Introducción
El humanitarismo se ha convertido, fundamentalmente después de la Guerra Fría, en uno de los grandes pilares de la actuación internacional entre los Estados, en donde el asilo y refugio juega un papel central. En el marco de mi investigación doctoral1 en el que analizaba el reconocimiento de la condición de refugiado en el procedimiento de asilo español, teniéndose en consideración el ámbito humanitario desde una de las dimensiones analíticas, se hizo evidente de forma clara una “huella colonial” en las prácticas que se ponen en marcha desde este ámbito. Por tanto, en el presente artículo se sigue una hipótesis central que parte de la idea de que el humanitarismo se apoya en el “hecho colonial” guardando una relación jerárquica que no sólo ha permeado por cientos de años, sino que se impone dentro de los estados-nación europeos a la hora de disciplinar el reconocimiento de sujetos como “merecedores” de protección, pudiéndose ver claramente su accionar en la concesión del asilo y el reconocimiento de la condición de refugiado de un sujeto.
En este escrito, hablo de la “cara colonial” presente de forma solapada, operando a diferentes niveles y nutriéndose no solo de leyes y protocolos, sino también de legitimación moral. Una construcción del “otro”, al que se asiste solo tras haber sido examinado, clasificado y disciplinado como sujeto funcional dentro del Estado. Se abordará así una lógica en donde se perfila también al agente humanitario, atravesado por la misma lógica colonial. El análisis que se plantea discurre primeramente por una contextualización del humanitarismo en un pasado colonial, partiendo de la inquietud de Bartolomé de las Casas por evangelizar a la población indígena de la actual América. Siguiendo a Michael Barnett (2013), se discurre por los distintos periodos humanitarios que el autor define para finalmente abordar el ejercicio de construcción recíproca entre el agente que promueve la acción humanitaria de protección y quien la recibe, atendiendo al caso concreto del asilo y refugio.
El objetivo que se plantea este artículo es plasmar la manera en la que el sistema colonial de dominación se ha extrapolado hacia el interior de los Estados modernos actuales, como forma de fijar una estructura jerárquica respecto de quienes solicitan protección internacional, al tiempo que los Estados se presentan internacionalmente como humanitarios.
Este artículo se fundamenta en un trabajo de campo compuesto por 54 entrevistas en profundidad, desarrolladas entre 2014 y 2019 a solicitantes de asilo y técnicos de oenegés en España, junto con una amplia revisión de fuentes secundarias de información2 correspondientes a España y a Europa. Si bien este es el soporte empírico en el que se apoya la investigación general de la que surge este escrito, este artículo centra su atención en el abordaje teórico del procedimiento de asilo.
El pasado colonial del humanitarismo
Entendiendo el humanitarismo como una doctrina a través de la cual garantizar el bienestar humano, en el plano político y social, se presenta como una herramienta a través de la cual los Estados establecen relaciones con otros Estados con el fin de garantizar el bienestar de sus habitantes. En este apartado se busca rastrear el contexto previo al surgimiento del humanitarismo como una doctrina que tuviera su correlación en una práctica política concreta, para ello se recurre a la subdivisión desarrollada por Barnett (2013: 29):
Ha habido tres épocas distintas de humanitarismo: un humanitarismo imperial, desde principios del siglo xix hasta la Segunda Guerra Mundial; un Neo-Humanitarismo, desde la Segunda Guerra hasta el final de la Guerra Fría; y un humanitarismo liberal, desde el final de la Guerra Fría hasta el presente.3
Siguiendo a Barnett nos encontramos con que el humanitarismo reformula y se adapta a la coyuntura internacional que le indica las pautas necesarias para su actuación sobre sujetos, a menudo concebidos bajo una intervención desagenciadora (Agier, 2008a, 2008b; Noiriel, 1991). Se promueve así una acción imbuida de una fuerte carga política que puede contener intereses geoestratégicos, como señalara Itziar Ruiz-Giménez Arrieta (2005) en su obra La historia de la intervención humanitaria. El imperialismo altruista.
Para Barnett el primer periodo humanitario queda comprendido entre el siglo xix hasta la Segunda Guerra Mundial, recibiendo el nombre de Humanitarismo Imperial. En estas páginas se suscribe esta afirmación; no obstante, buscando el contexto que da lugar al reconocimiento del “otro” y la preocupación por su vida, lleva a buscar los orígenes años atrás, cuando la propia concepción del “otro” como “humano” estaba en duda. Por ello, se decide partir del debate entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda acaecido entre 1550 y 1551, en torno a la existencia o no de alma en la población indígena de los nuevos territorios conquistados en ultramar.
