Desde hace años en Europa se ha extendido el impulso al recurso a medios alternativos de resolución de conflictos, a adelante ADR, no solo como el medio más efectivo para descongestionar el sistema judicial2, sino también como el más eficiente en términos de acceso a la justicia, pues permite al consumidor acceder a un procedimiento sencillo, rápido y accesible3.
El ámbito de los productos financieros y bancarios, no ha sido ajeno a estos mecanismos, por lo que no cabe duda en la posibilidad de acudir al arbitraje para solventar la controversias que se planteen entre los distintos agentes en estos mercados y respecto a la totalidad de productos (otra cosa es que en algunos de ellos el recurso al arbitraje como ADR sea escaso en alguno), y ello por cuanto el único límite al respecto, a tenor del art. 2 de la Ley 60/2003 de Arbitraje (en adelante LA), es que solo cabe la arbitrabilidad de aquellas controversias que versen sobre materias de libre disposición.
Ahora bien, la experiencia en nuestro país, lejos de reflejar la mejor cara del arbitraje, nos lleva a presentar en estas líneas lo que podríamos llamar “su lado oscuro”, siendo que esta afirmación obedece al hecho de que es en este ámbito, en el que hemos podido ver lo mejor y lo peor del arbitraje, como descubriremos a continuación, para lo cual es necesario primeramente acotar el contexto en el que nos movemos “los productos financieros y bancarios”, advirtiendo que los conflictos en cada uno de ellos son distintos, pese a compartir su desencadenante, esto es - la crisis financiera-.
Y es que mientras los conflictos derivados de la venta de productos financieros tienen como común denominador su colocación a inversores no cualificados, por lo que la controversia se centra en la posible concurrencia de error en el consentimiento y por tanto en la nulidad del contrato; los problemas que derivan de los productos bancarios, y en especial, del crédito hipotecario, tienen que ver más con la inadaptación de nuestro sistema de garantía hipotecaria, de responsabilidad patrimonial y de ejecución, al marco de protección comunitario del consumidor. Centrémonos a continuación en la categoría de productos que mayor porcentaje de arbitrajes han protagonizado.
1 LAS CRISIS DE LOS DERIVADOS O LA CONSTATACIÓN DE LA VIGENCIA DE LA MÁXIMA “CUANDO EL DINERO SALE POR LA PUERTA EL AMOR SALE POR LA VENTANA”.
El origen de los conflictos en materia de comercialización de productos financieros derivados se asocia indeleblemente al verano de 2007 fecha que, parafraseando a Roosevelt, “vivirá en la infamia” por ser el momento a partir del cual se desencadena una crisis de deuda soberana nunca conocida, que provoca que conceptos como hipotecas subprime, o prima de riesgo se conviertan en habituales para cualquier ciudadano de a pie.
En Europa se extiende una crisis sistémica sin precedentes, que desemboca en el rescate de Estados y en la necesidad de poner en orden a un sistema bancario que hasta el momento se creía estable, pero que al parecer había estado jugando a poco menos que a la ruleta rusa. Es este momento en el que se pone de manifiesto, que durante los años previos a la crisis se habían generalizado una serie de malas prácticas bancarias, que por su alcance y extensión (afecta a prácticamente todas las entidades, ya fueran las extintas cajas de ahorros como los bancos) más parece un cártel, que una coincidencia, y cuyas causas se pueden resumir en las siguientes:
Fallo de la regulación: el marco normativo que regulaba la oferta y distribución de productos financieros partía de un modelo, según el cual, los inversores son agentes racionales que quieren maximizar sus beneficios conforme a su disposición al riesgo, para obtener los mayores beneficios4, por lo que bastaría con asegurar que reciben la información precisa, para que tomen sus propias decisiones. Sin embargo, el tiempo ha demostrado lo errado de dicho modelo, por lo que el nuevo camino a seguir ha de ser evitar las barreras y límites que encuentran los inversores derivados de la asimetría de información y de su complejidad.
Fallo en la distribución: ni los conocimientos financieros que tenían los inversores al tiempo de la crisis, ni la información proporcionada (aunque fuera la preceptiva), han permitido que el mercado fuera consciente de los riesgos asociados a las distintas operaciones, la distribución de productos financieros en la etapa previa a la crisis se hizo más siguiendo un criterio de “a ojo” que conforme a técnicas específicas de evaluación del riesgo.
Fallo en la comercialización: La Directiva 2004/39/CE conocida como MIFID I y transpuesta en España a finales de 2017, sirvió para informar a los clientes del riesgo, pero no para advertirles del mismo, y es que las entidades, sobre la base de que los inversores aceptaban el riesgo conforme a la información proporcionada, trataron como clientes profesionales a quienes no lo eran, a lo que además se añadió el inadecuado control de la posible existencia de conflictos de intereses, sobre diseño de productos o cumplimiento de las órdenes de ejecución.
