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Etnográfica

versión impresa ISSN 0873-6561

Etnográfica vol.19 no.3 Lisboa oct. 2015

 

ARTIGOS

 

Haciendo sexo/género/deseo en la(s) noche(s) cordobesa(s): una etnograf ía sobre intercambios (hetero)eróticos

 

Fazendo sexo/gênero/desejo na(s) noite(s) de Córdoba: uma etnografia sobre intercâmbios (hetero)eróticos

 

 

María Celeste BianciottiI

IPrograma Subjetividades y Sujeciones Contemporáneas, CIFFyH-UNC; CIECS-Conicet-UNC, Argentina. E-mail: celestebianciotti@yahoo.com.ar

 

 


RESUMEN

Este artículo se desprende de un trabajo etnográfico realizado, en el marco de mi tesis doctoral, en una serie de locales de divertimento nocturno de la ciudad de Córdoba, Argentina, a saber: dos milongas y dos discotecas bailables. Pretendo (de)mostrar, aquí, los modos performáticos de la seducción y el erotismo por medio de los cuales ciertos sujetos que habitaban las noches cordobesas se (re)confirmaban como mujeres y varones, haciendo sexo/género y heterosexualidad. Esto se hacía performando un conjunto de guiones sexuales organizados en función de las normas de sexo/género que, aunque diferenciadas y diferenciantes en unos y otros locales, proponían/imponían un tipo hegemónico de relación sexuada entre los cuerpos: la heterosexual.

Palabras clave: género, erotismo, cuerpo, nocturnidad, Argentina


RESUMO

Este artigo desprende-se de um trabalho etnográfico feito como parte da minha tese de doutorado num conjunto de clubes noturnos da cidade de Córdoba, Argentina: duas milongas e duas boates. Tenho a intenção, aqui, de demonstrar as performances de sedução e erotismo através das quais certos indivíduos que circulavam pelas noites de Córdoba (re)confirmavam-se como homens e mulheres, fazendo sexo/gênero e heterossexualidade. Isso era feito realizando um conjunto de roteiros sexuais organizados de acordo com as regras do sexo/gênero que, ainda sendo diferentes em uns e outros clubes, propunham/impunham um tipo hegemónico de relação sexualizada entre os corpos: a heterossexual.

Palavras-chave: gênero, erotismo, corpo, noturnidade, Argentina


 

 

Cae la noche…

Interesada, en el marco de mi investigación doctoral, en los modos performáticos en que se configuran procesos de subjetivación y sujeción (Foucault 2003 [1984]; Butler 2001 [1997], 2002 [1993]) femenina por intermedio de intercambios (hetero)eróticos, específicamente performances de seducción realizadas por mujeres universitarias que vivían en la ciudad de Córdoba, Argentina, acompañé, durante 2011 a 2013, a un conjunto de 30 jóvenes a locales de divertimento nocturno que ellas significaban como espacios propicios para tales fines.[1] En ese marco, realicé un trabajo etnográfico observando los modos de la seducción y el erotismo de mujeres y varones que, en ese entonces, circulaban por algunos locales de la noche cordobesa.

“En un proceso histórico que se aceleró con posteridad a la Segunda Guerra Mundial, ‘la noche’ se hizo ‘joven’ y ‘la juventud’ se (re)ligó metonímicamente con la noche” (Levi e Schmitt, citados por Blázquez 2012: 292). La noche, asociada a consumos culturales, el ocio y el erotismo, se convirtió en un espacio de definición práctica y de realización subjetiva del ser joven (Blázquez 2012), del devenir heterosexual/homosexual, de la pertenencia a sectores acomodados o populares. En la noche las y los sujetos hacen, performativamente, sexo/género/deseo, edad, raza y clase.

Entendiendo la noche como “[…] un entramado complejo de circuitos [entrelazados, superpuestos y (des)encontrados] de circulación de personas, mercancías y deseos” (Blázquez 2012: 292), me centraré aquí en los intercambios eróticos que se daban en algunos locales de divertimento de la noche cordobesa a los que asistí durante las épocas de mi trabajo de campo, y en las performances femeninas y masculinas de seducción que observé en ellos.

Este artículo parte del supuesto de que se es mujer o varón en la medida en que se funciona como tal en la estructura heterosexual dominante, con lo cual deben performarse las “oposiciones discretas y asimétricas” (Butler 2007 [1990]: 72) producidas por la hegemonía heterosexual para ser reconocida/o como mujer/varón, a la par que se deviene tal en ese mismo proceso. Paralelamente, el tipo de feminidades y masculinidades heterosexuales producidas para sí mismas/os por las y los jóvenes que circulaban por estos espacios, encontraba su condición constitutiva en la capacidad performática del propio cuerpo que, cuando salía a escena a seducir, no sólo representaba “un papel” sino que se hacía a sí mismo en ese acto representativo.[2] Bajo este supuesto, el objetivo será, aquí, (de)mostrar los modos performáticos por medio de los cuales ciertos sujetos se (re)confirmaban como mujeres y varones performando un conjunto de “guiones sexuales” (Gagnon 2006) organizados en función de las normas de sexo/género de la estructura heterosexual dominante. Esto ocurría en locales bailables destinados a públicos jóvenes de sectores socio-económicos medios universitarios de la ciudad, que si bien presentaban economías eróticas diferenciadas y diferenciantes, (re)hacían la hegemonía heterosexual promoviendo un tipo hegemónico de relación erótica entre los cuerpos: la heterosexual.

