1.Hacer
Las obras de arte pertenecen, en mayor o menor medida, a marcos conceptuales y/o estilísticos que determinan su forma y también su recepción. Podríamos decir que estos marcos engloban las distintas líneas de producción artística precedentes: movimientos, corrientes u obras en particular que han sido lo suficientemente influyentes como para definir tendencias y modos de hacer. Ciertamente, esto es algo ineludible, porque las obras no solo se gestan a partir de las experiencias personales, sino que también surgen del diálogo con otras propuestas, de su asimilación y de su posterior síntesis. Por este motivo, cuando nos acercamos a una pieza, inevitablemente la apreciamos e interpretamos en relación con las semejanzas subyacentes con todo aquello que conocemos. La mayoría de los artistas suelen tener muy presente este tipo de razonamiento, ya sea para que sus creaciones sean identificadas y entendidas apropiadamente, o para interpelar un ámbito concreto y proponer alternativas conceptuales al mismo.
Carlos Velilla (Zaragoza, 1950) sitúa su discurso en la encrucijada de la abstracción pictórica y la representación, las confronta y muestra las posibilidades conceptuales que surgen de las capacidades y contradicciones de los medios. En su caso, la abstracción es pictórica, mientras que la representación -si es visible- es fotográfica. Y digo «si es visible», porque muchas veces esta desaparece durante el proceso de elaboración de las pinturas. Ambas disciplinas, la pintura y la fotografía, están determinadas por su historia y por el alcance de su propia técnica, puesto que esta última sea pictórica, fotográfica o de cualquier otro tipo, filtra la recepción de las obras. Velilla explora ese territorio donde nada es lo que parece y donde aquello que no se percibe en una primera mirada tiene más importancia que la que se impone a simple vista. Para tratar este asunto en detalle, hay que recurrir a sus series Verso intercalar (1999), Una casa de conversación (2003) y Pla seqüència (2019), puesto que es donde más claramente se establece el mencionado juego de ambivalencias. Como he dicho, su proyecto pictórico encuentra sus inicios en el lenguaje de la abstracción, más concretamente en un estilo heredero del expresionismo, pero fuertemente arraigado a las corrientes postmodernas de los años ochenta. Este sería el marco estilístico y punto de partida, pero también aquello que tiene que ser socavado y subvertido. Sus obras establecen continuados diálogos con el vasto legado de la abstracción, buscando giros y desplazamientos entre la fotografía, la imagen y la materialidad de la pintura.
Durante más de cuarenta años de trayectoria, ha habido ciertos temas y preocupaciones en torno al hecho artístico recurrentes: el movimiento, la huella, la permanencia, etc. Temas que ha ido nutriendo mediante una constante atención al desarrollo de su campo de investigación, juntamente con el de otras disciplinas como el cine, la literatura, la poesía o la filosofía. Otro ámbito de interés ha sido la magia, y creo que es importante sacarla a relucir, porque ilustra la fascinación por el ilusionismo y sus mecanismos internos. En cierta medida, la pintura y la fotografía son entendidas bajo este prisma ilusionista, en el que mostrar siempre está supeditado a construir y, muchas veces también, a simular. Como puede verse, estas acciones indican una actitud crítica al mismo tiempo que activa, que demanda ser compartida por el espectador.
A todo esto, hay que añadir que el suyo es un proceso lento, pero firme. Mediante la constancia de pintar y repensar lo pintado, va superponiendo capas que, de modo literal, se transforman en opacidades y transparencias. Todas ellas, unas densas otras ligeras, tapan o dejan ver los registros resultantes de la acción de pintar. De este modo, hacer se convierte en el motivo principal de los campos cromáticos y estos en el propósito de aquello que ha de ser visto.