Bartolomé de las Casas argüía que la población indígena tenía alma y que por lo tanto debía ser evangelizada, argumentándolo en su obra Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1985 [1552]), comparando a la población indígena con niños que no habían recibido la palabra de Dios. Por el contrario, Sepúlveda mantenía que la población indígena no tenía alma, defendiéndolo en su obra Tratado de las justas causas de la guerra contra los indios (1941 [1547]) y que, por tanto, no tenía sentido tal labor, siendo necesario un ejercicio de conquista bajo la premisa de una “guerra justa”. Algo que, como analiza Yves de La Brière (1944), sigue siendo un argumento bajo el cual pretenden entenderse muchas de las guerras actuales legitimándose intervenciones militares.
Estas dos posturas son consideradas por lo que entrañan en términos de interés por sujetos de posible disciplinamiento y administración respecto de los cuales se adquiere una “responsabilidad”, que tendría incidencia en su labor pedagógica como cristianos a través del acto de evangelizar. No se puede olvidar que para Casas, no inculcar el evangelio en la población indígena repercutiría en forma de castigo en los colonizadores cristianos. Al mismo tiempo, el ejercicio de “enseñanza” trae consigo una jerarquización de los actores en escena y una legitimación moral del acto de colonizar, lo que en términos económicos acabó por favorecer la propuesta de Bartolomé de las Casas.
Cabe mencionar que Casas (1985) mantuvo esta posición de evangelización respecto de la población indígena de las Indias Occidentales, no así para el caso de la población negra que era traída como esclava desde la actual África -incluso se justificaba en pro de no perder los beneficios económicos que dicha práctica les ocasionaba-. Incluso, justificó sustituir a la población indígena esclava por la población negra traída de África, puesto que estos no eran concebidos como sujetos “con alma”, idea suscrita inclusive por uno de los padres de la Ilustración, el barón de Montesquieu (2000 [1748]: 355), quien sostuvo: “Son los tales esclavos negros de los pies a la cabeza y tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible compadecerlos. No puede comprenderse cómo Dios, que es un ser sapientísimo, haya colocado un alma, sobre todo un alma buena, en un cuerpo completamente negro”. La población negra no integraba el imaginario de “humanidad común”, estaban “muertos socialmente” como defendiera Orlando Patterson (1982) en su libro Slavery and Social Death. A Comparative Study.
En su obra Brevísima relación de la destrucción de África (1988 [1620]), Casas plasmó su preocupación por el maltrato hacia la población africana; no obstante, su postura distaba de la defensa previa hecha sobre la población indígena en las nuevas posesiones coloniales.
La postura de Bartolomé de las Casas resulta de interés en lo que respecta al reconocimiento de un sujeto poseedor de un “alma” que ha de ser evangelizada y con ello “salvarles” de la “desnudez espiritual” (Todorov, 2005: 44). A través de este hecho, el periodo colonial presenta la construcción de una relación jerárquica en donde el agente colonizador se construye como dominante y el colonizado como objeto de definición. El paso de la diferencia radical mantenida por Ginés de Sepúlveda, hacia una consideración como la propuesta por Bartolomé de las Casas, habilitaba pensar una nueva relación entre el colonizador y el colonizado en términos de “civilizar-educar”. Se pasa a una nueva perspectiva organizada alrededor de la práctica, gestión y organización colonial, derivando en una práctica de educador-evangelizador que, tal y como mantienen algunos autores (Nerín, 2011; Barnett, 2013), permea incluso a “esquemas actuales secularizados” como mantenía Gustau Nerín (2011). A este respecto, Barnett (2013: 64) recordaba que:
Los misioneros cristianos [...] imaginaron una humanidad común. Es importante destacar que, en contraste con las ideologías basadas en las teorías biológicas de la raza, creyeron en una unidad fundamental de la humanidad. Como todos eran hijos de Cristo, todos podían ser salvados.