Fallo en el control: Es notorio que las entidades de inspección de estos sectores, como son el Banco de España (en adelante BE) y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (en adelante CNMV) no hicieron todo lo que estaba a su alcance. Como muestra un botón, en la comparecencia de su presidenta, de 29.05.2013, en la que ante el Congreso expone en primer informe de la Comisión de seguimiento de instrumentos híbridos de capital y deuda subordinada que presidía, objeto de fuertes críticas por la presidenta del consejo de consumidores y usuarios, llega a afirmar, respecto de la comercialización de participaciones preferentes que: “el inversor percibía los productos como de bajo riesgo a pesar de su carácter perpetuo, de su mal posicionamiento en la prelación de acreedores en un eventual concurso o su ausencia de remuneración en caso de falta de beneficios en la entidad emisora”.
Continúa justificando la colocación de estos productos entre el público en general pues “según nuestra normativa, existe libertad de emisión; por lo tanto, no puede prohibirse que se comercialicen entre inversores minoristas instrumentos financieros basándose en su complejidad o en su elevado riesgo”. Es decir, según su criterio la información que recabaron las entidades comercializadoras de los clientes, de poco habían de servir para limitar la venta de ciertos productos pues “cuando la entidad considere que el producto no resulta adecuado para el cliente, debe advertírselo, pero podrá seguir prestando el servicio, es decir, podrá seguir vendiéndoselo”, siendo así, parece ser que no fueron responsables, pues “en determinadas entidades el número de clientes que contrató el producto después de ser advertido de que la operación era no conveniente fue muy elevado”
2 EL CASO DE LAS PREFERENTES.
Las participaciones preferentes (PPRS) se comercializaron por primera vez en España en 1998, siendo la primera emisión la realizada por el Banco Bilbao Vizcaya, que lo hizo a través de una sociedad filial extranjera, puesto que hasta entonces España carecía de regulación específica. Se trataba de instrumentos financieros, por los que la sociedad emisora recibe un precio o importe que destina a satisfacer sus propias necesidades, y a cambio ofrece una determinada rentabilidad.
Dicho instrumento5 se caracteriza entre otras, por ser perpetuo (aunque cabe la amortización anticipada previa autorización del BE al tratarse de una entidad bancaria); por no otorgar derecho político alguno a su receptor; por condicionar la rentabilidad prometida a la obtención de beneficios por el emisor; y por no ser deuda estricto sensu, por lo que no cabe identificarlo con otros productos tales como las obligaciones convertibles, no siendo por tanto apto para todo tipo de inversor, lo que no impidió su emisión recurrente como medio habitual de financiación de las cajas de ahorro, y por ende, su colocación extensiva.
Hasta 2008 su venta se dirigió a inversores institucionales y minoristas, y como quiera que hasta entonces el valor nominal de las preferentes coincidía con su valor de mercado, no había problema en recuperar el 100% de la inversión, bien a través de la amortización anticipada por parte del emisor, bien a través de su venta en el mercado de renta fija AIAF, un mercado carente de transparencia, que fomentaba la apariencia de que el valor de venta de estos productos era equivalente a su valor nominal, cuando la realidad era que debido a su bajo volumen de operaciones, las entidades financieras emisores tuvieron que crear sistemas internos de cases de operaciones entre sus clientes, para que el inversor recuperase su inversión, lo que se lograba solo en caso que la entidad lograra recolocar el producto a otro cliente.
El sistema sin embargo funcionó, hasta 2008, año en el que los inversores institucionales dejan de interesarse por este producto, y en el que las entidades optan por colocarlos a clientes minoristas, lo que se alimentó aún más cuando la CNMV, consciente de la divergencia entre el valor nominal de la emisión y el valor de mercado, recomendó su negociación exclusiva a través de los canales internos de las entidades (sistema de cases), y ahí empezó el problema.
Las entidades, al no tener liquidez suficiente y necesitar aumentar sus ratios de liquidez, interrumpen las amortizaciones anticipadas, lo que conlleva a que trascienda el hecho de que su valor de mercado se distanciaba cada vez más de su valor nominal, con el consiguiente riesgo de pérdida de la inversión.
A pesar de ello, en 2009 se produce el mayor volumen de emisiones e importes, y ello estando por entonces ya vigente la normativa MIFID. Habría que esperar hasta 2011 para que la CNMV alertara de la inestabilidad del sistema interno, lo que provocó el cierre de las operaciones de venta, y el conocido como corralito de las preferentes o lo que es lo mismo, la imposibilidad de recuperar la inversión al no poder vender el producto, y el descubrimiento de su verdadera naturaleza de producto derivado altamente complejo y arriesgado.
Llegados a este punto no queda sino preguntarse ¿cuándo se convirtieron las preferentes en productos “tóxicos”? no se nos antoja más que una respuesta “es la economía, estúpidos (Clinton)”, y estos serían los nuevos requisitos de capitalización exigidos a las entidades financieras a raíz de la crisis6, los que restarían atractivo a estos instrumentos, pues dejaban de ser considerados como recursos propios de primera categoría para las entidades de crédito emisoras a los efectos del cálculo de los ratios de solvencia.
