñó con la continuidad de la historia hispano-goda”, señalando asimismo cómo esta idea “medio siglo más tarde estaba arraigada en las mentes y en los corazones de las minorías gobernantes en Oviedo”19. La vinculación de la monarquía astur con la monarquía visigoda a través del parentesco entre Pelayo y Favila se alimentó incluso en documentos oficiales, como el discutido Testamentun Regis Adefonsi de 82120. Su plena configuración ocurrió en el reinado posterior, el de Alfonso III; baste recordar que la Crónica Albeldense (escrita entre 881 y 883) indicaba con claridad que el traslado de la capital del reino astur hacia Oviedo se hacía restaurando “omnemque gotorum ordinem, sicuti Toleto fuerat, tam in ecclesia quam palatio”21, en la más temprana muestra de la exitosa idealización de la monarquía visigoda22.
Las otras dos crónicas más próximas temática y cronológicamente a la Albeldense23, la Rotense y la Rotense versión Ad Sebastianum24, sirvieron como canal transmisor de la ligazón con el reino visigodo del primitivo reino de Asturias25. Se ha solido señalar como responsable de la expansión ideológica en estas crónicas a un grupo de clérigos mozárabes de la corte asturiana, los cuales, con su esmerada educación y su conocimiento del Liber Iudiciorum visigótico, podrían haber hecho de correa de transmisión de unos ideales imperiales que, tras la conquista de Toledo por Alfonso VI en 108526, acabarían viviendo su mayor momento de esplendor feudal en 113527, cuando Alfonso VII fue coronado como Imperator totius Hispaniae28. Pero al margen de las grandes crónicas astures, de indudable importancia29, no fue hasta el siglo XIII cuando los dos más destacados intelectuales de la clerecía en la época, los obispos Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Rada, acabaron de delinear el “espíritu gótico” de los españoles que perduraría durante los siglos venideros30. Recopilando todos los mitos fundacionales de España, desde Hércules y Gerión31, fueron estos dos cronistas quienes cimentaron la continuidad gótica de ambas monarquías, basándose sobre todo en los lazos sanguíneos y políticos supuestamente confirmados por la transmisión del rey visigodo Chindasvinto a su hijo Favila y, a través de él, a Pelayo, el vencedor de Covadonga32.
No es mi intención entrar aquí a desgranar toda la complejidad historiográfica de estos datos, tan deturpados con la pátina de la leyenda que hasta el mismísimo Sánchez-Albornoz acabó por considerarlos como una “aberración temporal”33. Como síntesis, y teniendo en cuenta que “a una ideología no se le pide que sea verdadera o falsa, sino que sea operativa”34, desde luego hay que certificar el rotundo éxito del neogoticismo como vehículo conductor de la cohesión política de lo español. Pero este reconocimiento no debe ocultar la más que evidente sospecha, irónica si se quiere, de que la creación de un mito nacional de tanta importancia posterior como la continuidad de la monarquía visigoda en la hispánica fuera a sostenerse no tanto en los propios visigodos35, sino sobre los medievales hombros de los habitantes de aquellos territorios que con más ferocidad se habían resistido a ese mismo poder36, resistencia que se remonta precisamente el momento de la llegada visigoda a la península ibérica como foederati de Roma37. Ironías aparte, lo cierto es que, a partir del siglo VIII, con el cemento espiritual del cristianismo, la idea de reconquistar aquel ideal de territorio llamado España, concretamente la España perdida por los visigodos, se dispersó por toda la Edad Media hispánica, tanto por vía oral como por vía escrita, a través de cantares, novelas, crónicas y demás géneros literarios de la época. Como cualquier lector sabe, el mito se transmitió con tanta fuerza que llegó a ser aceptado no solo en las épocas más cercanas a los sucesos38, sino también por historiografías y narrativas que rebasan el estricto marco cronológico del medievo hasta llegar a nuestros días.