Desde este cambio de perspectiva hacia “una unidad fundamental de la humanidad”, unida a la premisa acerca de que “todos podían ser salvados”, se apoya el punto principal del inicio de una “preocupación por la vida”, vinculada en aquel entonces con la idea misma de evangelizar. Esta inquietud no se orientará solo hacia el que ha de ser “salvado”, sino también en el surgimiento de una responsabilidad como poseedores de una “gracia”, que ha de ser transmitida al resto de miembros de esa “humanidad común”. Este cambio de perspectiva hace que ya no opere (o al menos no solamente) una concepción del colonizado desde una “animalidad domesticable” para el rédito económico de la esclavitud, como señalara Alexander Weheliye (2014), apareciendo una reestructuración de la conceptualización del colonizador como agente administrador y “educador”. Esto no significa que cambie el objetivo último perseguido por la práctica colonial, sino simplemente que la estrategia mediante la cual se desarrolla es diferente, teniendo a su vez distintas implicaciones futuras.
La administración y gestión de un territorio y sus gentes deja de justificarse únicamente en términos económicos y de explotación de un territorio, para ser argumentada desde un discurso que une ese interés de fondo con todo un entramado ideológico-cultural. Opera el paso de la conquista a la colonización, con un fuerte componente de definición de roles que va más allá del explotador-explotado, para incorporar una estructura de dominación sustentada sobre un discurso de “salvación” de sus “almas”. Una práctica de gobierno de las poblaciones (Foucault, 2007, 2011) que empieza a vincularse con la “responsabilidad” del agente colonizador al tiempo que se legitima su práctica de exterminio, saqueo e invasión.
De esta manera, la metrópoli se erigía como algo más que la instancia gobernante, pasaba a ser también la instancia socializadora, educadora y promotora del discurso hegemónico desde el cual los colonizados debían concebirse a sí mismos (Fanon, 2009). El elemento civilizacional actuaba hacia el “otro”, el colonizado, pero también en el colonizador en la medida en que define sus “deberes” para con el “otro”. Solo en ese gesto de “civilizar” podrá mostrar su posición de dominio, trayendo intrínsecamente la definición del sujeto “otro” como encasillado en la incompletitud, aún no civilizado, “necesitado” de intervención externa. No se considera que lleguen a ser plenamente sujetos como aquellos de los que forma parte el colonizador, pero empieza a operar en esta práctica una doble intencionalidad: por un lado, la legitimación moral del sujeto colonizador y, por otro, la construcción de un sujeto asimilable por el agente colonizador.
Michel Hardt y Antonio Negri (2002: 117) recordaban que:
Los amerindios son iguales a los europeos en naturaleza, sólo en la medida en que son potencialmente europeos o, en realidad, potencialmente cristianos […] de las Casas no puede ver a los amerindios más allá de su perspectiva eurocéntrica, en la cual la generosidad y la caridad más elevadas consistirían en poner a los amerindios bajo el control y el tutelaje de la verdadera religión y su cultura.
Empieza a fijarse además la idea de un “otro” como pasivo; no es ya un enemigo sino alguien incapacitado que necesita de ese contacto colonial para entrar en el mundo de lo “civilizado”, sin contar con que lo hará como un ser funcional al sujeto colonizador en cuanto que le proporciona un escenario sobre el que ejercer su poder disciplinario.
El cambio hacia dinámicas educacionales también está presente en muchas de las lógicas actuales; autores como Jordi Raich (2004), Itziar Ruiz-Giménez Arrieta (2005) o Gustau Nerín (2011) señalan las similitudes entre el misionero y el cooperante, o incluso el abordaje desde la propia motivación religiosa en las acciones internacionales: “los discursos religiosos continúan motivando, formando y definiendo varias dimensiones del humanitarismo” (Barnett, 2013: 17), en donde la perspectiva colonial sigue estando presente a través de la expertise occidental que guía ciertas intervenciones humanitarias fundamentalmente orientadas a la “construcción de paz” (Paris, 2002; Sabaratnam, 2017).
Humanitarismo imperial: la construcción de hermandad en el sufrimiento
El humanitarismo imperial es un periodo marcado principalmente por la creación de normas que regularan el campo de batalla con el objetivo de reducir el sufrimiento de los combatientes, independientemente de cual fuera el bando en el que se encontraban. Se empezaba a dibujar un periodo marcado por tres señas distintivas: “Asistencia más allá de las fronteras, la creencia de que tal acción transnacional estaba relacionada de alguna manera con lo trascendente, y la creciente organización y gobernanza de actividades diseñadas para proteger y mejorar a la humanidad” (Barnett, 2013: 10).
