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Revista Diacrítica

versão impressa ISSN 0807-8967

Diacrítica vol.26 no.3 Braga  2012

 

De la caja tipográfica a la escena: modernidad y performance poética en España (1905-1930)[1]

Da caixa tipográfica à cena: modernidade e performance poética em Espanha (1905-1936)

From Type Case to Stage: Modernity and Poetic Performance in Spain (1905-1936)

Rosario Mascato Rey*

*Departamento de Literatura Española, Teoría da Literatura e Lingüística Xeral. Universidade de Santiago de Compostela. Galiza. España

rosario.mascato@usc.es

 

RESUMEN

A principios del XX, las lecturas de poesía suponen un foro para el intercambio de ideas literarias y para la experimentación de nuevas propuestas estéticas e identitarias. La ruptura con los repertorios tradicionales y la apertura de nuevas direcciones facilita que los asistentes puedan reciclar sus propias nociones del arte y sus relaciones con la cultura del campo literario en expansión. La declamación poética permite, por un lado, romper el molde secuenciado de la caja tipográfica, estableciendo el verdadero alcance melódico del texto, en una expresión más de su carácter efímero; por otro, da cuerpo a sus aspectos más visuales, mediante la incorporación de mecanismos propios de la representación dramática, lo que la convierte en uno de los modelos para la renovación de la escena teatral. Por todo ello, la interpretación de poesía - como práctica performativa moderna - es un elemento de interés para los escritores españoles del momento.

Palabras clave: Modernidad; poesía española; lectura; performance; interpretación.

 

RESUMO

Em inícios do século XX, as leituras de poesia convertem-se num foro para a troca de ideias literárias e para a experimentação de novas propostas estéticas e identitárias. A rutura com os repertórios tradicionais e a abertura de novas direções facilita que os assistentes possam reciclar as suas próprias noções de arte e as suas relações com a cultura do campo literário em expansão. A declamação poética permite, por um lado, romper a forma sequenciada da caixa tipográfica, estabelecendo o verdadeiro alcance melódico do texto, numa expressão mais do seu carater efémero; por outro lado, dá corpo aos seus aspetos mais visuais, por meio da incorporação de mecanismos próprios da representação dramática, o que a transforma num dos modelos para a renovação da cena teatral. Por tudo isto, a interpretação de poesia - à maneira de prática performativa moderna- é um elemento de interesse para os escritores espanhóis do momento.

Keywords: Modernity; Spanish poetry; reading; performance; interpretation.

 

ABSTRACT

By the beginning of 20th Century, poetry reading becomes a forum for the exchange of literary ideas and for the experimentation of new aesthetic and identitary proposals. The rupture with traditional repertoires and the opening of new directions enables those present in them to recycle their own notions of art and their relations with the culture of the expanding literary field. Poetry declamation allows, on one hand, to break the sequenced structure of the type case, establishing the real implications of the melodic text, in another expression of its ephemeral nature; on the other, it gives shape to its most visual aspects, by adding those mechanisms usual to theatrical representation. Because all of this, poetry interpretation - as a modern performative practique - is an element of interest for Spanish writers of the time.

Keywords: Modernity; Spanish poetry; reading; performance; interpretation.

 

La poesía española de entresiglos, que transitaba del romanticismo becqueriano y esproncediano al costumbrismo de Campoamor, Núñez de Arce o Gabriel y Galán, se caracterizaba por ser deudora de una norma literaria anclada en los siguientes componentes: una moral eminentemente conservadora; la condena de cualquier signo de egocentrismo como ruptura de la relación entre obra y público; la preponderancia de un realismo de tendencia constructiva; la exigencia de españolismo temático de carácter casticista anclado en la tradición literaria española y la demanda de tradicionalismo en lo tocante a las fórmulas de la versificación (Niemayer, 1992).

Los llamados modernistas, por su parte, representaban todo lo contrario, ya no sólo en sus propuestas estéticas, sino también vitales y morales. Así, de acuerdo con Guillermo Carnero (2002), el discurso de estos nuevos escritores fue asumido como una ruptura de la norma canónica caracterizándose su propuesta por:

1) la autonomía del lenguaje y del discurso como elementos estéticos no sometidos a una voluntad de comunicación social (16);

2) su apuesta antirrealista en lo referente a la función mimética del arte (17);

3)su transgresión moral, en lo referente (sobre todo) a la exploración estética de la sensualidad y el erotismo de muchos de sus productos (18);

4) su “aristocracia emocional, intelectual y cultural”, de las que derivaba su carácter periférico en lo social (19);

5) su apuesta por una literatura de carácter dialógico que evidenciaba la fractura ontológica del hombre moderno (20);

6) finalmente, su apuesta decidida por negar las tradicionales limitaciones formales del verso castellano, convirtiéndolo en un territorio de innovación y experimentación (21), sometido a muy diversas influencias foráneas y, por tanto, alejado de lo tradicionalmente aceptado como producción autóctona en verso.

Todo ello derivó en que el modernismo, entendido como producto de un desequilibrio mental y moral por parte de sus productores, fuese en parte sometido a una “censura zumbona y paternal” (representada, por ejemplo, por Juan Valera), a la “condena severa” y a la “descalificación injuriosa de los mediocres” (Carnero, 2002: 15), algo que ejemplifica sobremanera el discurso que Emilio Ferrari hace, el 30 de abril de 1905, para su ingreso en la Real Academia Española, la crítica más sistematizada, de entre las que conocemos, contra las nuevas formas poéticas y sus cultivadores, defendida con tono beligerante[2] bajo el título de La poesía en la crisis literaria actual.