Me centraré, aquí, en dos tipos de locales nocturnos: el circuito de las milongas cordobesas, por un lado; y un conjunto de discotecas que ofrecían sonoridades bailables como el pop, el rock internacional, el reggaetón, la cumbia y el cuarteto denominados “boliches”.[3] Respetando las economías corporales y eróticas particulares que observé y vivencié en esos establecimientos, agruparé y dividiré estos locales de divertimento nocturno en estos dos grupos. Estas agrupaciones configurarán dos “paradigmas empíricos” (Elias 1998 [1976]) diferenciados que serán, aquí, analizados.[4]

La ciudad de Córdoba, ubicada en el centro del país y fundada en 1573, es reconocida por su pasado colonial y porque se constituye – actualmente – como un polo cultural de referencia que cuenta con gran número de instituciones de educación superior, entre las que se destaca la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), fundada en 1613. La UNC cuenta con más de ciento diez mil estudiantes, lo que genera que la presencia estudiantil sea una marca distintiva del paisaje de la capital provincial. La mayor parte de la población de la ciudad tiene entre 20 y 30 años, siendo un importante motor del desarrollo económico. En este contexto, la noche cordobesa se caracteriza por la masividad de jóvenes que la transitan tanto como por la variedad de opciones culturales y de divertimento, en su mayoría mercantilizadas. La noche cordobesa está organizada en circuitos constituidos en función del tipo de oferta cultural, el sector de la ciudad y el tipo de público – especialmente organizado en función de su pertenencia de clase pero, también, en función de su orientación sexual.[5] A grandes rasgos, podrían identificarse tres tipos de circuitos: el circuito ubicado en la zona norte de la ciudad, que se distingue por albergar a jóvenes pertenecientes a sectores socio-económicos acomodados; el circuito de los bailes de cuarteto, que tiene lugar en clubes de barrios periféricos y estadios ubicados en los márgenes del centro de la ciudad y que alberga, en términos generales, a jóvenes de sectores socio-económicos empobrecidos; y el circuito céntrico, en el que se destacan el polo cultural ubicado alrededor de la calle Marcelo T. de Alvear – la famosa cañada cordobesa – y el del barrio estudiantil de Nueva Córdoba. Este último circuito corresponde a aquél donde realicé la etnografía que aquí presento: está destinado, especialmente, a la población universitaria de sectores medios – que habita en esta zona de la ciudad –, y cuenta con una variedad de ofertas que integra desde milongas y discotecas hasta teatros, centros culturales, ferias de artesanías y locales comerciales de objetos de diseño.

Los boliches en los que realicé etnografía fueron dos: Loca Ella y Santana Rock. Estos establecimientos eran considerados “boliches de levante”, es decir, locales de divertimento reconocidos como propicios para la concreción de sincronías físico-eróticas y el establecimiento de noviazgos.[6]

Loca Ella y Santana Rock abrían sus puertas alrededor de la una de la madrugada y alcanzaban el pico de cantidad de personas danzando en la pista entre las tres y las cuatro. El ingreso era gratuito para las mujeres, mientras que los varones debían abonar una entrada. Ellos, mientras hacían cola para pagar su derecho de ingreso en una pequeña boletería, observaban los grupos de mujeres que entraban directamente al local, evaluando su belleza y disposición erótica en pos de definir si “valía la pena” el costo de la entrada. Al ingresar a estos establecimientos se divisaba un espacio poco iluminado con una o dos pistas de baile y recovecos o entrepisos donde se ubicaban los VIP. Sobre la pista se desplazaban luces de colores intermitentes; en baños y barras de bebidas éstas eran más fuertes, blancas y continuas; y los pasillos, reservados para encuentros eróticos como besos y caricias, eran incluso más oscuros que las propias pistas de baile.

Las milongas, por su parte, abrían sus puertas alrededor de las veintitrés horas y alcanzaban su punto álgido cerca de las dos de la madrugada. Tanto mujeres como varones pagaban una entrada para ingresar – aunque para ellas ésta era de menor costo – o bien abonaban la clase de tango desarrollada con anterioridad al inicio de la milonga, lo que les permitía la permanencia en estos locales durante toda la noche. Los dos salones a los que asistí: Tsunami Tango y la milonga El Pisotón – que funcionaba los jueves de cada semana en un Centro Cultural llamado Bordes Espacio Cultural – presentaban una forma ­rectangular con la pista de baile ubicada en el centro sobre la que se disponía la iluminación. Las pistas presentaban pisos de madera flotante y alrededor de ellas se disponían mesas que la rodeaban donde se ubicaban grupos de amigos y amigas. Las barras de bebidas se encontraban en algún extremo de estos ­establecimientos y ofrecían menor variedad de opciones de consumo que los boliches. Las milongas se organizaban por “tandas” de tres tangos, milongas o valses que eran separadas por “cortinas” en el marco de las que sonaba, en general, folclore argentino. Mientras que las “tandas” se bailaban completas, durante las “cortinas” los miembros de las parejas volvían a sus mesas a descansar y tomar algo. Las milongas proponían momentos bailables y momentos de descanso diferenciados y respetados, mientras que en los boliches la música bailable sonaba constantemente y eran los y las jóvenes quienes decidían permanecer en la pista, descansar sobre algunos sillones o retirarse hacia las barras de bebidas.

Presentada, en términos generales, la noche cordobesa tanto como ambos tipos de locales, veremos ahora cómo se establecía la diversión y el erotismo en estos establecimientos.