En este periodo hay un hecho que marca un hito fundamental para el establecimiento de unas normas mínimas de protección: la creación de la Cruz Roja Internacional. Tras su paso por la Batalla de Solferino, Henri Dunant, en su obra Recuerdos de Solferino (1965), recogía el sufrimiento de los heridos que yacían en el campo de batalla sin importar su procedencia. Según Dunant, la hermandad que emanaba entre los heridos era condensada en la frase tutti fratelli (“todos hermanos”). Esta frase que repetían los heridos al ser atendidos, fue la fuente de inspiración para la creación de un organismo internacional dedicado a atender a las víctimas de un conflicto. En 1863, Henri Dunant y Gustave Molyner crean la Cruz Roja Internacional como organización que se ocuparía de velar por unas garantías mínimas para todo herido en conflicto y para la población civil que se viera envuelta en el mismo.
Este periodo se va conformando en torno al reconocimiento y protección de unas bases mínimas inviolables sobre la vida y el sufrimiento innecesario. La Cruz Roja resalta que estas bases se caracterizan por plantear una norma universal que, como recordara Gérard Peytringet (1995: 146) al analizar la evolución histórica del Derecho Internacional Humanitario, lo separaría de los lazos bilaterales en los que se apoyaban los acuerdos previos. Estos acuerdos se dotaban ahora de un carácter permanente, siendo recogidos de forma escrita, estaban destinados a proteger a las víctimas de distintos conflictos, sentando las bases de una articulación entre varios actores, y centrados en la protección de la vida como materia concreta sobre la que velar.
En este periodo sobresale la preocupación por brindar protección allí donde el Estado no puede proporcionarla. Con la elaboración de diferentes legislaciones también se estaba recogiendo la necesidad de proteger la vida incluso cuando no estén operando las garantías del Estado al que pertenecen los sujetos que se encuentran en conflicto.
Neohumanitarismo: los derechos humanos como lenguaje humanitario
El neohumanitarianismo (Barnett, 2013) da inicio con el fin de la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, con uno de los hechos más importantes de este periodo: la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.
Este periodo se caracteriza por la elaboración de un Derecho que estipula la responsabilidad de los Estados en tiempos de paz; se plantea la necesidad de elaborar un documento internacionalmente, que siendo aplicado a través de los Estados sea reconocido como universal. Reunidos en Nueva York en 1948, los representantes de los Estados allí presentes firman la Declaración de los Derechos Humanos, pensada para tiempos de paz, desde una concepción de universalidad de los derechos que ella contiene y el compromiso de garantizarlos que se adquiere internacionalmente.
Tal y como nos recuerdan algunos autores (Bass, 2008; Ruiz-Giménez Arrieta, 2005), el recurso a la falta de garantías de un Estado respecto de sus ciudadanos ha servido en ocasiones para legitimar intervenciones militares bajo el argumento de reestructurar un Estado que no protege a sus ciudadanos. También han servido para legitimar un orden internacional concreto (Guilhot, 2005), incluso llegando a intervenir para promover la “democracia” (Guilhot, 2001).4 Imposiciones y enfrentamientos que buscan hacer valer determinados principios como universales (Arcos Ramírez, 2002), una nueva “cruzada de Occidente” (Hours, 1998: 19) con el argumento de los derechos humanos como bandera de salvaguarda de un orden internacional determinado, marcado por un carácter colonial que no se tuvo en consideración en el momento de la elaboración de estos derechos humanos, como recordaran Carolina Moulin (2011) o Anthony Anghie (2004).5
Por una parte, los derechos humanos se presentan como nuevo “ideal moral” (Giusti, 2012: 163), puesto que “hace las veces de una instancia moral colectiva de enjuiciamiento de las conductas y los hechos”. La Declaración de los Derechos Humanos se convierte en “fuente de idolatría”, como mantiene Michael Ignatieff (2003), entendida como “contenido básico de la ética transcultural” (Rubio, 2009) destinada a operar universalmente, constituyendo el tamiz que ha de regular la relación entre los Estados y su ciudadanía.
Humanitarismo liberal: proliferación del humanitarismo no estatal
El tercer periodo, denominado por Barnett (2013) humanitarismo liberal, desde finales de la Guerra Fría hasta el presente, empieza a engarzarse cada vez más con la coyuntura geopolítica. Se trata del momento en el que el “otro” se aproxima, comienza a llegar migración al centro promotor de ese humanitarismo, ya no es un “otro” al que se va, sino también uno que viene interpelando directamente a la acción humanitaria, como acontece en el caso de quienes solicitan protección internacional.