En julio de 2012, bajo la amenaza de intervención de nuestra economía, se acuerda el Memorando de Entendimiento sobre condiciones de Política Sectorial y Financiera (MOU) y el Acuerdo marco de Asistencia Financiera pactado con la Unión Europea, que marcaría el fin de estos instrumentos, y el inicio del calvario de sus adquirentes, dando lugar a la aprobación de una ley en 2013, que añadiría aún mayores dificultades a la recuperación de la inversión, pues por lo que se refería al trato que debía darse a sus adquirentes, en caso de liquidación o disolución de la emisora, se establecía que “ los inversores tendrán derecho a obtener exclusivamente el reembolso de su valor nominal junto con la remuneración devengada y no satisfecha, situándose a efectos del orden de prelación de créditos, inmediatamente detrás de todos los acreedores, delante únicamente de los accionistas ordinarios y cuota partícipes cuando los haya”. No es difícil adivinar que esta previsión condenaba a los tenedores a la pérdida de su inversión en caso de liquidación o concurso de la entidad financiera.
Así pues, como se puede deducir, el problema de estos productos no estribaba en su naturaleza, no son “tóxicos” ni ilegales per se, el problema fue su comercialización, pues en la misma debía cumplirse con un riguroso deber de información exigible a varios de los agentes intervinientes en la emisión y colocación de estos productos.
En primer lugar, a la entidad emisora, quien debía ofrecer una información detallada en su oferta comercial, y así el folleto informativo que precede toda emisión de valores y que es objeto de supervisión por la CNMV, debía ofrecer cierta información previa al inversor, entre la que destacaba aquella que hacía referencia a los derechos y riesgos que comportaba el producto y que en el caso de las participaciones preferentes era triple, por cuanto presentaban un riesgo de crédito, como cualquier activo financiero, pero acentuado por el hecho de no estar garantizado por el Fondo de garantía de Depósitos. Del mismo modo, presentaban un riesgo de liquidez, ya que ni se aseguraba que el inversor pudiera vender las preferentes con carácter inmediato, siendo la realidad que su negociación se circunscribía a los mercados AIAF de renta fija, ni tampoco su rentabilidad, condicionada a la existencia de beneficios por parte del emisor, y es que estos productos presentaban el riesgo de perder el capital invertido si en una fecha determinada de venta su precio de mercado estaba por debajo del de su emisión. Y finalmente, estos instrumentos presentaban un claro riesgo de solvencia acrecentado tras la reforma de 2013, pues se determinaba legalmente que en caso de disolución o liquidación de las entidades emisoras, sus tenedores debían afrontar la pérdida de capitalización.
En segundo lugar, las entidades que prestaban servicios de inversión también tenían deberes específicos de información, detallados de forma clara a partir de diciembre de 2007, fecha de trasposición de la conocida Directiva MIFID I, y en virtud de los cuales debían asegurar: a) que la información proporcionada al cliente fuera comprensible y adecuada, a fin de que le permitiera comprender la naturaleza y los riesgos del instrumento financiero que contrataba, y tomar una decisión con conocimiento de causa: b) que sus clientes serían sometidos a un test de conveniencia para evaluar su experiencia previa en relación al producto que querían contratar, y así adaptar la información ofrecida, asegurándose que conocían los riesgos asumidos, y a un test de idoneidad, cuando se prestaran servicios de asesoramiento financiero, a fin de valorar la aptitud del producto para ser ofrecido al cliente, a efectos de determinar si se ajustaba o no a sus necesidades de inversión.
Cabe destacar que la colocación de estos productos se produjo en el marco de relaciones de confianza, en el que los propios empleados a menudo ni disponían de la información necesaria, ni eran conscientes de que su actuación constituía un supuesto de conflicto de interés, pues la entidad actuaba como asesor del adquirente de sus propios productos.
El resultado es por todos conocido, las participaciones preferentes, deuda subordinada y otros híbridos fueron comercializados a los inversores más adecuados, esto es clientes de las entidades de “toda la vida”, muchos con estudios básicos y desde luego sin conocimientos financieros, jubilados e incluso incapaces. Inversores cualificadísimos.
Constatadas estas irregularidades debemos valorar a continuación la manera en que se abordó el problema, que sería diferente en función de que la entidad estuviera o no intervenida por las autoridades, conforme a las exigencias del MOE. Y es que mientras en el segundo caso la solución fue relativamente sencilla, pues reconocida la existencia de una inadecuada comercialización se propuso el canje de estos productos por otros (según la CNMV dicho canje se realizó por encima del valor de mercado de las PPRS, y en la mayor parte por el 100% de su valor nominal); en el caso de las entidades intervenidas por el FROB, tras el canje del producto (asumiendo la correspondiente pérdida del valor de la inversión) entidades como Nova Caixa Galicia, Catalunya Caixa o Bankia articularían un procedimiento arbitral para solucionar el problema, que se iniciaba con la solicitud del interesado en las oficinas de consumo que lo trasladaban a la entidad, quien lo remitía a una consultora externa que era quien decidía en qué casos se había colocado inadecuadamente las preferentes (por irregularidad o falta de información) y que por tanto motivaban la adhesión al arbitraje.