 

Técnica, cuerpo y capital erótico en las milongas cordobesas

“El guaso [7] sabe bailar y levanta a dos manos pero la mina [8] tiene que bailar bien y también ser linda” era un posicionamiento compartido por milongueros y milongueras respecto del “capital erótico” (Hakim 2012 [2011]) de varones y mujeres en las milongas cordobesas.[9] Muchos milongueros que no “ganaban minas” en otros espacios de sociabilidad nocturna por no destacar ni por su belleza física ni por sus capacidades performáticas y verbales para el cortejo, sí podían hacerlo en las milongas si lograban cierta calidad en la danza y la valorada habilidad de “llevar bien”. En tanto, a las mujeres no les alcanzaba con “bailar bien” o “saber dejarse llevar” para obtener capital erótico; a esto debían sumar una cierta apariencia física: ser “flacas” y “lindas”, y presentar un modo de danzar “tipo bailarina clásica”: etérea, delicada y sutil.[10] Cecilia, una asidua milonguera, me contó en una oportunidad: “El otro día vi un concurso de tango que se hizo en un país centroamericano y las bailarinas movían mucho las caderas. Acá, en cambio, se valoran las terminaciones y el empeine, acá te sacan a bailar si sos flaca, linda y bailás tipo bailarina clásica”.

Durante la época en que asistí a Tsunami Tango y Bordes se encontraban en auge unas cuatro o cinco jóvenes altamente requeridas para bailar, muy observadas tanto por varones como por mujeres y sobre las que se hablaba “todo el tiempo”. Estas mujeres compartían ciertos atributos físicos: eran delgadas y presentaban rostros que respondían a los cánones de belleza de su época: amplias sonrisas de blancos dientes, pieles tersas y grandes ojos de largas pestañas – destacados por medio del uso de maquillajes como rímel y delineadores. Dos de ellas eran bailarinas clásicas y una tercera tenía formación en danzas populares. Dos de aquellas mujeres eran hermanas y su apellido – que las apodaba “las Arruabarrena” – resonaba constantemente. La menor de “las Arruabarrena”a la que llamaré Santina – no perduraba sentada en su mesa ya que en cada “tanda” era invitada para salir a la pista. A veces, dos varones se encontraban – al unísono – frente a ella con sus brazos extendidos en señal de invitación, y en una oportunidad observé a un joven correr atravesando la pista de baile para conseguir compartir con ella la “tanda” que se avecinaba. Las colaboradoras de mi investigación se referían sistemáticamente a Santina, a veces con calificativos como “diosa”, a veces con comentarios como “habría que matarla”. Sin embargo, no todas las jóvenes tenían su misma “suerte”; para algunas mujeres el acceso a la pista era dificultoso, siendo poco invitadas a bailar por ser nuevas en la milonga o haber pasado bastante tiempo fuera de aquellos círculos. Frente a situaciones como éstas, ellas se las ingeniaban para conseguir salir a la pista, aunque preservando una “cara” (Goffman 1970 [1967]) de milongueras que respetan los “códigos” de las milongas.[11] Para esto se acercaban a saludar a algún viejo conocido que se veía obligado a invitarlas a bailar, o cabeceaban – desde su mesa – a algún varón que, manejando los “códigos”, las invitaba cortésmente a compartir una “tanda”.

A los varones, por su parte, para “tener levante” en las milongas cordobesas les hacía falta casi exclusivamente manejar con experticia la danza del tango – “saber llevar”. Por supuesto que esto no era tarea fácil ya que requería años de práctica y muchas horas en las pistas y, por eso, no eran muchos aquellos con quienes “todas” deseaban fervorosamente bailar, por lo menos una “tanda”. Si ellos eran profesores o eran “facheros” – atractivos – su capital erótico aumentaba aún más. Sin embargo, la idea de que por más que un bailarín no sea estéticamente agraciado si bailaba muy bien “ganaba a dos manos” era ampliamente compartida. Un milonguero y una milonguera me contaron, en una oportunidad, que el varón que baila bien, “por más que sea horrible”, tiene muchas posibilidades de “levantarse a la mina que quiere” debido a que el buen bailarín es “muy cotizado”. El capital erótico masculino se jugaba, así, en la íntima relación establecida durante los dos o tres minutos del vals, milonga o tango compartido con la compañera en la pista de baile. Si lo que ella sentía era placentero, si se sentía “llevada” con suavidad – no tironeada – y que las “marcas” eran claras, la experiencia era fascinante.[12] En este marco, las experiencias que relataban las jóvenes sobre performances de tango compartidas con compañeros experimentados pueden analizarse desde la noción de “fluir” de Victor Turner (1974), en el marco de la cual dos cuerpos se funden en el abrazo del tango haciéndose uno, y el sujeto y la acción no son posibles de ser separados.[13] Esto implica que la performance se experimenta intensamente, las conductas fluyen de maneras diferentes a las de la vida cotidiana y los sujetos entran en “estados de conciencia” que en el caso de las milongas se denominaban “conexión”. El término nativo “conexión” sintetizaba la sensación holística que existe cuando una/un sujeto actúa con total implicación, diluyéndose la relación entre el yo y el medio y entre el yo y otros cuerpos. Estas experiencias de “conexión” ocurridas durante las performances del tango implicaban, en primera instancia, una sincronía fluida y “graciosa” (Schechner 2000) de los cuerpos danzando y conllevaba – en muchas oportunidades – la aparición del deseo erótico por el otro que podía desvanecerse por fuera de los límites espaciales y sensitivos de la pista de baile o reafirmarse deviniendo en una relación erótico-afectiva más o menos sostenida en el tiempo.