Orillando de nuevo toda polémica alrededor de la reconquista, en aras de comprender el siguiente paso debemos, sin embargo, aceptar el triunfo sin ambages de la vinculación neogoticista en los primeros organismos políticos del norte cristiano peninsular. Esta simbiosis historiográfico-política fue tan asumida que, de hecho, el neogoticismo desapareció de documentos oficiales, de la narrativa literaria y de casi todas las demás fuentes de los siglos posteriores a su primigenia expansión. Si esta “conscience ethnique de España”, por utilizar la definición de Tate, en términos culturales “permaneció relativamente dormida”39, no fue solo por cuestiones de estética literaria, sino también por algo mucho más prosaico, a la par que lógico: cuando los mitos que fundamentan sociopolítica e históricamente una sociedad son aceptados por todos los miembros de esa misma sociedad, ya no hace falta que baladas, cantares, privilegios rodados o crónicas los sigan recordando de forma constante40.
Tal fue la razón por la cual la historiografía peninsular, a comienzos del siglo XIV, “había dejado prácticamente morir” al mito godo41: porque ningún ocupante de trono alguno, ni en Castilla, ni en Navarra, ni en Aragón ni en Portugal, volvió a verse en la tesitura de validar su autenticidad política reclamando aquellos orígenes. Las razones de este desvanecimiento del neogoticismo, al margen de la esclerotización de los tópicos narrativos en las crónicas y sumarios de la época42, están también en la contundencia con que enraizó la concepción del poder político, tan evidente que apenas sufrió menoscabo durante la gran crisis global del Trescientos: la espiritual, debida al gran Cisma de Occidente43; la socioeconómica, provocada por la expansión de la peste y la subsiguiente conflictividad social44; y la geopolítica, manifestada en los dos conflictos bélicos que, encajados en la global y celebérrima Guerra de los Cien Años45, perfilaron el desastre absoluto de los reinos ibéricos: la guerra de los Dos Pedros y la guerra civil castellana entre petristas y trastamaristas46.
En este contexto de crisis global, sorprende que ni siquiera en los discursos políticos emanados del conflicto fratricida castellano, en los que la función propagandística incrementó al menos un par de registros su habitual partidismo hasta influir en géneros como la poesía de cancionero47, encontremos indicios de aquella vinculación neogótica que amparaba ideológicamente todo discurso similar en los siglos anteriores. Seguramente forzada a renunciar a esta defensa ideológica por el pecado original de la ilegitimidad de los Trastámara, la narrativa literaria del Trescientos prefirió ahondar en las razones morales o filosóficas para responsabilizar a Pedro I de su triste destino48. Ni siquiera se recurrió al neogoticismo cuando quizá más fácil hubiera sido hacerlo: durante la invasión de Galicia por parte de Juan de Gante, duque de Lancáster, para defender sus derechos al trono, emanados de su matrimonio con Constanza de Castilla, hija de Pedro I49. En aquel momento de máxima debilidad política de la casa de Trastámara50, Juan I pronunció una encendida arenga ante las Cortes reunidas en Segovia en 1387, en la cual, para conminar a la defensa del reino, prefirió insistir en la validez del testamento de Alfonso X para desacreditar la legalidad de todos los descendientes de Sancho IV51, sin necesidad alguna de acudir al peligro que supondría la ruptura de la continuidad entre visigodos y asturianos derivado de un hipotético triunfo del invasor anglosajón.
Este estado de latencia cultural del mito finalizó en el siglo XV, cuando el neogoticismo retornó a la primera línea de la propaganda política, si bien con un importante matiz cualitativo. Recordemos que en sus inicios, cuando ejerció la función de herramienta de cohesión social y política en los reinos de Asturias y de León, el ideal neogótico había surgido de la propia “realidad originaria [...], la misma resistencia contra los invasores”52, para saltar desde allí a la literatura y al arte. Sin embargo, durante su risorgimento cuatrocentista ocurrió todo lo contrario: fue la literatura la que se apropió del concepto para retornarlo a la sociedad a raíz de su conversión en recurso ideológico favorito de cronistas, poetas y literarios, quienes lo usaron con delectación para canalizar en sus escritos la propaganda ideológica favorable a los Trastámara en las coronas de Castilla y de Aragón. Se trata esta de una de las más claras evidencias de que aquella mutua y recíproca imitación aristotélica entre la vida y el arte, descrita por Huizinga en la cultura de la otoñal Edad Media de los países de la Europa central53, puede asimismo hallarse en la cultura de los reinos hispánicos medievales.