Este periodo se caracteriza por la proliferación de las organizaciones no gubernamentales (ONG) que se encargarán de diversos ámbitos de actuación. El adjetivo “liberal” se relaciona con la profusión de organizaciones humanitarias en la escena internacional y también con una mayor presencia hacia el interior de los Estados nación, como práctica de desligar ciertas responsabilidades que antes estaban en manos del Estado y que ahora se canalizan a través de las ONG. En este periodo humanitario de post-Guerra Fría, también destaca internacionalmente el papel que adquieren las ONG como observadoras (Nerín, 2011) con un “derecho de inspección y de juicio mucho más explícito que en el pasado” (Hours, 1998: 19); “testigos”, como nos hablara Peter Redfield (2005), con una gran legitimación en calidad de agentes sobre el terreno. La matriz que guía ese derecho de inspección no es otra que la Declaración de los Derechos Humanos y, en la cúspide, la salvaguarda del “derecho a la vida” (Fassin, 2010).
Este nuevo periodo viene marcado por una táctica de exaltación de las capacidades. Entonces esto podría llevar a pensar que rompe con lo que hemos mantenido de la desagencia del “otro”, pero no es así si observamos el paso previo para alcanzar esos “máximos deseables”, atravesados por la “ayuda”. En sustancia parece no alejarse mucho de aquello que nos decía Bartolomé de las Casas acerca de que la población indígena podía llegar a ser los mejores cristianos (Hardt y Negri, 2002), si se les educaba para ello. Quinientos años después de aquellas palabras la lógica de fondo sigue siendo la misma, algo que como veremos en el caso del asilo y refugio, se ha normativizado en pos del reconocimiento de una protección internacional.
De la construcción del “otro” a la legitimación moral: el caso del asilo y refugio
Detrás de la búsqueda de garantías respecto de los derechos se deja ver una intención de generar una imagen positiva en su propio beneficio, algo que sostenía ya Ignatieff (1999, 2003) en referencia a cómo se construye un discurso moral sobre la práctica humanitaria, como también sostuviera Federico Arcos Ramírez (2002: 108-109): “No intervenimos sólo para salvar a otros, sino para salvarnos a nosotros mismos, o mejor dicho, para salvar nuestra imagen de defensores de la decencia universal. Queremos demostrar que Occidente es algo más que una palabra”.
El terreno moral parece querer mostrar una construcción de sensibilidad ante un “otro” vulnerable, “uno se pretende propietario del sufrimiento del ‘otro’, lo cosecha, lo destila como néctar que sirve para consagrarnos” (Bruckner, 1996: 260). Así, la acción humanitaria se presenta como el ejercicio mediante el cual los Estados pueden presentarse ante el resto del mundo como Estados comprometidos con la defensa de los derechos, pero también como capacitados para llevar a cabo esa tarea humanitaria como labor pedagógica que viene consigo. El caso concreto del reconocimiento de una protección internacional es muestra de ello.
Si nos centramos en los países europeos adheridos al Sistema Europeo Común de Asilo (SECA), nos encontraremos con una estructura de evaluación y reconocimiento muy similar a la que se recoge en las siguientes líneas centradas en la casuística española, dado que desde la Unión Europea se estipula un procedimiento que ha de operar de manera homogénea, bajo la premisa de que “la política de asilo no ha de ser una lotería” (UE, 2014: 3). Este procedimiento de asilo “comunitarizado” (García Mahamut y Galparsolo, 2010; Rodier, 2002) plantea, mediante “el Reglamento (UE) Nº 604/2013 del Parlamento Europeo y del Consejo” conocido como Dublín III (con entrada en vigor en 2014), que cuando “no pueda determinarse el Estado miembro responsable del examen de la solicitud de protección internacional, será responsable del examen el primer Estado miembro ante el que se haya presentado la solicitud de protección internacional” (capítulo 2, artículo 3, sección 2).6 Así, el procedimiento de asilo pasa a ser un elemento clave en la determinación administrativa de la protección humanitaria que se le otorgará a cada sujeto en busca de asilo.