En definitiva, el capital erótico de los milongueros cordobeses dependía especialmente de su condición de performers experimentados, y alcanzaba su punto máximo si ellos eran, además, profesores de tango o bailarines reconocidos en aquellos ámbitos. De este modo, el capital erótico de estos varones aparecía directamente proporcional a su capital social. Las mujeres, por su parte, debían aglutinar sobre la superficie de sus cuerpos una serie de condiciones que, combinadas, sin duda tenían exitosos efectos perlocucionarios: muchos partenaires y, si ellas lo deseaban, muchos compañeros eróticos. Su capital social y erótico aumentaba cuando ellas sabían “dejarse llevar”: siendo “livianas” (Carozzi 2011) y respondiendo rápida y certeramente a las “marcas” que sus compañeros hacían.[14] Si esto sucedía sus compañeros también experimentaban el “fluir” (Turner 1974) y ambos cuerpos se hacían uno fundiéndose en una misma acción y “confundiéndose” el placer de la danza con la atracción erótica. Ahora bien, para las bailarinas era preciso responder a ciertos cánones de belleza y presentar cierta estética corporal: delgadez, largo de piernas y elegante estilización personal.[15] Si ellas eran conocidas en las milongas y, por tanto, se sabía cómo bailaban, eran invitadas sucesivamente para salir a la pista. Pero si además de ello combinaban elegancia y un cuerpo delgado – con más o menos curvas – su capital erótico, sin duda, se acrecentaba. Las performances de las mujeres en las pistas eran – para muchas de las personas con las que conversaba en las milongas, y según lo que yo misma experimenté – más visibles que las de los varones y esa visibilidad se ganaba combinando calidad de la performance con apariencia estética. Así, la proporcionalidad del capital erótico en función del social no aparecía de modo lineal como en el caso de los varones. Una mujer con capital social sería sucesivamente invitada a bailar y podría ser parte de los grupos “establecidos” (Elias 1998 [1976]) de ­aquellos círculos de sociabilidad. Sin embargo, el capital erótico parecía correr por carriles alternativos haciendo que milongueras nuevas pero de cuerpos que se ajustan a los cánones de belleza de su época sean sucesivamente invitadas a compartir “tandas” y sistemáticamente cortejadas, como el caso de dos entrevistadas – Juana y Milagros – a las que, en una oportunidad, se les comentó que ellas no abandonaban la pista de baile porque eran “lindas” y “rubias”.

Philippe Perrot argumenta que “porque es a través del vestido como […] los individuos se producen como sentido [puede pensarse que] la preocupación por investirse de todo aquello que le ayudará a afirmarse […]” ha conducido a los sujetos a vestirse (Leenhardt, citado en Perrot 1981: 162). Vestirse constituye un acto de significación: manifiesta una antigüedad, una tradición, una generación, una posición social. Porque el vestido “[…] consagra y hace visibles […] las jerarquías y las solidaridades de acuerdo con un código garantizado y eternizado por la sociedad […]” (Perrot 1981: 163) era que en las milongas cordobesas éste ubicaba a mujeres y varones en posiciones de mayor o menor jerarquía tanto social como erótica y se constituía como “ícono indicial” (Tambiah 1985) de antigüedad o reciente iniciación en el ambiente. Así, a la destreza técnica y belleza física esperada de y en las mujeres se sumaba la presentación personal que tenía como elemento fundamental el calzado. Para las bailarinas los zapatos de tacos eran centrales, tanto que muchas veces se hacía mención de alguien de quien se desconocía el nombre por medio de sus sandalias. “La chica de los tacos verdes”, por ejemplo, era una joven a la que hacían referencia algunas colaboradoras de mi investigación para expresar que alguna noche se había vestido especialmente elegante o estaba destacándose en la pista de baile.

Los varones no reparaban, tan rápidamente como las mujeres, en la importancia de llevar a la milonga el calzado apropiado. Quienes cada noche utilizaban sus zapatos de tango, en general, eran milongueros adultos y profesores. Muchos varones habitués de Tsunami permanecían de alpargatas o con zapatos “de oficina”, y muchos de ellos iban de zapatillas – aun siendo asiduos bailarines. Aunque costoso, las bailarinas priorizaban el calzado, intentando acceder – por lo menos – a dos pares que pudieran combinar con diferentes atuendos. El calzado nuevo se mostraba con alegría y alrededor de él se generaban conversaciones respecto del precio, los modelos y la fábrica o el zapatero especializado que los había confeccionado.

Si bien al taco se lo consideraba un elemento funcional porque facilitaría la performance de la bailarina evitando que ella permanezca en puntas de pie, éste tenía – sin dudas – una función social y erótica crucial. Por un lado, un cierto tipo de zapato de taco o la ausencia del mismo se convertía en un ícono indicial de la antigüedad de la bailarina en aquellos círculos o, por el contrario, de su reciente iniciación. Por otra parte, el zapato de taco modelaba los cuerpos de las mujeres, adiestrándolas en el baile del tango y funcionando como “prótesis de regulación” de sus cuerpos (Preciado 2004). Porque “[…] la ropa actúa sobre el cuerpo [condicionando] […] una postura, un andar, algunos gestos […]” (Perrot 1981: 169) es que los zapatos de tango femeninos y masculinos se constituían como “tecnologías de género” (De Lauretis 1996 [1989]) que producían ciertos efectos sobre los cuerpos. Los zapatos de tango les daban a los varones “un aire” de elegancia que los ubicaba social y eróticamente en posiciones de jerarquía. Las sandalias de taco estilizaban las figuras de las mujeres y daban a sus performances mayor “gracia” (Schechner 2000) y sensualidad. Este calzado hacía más femeninas sus performances, (re)convirtiendo a las jóvenes en milongueras elegantes, atractivas, sensuales y potenciando su éxito como bailarinas tanto como compañeras eróticas.

 

Eroticidades veladas

En una de las primeras entrevistas que realicé para mi investigación doctoral, Valeria y su pareja de baile y amigo, Baltazar, me aseguraron que a las milongas cordobesas “no se va de levante” y que en ellas “no se arman parejas”. Este tipo de posiciones respecto al ambiente de las milongas tenía a mal traer mi etnografía en Tsunami Tango y Bordes hasta que reparé en que la economía del erotismo en estos círculos proponía intercambios afectivo-sexuales velados, sólo plausibles de ser expresados abiertamente en el marco de las performances de tango desarrolladas en las pistas de baile. Aunque relacionamientos eróticos explícitos – besos, caricias y abrazos – no eran visibles en las milongas, vínculos erótico-afectivos – más o menos formales – ocurrían en sus entretelones: en juntadas posmilonga y fiestas de cumpleaños de algún/a milonguero/a.