Como señaló Tate54, la recuperación del neogoticismo corrió de la mano del intelectual castellano que con mayor esfuerzo defendió en la cultura de su época la tradición historiográfica procedente de Jiménez de Rada y de El Tudense55: Alfonso de Cartagena. El punto de partida fue, naturalmente, incluir el sesgo neogoticista en su argumentación del renombrado Discurso sobre la preeminencia del rey de Castilla sobre el de Francia56, en el que por primera vez se formuló esta idea que más tarde cimentaría la teoría política de Cartagena. De hecho, la piedra angular de esta teoría no era otra sino presentar a la monarquía Trastámara como fundamento espiritual y trascendente de la unidad territorial hispánica57. El concepto enraizó del todo a través de la monumental Anacephaleosis58, la culminación absoluta de la puesta en escena ideológica del neogoticismo por parte de Cartagena59. De hecho, aunque a veces se han percibido sus obras como obstáculos insalvables entre el Humanismo italiano y el hispánico60, lo cierto es que Cartagena intercambió inteligentemente los conceptos de decadencia y apogeo entre Roma y España para conformar su proyecto de historiografía nacional castellana61. Para ello, le bastó con igualar la gloria de Roma con un idealizadísimo reino visigodo, ensalzado por albergar la unión política y territorial ibérica, mientras que el oscurantista papel en el ocaso imperial que los humanistas transalpinos atribuyeron a las invasiones góticas fue ocupado en la península ibérica sin mayor esfuerzo por los conquistadores musulmanes62.
Sin embargo, en el proceso de construcción del neogoticismo cuatrocentista se produjeron algunas interpolaciones menos definidas y hasta cierto punto desconcertantes. Es lo que sucede con los dos topónimos concretos, Escitia y Escancia (o Escandia), que serán analizados con detenimiento a partir de ahora. En principio, la histórica región de Escitia, patria del pueblo escita, está vinculada directamente al origen primigenio de los visigodos63, tal como ya indicó San Isidoro en sus Etimologías (9, 2, 89)64. De igual forma, hay que enfatizar la existencia, en la historiografía bajoimperial romana, de una confusión entre getas y godos65, especialmente visible tras la popularización de la Getica de Jordanes66, el primero que recogió las tradiciones tal vez procedentes de aquellos cantares de gesta originados por el traslado del pueblo godo “desde la Scandzia o Escandinavia, su tierra originaria, hacia la Scitia”67.
Esta configuración de Jordanes penetró en la historiografía española a través de San Isidoro, pero con una visible alteración geográfica en los países nórdicos68, de modo que “Suecia, Dinamarca e incluso Noruega quedaran incluidas en una descolocada Escitia, en lo que parece una superposición geográfica de los orígenes de los godos”69. Escitia figura ya en la Estoria de España asociada al lugar de origen de uno de los aliados bárbaros de Pompeyo que combatieron contra Julio César en la archifamosa batalla de Farsalia70. Por ello, las líneas de la narrativa alfonsí tienen un deudo importante con la que seguramente fuera su fuente, la obra de Lucano71, en especial la quinta parte de la General Estoria72. Con varias oscilaciones gráficas muy recurrentes, tales como Scicia / Sçiçia / Siçia o Escancia-Estancia / Escandia-Escandzia, existen menciones a los dos topónimos en casi toda la historiografía castellana de los siglos XIII y XIV, no solo en las obras del escritorio alfonsí, como la Estoria de España,73 y en la General Estoria74, sino también en la Crónica abreviada de don Juan Manuel75, y en la gran mayoría de continuaciones y sumarios de estas obras, como, entre otros ejemplos, los anónimos Anales de los Reyes Godos76.