Ferrari dedica el eje de su exposición a analizar la “vorágine de ideas radicalmente incompatibles” surgidas en economía, filosofía y literatura en las décadas anteriores, que marcan —a su parecer— el inicio de la decadencia de una generación en términos sociales y artísticos: el “soberbio industrialismo positivista”, el “humanitarismo de Tolstoi”, la confrontación de imperialismo y nacionalismos, la “superstición metafísica”, el “fanatismo del misterio”, la “revolución realista de Zola”, “el misticismo de Maeterlinck”, hasta “el denominado modernismo, que es la resurrección de todas las vejeces en el Josafat de la extravagancia” (Ferrari, 1905: 15-16). Y por lo que toca a la literatura en concreto, su desmoronamiento tiene su origen —dice el poeta vallisoletano— en el excesivo egotismo, epidemia intelectual iniciada por el individualismo ilustrado, exacerbado por las teorías nietzscheanas, y desvinculado de valor social, cultural o histórico en sus múltiples variantes iconoclastas: decadentismo, satanismo, formalismo, simbolismo, misticismo, esteticismo e incluso prerrafaelismo, modas que pretenden una reutilización de la tradición en términos ajenos a ella misma (17-20). Las consecuencias: una práctica literaria caracterizada por la insociabilidad, el aristocratismo, el criticismo anarquista, el desdén, la demagogia, así como la falsa y rebuscada originalidad, a los que se suma —en el plano formal— un verbalismo hueco (21-26). Y a modo de gráfico ejemplo, Ferrari completa su crítica comparando la vacuidad de las propuestas modernistas con el “afán inmoderado de falsas novedades literarias” o con la “futilidad de la forma sin jugo ni médula interiores de los vicios modernos” (31) que el propio Menéndez Pelayo condenaba en el Cancionero de Baena, pasatiempo lúdico de un grupo de poetas cortesanos[3].

Finalmente, y tras alusiones peyorativas a la figura de Baudelaire y Ruskin, reprocha abiertamente lo que considera las prisas de la novomanía (los escritores modernos) por “sindicarse” para hacer frente a las críticas recibidas (Ferrari, 1905: 35-37). Y, de esta manera, acaba por situar el debate en torno a las formas poéticas en el seno del academicismo y, sobre todo, en la cuestión de la elaboración del canon de la literatura española.

La respuesta a sus palabras no se hizo esperar, y desde la prensa del momento, autores como José Fernández Bremón[4] afirmaban que sólo el tiempo y las dinámicas del propio campo literario podrían poner en su justo lugar las palabras del nuevo académico. En consecuencia, pedían al menos una lucha justa, en igualdad de condiciones editoriales, entre los contrincantes; esto es, entre los académicos y los nuevos poetas contemporáneos, como estos prefieren denominarse[5].

Y, en cierto modo, esta libertad de acción, reclamada por la crítica, habría de llegar con la mudanza de tendencias en el desarrollo del campo de la prensa del momento, al que se suma una renovación sin precedentes del mercado editorial español. Ambas suponen un importante cambio en la apreciación social del movimiento moderno en literatura y, al mismo tiempo, generan cierta expectación por lo que respecta a su capacidad para captar lectores a través de iniciativas diversas: la aparición de nuevas cabeceras, como Renacimiento y El Nuevo Mercurio;la mudanza de orientación de otras, cual Blanco y Negro o ABC, que iban apostando por el eclecticismo en su selección de firmas (Alonso, 2007: 37-44)[6]; o la eclosión de nuevas propuestas editoriales, como la colección de Espasa-Calpe o las distintas series de novela corta, por ejemplo, de “Los Contemporáneos” o “El Cuento Semanal”, deudoras en su gran parte del relato corto ya entonces habitual en la prensa diaria y semanarios españoles (Mainer, 2010: 186-190).

Un cambio de vital importancia que se articula, sobre todo, en dos planos: la consolidación de los “jóvenes maestros” modernistas y la “dignificación del producto impreso mediante la calidad del papel, las ilustraciones o el reclamo de llamativas cubiertas” (Alonso 2007: 27-28), en un proceso en que aquel grupo de escritores, artistas y pensadores que a principios de siglo eran vistos como una amenaza para las buenas costumbres literarias, estéticas y sociales del país, se tornan conscientes de su posición y, tras acumular diversidad de capitales (ganando premios, espacio de publicación y réditos económicos por sus colaboraciones en diarios y semanarios), deciden hacer explícitas sus propuestas y reclamar, en contraposición a lo decretado por aquellos agentes que detentan la centralidad en el campo académico, el espacio correspondiente en el campo literario español del momento, en lo que José Machado – hermano de los poetas— recuerda como una postura consciente y colectiva cuyo propósito no era otro que “el asalto al poder... literario, echando por tierra a los pobres vejetes” (Machado, 1977: 61).

En esta estrategia colectiva figuran, entre otros, los nombres de Francisco Villaespesa[7], Ramón del Valle-Inclán[8], Antonio y Manuel Machado, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez o más adelante Enrique Díez-Canedo[9], sin cuyas figuras no podría comprenderse el movimiento de renovación de la poesía castellana[10] del siglo XX. Este grupo comparte iniciativas literarias y culturales o proyectos editoriales[11], pero también tertulias en los cafés o en las casas particulares de alguno de ellos, donde, además de discutir cuestiones de arte, política o cultura, procedían también a constituir pequeños grupos de trabajo literario, en que la lectura se convertía en herramienta de redacción y debate de sus obras y el recitado de poemas un taller que les permitía testar la musicalidad del verso y la sonoridad de las palabras, o exhibir su preferencia por tal o cual autor u obra.