Que “no se armaban parejas” sin duda no era lo que sucedía en aquellos locales; lo que ocurría, más bien, era que éstas eran ocultadas a aquellos/as jóvenes que no integraran los pequeños círculos de amistades íntimas de cada una de las partes de la relación. Este fue el caso de una de mis entrevistadas quien había mantenido un noviazgo – oculto – con un milonguero durante seis meses. Durante una conversación, la joven me contó que salían “a escondidas” y que ella no lo “quería hacer público porque no estaba segura de la relación”. Cuando iban a Tsunami se sentaban juntos pero “no había besos, ni manos, ni sentada arriba: eso lo hacíamos cuando estábamos solos”.

Para la antropóloga María Julia Carozzi, en las milongas céntricas porteñas “las ‘historias’ que se originan […] permanecen ocultas; excepto […] para los amigos más íntimos de los involucrados […]” (Carozzi 2011: 252). El caso de mi entrevistada muestra que, en Córdoba, ocurriría algo parecido. El hecho de que en estos espacios se celebre “lo invisible y lo sutil, […] lo táctil y […] lo sólo perceptible para el compañero o compañera ocasional en el baile del tango […]” (Carozzi 2011: 243), hizo tambalear mi etnografía hasta que reparé en que el deseo mutuo entre un varón y una mujer se experimentaba en el íntimo abrazo de la performance del tango, se confirmaba en el cigarrillo fumado en la entrada o la esquina de la milonga y se consumaba por fuera de sus límites espacio/temporales. Cuando el ojo etnográfico se entrena y las relaciones con habitués se hacen estrechas, comienzan a conocerse y/o notarse algunos relacionamientos eróticos, ocasionales o no. Así, por ejemplo, en medio de las parejas girando en sentido anti-horario observaba alguna que al término de una “tanda” esperaba en la pista para compartir la siguiente, intercambiando sonrisas y miradas sostenidas. Otras veces, observaba cómo una misma pareja excedía el número de “tandas legítimas” compartidas durante una sola noche, llegando por separado y más tarde marchándose juntos – aunque con disimulo. En otras oportunidades, algunas entrevistadas me comentaban sobre algún bailarín que “les tiraba onda” – las cortejaba – o compartían conmigo su atracción por algún joven milonguero.

Una noche en Tsunami junto a Flavia, divisamos a Esteban – un amigo de ambas – particularmente interesado en una joven que no conocíamos. Esteban bailó esa noche casi todas las “tandas” con aquella mujer, sentándose en su mesa e invitándola con una bebida alcohólica. Cuando otro varón sacó a bailar a la joven, Esteban se acercó hasta nosotras e invitó a Flavia a la pista. Al regresar, y divisando ambas cómo la pareja se marchaba, Flavia expresó: “¡Mirá, se van juntos!”, le pregunté qué onda entre él y esa chica. “No” – me dijo –, “es jovencita, la conozco de hace un montón”. Se hizo el boludo[16] pero es obvio que le gusta, “es que acá se conocen todos…”

Como “se conocen todos”, siendo círculos relativamente pequeños en los que no existe – prácticamente – el anonimato, preservar la cara se tornaba fundamental tanto para varones como para mujeres. No sólo Esteban “se hacía el boludo” ocultando su relación con aquella joven, sino que también lo había hecho una de mis entrevistadas durante seis meses. Por su parte, Flavia no compartía con sus amigas milongueras su atracción por algún joven de las milongas. Una vez, estando en la puerta de Bordes, me indicó un varón del que se sentía atraída pero al acercarse a nosotras una compañera de tango cambió rotundamente de tema. Días después se refirió al joven que habíamos visto en la milonga noches atrás y afirmó que “prefería no decir mucho” porque aquella joven amiga le parecía “medio chusma”.[17]

Bajo una lógica de rotación constante de las parejas en la pista de baile y un ambiente que ensalzaba lo amistoso y disimulaba los deseos y experiencias eróticas, las relaciones más o menos sistemáticas tanto como las situaciones de experiencias de deseo erótico durante la performance del tango quedaban, en las milongas cordobesas, preservadas entre las partes. Como demostró Carozzi, las experiencias de “‘conexiones’ que dieron lugar a vínculos eróticos más allá del ámbito de la milonga” (2011: 252) permanecían ocultas bajo la rúbrica de amigos, compañeros de clase o pareja de baile. Sin embargo, si bien muchos de estos vínculos lograban permanecer en secreto, otros se tornaban evidentes – como vimos en el caso de Esteban – y unos últimos eran “confesados” en el marco de conversaciones privadas con algunas entrevistadas.

Aunque en el marco de un clima marcadamente amistoso existían efectivamente juegos de seducción en las milongas donde asistí, éstos eran más sutiles de los que las entrevistadas expresaban performar comúnmente y de los que observé en otros locales de divertimento nocturno. Cuando había interés erótico en la compañera de baile, los varones proponían un abrazo cerrado y generaban pasos que implicaban mayor contacto físico, especialmente entre las piernas de ambos. Ellas se mostraban dispuestas para una sincronía erótica haciendo pequeños ajustes en su performance: miraban el rostro y/o los ojos del compañero en vez de mirar por encima de su hombro o lo tomaban suavemente por el cuello en vez de tomarlo por la zona de los omóplatos. Cuando ellos proponían secuencias que implicaban que ella roce con su pie la pierna de él, las bailarinas – que podían pasar rápidamente por sobre el pie del compañero y seguir – se detenían en ese contacto acariciando suavemente con su empeine la pantorrilla del bailarín.