Ambos topónimos también se mencionan en la historiografía aragonesa bajomedieval, de similares parámetros a la castellana en cuanto a su contenido ideológico77. Las obras del gran maestre Juan Fernández de Heredia, sobre todo la Crónica de los conqueridores78, y la Grant Crónica de Espanya79, ofrecen bastantes menciones a Escitia y Escancia. Más tarde, Pere Tomich, el procurador de Pinós y Mataplana, también escribía al final de la versión manuscrita de su narrativa cronística, acabada en 1438, que los “godos [...] salieron de una isla llamada Ystançia, la qual es en las partidas de setentrión hazia el mar Ocçéano”80.
En ambas historiografías, sin embargo, la distancia con la propaganda ideológica asturiana es evidente, pues apenas hay atisbo de vinculación entre los topónimos, la epopeya de los godos y la supuesta continuidad estructural81, sino que se usa a modo de muesca de prestigio, conforme a la construcción ideológica de los monarcas de la dinastía Trastámara en Castilla y en Aragón82. Pero, por el camino, se dejaron la exactitud geográfica para introducir varios factores de distorsión en la localización de los topónimos. Es lo que ocurre en la Historia Troyana de Guido de Colunna, traducida al castellano por Pedro de Chinchilla, que sitúa Estancia no en la Europa nórdica, sino en Asia, al lado de Escitia:
“E en estos avían muchas alcabelas que se llamavan de diversas maneras, ansí como godos, visigodos, estrogodos, sueños, silisos, alanos e otras muchas generaciones. E tomaron tierra en Sicia, que es en la primera tierra que es en la entrada de la ysla de Estancia, e echaron d’ella a los moradores e poseyéronla por suya, e llamáronla de su nombre Constancia”83.
Es de nuevo la Grant Crónica de Espanya de Fernández de Heredia el texto que mejor parece aludir a la polémica sobre la situación geográfica de ambos topónimos:
“Síguesse la istoria de los godos, istregodos e videgodos e de las otras diversas nasçiones que sallieron de Estançia, porque los vándalos e los suevos, alanos e los maruguines, e algunas otras diversas nasçiones, sallieron de Germania. E, semblantment, se siguirá la istoria de los guinillos, qui dispués fueron dichos longobardos, los quales sallieron de la isla de Scandinavia, que es en el mar septentrional, çerca la isla de Estançia […], entre los otros, los godos e los istregodos e los videgodos, que sallieron de la isla de Stançia. Claudio Tholomeo, que fue grant philósopho e grant estoriógrapho, dize que Estançia es en la mar oççeana, aprés de la firme tierra de Sçiçia. Trogus Pompeo dize que Estançia es en el seno de la mar oççeana septentrional, la qual es çercada de mur de Adriello […] e ha de orient un río que es clamado Vístula84, el qual desçende de los montes samaritanos e passa por la isla de Estançia, e da en la mar ocçéana. E, de la part de septentrión, es çercada de la mar, e un braço de la mar departe la isla de la tierra firme: es, a saber, de Sçiçia, e de Dacia e de las otras”85.
Además de la confusión entre getas y godos, unas nuevas invitadas aparecen en el enredo, precisamente aquellas que parecen haber sido las primeras habitantes de Estancia: las amazonas. Otra vez la traducción de Pedro de Chinchilla sobre la Historia troyana de Guido de Colunna nos ofrece los datos para aumentar este galimatías geográfico:
“Mas por que más largamente se pueda entender la ystoria de las Amazonas cómo fue, e después contaremos lo que Hércoles con ellas acaesció […], devedes saber que, al diestro de Asia, en la grand mar allí donde Asia se ayunta a Uropa, dentro en la grand mar que cerca toda la tierra, ay una isla muy grande. E dizen algunas istorias que es tanto aquella isla como la tercera parte de Uropa. E en aquella isla avía unas gentes como salvages, e es la más fría que en el mundo aya. E dizen las ystorias que, al tienpo que Faraón, rey de Egipto, salió para conquistar Asia […], dixéronle d’estas gentes e tomole voluntad de pasar a ellos. E aun dizen que los de aquella ysla de Estancia, que así se llamava, […], eran muy más brava gente; e les cae en natura, ca las gentes, quanto más arredradas son del sol, son más fuertes de coraçón”86.