Este procedimiento, cuanto menos suscita varias cuestiones para el debate y así, ¿qué criterios se siguieron para elegir a esta consultora?, ¿qué parámetros se siguieron para decidir qué clientes podían acudir a arbitraje y quienes no? Este procedimiento no generaría sino una situación de inseguridad jurídica criticable, lo que llevaría al Gobierno a elaborar unos criterios objetivos para acudir al arbitraje, tales como la falta de entrega de documentación relevante o irregularidades, falta de firma o firma de incapaz, perfil del inversor, edad, o la cuantía reclamada. Echando la vista atrás y valorando las críticas recibidas a estos arbitrajes, nos planteamos ¿por qué acudir a un arbitraje cuando tal vez la solución hubiera debido pasar por la gestión institucional de las reclamaciones a través de la CNMV? Desde mi punto de vista, la respuesta es clara, y es que el arbitraje en estos casos se hizo para esconder el verdadero problema y es que, al tratarse de entidades intervenidas, “nacionalizadas”, resultaría que sería el Estado quien tuviera que responder por subrogación, y la realidad era que no había fondos públicos para devolver el dinero.
Es en este momento cuando podemos hablar de la cara oscura del arbitraje, puesto que ¿por qué no se optó por un arbitraje universal? que todos los inversores de entidades nacionalizadas tuvieran la posibilidad de acudir al arbitraje y que fuera el árbitro quien decidiera sobre la controversia. Esta vía, sin vulnerar el principio de la voluntaria adhesión, hubiera sido más respetuosa con el principio de igualdad de trato entre clientes, en lugar de dejar que fueran entidades externas las que decidieran en cada caso si se adhería o no al mismo. Adviértase, que la aceptación del arbitraje se limitó a aquellos casos de flagrante comercialización indebida ¿una medida para favorecer una pronta resolución a los inversores o para que la confidencialidad del procedimiento arbitral no le sacara los colores a la banca? Que la decisión de que el conflicto fuera arbitrable o no se dejara en manos de las auditoras de las propias entidades presentaba como mínimo una situación de conflicto de interés.
Pero no solo la gestión del acceso al arbitraje merece reproche, sino también su gestión, y es que el convenio arbitral que acaba suscribiendo el cliente, limitaba a priori la cuantía máxima recuperable, y en la que se computaba el importe suscrito, los intereses recibidos, los intereses que se hubieran percibido si en lugar de adquirir las preferentes se hubiera constituido un depósito tradicional, y el valor de mercado de los instrumentos recibidos a cambio (acciones de Bankia). Este sistema indemnizatorio es cuanto menos discutible desde un punto de visto estrictamente jurídico, pues el canje al que fueron obligados los inversores en ningún modo puede convalidar la nulidad del negocio del que trae causa, pues resulta evidente que en este caso las consecuencias aparejadas no pueden ser otras que las previstas en el 1303 CC.
Ahora bien, no todo fue negativo en este procedimiento, de la experiencia del caso de Catalunya Caixa en el arbitraje a través de la Junta Arbitral de Consumo se concluye: en primer lugar, que los procedimientos permitieron una pronta solución para los casos más vulnerables, ya que desde 2012 hasta 2015 se emitieron 42.000 laudos 100% favorables al cliente; en segundo lugar, que la ingente cantidad de casos llevó a la Junta a tener que recurrir a letrados de la Generalitat que recibieron formación específica, por lo que se pudo garantizar los conocimientos de los árbitros; y en tercer lugar, que la flexibilidad del procedimiento arbitral permitió clasificar los casos por grupos para así agilizar los procedimientos, asegurando cierta unidad de criterio en los laudos, del mismo modo, esa misma flexibilidad que otorga el arbitraje permitió en algunos casos cambiar la pretensión inicial de nulidad incluyendo la reclamación de daños y perjuicios.
3 EL CASO DE LOS SWAPS
El arbitraje de instrumentos financieros como el swap ha sido prácticamente el protagonista de los arbitrajes financieros y bancarios llevados a cabo en nuestro país desde 20097. Pero ¿qué es un swap? Dicen que varios profesionales discuten en el cielo acerca de qué profesión es la más antigua. El médico razona “Eva nació de la costilla de Adán, por lo que necesariamente debió participar un médico”; el ingeniero por su parte añade “también la Biblia dice que el mundo surgió del caos. Esta es la prueba de que fue necesario un ingeniero”. Finalmente, el broker de derivados concluye ¿y quién pensáis que creó el caos?8
Un swap es un contrato de permuta financiera9, un contrato de intercambio, siendo el más extendido el de tipos de interés (Interest Rate Swap o IRS), mediante el cual el cliente y la entidad de crédito acuerdan el intercambio de intereses calculados sobre un mismo valor nominal. En la mayoría de los casos, con este contrato el cliente se compromete a pagar cantidades calculadas a un tipo de interés fijo a cambio de recibir del banco cantidades calculadas a un tipo de interés variable, y todo ello durante un periodo que finaliza con la llegada de la fecha de liquidación.
Este intercambio da lugar a un flujo de prestaciones en dinero, positivas o negativas para uno (cliente) u otro (entidad financiera), según resulte del valor que alcance el índice pactado (normalmente Euribor a 1 año) al tiempo de la fecha pactada de liquidación. Para la regulación de estas operaciones, con anterioridad a la confirmación de la operación de swap, los clientes deben formalizar un contrato conocido como CMOF que sirve de marco para la realización de posteriores operaciones financieras, entre ellas el swap.