Si la performance se experimentaba intensamente, si se vivenciaba el “éxtasis sincrónico” (Turner 1974), la pareja marchaba hacia la esquina o aún más lejos a conversar. El distanciamiento que juntos hacían del espacio edilicio de la milonga era significado como ícono indicial de mutua atracción. Huir del campo visual del resto de milongueros y milongueras, marchando hacia la esquina o dando vuelta la cuadra, era claro indicador de que “una historia” – para decirlo en los términos de Carozzi – era posible de establecerse o repetirse. El típico clima amistoso de las milongas, la lógica de rotación sistemática de las parejas en la pista de baile y el ocultamiento de las relaciones eróticas ocasionales – o no – producía, por un lado, la preservación de una cara de verdaderos/as milongueros/as que llegaban a las milongas persiguiendo – exclusivamente – bailar “la danza que se ama”, a la par que beneficiaba la circulación constante de compañeros/as eróticos/as en aquellos círculos de sociabilidad nocturna.

 

Cuerpos, géneros y eroticidades descaradas en Santana Rock y Loca Ella

Aquellos juegos de seducción e intercambios eróticos que, más allá de la performance del tango, se disimulaban en las milongas, eran explícitos en los boliches. Mientras que las performances de seducción en las milongas quedaban – casi exclusivamente – confinadas a las piezas de baile compartidas durante una “tanda”; en los boliches éstas abundaban y traspasaban las pistas para desarrollarse en pasillos, barras de bebidas y VIP. En las milongas un gesto erótico como acomodar el cuello de la camisa del compañero podía hacerse sólo fuera del salón, en la esquina o a la vuelta del local; mientras que en los boliches cualquier momento y lugar era propicio para este tipo de gestos sutiles y para otros más explícitos.

En los boliches las performances de seducción y los intercambios eróticos eran públicos, visibles y perceptibles para cualquier sujeto externo a la pareja que se encontrara flirteando. Si en las milongas se me presentó la dificultad de localizar juegos de seducción, por ser éstos disimulados y ocultados por sus participantes; en los boliches, este tipo de intercambios pasaban repetidamente frente a mis ojos pero – por el constante movimiento de los sujetos por el espacio – rápidamente se me escapaban de la vista perdiéndose entre la gente. Esto me sucedía por la forma de organización del estar que había en los boliches. El movimiento de gente en ellos era constante: grupos que habían llegado a la medianoche podían marcharse a las tres de la madrugada, momento en que otros grupos de amigos y amigas arribaban al local. Por su parte, la pista no constituía un lugar estable como sucedía en las milongas; mientras algunos grupos entraban entusiasmados a bailar algún tema que comenzaba a sonar, otros intentaban salir – a veces desesperadamente – hacia lugares más tranquilos. Mientras que en las milongas se respetaba – tal como lo imponían “los códigos” – el espacio físico posible de ser ocupado, en los boliches éste era disputado constantemente. De esta forma, si se había logrado un acercamiento con alguien se lo cuidaba con empeño ya que en medio de una masa de gente en movimiento se corría el riesgo de perder al varón o a la mujer con quien se había generado un juego de seducción. En estos espacios de sociabilidad el deseo no era disimulado y mucho menos ocultado sino expresado abiertamente y, a veces, hasta con recelo. En una oportunidad pude observar cómo un joven que se encontraba cortejando a una de las mujeres con las que yo solía asistir a Santana Rock la tomó de la cintura – en clara indicación de propiedad – cuando otro los interrumpió hablándole a ella al oído.

Entre grupos de amigos y amigas que bailaban, conversaban y reían en clima de amistad convivían intercambios eróticos explícitos. En general, éstos se daban entre un varón y una mujer, mientras que algunos se producían entre amigas con la intención de erotizar a varones con los que se había establecido contacto en el local. Recuerdo una noche en Loca Ella a una mujer que tenía un hielo apretado entre sus labios. Cuando detuve mi mirada en ella noté que un varón le recibía el hielo tomándolo entre sus dientes y rozando sus labios con los de ella; posteriormente él pasó ese mismo hielo a otra mujer que tenía a su derecha y ésta última a otro varón. Más tarde, el mismo grupo de mujeres comenzó a pasarse un hielo de boca en boca frente a la expectación de los varones que las acompañaban, mientras que mis entrevistadas observaban con desaprobación. Juegos de seducción como éste eran frecuentes en aquellos boliches, mientras que en las milongas cordobesas que yo frecuentaba resultaban impensados.

En estos locales los modos en que hacían diversión mujeres y varones parecían similares: ambos llegaban en grupos, danzaban en las pistas de baile y consumían bebidas alcohólicas en cantidades considerables. Lo que “hacía” diferencias, en términos performáticos tanto como performativos, era la organización del erotismo según sexo/género, lo que implicaba un conjunto de guiones sexuales “diferenciales y complementarios” (Schuch 2002) para mujeres y varones. Ellas se encomendaban a la tarea de “llamar la atención” de los varones por medio de miradas sostenidas, sonrisas y danzas sensuales. Esos actos performáticos se realizaban con el objetivo de habilitar ­interacciones habladas que, en general, emprendían los varones. Ellos se concentraban en manejar y desplegar el arte del “chamuyo” acercándose a grupos de amigas a conversar utilizando palabras alabatorias y relatos humorísticos con el fin de conquistarlas.[18]

Como afirmó Schuch en su estudio sobre el “ficar” entre jóvenes universitarios/as de Porto Alegre, Brasil, le cabe a las mujeres “ficar envolvendo o parceiro através de seus gestos, sua dança, seus olhares e sorrisos […]. Por sua vez, cabe ao jovem o ato de chegar até a parceira, de mostrar o seu interesse através de palavras” (Schuch 2002: 291-292). Esta diferenciación de los actos performáticos de la seducción según sexo/género aparecía, también, en relación a las corporalidades femeninas y masculinas, y la centralidad de las primeras por sobre las últimas. ¿Qué “ideales regulatorios” de la feminidad y la masculinidad (Butler 2007 [1990]) circulaban en estos locales?; ¿qué tipo de cuerpos femeninos eran valorados?; ¿qué materializaciones corporales perseguían las jóvenes que asistían a estos locales?; ¿qué tipo de relación se establecía entre las corporalidades femeninas y masculinas y la (re)apropiación de capital erótico y social por parte de mujeres y varones?