José Machado (1977: 60) recoge, a este propósito, algunas notas sobre las reuniones que Juan Ramón, Villaespesa o Valle-Inclán mantenían casi a diario en casa de sus hermanos en aquellos tiempos de “zafarrancho combate” (sic), en que incluso compartían intensas sesiones de redacción y debate sobre sus obras[12]. Y Juan Ramón Jiménez, por su parte, recuerda a Valle-Inclán declamando “Cosas del Cid”, de Rubén Darío, en Casa de Pidoux, local de la calle del Príncipe, poco antes del viaje del poeta nicaragüense a París[13].

Más allá de la conciencia de la escritura como un trabajo colectivo, nos interesa aquí reseñar que fue precisamente la apertura de estas veladas creativas a escrutinio público un elemento determinante del planificado “asalto al poder”, como instrumento de difusión de su propuesta de repertorio y puerta de acceso a aquellas instituciones originalmente hostiles a ellos, como era el Ateneo de Madrid.

La progresiva mudanza de dicha institución comienza a cuajar precisamente a partir de 1905, año en que tienen lugar los actos del III Centenario de El Quijote. En el marco de dicho homenaje, el 13 de mayo, apenas quince días después del discurso de Ferrari en la RAE, los asistentes se sorprendían al escuchar de boca de Ricardo Calvo —actor amigo de Valle-Inclán y su núcleo más cercano—, las “Letanías de Nuestro Señor don Quijote”, compuestas por Rubén Darío para la ocasión (Val Arruebo, 2009), entre los que figuraban -en clara alusión a la Academia y su discurso antimodernista- los conocidos versos: “de las epidemias de horribles blasfemias / de las Academias / ¡líbranos, Señor!”.

A partir de ese momento, el Ateneo se convierte en uno de los ejes de la actividad de los poetas contemporáneos —Villaespesa, los Machado, el propio Rubén Darío o Valle-Inclán—, que lo aprovecharán como centro de difusión de sus doctrinas estéticas y plataforma ideal para combatir la campaña de silenciamiento a que son sometidos por parte de la Real Academia Española[14]. Y, como parte de esta estrategia, el Ateneo será también el lugar escogido para homenajes, conmemoraciones y lecturas públicas en que la poesía moderna se erige en protagonista absoluta y donde resuenan los nombres de D´Annunzio (1907), Baudelaire, Gautier, Verlaine o Leconte de L´Isle (1909);Marquina y Amado Nervo (09-12-1905); de Antonio y Manuel Machado (10-03-1906); de Villaespesa (21-04-1906); de Blanco-Belmonte (26-05-1906); Santos Chocano (21-11-1907); o Rubén Darío (06-01-1912 y 14-05-1912) (Villacorta Baños, 1985: 299-359).

El objetivo no era otro que “Aficionar a la Poesía por medio de lecturas y conferencias públicas que tiendan a desenvolver la educación popular y el conocimiento de los poetas actuales” (VV.AA., 1911: 67-68), para lo que los arriba mencionados se ocupan de fundar la Academia de la Poesía Española en 1911, capítulo apenas conocido de la historia de la literatura española, en cuyos estatutos se recogía esta voluntad de difusión de las creaciones de los poetas contemporáneos.

Como bien señala de nuevo José Machado, quien relaciona la fundación de la institución con el ambiente de guerra literaria existente en los años previos, “anteponer la palabra Academia a la Poesía, no parece un gran acierto”, pero su objetivo no era otro que plantear “un reto a la Real Academia de la Lengua, la de los sesudos hombres, por quienes se sentía por aquellos tiempos iconoclastas el mayor desprecio literario” (Machado, 1977: 61). La lectura de poesía se convierte, por tanto, en una herramienta de divulgación pública de unos repertorios completamente ajenos a los imperantes en el casticismo academicista de la primera década del siglo XX, y permite la circulación entre un público diverso de las creaciones de estos poetas, cuya producción editorial estaba todavía en proceso de desarrollo. Pero, con la entrada en escena -en esa década de los años diez- de nuevos -ismos artísticos y literarios el recitado de versos adquiere un nuevo matiz, al convertirse también en un mecanismo central para evaluar el horizonte de expectativas del público lector.

Un claro ejemplo de esta utilidad nos la ofrecen datos hasta ahora desconocidos de Ramón del Valle-Inclán, quien en 1914 y 1918 lleva a cabo sendas lecturas públicas de versos inéditos en el marco de las actividades organizadas por la Sección de Literatura del Ateneo. En el caso de la ofrecida en mayo de 1918, el escritor gallego - tras invocar a Banville y dedicar su performance a la memoria de Rubén Darío-, discutió la oportunidad del título originalmente pensado para su poemario (“Rosaleda”) e interpretó un total de unas veinte composiciones de su nuevo libro, ante un público compuesto en su totalidad de “poetas, literatos y artistas [que] escuchó devotamente a D. Ramón y aplaudió al final de todas y cada una de las composiciones” (ABC, 1918: 18).