Como en el caso anterior, en la gran mayoría de los casos, los clientes no adquirieron el IRS por motivos especulativos, es decir, para apostar sobre un posible interés futuro, sino para intercambiar los compromisos de pagos futuros que tenían asumidos con anterioridad (instrumentos de financiación anteriores como créditos o líneas de crédito), y por tanto, para neutralizar el riesgo de esas otras operaciones previas, así si un cliente tenía contratado un crédito a tipo variable, a fin de cubrir el riesgo derivado de la variabilidad de interés (y sobre todo pensando en un escenario de subida de los tipos) contrataba un swap por el que apostaba un tipo fijo frente al tipo variable que apostaba el banco (y que puede coincidir con el tipo del préstamo), de este modo si derivado de la subida de tipos de interés el cliente se veía obligado a pagar más por el préstamo, ello se compensaba con lo que le pagaba el banco por el swap, obteniendo así un saldo cero.
El recurso a este instrumento de cobertura se generalizó a partir de 2003, cuando la volatilidad de los tipos de interés se hizo patente (estando el Euribor en un 5,3% en 2008), lo que daría lugar a la aprobación de la Ley 36/2003 por el que las entidades debían informar y ofrecer instrumentos de cobertura (que no eran exclusivamente swaps) frente a escenarios de posibles incrementos de los tipos de interés a sus clientes.
El problema apareció cuando se produjo la situación inversa, bajaron los tipos de interés, y con ello el beneficio que obtenía el cliente en su crédito, que se veía neutralizado e incluso superado por las obligaciones derivadas del swap.
La mayor parte de los arbitrajes derivados de la contratación de este producto, tuvieron por objeto la eventual nulidad del contrato marco CMOF y del swap contratado bajo su amparo, por falta de consentimiento o consentimiento mal informado. Es decir, la controversia se concretaba en analizar si en el marco de dicha operación, la entidad, atendiendo a sus obligaciones legales, había o no procedido a informar debida y adecuadamente al cliente sobre el producto que iba a contratar, porque en caso contrario, la mala información podría derivar en la apreciación de un error en la contratación, y por tanto en la prestación de un consentimiento viciado que exigiría la nulidad del contrato, siendo así que lo esencial no era tanto el mero incumplimiento de deberes de la entidad, sino la consecuencia que ello había tenido, fundamentalmente la imagen que el cliente se había hecho del producto y en virtud de la cual había prestado su consentimiento.
Para su evaluación resultaba de interés atender, no solo lo declarado por las partes, sino los hechos que se probaran durante el proceso (que normalmente consistía en la aportación del CMOF, de la grabación de la contratación telefónica y de la declaración de testigos), lo que exigía previamente depurar algunas cuestiones recurrentes que, aún planteadas por las partes, no tenían incidencia en el petitum, como eran en primer lugar, la existencia de dolo por parte de la entidad financiera, y es que se trataba de verificar el error como vicio de voluntad, lo que exige atender a la conducta del cliente (valorar la formación de su consentimiento (sustancial) y su eventual contribución a su propio error (excusable) y no la conducta del causante del engaño (la concurrencia de insidia directa o inductora, o la reticencia dolosa del que calla o no advierte).
En segundo lugar, tampoco debía considerarse la influencia del producto o su repercusión en la situación económica negativa del demandante, pues lo que se valoraba no era si el producto era perjudicial, sino si el cliente había sido debidamente informado al tiempo de su contratación. Finalmente, tampoco habría de considerarse la eventual previsión por la entidad o conocimiento de la subida de tipos de interés y el resultado adverso para el cliente, pues ello no influía en el deber de información de la entidad, recordemos que no se analizaba la idoneidad del producto sino su conveniencia.
Fijada la controversia, el análisis arbitral se centraba en la valoración del cumplimiento de los deberes de la entidad en la comercialización del producto, lo que suponía, en primer lugar, valorar el procedimiento de clasificación del cliente y, en segundo lugar, en atención a su condición de minorista o profesional, la información que se había proporcionado.
En un intento por defender la condición de profesional del cliente, lo que relaja el tipo de información que se le debe proporcionar, a menudo la entidad recurría a la posibilidad de que el cliente fuera clasificado ex lege (78 bis apdo.3 LMV) como profesional, atendiendo para ello a su volumen de negocios (en el caso de que fuera una sociedad era más probable), mas si bien esto era posible, ello no dispensaba a la entidad de su prueba, no bastando su mera afirmación, ni tampoco la presunción de que por el hecho de haber contratado otros productos, el cliente ya contaba con experiencia previa y por ello era profesional, así pues en todo caso, se debía exigir la aportación de los preceptivos test de conveniencia y de idoneidad (en caso de considerar que estuviéramos ante un servicio de asesoramiento) por parte de la entidad siempre que la contratación hubiera tenido lugar tras la transposición de MIFID I.
Clasificado el cliente, los deberes de la entidad no se agotaban ahí, pues sobre ella recaía la obligación de comunicarle el resultado de dicha clasificación, a fin de posibilitarle la solicitud de un cambio, extremo este que también debía probarse, pues el art. 61. 1 del Real Decreto 217/2008 exige notificación en soporte duradero, no pudiendo su omisión perjudicar al demandante.
Resulta de especial interés advertir, pues venía a ser uno de los argumentos más habituales de la entidad para defender el cumplimiento de su deber de información precontractual, que el hecho de que el cliente llegara a ser clasificado como profesional y no como minorista, en ningún caso le eximía de su deber de informar, sino de hacerlo en distintos términos.