Como existe una temporalidad en “[…] la ubicación y la apariencia de las zonas erógenas sexualmente deseables […]” (Perrot 1981: 166), noté – ya en las primeras salidas con las habitués de Santana Rock y Loca Ella – que aquello que se mostraba durante mi adolescencia en los años 90 se había modificado. En Occidente, la mutabilidad de las “regiones corporales del deseo” parecería depender de la valorización alternativa y contingente de diferentes partes del cuerpo (femenino): pecho, cintura, caderas, piernas “[…] en un proceso más lento pero análogo a la moda, tendiente como ella a renovar […] la identidad de la persona” (Perrot 1981: 167).

A mediados de los 90, cuando yo comencé a salir de noche, aparecieron los jeans tiro bajo que dejaban al descubierto el abdomen y culminaban apenas a la altura del coxis y por debajo del ombligo. El abdomen se hizo visible y, con esa nueva moda, se revitalizó la importancia de lucir un vientre plano y una pequeña cintura. Esta moda dio lugar, pasada la primera década de los 2000, a blusones amplios que culminan apenas terminados los glúteos y privilegian las piernas como una parte del cuerpo valorada con prioridad. Las piernas: delgadas y largas, firmes y esculpidas eran, durante la época de mi trabajo de campo, mostradas y valoradas como una parte del cuerpo que había que cuidar incansablemente por medio del ejercicio físico y otras tecnologías corporales – “tecnologías de género” (De Lauretis 1996 [1989]) – como electrodos y cremas. Por supuesto que la perfección del cuerpo femenino en toda su extensión era perseguida por las jóvenes tanto como promovida socialmente, pero aquello que un jean disimulaba – glúteos o isquiotibiales flácidos – no podía hacerlo una calza o un pequeño short. Mientras que una cintura no tan estrecha podía disimularse debajo de una blusa más o menos amplia, las piernas debían trabajarse sistemáticamente si se pretendía estar a la moda: vistiendo pequeñas minis o cortos shortcitos que apenas tapaban los muslos.

Estrechas caderas y largas y torneadas piernas daban a las jóvenes habitués de estos locales bailables un cierto capital erótico y social ya que el vestuario de moda era utilizado sin complicaciones, generando belleza y “distinción” (­Bourdieu 1998 [1979]). Aquellas mujeres que no poseían este tipo de morfología corporal, que – por supuesto – conformaban un conjunto considerablemente amplio de jóvenes, debían reparar con suma atención en la imagen que generaban sus cuerpos dentro de un pequeño short o una ceñida calza ya que no respetar las reglas que impone el talle las ubicaba en posiciones de desigualdad estético-erótico-moral.

Sin embargo, un determinado tipo de cuerpo femenino curvilíneo, exaltado por el cine de posguerra a través de actrices como Sophia Loren y representado actualmente por mujeres como Jennifer López, constituía un ideal corporal perseguido y altamente valorado por las mujeres y deseado por los varones. En los boliches que frecuenté, las curvas del cuerpo femenino – muslos y senos prominentes y cintura estrecha – y su exhibición constituían un capital erótico de mayor importancia que en las milongas o, por lo menos, este tipo de morfología corporal estaba más expuesta que en las últimas. Mientras que en las milongas la belleza corporal valorada estaba ligada a un cuerpo delgado de piernas finas y firmes que se mostraban, en general, hasta la rodilla con la función de darle a la bailarina cierta comodidad para desplazarse en la pista; en los boliches se valoraba la exhibición de las piernas en su totalidad por medio del uso de minifaldas diminutas que terminaban a la altura de las ingles. Las mujeres que no presentaban cuerpos acordes a estos ideales corporales desarrollaban pequeños “trucos” como el uso de cancanes ­reductores con el objetivo de afinar sus siluetas expuestas por pequeñas prendas de vestir.

Curvas corporales prominentes eran motivo de admiración, especialmente por parte de los varones, pero existían “reglas regulativas” (Tambiah 1985) compartidas por los sectores jóvenes de clase media respecto del volumen apropiado de senos y glúteos y el grado conveniente de exhibición de los mismos. Las jóvenes que excedían esas convenciones pasaban de ser unas “diosas que tenían un lomazo”bellas mujeres de cuerpos envidiables – a “gatos con mal gusto”.[19] Así, si una mujer de curvas voluptuosas excedía la exhibición de las mismas se convertía en foco de críticas y ridiculizaciones. En una oportunidad, estando en Santana Rock con dos entrevistadas observé cómo una de ellas junto a un amigo se reía de una mujer debido a sus enormes senos y glúteos y la exhibición que hacía de los mismos. Cuando la joven pasó caminando frente a nosotros, el joven expresó “esta mina me chocó con su paragolpe” y todos comenzaron a reír y dispensar bulliciosas opiniones con el objetivo de que ella escuchase.