El embrollo fue parcialmente resuelto por Tate, al certificar que la popularidad o polémica de estas afirmaciones, en especial de la emigración de los visigodos, se halla en la difusión durante el siglo XV de un elenco mitológico relacionado con la fundación de España y con su dominio por la monarquía visigoda:
“Los cronistas de Castilla, siguiendo a Isidoro, se habían empeñado con gran ingenuidad en rellenar el pasado legendario de los godos. Alfonso García había proclamado ya que los godos habían poseído una línea real antes del nacimiento de Hércules, conocido entonces como un hito importante en la historia mitológica de la España primitiva. Se sostenía que las amazonas se habían enlazado con ellos, compartiendo, por ende, los godos las victorias de la reina Tomyris sobre Ciro. Los getas, cuyo nombre se sostenía que reflejaba una forma primitiva de Gothi, después de asentarse en Escitia, pusieron en fuga a Vexoris, rey de Egipto, sometieron a Asia y derrotaron a los griegos. Irrumpieron después en Europa, Francia e Italia […] Pero la conquista, o mejor, como él [i.e., Sánchez de Arévalo] diría, la colonización pacífica de España, constituye el mayor derecho de los godos a la fama”87.
Esta difusión, como ya hemos mencionado, se debe principalmente a la Anacephalosis de Alfonso de Cartagena, pero también a las Siete Edades Trobadas de Pablo de Santamaría88, y a la Compendiosa Historia Hispanica, de Rodrigo Sánchez de Arévalo 89, el máximo continuador de las ideas de Cartagena90, sobre todo en la acentuación de los rasgos hispánicos de los godos en contra de la aportación romana91. A partir de ellos, la extensión de las noticias pasó a obras cronísticas, como El Victorial de Gutierre Díaz de Games92, o a genealogías como el Nobilario vero de Hernán Mexía de Jaén, cuyo capítulo XXVIII de la primera parte se dedica a los primitivos pobladores de Europa según esta misma tradición93.
Por lo que respecta al neogoticismo en la lírica cancioneril94, y al margen de las ya mencionadas Siete Edades Trobadas (ID 4279, SA12-1 fols. 84r-147v: “El tiempo que fue del Señor ordenado”), todavía el marqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza, recurría al tópico de la dureza de la tierra escita con valor puramente literario en los versos 855-856 de su Bías contra Fortuna (ID 0148, YB2-3, fols. 3r-32v: “Qu’es lo que piensas, Fortuna”)95. Pero en los tres lustros que, por arriba y por abajo, hacen de bisagra cronológica entre los siglos XV-XVI, los topónimos nórdicos se consagraron prácticamente a un único uso propagandístico: el de alabar los orígenes godos de los Reyes Católicos. La continuidad goticista fue un mensaje sin duda beneficioso y muy presente en la literatura de la época96, pues equiparaba a la leyenda del reino visigodo unitario con el proyecto político de unidad territorial hispánica (la Weltpolitik de Castilla y Aragón, que diría Ortega y Gasset)97. En este sentido, nadie conjugó mejor la receta neogoticista con la idea de recuperación territorial como lo hizo el bachiller Alonso de Palma, quien, en su mesiánica Divina retribución, consideraba al malogrado príncipe Juan de Trastámara, hijo de los Reyes Católicos, como aquel egregio miembro de la Casa real que cerraría el círculo de la recuperación unitaria y territorial, por ser “de la estirpe natural e real de Castilla, de amas partes, del rey e reina, nuestros señores, desçendientes del noble rey don Johan, del noble linaje de los godos”98.