En España, la articulación humanitaria en torno al procedimiento de asilo fija un primer momento de presentación de la solicitud de asilo,7 tras el cual se estudia la posibilidad de ser admitida a trámite dicha solicitud, fundamentalmente en lo relativo a los aspectos formales de la solicitud (si se presenta en plazo y se ha cumplimentado correctamente la misma). En el caso de que sea admitida a trámite, se inicia el proceso de asilo propiamente dicho en el que se evalúa la solicitud y las pruebas presentadas, se trata del periodo de instrucción de la solicitud. Tras este periodo pueden darse dos escenarios posibles: que la solicitud sea favorable y se reconozca algún tipo de protección internacional, o bien que sea desfavorable y no tenga más alternativas que presentar un recurso contencioso-administrativo ordinario ante los órganos competentes, que son la “Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional” y la “Sala Tercera del Tribunal Supremo” (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, 2005: 172), o bien enfrentarse a una expulsión, devolución, retorno o traslado al Estado responsable del examen de la solicitud.
Mediante el procedimiento de asilo se busca que cada Estado, siguiendo unas mismas pautas, evalúe y amolde las realidades de cada una de las solicitudes de protección hasta convertirlas en aprehensibles para la articulación humanitaria del asilo. El procedimiento de asilo como proceso a partir del cual se determina la posibilidad de que un sujeto acceda a la protección a un Estado diferente al de pertenencia, permite mostrar la manera en la que los Estados actúan en el gobierno de los sujetos; de esta forma, el asilo pone en evidencia la articulación del Estado frente a los mandatos internacionales desde su gestión interna. Michel Foucault hizo pensable un cambio de lógica en el ejercicio del poder, de un poder centrado en la potestad de “hacer morir” a uno centrado en su capacidad de “hacer vivir”, articulándose un nuevo “régimen de control de poblaciones” que traía consigo toda una labor de disciplinamiento diseñada alrededor de lo que Michel Foucault (2007) entendía como “biopolítica”.
Desde la “biopolítica” se hace referencia a una política de la vida destinada a ejercer sobre las poblaciones un control de manera individualizada, con el fin de que cada ciudadano se identifique con la práctica de gobierno que sobre él recae. En Vigilar y castigarFoucault (2009 [1975]) resaltó cómo en el tratamiento de la peste se puso de manifiesto la lógica de la “asignación a cada cual de su ‘verdadero’ nombre, de su ‘verdadero’ lugar, de su ‘verdadero’ cuerpo”. Esta idea es clave para analizar cómo se diseña la política de asilo asentada en la soberanía de los Estados y en la manera de determinar la responsabilidad sobre la protección de los sujetos.
En El gobierno de sí y de los otros Foucault desarrolla otra idea que ayuda a entender la legitimidad de la cual se dota el Estado en el ejercicio de gobierno desarrollado a través del procedimiento de asilo, abordando el concepto griego de parrhesía, entendido como “la libertad de palabra dada en una democracia a todos los ciudadanos” (2011: 166). En el caso que nos compete, se revela central como razonamiento mediante el cual se argumenta la construcción de esa “organización coherente” (ibidem) en la que se establecería la parrhesía, argumentando así que hace falta “una autoridad” que:
Se ejerza de buen grado sobre personas que la acepten también de buen grado, una autoridad tal que los ciudadanos puedan obedecer, y puedan obedecer por querer efectivamente hacerlo […] se trata de que los ciudadanos se convenzan, se convenzan personalmente, de la validez de la ley que se les impone, y que en cierto modo la hagan suya. (Foucault, 2011: 181-182)
Este razonamiento es central en el papel de la legislación mediante la cual se establece el procedimiento de asilo, por ser considerado el asilo como mecanismo capacitado para proporcionar un reconocimiento “verdadero”, tanto por el ejercicio clasificatorio que este promueve como por el hecho de conformar una interrelación con el procedimiento, reconociendo su autoridad en calidad de órgano legítimo de gobierno. Así, el Estado construye sujetos de gobierno, al tiempo que los sujetos esperarían ser gobernados por el Estado. Negarse a entrar en el procedimiento es optar por no ser concebido en calidad de protegido “como es debido”. El procedimiento de asilo actúa como el mecanismo que introduce al sujeto dentro del “control social”. Desde el análisis del panóptico de Jeremy Bentham (2014) como nuevo mecanismo de vigilancia, se resalta el “examen” como “nueva forma de saber” (Foucault, 1998).