La prensa se debate entre la perplejidad respetuosa y el pleno rechazo a la propuesta artística y poética de Valle-Inclán. Así, El Imparcial, comenta que las composiciones no en vano pertenecen al mismo género que las Odas Funambulescas del citado Banville, “lleno de bruscas transiciones y de salidas inesperadas”, mejor para ser gustadas en la lectura (El Imparcial 1918: 3). El Sol (1918: 3) las califica de “caprichosas alegorías” y “artificiosas extravangancias” animadas por un “soplo de belleza”, que su autor “entre burlas finas a los prejuicios académicos, había firmado funambulescos”. El Liberal (1918: 2), por su parte, señala: “Los últimos versos del gran poeta son fuertes, profundos y de extraordinaria modernidad. Amor y Filosofía se hermanan en ellos como nota esencial. ‘El Talismán metafórico’ es un libro personalísimo del ilustre autor de ‘Voces de gesta’, quizás el más ‘valleinclanesco’ de todos cuantos salieron de su pluma genial”. Y El Día (1918: 3), además de una breve crónica del acto, publica una de las composiciones leídas por el poeta bajo el nombre de “Rosa metafórica”, versión de “Rosa hiperbólica”, que hasta ahora pensábamos que sólo había conocido la luz en la versión en la edición en libro del poemario. Pero en ocasiones los comentarios son, en efecto, muy poco benévolos, como sucede con el cronista de La Acción, que si bien entiende que algunas de las composiciones pudieran ser merecedoras de cierto aplauso, otras son interpretadas como un naïf intento de Valle-Inclán por épater les bourgeois:

Con la lectura de unas cuantas poesías (pareados o aleluyas pudiéramos decir más bien), precedida de una explicación de su autor, don Ramón del Valle-Inclán, dio anoche por terminadas sus sesiones literarias durante el presente curso la sección de Literatura de la docta casa de la calle del Prado. Refiriéndonos sólo a la velada de anoche, el autor de Cuento de Abril expuso a la selecta concurrencia, en breves y sencillas palabras, que, así como la novela moderna va tomando giros contrarios y diversos, la poesía española inicia una orientación generosa hacia el ritmo y las ideas de “Rubén Darío” (sic), a quien Valle-Inclán consagra los honores que pudieran tributarle. Y explicando esto, “el buen don Ramón de las barbas de chivo”, que dijo el propio poeta nicaragüense, procedió a la lectura de poesía de su próximo libro “Rosaleda”, al que su autor ha variado el título por otro más raro, que no recordamos, según nos confesó ayer en un rasgo de pretencioso humorismo. Por tratarse de un prosista elevado y poeta de la más pura y rancia estirpe española, no comentamos la lectura de los últimos versos, o lo que sean, del glorioso autor del Romance de lobos y Voces de gesta. Este, probadas tiene su cultura y sensibilidad artísticas en anteriores producciones. En las últimas leídas, no obstante hallarse algunas aceptables, como “Rosa cortesana de Alejandría”, “Flor de pecado” y “La hora de las lechuzas”, la carencia de imágenes sublimes y rimas armoniosas hacen del libro postrero de Valle-Inclán un conjunto de pareados infantiles y faltos de enjundia poética, que sólo logran distraer a los oyentes con paradojas al menudeo. Valle-Inclán, no obstante, fue escuchado anoche con respeto y logró ser aplaudido. (La Acción, 1918: 2)

Por contraposición a lo dicho por el crítico, cabe resaltar aquí el resultado final -impreso- de dicho experimento llevado a cabo por el poeta, quien parece estar tanteando las opciones que el mercado editorial ofrece para la publicación de sus versos: unos meses después se publica La Pipa de Kif (1919), que lejos de recoger todos aquellos poemas de la performance plagados de referencias a las rosas, y que le habían granjeado a su autor el sobrenombre de “Valle-Inclán floricultor” (Renovación española, 1918), reúne, en cambio, los textos más arriesgados y vanguardistas, de grata acogida entre sus pares, y que sitúan a su autor como cabeza visible de la renovación poética en España. Así se encargan de reseñarlo sus críticos, especialmente los más jóvenes, entre los que el ultraísta Guillermo de Torre reconocía las bondades de la obra, “libro caricatural y funambulesco” que demostraba cómo Valle-Inclán, junto con Juan Ramón Jiménez, había “evolucionado ascensionalmente, rejuveneciendo así su personalidad y adquiriendo así relieve para destacarse en nuestra galería de auténticos valores vivientes” (Torre, 1920: 474). Los restantes poemas, sin embargo, aparecerían un año más tarde, en El Pasajero. Claves líricas (1920), manifestando así el autor la clara prelación de objetivos en el campo literario español del momento: en primer lugar, la consecución de mayor capital simbólico entre sus pares, por llevar a cabo una arriesgada propuesta en tiempos en que apenas los ultraístas se atrevían a cuestionar las formas poéticas; en segundo, el contacto con el público lector, para el que propone una lectura de carácter menos innovador como es el segundo poemario referido.

Unida a esta función exploratoria de la performance como vía de comunicación con el público, anterior a la publicación, debemos comentar todavía, una nueva función de la poesía en alta voz con el avance del siglo: la búsqueda de una nueva expresividad en el ámbito de la literatura, fundamentada en un con­cepto espectacular de la literatura concebida desde un punto de vista verbal, plástico y musical a un tiempo, camino del texto interartístico. A este propósito, tiene lugar en España, ya a mediados de los años veinte, un importante debate teórico sobre la necesidad de renovar la escena teatral del país, degradada por circunstancias diversas, entre las que se señalaban la escasa preparación del público para valorar en su justa medida el llamado nuevo teatro, y la deficiente preparación de los actores y actrices de la época para enfrentarse al tipo de declamación que la preceptiva moderna imponía (Rubio Jiménez, 1993). Entre las propuestas del movimiento reteatralizador se dejan oír voces críticas que propugnan difuminar las fronteras genéricas y promover una renovación escenográfica, en lo plástico y lo verbal, de mano de la pintura, la narrativa, la danza, la música o la poesía, camino de la obra de arte total.