La primera de las obras poéticas cuatrocentistas que ofrece un tratamiento apologético similar es el Libro de los pensamientos variables (Dutton MN59). En este curioso tratadito, mezcla de prosa y verso compuesto entre 1485 y 149099, se usan los dos topónimos nórdicos con el objetivo de hacer a Isabel I de Castilla la culminación del entronque entre la dinastía Trastámara y la monarquía visigoda, convirtiendo así la diatriba geográfica alrededor de Escitia y de Escancia en uno de los contenidos esenciales de la propaganda política favorable a los Reyes Católicos100. El prólogo inicial en verso (ID 8725, MN59-1 fols. 1r-2v: “Reina de muy gran grandeza”), estructurado en ocho estrofas, dedica una esclarecedora copla (vv. 21-30) a glosar el contenido ideológico de la vinculación entre Isabel y los dos lugares míticos:
“No sale de mis entrañas,
preclara Princesa nuestra,
querer contar las hazañas
avidas en las Españas
ante la grandeza vuestra,
ni si es Sçiçia o Estançia
de do primero salistes,
ni dó fuistes ni venistes
con todo quanto leístes
hecho con mucha costançia”101.
El texto reconoce la polémica geográfica antes mencionada entre Escitia y Escancia o Escandia, pero rehúsa entrar en ella precisamente para afirmar sin duda el abolengo ilustre que, a través de los visigodos, reluce en la ocupante del trono castellano. Las dos coplas siguientes (vv. 31-50), con el inherente providencialismo de la propaganda política de la época102, reiniciden en vincular a Isabel I por linaje de sangre a los escitas, entendiéndolos como los visigodos, mencionando también, cómo no, al mítico monarca protagonista de la transmisión entre unos y otros:
“Ni porné la diferencia
d’estas tierras, ni su fuero
ni la su magnifiçençia,
ni escreviré la eçelençia
del vuestro origen primero;
ni la vuestra sangre sçita,
linpia de todas escorias,
renovaré a las memorias,
ni de sus grandes vitorias.
cosa alguna será escrita.
Ni escreviré los millares
del linaje de los godos,
ni menos los Doze Pares,
aunque, de gozo y pesares,
sepa bien sus hechos todos;
ni menos, Señora, trayo
escrito’n este papel
otro tan alto tropel
de los deçindientes d’él,
luz d’España, don Pelayo”103.
Ya López Estrada, en su primera aproximación a esta obra104, señaló la similitud entre ese “un pobre castellano / con algo de portugués” (ID 8726, MN59-2 fols. 20r-20v: “Mas si por ventura son”) con el que, en los versos 99-100 de las coplas finales, se identificaba a sí mismo el anónimo autor del Libro de los pensamientos variables, con el “gallego, vasallo del rey castellano” que figura en la Criança y virtuosa dotrina (BETA texid 1546, fol. 43v)105, como autoidentificación de uno de los más escurridizos y poco conocidos autores literarios de los años de bisagra entre el Cuatrocientos y el Quinientos: Pedro de Gracia Dei. La posibilidad de que Gracia Dei fuera el autor del Libro de los pensamientos variables es todavía más atractiva si se tiene en cuenta que este genealogista, cronista y rey de armas de los Reyes Católicos, tal vez el apologeta más importante de proyecto político de Isabel y de Fernando106, también utilizó uno de estos topónimos para alabar a Isabel I en la copla inicial de su Suma de todos los reyes que ha habido en España desde el tiempo de los godos (BETA texid 2899):
“Muy alta, muy poderosa,
del mundo mayor señora,
muy justa, muy pïadosa,
muy honesta, muy hermosa
y muy recta regidora.
Mil años sobre quarenta,
y dozientos que se inventa,
el suelo de vuestros suelos,
de los scíticos abuelos
vos cuentan los reyes ochenta”107.