El procedimiento examina el relato y las pruebas presentadas como ejercicio de indagación de los hechos que motivaron la salida forzada y además actúa como uno de los pilares que constituye la potencialidad del panóptico de Bentham, como es la labor de proporcionar “medios nuevos de asegurarse de su buena conducta y de proveer de su subsistencia después de su soltura” (Bentham, 2014: 29), en donde el sistema de acogida desempeña fundamentalmente esta función bajo la máxima de promover “autonomía”. El sistema de acogida se encarga de proporcionar unas mínimas condiciones de subsistencia en destino a quien haya presentado una solicitud de asilo, pero también tiene la función de dotar al sujeto de unas capacidades que lo amolden a la sociedad de destino, orientándolo en el ámbito laboral y convirtiéndolo en funcional dentro del nuevo contexto que va a habitar, en el caso de ver resuelta favorablemente su solicitud de protección.
De igual manera que en los distintos periodos humanitarios veíamos como la huella colonial se había incrustado en las disposiciones internacionales rigiendo las relaciones que se establecían con terceros países y poblaciones, en el caso del asilo y refugio nos encontramos cómo también hacia el interior de los Estados (al menos en los europeos) se extrapola un engranaje de gobierno sobre las personas que buscan protección, en donde al sujeto se le disciplina y se le “coloniza” por una legislación orientada a reconocerle como “merecedor” de una protección. El solicitante de asilo ha de intentar amoldarse a las demandas del procedimiento para poder permanecer en el Estado, ha de convertirse en un “otro” asumible, funcional en términos morales (por ello ha de introducirse en el procedimiento) pero también en términos económicos y sociales (para lo cual entra en escena el sistema de acogida).
El refugiado reconocido por el Estado como un protegido internacional representa una “otredad domesticada”, es una disonancia que ha conseguido convertirse en funcional al sistema de gobierno de las poblaciones al establecer un procedimiento que estipula lo asumible por el Estado. Frente a ello, las personas que reivindican su condición de refugiados pero no entran al procedimiento de asilo, son lo inaprensible por el sistema. El Estado no encuentra en ellos legitimación moral dado que no reconocen al Estado como ente de evaluación y reconocimiento de su condición de refugiados.
La posibilidad de reconocimiento de una protección queda supeditada a lo que el procedimiento considere como desprotección previa, siendo solo desde esta característica que el solicitante de asilo será contemplado por el procedimiento. Este hecho lo coloca en una situación paradójica, ya que al tiempo que lo subalterniza lo hace visible como un sujeto reconocible dentro del Estado al que llega, lo hace aparecer en términos de “contabilización” (Edkins, 2011) y en el espacio público (Butler y Athanasiou, 2017).
El asilo aparece como una de las prácticas que se proyecta desde una justificación ética normativa para desarrollar un ejercicio de gobierno sobre el colectivo de personas solicitantes de protección. Ese entramado ético normativo actúa como un mecanismo de violencia simbólica en cuanto que constriñe al sujeto, siendo evaluado, definido y categorizado hasta ser reconocido por el Estado solo si cumple con los requisitos que este ha estipulado como susceptibles de protección, para lo cual el sujeto ha de someterse al gobierno del procedimiento de asilo. Por otro lado, el Estado receptor de las solicitudes de asilo se presenta ante la comunidad internacional como un ente capacitado para el asilo y la acogida mediante su articulación humanitaria basada en los derechos humanos. En el apego a los derechos humanos como nuevo metarrelato, Peter Sloterdijk (1993) coincide con Friedrich Nietzsche (2003) en el diagnóstico que afirma estar viviendo en una posmodernidad caracterizada por la pérdida de los megarrelatos, especialmente el mega (y meta) relato de “Dios”, ante lo cual el individuo se apresura a establecer nuevos discursos: “La posmodernidad es la época ‘después de Dios’ […]. Con todo, el huérfano género humano ha intentado formular un nuevo principio para la copertenencia de todos en un moderno horizonte de unidad: los derechos humanos” (Sloterdijk, 1993: 67).