Y a estos efectos, surge la figura de la recitadora argentina Berta Singerman, cuyo arte despertó admiración en gran parte de la comunidad intelectual de habla hispana. Encargada de resucitar un espectáculo en desuso, logró equiparar la interpretación de poesía con la dramática, y constituye un ejemplo tangible de las aspiraciones estéticas de muchos de los poetas españoles de principios del XX, puesto que en ella se aúnan prosodia, finalidad y recepción: la prosodia de la poesía moderna, la capacidad de sugerencia que entraña la estética finisecular y vanguardista, y la consecución de una perfecta simbiosis entre público y autor a través de su espectáculo, encarnando, en última instancia, parte de los ideales de una poética de la Modernidad.

De origen ruso, Berta Singerman (Mozir, 1901-Buenos Aires, 1998) nació en el seno de una familia de ideología socialista-sionista, que se vio obligada a exiliarse en Argentina a causa de la represión zarista de principios del siglo XX. Descendiente de “jazanim“, cantores de sinagoga, su propio nombre parecía premonitorio de su futuro como intérprete de poesía[15]. Creció rodeada de gentes de teatro, entre las cuales cuajó su gusto por la escena, refinado después en las tertulias de poetas como Horacio Quiroga y Alfonsina Storni. Así comenzó su actividad como recitadora, que se afianzaría años después con una gira por Argentina cuyo éxito la conduciría luego a Venezuela, Chile, Perú, México, Cuba y Brasil. En cada uno de estos países la curiosidad por Berta Singerman se convierte en fervorosa admiración y sus recitales resultan fenómenos de masas, en los que llena espacios como plazas de toros, estadios o patios de catedrales[16], en una perfecta simbiosis entre la artista y su público, que fue uno de los aspectos que le granjearon el elogio de gran parte de la crítica, puesto que evocaba un fervor próximo al religioso, ante la total entrega del auditorio a su espectáculo.

En 1925, decide probar suerte en Europa. Tras ofrecer sus primeros recitales en Portugal, continúa con una gira por España y Francia. Su debut ante el público español en el Teatro de la Comedia, el 27 de noviembre de 1925, fue un gran éxito y, a pesar de los altos precios de las localidades (diez pesetas, cuando lo habitual eran cinco), los seis recitales que la artista ofreció registran un lleno completo.

Las dotes interpretativas de la artista arrancaron opiniones, en su mayoría favorables. Sorprende la sencillez de sus “audiciones poéticas”: se presentaba sola ante el público, sin acompañamiento coral o musical, y sin escenografía alguna. Por otro lado, su repertorio, de inusitada variedad, asombra gratamente al público y a la crítica: poesía española, hispanoamericana o traducciones, sin delimitación de época o estilo, además de fragmentos narrativos, teatrales e incluso canciones. Todo ello recitado: el Arcipreste de Hita, el Marqués de Santillana, Jorge Manrique, Garcilaso, Fray Luis de León, Lope de Vega, Góngora, Espronceda, Zorrilla... Y junto a los clásicos, Rubén Darío, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Marquina, Manuel y Antonio Machado, Enrique de Mesa, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni..., todos en representación de la nueva poesía (Mascato, 2001: 79-82). [17]

Para muchos la transgresión, la ruptura de límites que propugna la poesía moderna, ha encontrado finalmente en la figura de la artista argentina una nueva forma de expresión, con el riesgo de incomprensión que esto conlleva. Sus performance se convierten en ejemplo magnífico de lo que la interpretación debe conllevar tanto en el ámbito de la lírica como en el del drama, por lo que los recitales de la artista invitan a la renovación de los estudios declamatorios en España, polémica que se desarrollaría en años siguientes, y en la que interviene, entre otros, Cipriano de Rivas Cherif, quien hacía suyas las aspiraciones del grupo de poetas contemporáneos cuando subrayaba la importante utilidad del género poético, y de su ya avanzado proceso de renovación, como elemento a tener en cuenta para la reforma de la escena española:

La poesía moderna, en sus manifestaciones más arriesgadas, en sus pruebas y tanteos más difíciles, aspira a renovar el concepto anterior del verso, desligándole de toda sujeción a ritmos acentuales precisos. No ya que pretenda romper los moldes clásicos, sino todo molde. [...] los actores, educados en el repertorio clásico y romántico [...] pretenden atribuir a los versos modernos la virtud cadenciosa de los antiguos, con lo que, dándoles una interpretación inconveniente, los desnaturalizan, cuando no los deshacen por completo. [...] El intérprete no ha de hacer sino justificar su nombre, es decir, interpretar la intención del poeta [...], cómo puede —y debe— llegar al público, traducida en un matiz, en una inflexión, en una pausa, en un gesto, en una insinuación, en una sutileza gráfica de que se valga un poeta al imprimir su obra“ (Rivas Cherif, 1926: 5).

De mano de este espíritu renovador en el ámbito de escena, la poesía se convertirá en espectáculo parateatral, en lugar de experimentación para la posterior evolución tanto del teatro como de la narrativa, teniendo como eje un retorno a lo primitivo, a la esencia del lenguaje universal, basado en la voz y el gesto. Es este sentido oral y ritual, la “divina emoción“ de la poesía, que Berta Singerman -entre otros intérpretes- contribuye a hacer patente, lo que la convierte en un género próximo al público con el que comulga el recitador, y a través del mismo, el escritor.

En conclusión, podemos afirmar que las lecturas poéticas suponen así un foro para el intercambio de ideas literarias, un medio para ocupar el espacio institucional, y un punto de experimentación con nuevas propuestas que sólo tras haber sido contrastadas con el público llegan al papel. Este aspecto performativo de la poesía da cuerpo a una herramienta publicitaria, que permite compartir cada proyecto de renovación formal y conceptual, tanto con otros poetas, como con el público lector, pero son también, como ha señalado Goldberg (2001: 7): “a weapon against the conventions of stablished art”. La ruptura con repertorios tradicionales y la apertura de nuevas direcciones en estos foros supone, además, que los asistentes puedan reciclar sus propias nociones del arte y sus relaciones con la cultura del campo literario en expansión.