Así pues, como en cualquier caso la entidad debía informar al cliente, el siguiente paso debía ser analizar la información recibida por el cliente, que acostumbraba a ser el CMOF y el documento de confirmación de la contratación del swap, a fin de verificar sí cumplía con el objetivo de dicho deber, resultando en la mayoría de casos que su contenido no solo apenas servía para hacerse una idea de la operativa del producto, sino menos todavía para informar de los riesgos y sus costes, especialmente la posibilidad de incurrir en liquidaciones negativas a consecuencia de una bajada de tipos de interés o los costes de cancelación anticipada. En este punto, jugaba un papel importante la valoración de los hechos que rodeaban la contratación, especialmente los que conseguían dar una muestra de la apariencia que el producto tenía para el cliente (declaraciones como “creía que era un seguro”; el uso de expresiones como “cobertura”; o la referencia solo a cuál sería el comportamiento del producto en un escenario de incremento de los tipos de interés).
Finalmente, constatado el incumplimiento del deber de información al cliente había que ponderar sus efectos, y en especial, si el mismo motivaba el error causante de la voluntad viciada, ya que por sí misma, la omisión de información no conlleva necesariamente error vicio, aunque pueda contribuir a ello. En los casos de contratación de swaps, son varios los elementos que han permitido considerar que hubo error, y así, si la entidad incumplía con su deber de clasificación difícilmente podía demostrar que había cumplido con su obligación de informar; del mismo modo, si no comunicaba al cliente su clasificación, le privaba de la posibilidad de solicitar un cambio de la misma, lo que conllevaba un escenario proclive al error reforzado por el hecho de que en muchos casos no se había realizado ninguno de los preceptivos test de valoración; finalmente, la prueba de testigos de la contratación también servía para ofrecer una clara imagen de los términos de la contratación. Todo ello, en definitiva, contribuía a la constatación de la existencia de una deficiente representación mental de lo que se contrataba (error sustancial y excusable), que era precisamente lo que justificaba el error, no el mero incumplimiento deber de información10.
En la determinación de estos aspectos, resultan indudables las ventajas que el recurso a un procedimiento arbitral ha supuesto para estos casos, especialmente la flexibilidad del procedimiento o la eficacia de la “discovery” arbitral11, institución típica del common law, que se ha ido introduciendo a través del arbitraje internacional y que va abriéndose paso en nuestro procedimiento judicial12.
Sin embargo, como no podía ser de otro modo, nos corresponde analizar a continuación los agravios ha comportado el arbitraje de swaps al procedimiento arbitral. El primero de ellos implicó la cuestionabilidad de la cláusula arbitral13 y es que, en la contratación de estos productos, como ya hemos señalado, se acostumbraba a contar con un contrato marco que responde a un modelo establecido por la Asociación Española de Banca, y con la orden de confirmación de la operación concreta de contratación de swap (a menudo la contratación se hace telefónicamente, pudiendo confirmarse posteriormente por escrito). La sumisión al arbitraje era consecuencia de la incorporación de una cláusula arbitral en alguno de los documentos indicados, pues bien, así como en otro contexto ello no hubiera debido implicar mayores controversias, en esta materia nuestros tribunales tuvieron que lidiar con el hecho de que los clientes, pese a la existencia de dicha cláusula, optaban por acudir a los tribunales, siendo la entidad bancaria la que debía oponer declinatoria.
Los motivos por los que se “evitaba” el arbitraje eran varios, desde la falta de conocimiento del funcionamiento del sistema arbitral y la desconfianza en los árbitros que, por expertos en estos productos, se creía que podían tender a laudar a favor del banco, hasta la situación económica delicada del cliente que, o bien por su situación no podía hacer frente a la provisión de fondos que exige el arbitraje, o bien porque, hallándose en situación de concurso, o no alcanzaba durante su gestión a poder valorar la entidad del error en el que incurrieron (por tanto no eran conscientes de su propio vicio de voluntad), o porque la posibilidad de alcanzar un acuerdo extrajudicial de pago o el propio convenio les “compensaba” más que demandar a la entidad de la que tal vez dependía el mismo.
Son numerosos también los casos en los que el cliente no acudía al arbitraje por entender que la cláusula arbitral no era válida, bien por extensión de la nulidad del contrato a la cláusula arbitral, bien porque consideraban que la nulidad del contrato no era materia arbitrable.