De esta forma, los derechos humanos constituyen un nuevo discurso totalizador. El sujeto “otro” como vulnerable, en nuestro caso el solicitante de asilo, es sobre quien se proyecta la posibilidad de empatía y sensibilidad, ante lo cual afirmaba Bruckner (1996: 260):
El escándalo ontológico de la caridad es la desigualdad entre el donante y el beneficiario, quien, incapaz de socorrerse a sí mismo, sólo puede recibir, sin devolver ni responder. Amarle por esa única razón, cuidarlo en su desgracia significa ejercer sobre él no nuestra nobleza de alma sino nuestra voluntad de poder.
La justificación ética normativa que envuelve al asilo se incrusta en unas relaciones de poder en donde el solicitante de protección ha de ajustarse a las demandas del procedimiento. La estructura sobre la cual está construida la atención hacia un sujeto que solicita protección, se basa en una definición previa de las condiciones que darían paso al reconocimiento. Una definición y categorización que se haría desde la perspectiva de quien prestará dicha atención. Así como Bartolomé de las Casas entendía que la población indígena “necesitaba” recibir el evangelio para ser salvada, el humanitarismo actual hereda esa capacidad de acotar su objeto de interés y actuar sobre ellos, legitimándose como moralmente comprometidos con los derechos humanos. El humanitarismo reproduce de este modo una estructura jerárquica heredada del periodo colonial en donde el sujeto que solicita protección ha de encajar en lo que el procedimiento de asilo estipula como susceptible de protección.
Ideas finales
El plano humanitario es un espacio en el que los Estados adquieren relevancia a nivel internacional a través de una acción que muestra su compromiso con unos principios de hermandad. Al buscar los orígenes del humanitarismo en la propuesta de Bartolomé de las Casas nos encontramos con el paso previo de identificación de un sujeto respecto del cual se adquiere una responsabilidad, no una responsabilidad desinteresada, sino claramente influenciada por los beneficios que le aportaría a la fuerza colonizadora, legitimando una jerarquía de dominación estructurada sobre una supuesta “base civilizatoria”.
Esta relación cimentada sobre una estructura colonial actuaba hacia el colonizado y el colonizador. Tanto el reconocimiento de un “alma” como el reconocimiento de determinados “derechos” se convierten, dentro de una estructura jerárquica colonial, en requisitos a partir de los cuales quienes se encuentran legitimados para velar por determinados valores consiguen articular su capacidad de gestión de las poblaciones. En el caso del asilo, esta capacidad de gestión muestra una jerarquía que impone, a las personas que solicitan protección internacional, amoldarse a lo que desde el procedimiento de asilo se entiende por desprotección y ajustarse a los requisitos de aportación de pruebas y evaluación para optar a un mínimo de derechos que velen por su supervivencia en el Estado de acogida.
El colonialismo está imbricado en la construcción del Estado moderno y en este artículo se ha querido plasmar como también está presente en una práctica que se considera en las antípodas, volcada en la solidaridad y el reconocimiento de los derechos. Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿cómo romper con esta jerarquía?, ¿de qué manera extirpar la huella colonial del reconocimiento de una protección internacional? Mucho trabajo decolonial hay por delante en el ámbito institucional; no obstante, cabe señalar que es imprescindible empezar a alejar los derechos de toda fase de evaluación sujeta a un reconocimiento estructurado en la demostración y en el “convencimiento” a las autoridades pertinentes, de las necesidades de protección que un sujeto pueda tener. Los derechos han de pensarse desde las personas beneficiarias de los mismos, no desde la institución encargada de reconocerlos y velar por ellos. Eso es lo plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados, a pesar de que es en la práctica, en la gestión, cuando se ponen en marcha los mecanismos estructurados en jerarquías de reconocimiento.
El humanitarismo y, en concreto, la gestión del asilo debe centrarse en el cumplimiento de las condiciones necesarias para que las personas puedan desarrollar sus vidas, sin necesidad de demostrar, desde los parámetros de un ente evaluador, que las condiciones de vida de determinado contexto no son las óptimas para la existencia. Al introducirse los parámetros de un evaluador externo, los derechos quedan a la deriva de decisiones que en ocasiones son más próximas a cuestiones administrativas, que estrictamente basadas en los instrumentos legales internacionalmente pactados en la materia. Se trata de una cuestión muy importante a tener en cuenta, fundamentalmente en un escenario pospandemia, en donde se redefinen las “prioridades” y se reorientan los recursos, dado que si no se empieza a trabajar en la decolonización del ámbito humanitario las desigualdades seguirán creciendo y se afianzarán las estructuras de reconocimiento sobre la base de la demostración de vulnerabilidad.