El otro gran difusor de propaganda ideológica neogoticista favorable a Isabel la Católica durante aquellos años de transición entre centurias fue Diego Guillén de Ávila, canónigo de Palencia e hijo de Pero Guillén de Segovia, el conocido poeta cancioneril que floreció durante el reinado de Enrique IV108. Dotado de menor talento lírico que su padre, pero con un vasto conocimiento de las más diversas disciplinas humanistas, la obra principal de Diego es el Panegírico a la Reina Doña Isabel (Dutton 09GP)109, entregado a la estampa por el impresor vallisoletano Diego Gumiel en 1509, pero cuya composición, al menos de la primera parte de la obra, hay que retrotraer diez años atrás110. En el prólogo en prosa, el propio autor se dirige en discurso directo a su dedicataria, Isabel I, enfatizando que su intención es la de “loar a Vuestra Alteza en antigüedad de linaje por las estorias pasadas” (fol. 1v), para lo cual recurre a la típica ensoñación del humanismo cuatrocentista, en la que será guiada por una de las mitólogicas Parcas, Átropos,
“(…) la qual, diziéndome algo de sus propiedades y la causa de mi camino, me narra quién fue el primero que pobló en Cithia, qué costumbres tenían los Cithas, qué gentes descendieron d’ellos, con algunas de sus estorias. Y nombrándome los godos, me dize algo de sus hechos y todos los reyes que d’ellos han sucedido después que vinieron en Italia, allí antes de la destruyción en España, como después en Castilla y León, tocando brevemente algunas cosas de cada uno d’ellos hasta la gloriosa memoria del rey don Alonso, vuestro hermano”111.
El recurso propagandístico de aludir a los escitas no se detiene aquí 112, sino que continúa a lo largo de los versos de arte mayor castellano del Panegírico a la Reina Isabel (ID 2392, 09GP-1 fols. 3r-17r: “Mi lengua no temas en verte pesada”), en una notable síntesis de todos los elementos analizados en las páginas anteriores, desde la confusión y mezcla de los orígenes de escitas, getas y godos, hasta la sublimación de la valentía de los antepasados de los reyes:
“Si d’antes quisieres ver su nascimiento,
levanta los ojos al ombre primero,
y mira la línea del sucedimiento
hasta do pone a Noé delantero;
verás a Jafed, su hijo el tercero,
y al hijo d’aqueste, Maged, qu’entre todos
fue padre de Cithas, do vienen los godos,
que gectas fue antes su nombre sincero.
Costumbres de los Cithas
Fueron dotados con la temperança
aquestos de Cithia de mucha justicia;
enían del vicio mayor inorancia
que no de virtudes los dotos noticia;
embidia de cosa avían, ni codicia;
comían llamados de naturaleza,
en gran menosprecio avían la riqueza
y el hurto, de todos más grave malicia”113.
Los textos mencionados a lo largo de este trabajo conforman un atractivo elenco de pruebas historiográficas y literarias acerca de la evolución del concepto unitario de España durante toda la Edad Media114. Gracia Dei y Guillén de Segovia cierran el círculo iniciado con las narraciones mozárabes, continuado con las crónicas asturianas y vigorizado en Castilla por el Tudense y Jiménez de Rada, primero, y más tarde por Alfonso de Cartagena, Pablo de Santamaría y Rodrigo Sánchez de Arévalo, si bien con una clave muy distinta a la inicial. Recordemos que la época de la conquista final de Granada fue acompañada de un acusado componente providencialista en las crónicas castellanas115, al tiempo que la llegada de Colón al nuevo mundo estuvo de igual forma marcada por acusadísimos tintes mesiánicos116. En todo este entramado político y cultural, la alabanza del abolengo escita y, por lo tanto, gótico, de los reyes de Castilla y de Aragón, se convirtió en punta de lanza esencial de la creación de doctrina ideológica favorable al proyecto político de la monarquía hispánica. Incluso un intelectual converso como Diego de Valera utilizó tales imágenes con profusión117, sobre todo en su Doctrinal de príncipes, en el que se dirige al Fernando de Aragón profetizando que “avréis la monarchía de todas las Españas e reformaréis la silla imperial de la ínclita sangre de los godos donde venís”118.
La fuerza poderosa del imaginario referente a la sangre goda sería la que, a la postre, se impondría como referentes ideológicos del neogoticismo a partir del siglo XV119. Por ello, el papel de los dos topónimos que hemos repasado, Escitia y Escancia o Escandia, tal vez fuera menor, pero supuso sin duda un recurso propagandístico capital para que los escritores jugasen literariamente con él, mostrando algunos de ellos una impecable destreza estética en acomodar sus contenidos geográficos, políticos e ideológicos al apogeo del gobierno de los Reyes Católicos.