En el primer caso, muchos demandantes entendían que, al pretender la nulidad del contrato, la misma debía desplegar sus efectos sobre el pacto arbitral, lo que suponía ignorar el tenor literal del art.22 LA. En el segundo, la nulidad como materia no arbitrable, se sostenía que, en tanto la cláusula arbitral se limitaba a someter lo relativo a “la interpretación, cumplimiento y ejecución”, cuestiones tales como la nulidad, no formaban parte de su extensión. En este punto hay que distinguir, pues una cuestión es que la nulidad de un contrato sea o no materia arbitrable, y otra distinta es determinar si la cláusula arbitral, en los términos que fue aceptada por las partes, incluía el sometimiento al arbitraje en caso de que se enjuiciara la posible nulidad del contrato, así en este sentido la STS 409/2017 de 27 de junio (RJ 2017/3021) deja claro que “La cuestión a decidir no es, por tanto, si Banco Popular, cuando predispuso la cláusula, tuvo la intención de que las acciones de nulidad de los contratos de swap o put concertados mediante confirmaciones del CMOF se sometieran a arbitraje. Lo decisivo es, a la vista de la redacción que se dio a la cláusula y de las cuestiones a las que se hacía expresa referencia en la misma, si puede considerarse que el adherente ha aceptado de manera clara e inequívoca la sumisión de determinadas cuestiones a arbitraje y la correlativa renuncia a que las controversias que puedan surgir sobre las mismas sean decididas por un tribunal de justicia. Y, como razona correctamente la Audiencia Provincial, no puede aceptarse que en este caso Agrumexport, al prestar su consentimiento al contrato de adhesión que le fue propuesto por Banco Popular, hubiera aceptado clara e inequívocamente someter a arbitraje cuestiones que distintas de la interpretación, cumplimiento y ejecución de las cláusulas del CMOF y, en concreto, la anulación por error vicio del contrato swap y del contrato put concertados en el ámbito de dicho contrato marco”.
En caso de que el cliente tuviera la condición de consumidor, son numerosos los casos en que se entendía que la cláusula de arbitraje era abusiva14, lo que obligaba a analizar si dicha cláusula podía ser reputada nula por abusiva, circunstancia que se daría solo cuando al consumidor se le obligase a acudir a un arbitraje distinto del de consumo (obviamente salvo que estuviéramos ante un arbitraje institucional creado legalmente o ad hoc como ocurrió con el arbitraje de preferentes), y ello porque el desequilibrio de prestaciones vendría provocado al resultar solo beneficiado el empresario, que con su inclusión, podría concentrar los pleitos en un territorio y con ello sus costes, y que con su aplicación estaría obligando al consumidor a renunciar a la posibilidad de un recurso contra la resolución dictada15.
En otros supuestos, la renuncia al sometimiento a la cláusula arbitral ha tenido más que ver con la cuestionabilidad del árbitro, ya fuera por su falta de cualificación o de imparcialidad.
Y es que la experiencia del árbitro es una circunstancia que juega tanto a su favor como en su contra, pues mientras es su expertise lo que le hace un buen candidato para el arbitraje, precisamente ese conocimiento experto lo que hace que fácilmente se haya relacionado con las entidades demandadas o que haya actuado varias veces en arbitrajes que las conciernen.
En cuanto a su imparcialidad, se trata de un motivo recurrente para impugnar el laudo arbitral, lo que no obsta a recordar que existen numerosas vías para denunciar dicha situación antes de la emisión del laudo como son, el recurso a los motivos de abstención y recusación previstos en la LA, sobre cuya ausencia de concurrencia además debe ratificarse el árbitro en el acto de inicio del procedimiento; el procedimiento de recusación; la renuncia del propio árbitro ,o su responsabilidad y la de la propia institución arbitral. En cualquier caso, hay que tener presente que los casos que se han dado y que han conllevado el planteamiento de la eventual nulidad del laudo vienen a requerir que dicha falta de imparcialidad derive de una vinculación objetiva o subjetiva con la materia objeto de arbitraje, y no de presunciones o sospechas.
Finalmente, si algún aspecto ha incidido en mayor medida en la desconsideración del arbitraje como mecanismo de resolución de controversias en esta materia, sin duda ha sido en los motivos de anulación del laudo. El art.40 LA limita los motivos de anulación del laudo a unas causas tasadas, entre las que se encuentra la contravención del orden público, causas que deben ser objeto estricta interpretación, y respetar en todo caso el hecho de que la revisión del laudo no es una suerte de apelación al mismo. La cuestión resultaba clara hasta 2015, momento en que el Tribunal Supremo de Justicia de Madrid vendría a cuestionar dichas limitaciones con los planteamientos efectuados en varias sentencias (de 28 enero, 6 y 14 de abril, 23 de octubre y 17 de noviembre), la polémica estaba servida.
En primer lugar, porque elabora un nuevo concepto de orden público que hasta el momento se identificaba con el respeto a los derechos fundamentales y las libertades públicas garantizadas constitucionalmente y que se amplía peligrosamente, por cuanto como afirma Perales Viscasillas16 “viene a abrir una “caja de pandora” al enlazar ese orden público económico con el principio general de buena fe en la contratación, de tal suerte que se eleva la infracción de cualquier norma imperativa en el laudo a la categoría de orden público”.
Y ello porque, como se afirmaba en su sentencia núm. 31/2015 de 14 abril (RJ 2015/1239) “el orden público susceptible de protección comprende lo que se ha dado en llamar “orden público económico”, en el que se incluyen ciertos reglas básicas y principios irrenunciables de la contratación en supuestos de especial gravedad o singularmente necesitados de protección”. dentro de ese concepto jurídico indeterminado denominado “orden público”, ha de incluirse el “orden público económico”, que se prevé en normas imperativas y en principios básicos de inexcusable observancia en supuestos necesitados de especial protección. Paradigma destacado del mismo es el “principio general de buena fe en la contratación especialmente inexcusable cuando en una concreta contratación se produce una situación de desequilibrio, desproporción o asimetría entre las partes por razón de la complejidad del producto que se contrata y del dispar conocimiento que de él tienen los respectivos contratantes”.