Por otra parte, un recital de poesía —como los protagonizados por Berta Singerman— permitía romper el molde secuenciado de la caja tipográfica y destilar todas las notas de musicalidad de un texto, así como establecer el verdadero alcance melódico del mismo, en una expresión más de su carácter efímero; a lo que se sumaba la importancia del gesto, a “dynamic sensation made eternal” (Goldberg 2001: 14) por medio de la incorporación a estos recitales de mecanismos propios de la representación dramática, consiguiendo que la “declamación“ se convierta ya entrado el siglo XX en una nueva forma de teatro, que diluye las fronteras genéricas propias del texto escrito. Es este un hecho que debemos tener en consideración a la hora de leer, analizar o enseñar poesía moderna.

 

Referencias

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Notas

[1] Este trabajo se inscribe en las actividades del proyecto de investigación Ramón del Valle-Inclán: A prensa e o sistema editorial (INCITE09263078PR), financiado por la Dir. Xeral de Investigación, Desenvolvemento e Innovación de la Xunta de Galicia, así como en las desarrolladas por el Grupo de Investigación Valle-Inclán de la USC (GIVIUS), en el marco del programa de Consolidación e estructuración de unidades de investigación competitivas (GPC) do Plan Galego de IDT (2012-PG088), financiado por la Consellería de Cultura, Educación e Ordenación Universitaria de la Xunta de Galicia.

[2] “A nadie se oculta, y menos a vosotros, cómo en el grandioso pensamiento de nuestra época han aparecido de súbito deformaciones y extravíos morbosos que, transmitiéndose a las letras, ya que no con paralizar su progreso, amenazan con entorpecerle y retardarle si no se ataja reciamente la influencia invasora del contagio […]. Como si una vez más se hubiera realizado el símbolo bíblico de la confusión de la lenguas, nos hallamos ante un anarquismo intelectual en el que las más irreductibles contradicciones bailan una ronda desenfrenada en derredor del absurdo, al parecer enseñoreado de la tierra.” (Ferrari, 1905: 12).

[3] “La misma poesía a la vez erudita y superficial, fútil y sabia, mística y obscena; las mismas abstracciones vestidas de enrevesado simbolismo; la misma afectación de ingenuidad, la misma laxitud en lo atañedero a la esencia, que se torna rigor inexorable así que se trata de lo externo, donde se desdeña el arte común por la maestría mayor o alta entenda. Y todas aquellas sutilezas escolásticas, aquellos arrobos petrarquistas, aquellos decires devotos o desvergonzados, aquellos fríos alambicamientos de estructura, producíanse plácidamente en borrascoso y crítico periodo, entre el tumulto de la anarquía y la guerra por un grupo de rimadores divorciados de la vida nacional, en cuyas entrañas bullía mientras tanto, desconocida, la floración del Romancero que pronto había de ahogar en su frondosidad exuberante aquella planta de invernadero cortesano.

Mas donde la analogía se señala plenamente hasta convertirse no ya en aire de familia, sino en inmediato parentesco, es en la desastrosa epidemia propagada a fines del siglo XVII, en que agravados al extremo los síntomas anteriores, la musa hasta entonces sí extraviada, briosa y ardiente todavía, cayó en un desvarío de postración y de caquexia, fruto de los esfuerzos contra natura realizados. Si hoy hay poetas para quienes el jazmín es una romanza de nariz, el gallo una amapola sonora; un cementerio alado los cuervos, y un hijo natural un pecado laetante; poetas que apellidan a la casualidad clámide ilusoria, al rojo de unos labios púrpuras quiméricas y a las burbujas de un pantano hipos de cristal, sabido es cómo en aquel tiempo decíase de cierta catedral que la cúpula era prosopopeya, y el templo sinécdoque del arte y catácresis marmóreo de la gloria; como en idéntica jerigonza llamábase a los olmos verdes jayanes del soto, a una ninfa cantando lira de marfil viviente, lástimas sonoras a los arrullos de la tórtola, y pámpanos de cristal a los brazos de Venus. Ya lo véis; en todo ello la caducidad empeñada en pasar plaza de innovadora; el aura epiléptica retorciendo el arte con las más estrafalarias contorsiones, la hojarasca vacía, la hinchazón anémica; en suma, una miseria despilfarrada propia de aquella que dijérase generación de indigentes atacada del delirio de las grandezas” (Ferrari, 1905: 32-33, cursivas en el original).

[4] Escritor y dramaturgo madrileño (1839-1910), que desarrolló una intensa labor como crítico y periodista en la prensa de la Restauración, en especial en La Época y La Ilustración Española y Americana, que utilizó como tribuna para sus ataques a Leopoldo Alas Clarín, con quien mantuvo diversas polémicas a lo largo de más de veinte años (véase, a este respecto, Martín 2009).

[5] La necesidad de cambio se aplica inclusive a las etiquetas con que sus protagonistas optan por denominar a la nueva literatura: a medida que avanza el siglo, tanto la crítica como los propios escritores envueltos en aquellas iniciales polémicas deciden utilizar una etiqueta de connotaciones más neutras, como es la de contemporáneos. Tal es el título, por ejemplo, que recibe el libro de González Blanco, que abarca de 1907-1910 y pretende recoger unos apuntes para una historia de la literatura, en la que por primera vez aparecen muchos de los autores entonces emergentes en el campo literario español.