2. Ocultar
Se ha hablado de la importancia que tiene el contexto artístico en el momento de la elaboración y la creación de las obras. Por este motivo, es preciso resaltar el papel que ha desarrollado la abstracción en la definición de los conceptos de la pintura y el arte contemporáneo, puesto que esta es el vehículo principal de la obra aquí tratada. Acercarse a los lenguajes abstractos no es tarea fácil, sobre todo para todos aquellos artistas que tienen en debida cuenta su vasto legado. En uno de sus conceptos más básicos, la abstracción puede entenderse como aquello opuesto a la figuración. De hecho, muchas de sus vertientes se apuntalaron en esta idea para convertirse en arietes contra las convenciones de la representación, y en la misma línea, pero en dirección contraria, sus adversarios trataron de diezmarla con argumentos opuestos. Sin embargo, la abstracción fue y continúa siendo mucho más que una simple disputa con la figuración, incluso podría decirse que este aspecto es prácticamente irrelevante, si tenemos en cuenta lo que dichos leguajes han aportado al arte. Justamente, quiero fijarme en aquello que atañe a la representación dentro de un espacio no representativo, ya que el trabajo de Carlos Velilla pivota claramente entre estos dos mundos. A veces, adentrarse en una pintura abstracta podría suponer un desafío para desvelar algo oculto, una imagen o un significado, que queda velado mediante una distribución no convencional de manchas, colores y texturas. En este caso, sería una especie de juego de ocultación propuesto por el artista, capaz de cuestionar la capacidad interpretativa del espectador. En una primera mirada, en las pinturas de Velilla se establecería algún tipo de juego parecido, porque en sus composiciones abundan estructuras que rememoran paisajes, figuras u otros elementos que, aunque nunca terminan de configurarse como tales, evocan el mundo de la representación. Lo cierto es que el proceso de elaboración de buena parte de sus lienzos se origina en un primer bosquejo figurativo, ya sea porque pinta encima de una pintura preexistente o bien porque empieza a esbozar las telas con un esquema o dibujo figurativo. Pero hay que señalar que todas estas representaciones previas terminan por desaparecer, paulatinamente, en las fases posteriores de su elaboración. Precisamente este proceso discute directamente la mayor parte de planteamientos abstractos erigidos en términos de pureza, que anteponían lo pictórico a las posibilidades narrativas de la imagen. En este sentido, cabría decir que hay en toda su obra una clara yuxtaposición entre el dejar ver y la voluntad de cubrir, entre querer estar dentro de la pureza de la pintura y al mismo tiempo querer destruirla con interferencias varias. Estas relaciones son los núcleos de su trabajo: las figuras se evidencian y se ocultan en diversos grados, mientras que la abstracción siempre está presente y sirve de guía. Su discurso entrelaza distintas maneras de entender la imagen, sea cual sea su nivel de concreción, aunque, en realidad, no se trata de encontrar similitudes con el mundo real, sino de adentrarse en la propia constitución de la pintura, en cómo esta se construye, se desvela y se presenta como imagen. Aquí se impone lo que establecía Martin Seel sobre aquellas imágenes que básicamente presentan y que no están orientadas a la tradición figurativa de la representación (Seel, 2010:257). Esto es así porque las telas son el resultado de capas superpuestas que tapan al mismo tiempo que construyen y, precisamente, todo esto es lo que dota de sentido a las obras.
3. Salir
Un elemento común en todas sus pinturas es que las composiciones se expanden fuera de los márgenes. Este movimiento queda perfectamente explicado en la entrevista que le hizo Maria Cusachs a propósito de la exposición «Verso intercalar» (2000):
[M. C.] Tus pinturas siempre funcionan sin límites acotados, son un trozo de este espacio mostrado, como una parte del paisaje, como una parte de la visión. ¿Una panorámica estable?
[C. V.] Siempre he trabajado desde este lugar, sin límites acotados de los espacios. Me gusta lo de una panorámica estable. Lo define muy bien, muy claro. (Cusachs & Velilla, 2000:68)
La intención de vulnerar los contornos enlaza con aquello que Rosalind E. Krauss decía acerca de las composiciones centrífugas: «El argumento centrífugo postula la continuidad teórica entre la obra de arte y el mundo» (Krauss, 2002:35). Del mismo modo, a las composiciones de los lienzos de Velilla el marco les queda pequeño. Empujan hacia un exterior indeterminado, que sería donde debería concluirse y cerrar el movimiento expansivo e incontrolable de acto pictórico. Por ese motivo, los márgenes de las telas cobran especial relevancia y es donde se concentra la mayor tensión de la propuesta. Este aspecto adopta diferentes formas según las series pictóricas, y mediante estas se proponen distintos giros conceptuales a la propia pintura.