En el mismo sentido su sentencia núm. 27/2015 de 6 abril (AC 2015/858) “No corresponde a esta Sala la valoración de la prueba que se practicó durante el procedimiento arbitral, ni procede tampoco el complemento de esa prueba en el presente procedimiento, lo que ha motivado el rechazo de parte de la prueba que propuso la demandada. Ni tampoco compete a este Tribunal la revisión del juicio de derecho realizado en el laudo. Pero sí debemos, ante la presencia de unas normas que el propio laudo considera imperativas, establecidas legislativamente en transposición de Directivas europeas para proteger intereses especiales, analizar si la motivación del laudo es notoriamente deficiente y podría suponer la inaplicación de esas normas imperativas”
O su sentencia núm. 30/2015 de 14 abril (JUR 2015/136198) “La cuestión - en este ámbito de decisión - no es ya tanto si el laudo acertó o no al no apreciar error que invalide el consentimiento emitido por PLAYA PADRÓN ESTEPONA: la cuestión es, como decimos, que asentó su decisión sobre unos presupuestos que, inequívocamente, contravenían normas imperativas aplicables, a la vista de los hechos que el propio laudo declara probados”
En resumen, de las sentencias citadas se desprende que el tribunal entendía que hay infracción del orden público en el caso concreto, por considerar que el árbitro no motivó debidamente porqué entendía que la entidad bancaria sí había cumplido con sus deberes. El giro doctrinal que ello supuso llevó en varias de ellas a la emisión de un voto particular por parte del Presidente de la Sala Francisco Javier Vieira Morante que dejó claro que, “mientras el recurso de apelación autoriza a un completo examen de las cuestiones litigiosas decididas en primera instancia, tanto en el aspecto fáctico como en el jurídico, la acción de anulación del laudo no permite el reexamen de las cuestiones de fondo” por ello “el debate sobre el contenido de las pruebas practicadas en el proceso arbitral, sobre la eficacia probatoria de las mismas, sobre su fuerza acreditativa, está, en principio, vedado a este Tribunal. Igualmente, la selección de la norma jurídica aplicable, su interpretación y la subsunción en ella de los hechos probados es una facultad que corresponde a árbitro o colegio arbitral. De lo que concluye que “la apreciación de la vulneración del orden público debe realizarse con extrema cautela para no invadir competencias que no nos corresponden”, por lo que habrá infracción del orden público “cuando la motivación no permita conocer las razones de la resolución o esta se base en argumentos que palmariamente no pueden conducir a ella aplicando las reglas elementales de la razón, debe entenderse vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva que consagra el art. 24.1 de la Constitución” y añado yo, infringido el orden público.
En segundo lugar, se cuestionó el arbitraje desde el momento que las citadas resoluciones se decantaron por un modelo de revisión plena del laudo, lo que implicaba entrar a analizar el fondo de la decisión arbitral, cuando los motivos de revisión no pretenden convertir la jurisdicción en una suerte de segunda instancia.
En tercer lugar, porque con el recurso al procedimiento de anulación de oficio del laudo, crearon la posibilidad de un efecto llamada ya que, invocando cualquier otra causa de nulidad, el tribunal en cualquier caso entraría a analizar de oficio la posible infracción del orden público17.
Y, en cuarto lugar, porque podían crear la sensación de enjuiciamiento de la labor arbitral al coincidir la anulación del laudo con aquellos supuestos en los que el laudo había sido favorable a la entidad bancaria.
4 CONCLUSIONES
De la experiencia en España en materia de arbitraje de productos financieros se concluye que este mecanismo de resolución de conflictos presenta algunas ventajas destacables como son: a) la confidencialidad del procedimiento, lo que resulta especialmente interesante para las entidades que así evitan la mala prensa; b) la rapidez del procedimiento que puede extenderse entre 3 meses a 6 meses; c) su flexibilidad, la cual permite acordar con las partes la verdadera controversia, y facilita la práctica probatoria destinada a la clarificación de los hechos (a través del conocido discovery); y d) la expertise de los árbitros, fundamental en este sector derivado de la complejidad de los productos comercializados.
Sin embargo, la misma también nos ha demostrado algunas de sus desventajas, y así: a) en estos casos el recurso al arbitraje no ha venido propiciado por su consideración como medio alternativo de resolución, sino como mal menor para desatascar la jurisdicción; b) la imposición del arbitraje (sobre todo en materia de participaciones preferentes) ha redundado en esa percepción negativa, al imponerse en aquellos casos en que se ha demostrado que han fallado los sistemas de reclamación institucionales, o como alternativa a la deficiente regulación de las acciones de clase en nuestro país; y c) el hecho de aprovechar la complejidad de dichos conflictos para cuestionar aspectos pacíficos como la validez de la cláusula de arbitraje o la anulación del laudo, lo que también ha contribuido a dar una imagen negativa del mismo totalmente injustificada.
En conclusión, el arbitraje como medio alternativo a la jurisdicción sigue ofreciendo múltiples ventajas, de ahí su continua promoción, no debemos pues dejar empañar su buena imagen por las circunstancias en las que se aplica, ni permitir que su instrumentalización lo vuelva a convertir en ese gran desconocido de la justicia.