[6] Ejemplo de ello es lo que sucede con Los Lunes de El Imparcial, coordinado en 1906 por Pérez de Ayala, Luis Bello y Constantino Román Palomero, que reservan parte de ese espacio editorial para sus correligionarios: “Los Lunes de El Imparcial y Blanco y Negro —productos de empresas solventes— contribuyeron a suavizar las hostilidades de la guerra literaria modernista encauzando a los más conspicuos integrantes del movimiento emergente que se fueron incorporando a ambas publicaciones entre 1901 y 1906, después de que Valle Inclán (sic) campara libremente con su Sonata de Estío por las páginas de El Imparcial, junto a Marquina, Martínez Sierra y Manuel Machado, y de que Azorín ensayara sus evocaciones literarias en Blanco y Negro alternando con Gómez Carrillo, Pérez de Ayala y Rusiñol. En 1905, este semanario acogía las últimas resistencias satíricas de Pérez Zúñiga y de Pablo Parellada (Melitón González), reducidas a juegos paródicos triviales que, en último término, realzaban el impacto lírico de Juan Ramón, Rubén, Villaespesa o los Machado en las mismas páginas” (Alonso, 2007: 42).

[7] Ha sido apenas estudiada la importancia de Villaespesa para entender el movimiento de renovación de la poesía lírica castellana en los primeros años del siglo XX. Sin embargo, recientes aportaciones (Andújar, 2004; Berenguer, 2004 o Palenque, 2004) ponen de manifiesto su protagonismo en la llamada guerra literaria del momento, así como su carácter emprendedor al ser el impulsor de numerosas iniciativas editoriales (revistas y colecciones de libros) en que participan gran parte de los entonces llamados escritores modernistas.

[8] La trayectoria del Valle-Inclán como poeta en el marco del campo literario español de las tres primeras décadas del siglo XX es un asunto escasamente estudiado hasta el momento, sobre el que esperamos poder verter alguna luz en futuras publicaciones derivadas de una intensa investigación al respecto, cristalizada en la tesis doctoral que lleva por título Claves de la modernidad en la lírica de Ramón del Valle-Inclán: identidad, tiempo y lenguaje, de mi autoría. Entres sus conclusiones, podemos desatacar el hecho de que el escritor gallego contribuyó no sólo a renovar la narrativa y teatro español del momento, sino que también se convirtió a lo largo de su vida en un referente para todo lo relacionado con la renovación de la poesía lírica en lengua castellana, ya no sólo con la aparición del libro Aromas de Leyenda. Versos en loor de un santo ermitaño, en 1907, hito fundamental para la llamada guerra literaria sobre la que escribió Manuel Machado, sino también en los terrenos de la lírica de vanguardia, con la publicación de sus otros dos poemarios: La pipa de Kif, en 1919, y El Pasajero. Claves líricas, en 1920.

[9] Más conocido por su labor como crítico literario, traductor de poesía portuguesa y francesa, profesor de literatura o antólogo, la trayectoria de Enrique Díez-Canedo como poeta ha sido recuperada en los últimos años, gracias a estudios específicamente dedicados a esta faceta. Para una panorámica sobre su producción en estos ámbitos, véase Fernández Gutiérrez, 2003.

[10] Frente a la posible denominación poesía española, utilizo la habitual en la época de poesía castellana, que es la que figura a lo largo de todo el debate en torno a la forma lírica durante este primer tercio del siglo XX.

[11] Varias fueron únicamente un proyecto, como el de la revista Lux (nombre finalmente utilizado para dar título a una colección de libros), de Juan Ramón Jiménez y Villaespesa, que contaba con colaboración de Valle-Inclán; las que sí vieron la luz fueron Electra, dirigida por Maeztu (1901); la Revista Ibérica, por Villaespesa (1901), Helios, proyecto de Juan Ramón Jiménez o Alma Española, donde además de los dichos también colaboran los Machado. A este propósito, José Machado recuerda las reuniones en que se gestaban estos nuevos proyectos y las vehementes intervenciones de algunos de ellos: “Para qué decir las acaloradas disputas, discusiones interminables y polémicas que tan frecuentes son entre las gentes de letras. Y mucho más en aquellos momentos en que se proyectaba crear revistas y hacer la elección de los que habían de colaborar en ellas. Pero ¿por qué ha de ir esto... y esto? —gritaba Valle-Inclán fuera de sí, no conforme con algunos originales para la revista. Y enseguida se oía la réplica no menos furibunda—.” (Machado, 1977: 60-61). Sobre esta fiebre creativa, especialmente patente en el caso de Villaespesa, deja también Valle-Inclán un guiño en las páginas de Luces de Bohemia, en que un joven modernista habla de unos versos de Darío que estaban destinados a una revista “que murió antes de nacer” y Max Estrella replica preguntando si “sería una revista de Paco Villaespesa” (Valle-Inclán, 1924: 188-189).

[12] “Valle-Inclán acababa de leernos un trozo de un libro que estaba escribiendo entonces, y aunque fue muy elogiado por sus compañeros, él quiso darles a entender que todavía el interés iba a subir de punto cuando lo siguiente: ‘¡Esto se anima con la muerte de Monseñor... ’ — decía. Pasada esta lectura, todos volvieron a adoptar las posiciones más usuales en que se ponían para continuar sus trabajos. Antonio, siempre insatisfecho, se le veía leer y volver a leer lo que estaba escribiendo. De cuando en cuando borraba algo y por encima escribía otra palabra y luego... borraba otra vez. Estaba completamente ausente de todo cuando le rodeaba. Villaespesa con la cara casi encima de sus cuartillas, parecía que estaba escribiendo con sus propios ojos, enrojecidos y miopes. De cuando en cuando se animaba tanto que mojaba con redoblada fruición su pluma en el tintero una y otra vez. Manuel se cernía sobre el papel, pluma en mano, para caer con la palabra única, definitiva del final de alguna composición, o bien para escribir otra que abriese nuevos horizontes. […] El humo de los cigarrillos envolvía y esfumaba todas estas cabezas que, vistas a cierta distancia, se diría que estaban en las nubes del Olimpo... Modernista” (Machado, 1977: 139-141).