En la serie Verso intercalar (1999), las pinturas se contraponían con su negativo (Figura 1) o bien con negativos de fotografías diversas de árboles o paisajes. Velilla explicaba el contraste entre la imagen fotográfica y lo matérico de la pintura acentuando la importancia de los tiempos de lectura:
El contraste de ese tiempo de observación de las partes que componen la pieza desaparece, se transforma en una, e incluso esa densidad se compensa con la transparencia de los negativos. (Cusachs & Velilla, 2000:68)
Esta confrontación es una invitación a ver más allá de los marcos propios de la pintura y a recuperar los distintos tiempos de ver y aprehender una pieza. Es, también, una llamada a disolver los límites que imponen las disciplinas para así entender la imagen como un todo y, en cierta forma, verla como una secuencia.
Tal vez el momento más radical de sus propuestas sea cuando pinta y tapa pinturas antiguas, y deja pequeños retazos de ellas en los márgenes del cuadro, como se puede observar en Casa 11 (2003) (Figura 2). Estas pinturas transmiten una gran opacidad y hermetismo. Los campos de color se propagan gracias a una dispersión de pintura que satura y captura el gesto. El fluido queda fijado en el espacio negándole la visibilidad, mientras que la nueva apariencia queda dominada por fisuras.
Se puede decir que todas las imágenes están realizadas con la intención de formar complejas relaciones, ya sea desde la propia tela individual o en las conexiones que se crean entre ellas, y así, ofrecer una visión de conjunto y complementariedad entre ellas (Cantalozella, 2020:10). En su última muestra «Pla seqüència» (2020), planteaba abiertamente estos aspectos. En verdad, el mismo título de la exposición era una clara invitación a entender las pinturas como un continuo o una sucesión de imágenes, puesto que la mención de la técnica cinematográfica induce a ello. Sin tener la presencia de la fotografía unida a la pintura, aquí se volvía a lo fotográfico mediante la cita, para que, de una forma u otra, estuviera cuando se estableciera la relación entre los cuadros y el espectador.
Como antes apuntaba, la pintura de Velilla esconde más de lo que muestra; por lo tanto, para apreciar bien sus obras, se requiere prestar especial atención a los matices de lo que vemos en un primer plano, porque la superficie es una parte que orienta, pero que igualmente confunde. Querer vislumbrar lo escondido obliga a prestar el tiempo y la atención necesarios a cada pieza porque, justamente, es este tiempo uno de los valores más preciados de toda pintura. Las obras incitan a que la mirada transite por los campos de color y a que nos dejemos cautivar por lo que allí sucede. Al igual que en los juegos de magia, la ilusión y el engaño son los motivos por los que discurre el sentido de la obra. Esther Zarraluki le dedicaba estas palabras al respecto:
A Carlos siempre le ha interesado el arte del secreto, las obras que esconden el gesto inteligente del pintor, quizá reflejándose en un espejo, como en el caso de Velázquez o Van Eyck, o como en el cuadro de los embajadores de Holbein, distorsionando su mensaje en una anamorfosis.
El secreto: la elipsis, lo que no se dice, lo que no se ve, lo que queda atrapado en el tiempo, disuelto y contenido en cada pincelada. (Zarraluki, 2020:3-4)
Pinturas como Seqüència 36 (1999) (Figura 3), en las que comienza pintando o dibujando algún elemento, serían un claro ejemplo de todo ello, porque encierran y oscurecen las figuras que han sido el punto de partida de las obras. Que lo dicho no induzca a confusión: estas figuras no las tenemos que ver ni buscar, tan solo intuir, puesto que el autor nunca ofrece información al respecto. Los dibujos solo son el motor para empezar a trabajar, luego desaparecen y se olvidan. Podrían haber sido cualquier cosa, un retrato de un escritor célebre, un paisaje o un recuerdo, no importa, del mismo modo que tampoco importa qué es lo que nos parece ver a nosotros como espectadores. El reto no está en ver o desvelar el secreto, sino en dejar que este sea quien nos conduzca por las distintas sendas de su propuesta.
Conclusión
Carlos Velilla, como he mostrado, recurre continuamente a dualismos que confrontan los procesos de elaboración de la imagen con aquellos que se establecen en el momento de contemplar y asimilar las piezas. Este gusto por la yuxtaposición redunda en el afán de abrir nuevas miradas y, además, sirve para reflexionar sobre la misma práctica de la pintura y del arte. En la concepción de sus pinturas hay una elaborada discusión acerca de los discursos del arte, discusión que no siempre se percibe en un primer plano, pero que condiciona su recepción posterior. Dicho esto, hay que aclarar que el suyo no es un arte de citas, más bien al contrario: es una propuesta que nace de la erudición pero que desemboca en la acción de pintar y el placer de observar pintura, y los interpela.