[13] “Realmente el poema parnasiano de Rubén Darío que había leído Valle con z en vez de s, era, es y seguirá siendo permanentemente admirable, digan lo que quieran los imbéciles sucesivos, y nos lo aprendimos entero, como homenaje... ” (Jiménez, 1981: 82-83).

[14] “La creciente potenciación de estas inquietudes artísticas y literarias dentro del conjunto de la actividad ateneísta es uno de los rasgos más sobresalientes de la evolución del Ateneo [...]. Es un rasgo significativo. Representa el desplazamiento parcial de su pasada gravedad doctrinal en la política y en la cultura superior en favor de propuestas culturales más fácilmente asumibles por grupos sociales alejados del mundo de la política profesional y del académico. No quiere esto decir que esas dos tradiciones hayan quedado rotas en el Ateneo, sino que han modificado sus vínculos con la institución. Cada vez con mayor nitidez el Ateneo se convierte en una plataforma ocasional de promoción política y profesional, lanzada a la poderosa corriente de prestigio de aquellas dos tradiciones de su asendereada historia, pero la diferencia es que ahora lo hace vacío de contenido propio. Entonces en el Ateneo se hacía la política y la cultura superior de la España contemporánea; ahora sólo se difunde.” (Villacorta Baños, 1985: 214)

[15] “[La palabra Singerman] viene del oficio que tenían los abuelos y bisabuelos y tatarabuelos. El oficio de jazán, cantor de sinagoga. El cantor de sinagoga une a su oficio un sentido ritual y religioso. Los jazanim pertenecen a la clase sacerdotal... Jazán es el que oficia en la sinagoga, el que dice o canta todo el texto sagrado... para eso no solamente se necesitaban estudios talmúdicos, sino que era imprescindible una bella voz... Eran una especie de tenor lírico... en inglés Berta es ‘Berth’ y berth quiere decir luminoso. En resumen, mi nombre en inglés significaría ‘persona que canta luminosamente’” (Singerman, 1981: 13-14).

[16] A este propósito, recuerda la artista en su autobiografía: “...mis recitales tuvieron lugar en estadios, plazas de toros, atrios de catedrales y todo espacio abierto adecuado. Nos sorprendió la receptividad, la comprensión, el fervor y el entusiasmo de las masas populares, en todas partes por igual, sin diferencias de país o de latitud y sin diferencia de preparación del público... Asistía el pueblo, la clase media, los obreros, acudían hombres y mujeres, niños y ancianos y estudiantes... Y de pronto caí en la cuenta de que estaba realizando lo que yo considero lo más importante en mi labor en pro de la poesía: devolverla al pueblo, a quien pertenece, porque en él fue donde nació y floreció oralmente en grandes épocas pretéritas” (Singerman, 1981: 210-211). A lo que añade: “Mis recitales al aire libre comienzan, como he dicho, en Méjico. Siguen en los Jardines del Prado, de Montevideo y luego en La Rural de Buenos Aires, con llenos de diez y doce mil espectadores. Más tarde...actué en el estadio Luna Park y en el gran cine Opera... Los últimos recitales al aire libre en Buenos Aires tuvieron lugar en el Parque Centenario... El cupo normal era de siete mil espectadores, pero yo solía reunir entre ocho y nueve mil personas... Cuando en Córdoba se inauguró el Coniferal, el gobernador Sabattini ofreció gratis al pueblo un recital mío. Entonces la ciudad tendría una población de trescientos mil habitantes y la cuarta parte, es decir, setenta mil espectadores, asistió a la función. En otra ocasión la Municipalidad de Rosario ofreció también gratis un recital mío en la Barrancas y, en esa ocasión se reunieron cuarenta mil espectadores. Con anterioridad los escenarios habían sido la Plaza de Toros de Bogotá, los Jardines del Retiro de Madrid, el Stadium de Managua, el Gran Circo Caupolicán de Santiago de Chile y el gran teatro al aire libre de Lima... en el atrio de la Catedral de la Habana di un recital con motivo del centenario del nacimiento de José Martí, antes las principales figuras de las letras americanas. Luego, el municipio de esa ciudad ofreció gratis al pueblo un recital mío en el anfiteatro del Malecón” (1981: 211).

[17] Apenas contamos con grabaciones sonoras de la artista de fechas tan tempranas, aunque es todavía posible localizar algunas a través de librerías y subastas de viejo. Las pocas que hemos conseguido rescatar manifiestan la importancia de los elementos rítmicos y tonales en la elocución declamatoria de la Singerman, así como el énfasis que imprimía a cada composición. Ante la imposibilidad de añadir ninguna de estas grabaciones a este trabajo, y a modo ilustrativo de su fuerza ilocutiva e interpretativa, recomendamos el visionado de un video rescatado del programa de entrevistas “Los Grandes“, emitido en la televisión argentina en 1984 bajo la dirección del periodista Antonio Carrizo. En él la recitadora, ya al cabo de su trayectoria artística y a pesar de su avanzada edad, interpreta magistralmente un fragmento del poema “Camino de la patria“, de Carlos Castro Saavedra. Puede localizarse online: http://www.youtube.com/watch?v=NAsZ7221yk4 [Última consulta: 01/06/2012].