La materialización de la belleza de las mujeres en el propio cuerpo debía perseguir, según he observado, un aire de naturalidad, evitando reflejar una imagen de excesiva artificialidad. Estas jóvenes “[…] a riesgo de perder su normalidad, buscaban ansiosamente adecuar sus formas corporales a los ideales dominantes” (Blázquez 2011: 131) y esto exigía no escatimar pero tampoco excederse en la materialización de la belleza sobre el propio cuerpo. Así, las jóvenes intentaban buscar el “punto justo” de exhibición y voluptuosidad del cuerpo de modo de lograr una belleza de “top model” que muestra un cuerpo altamente intervenido por diversas tecnologías pero que deviene distinguido porque presenta una belleza que aparenta natural.

A los varones, ser “facheros” – bellos – y portar un cuerpo delgado de pectorales y abdominales marcados les daba un capital erótico indudable. Sin embargo, la interdependencia entre apariencia física y capital erótico no se daba de manera directamente proporcional como en el caso de las jóvenes. Además de la “facha” era la capacidad para el “chamuyo” y, especialmente, un cierto estatus socio-económico lo que posicionaba a los varones como los candidatos preferidos para devenir amantes y/o novios. Natalia me contaba que muchas mujeres prestan suma atención a la posición socio-económica de los varones que conocen en los boliches, observando “cómo están vestidos: los zapatos y la marca de la ropa”. También afirmaba que hay jóvenes que observan las llaves de los autos de sus cortejantes pretendiendo que sean de coches de alta gama, y que cuando los varones pagan – en cada compra – en las barras de bebidas con 100 pesos, ellas infieren posiciones económicas acomodadas, mientras que un amigo suyo – que se encontraba con nosotras – agregó que “ellos pagan siempre con 100 pesos porque saben que los están mirando”. Otra entrevistada me decía que tener un “lindo auto” y un “buen pasar económico” – aparente o real – contribuía positivamente en las posibilidades de “levante” de los varones y que a las mujeres les gusta irse del boliche en bellos autos. Ella solía referirse a los “viejos” que están con lindas jóvenes “gracias” a que “tienen plata”; y cuando oficiaba de celestina entre sus amigos y alguna mujer, los presentaba como chicos que “laburan bien”, es decir que tenían empleos que les permitían un buen pasar económico.

En términos generales, mientras ellos debían poseer o aparentar riqueza – capital socio-económico – para reforzar su capital erótico, ellas debían realizar una sistemática estilización de sus cuerpos debido a que su principal capital erótico se sostenía en su apariencia física. Ellas, haciendo belleza sobre sus propios cuerpos, realizaban performativamente sexo/género/deseo y clase: se (re)hacían mujeres heterosexuales distinguidas, pudiendo ascender socialmente gracias a la posesión de un capital erótico que les permitía el establecimiento de parejas con varones adinerados. Ellos, demostrando/aparentando riqueza por medio de su estilización personal – ligada a ciertas prendas de vestir como zapatos y camisas “de marca” –, sus autos y sus consumos nocturnos, realizaban performativamente sexo/género/deseo y clase: se (re)hacían varones heterosexuales distinguidos. Ambos, en el marco de esta operación, se aseguraban capital (hetero)erótico.

 

(Hetero)erotismos bajo luces intermitentes

Sostenida en el supuesto de que las iteraciones significantes estilizadas del cuerpo que configuran performances como las de ocio, danza y seducción tienen potencialidad performativa en quienes las realizan y más allá de los sujetos, intenté (de)mostrar, aquí, cómo esto era realizado por un conjunto de mujeres y varones que participaban en determinados circuitos de sociabilidad de la(s) noche(s) cordobesa(s).

Como hemos visto, milongas y boliches presentaban economías eróticas diferenciadas y diferenciantes que se configuraban como una ética que disimulaba todo gesto erótico-afectivo por fuera de la performance del tango, o que impulsaba que éstos fueran expresados abierta y explícitamente. En las milongas, la seducción se confinaba a los tres tangos, valses o milongas que se bailaban en la pista, continuando por fuera de los límites espaciales de ella y lejos de la mirada moralizante del resto de milongueros y milongueras. Los boliches, por su parte, presentaban una economía de lo erótico más descarada: en ellos, mujeres y varones intercambiaban abiertamente miradas sostenidas y piropos, y danzaban imitando coitos heterosexuales. En las milongas, el recato público y el ocultamiento de las relaciones erótico-afectivas – más o menos formales – beneficiaba la circulación constante de compañeras/os eróticos; en los boliches, la ética más descarada – que configuraba performances bailables de alto voltaje sexual – no siempre implicaba el establecimiento de sincronías físico-eróticas hacia el final de la noche.

Tanto en uno como en otro espacio de sociabilidad nocturna la danza tenía un papel central en la realización del erotismo. Si bien las milongas eran significadas por sus habitués como espacios donde bailar “la danza que se ama” – y donde quienes “iban de levante” no eran considerados/as “verdaderos/as” milongueros/as –, y a los boliches se salía – en términos de mis entrevistadas – para “divertirse y bailar con las amigas”; en ambos casos la danza constituía una “actividad transitoria” utilizada – más o menos instrumentalmente – como un modo de generar sincronías físico-eróticas (Blázquez 2004). En Tsunami Tango y Bordes la seducción se colaba en las performances del tango: las bailarinas sabían cómo tomar a su partenaire – suavemente por el cuello en vez de por la zona de los omóplatos –, mientras que los bailarines conocían el tipo de abrazo a proponer – un abrazo cerrado, de torsos pegados – para comunicar deseo. En los boliches, la pista y la danza eran más bien “una excusa” para conocer sujetos que puedan devenir amantes. La danza se constituía como una de las últimas “secuencias de conductas” organizadas y delimitadas temporalmente (Gagnon 2006), destinadas a la consecución de intercambios físico-eróticos.

Con mayor claridad en las milongas pero también en el marco de cumbias, cuartetos y reggaetones comúnmente bailados en los boliches, la danza estaba basada en la “figura de la pareja” configurando un “lazo jerárquico entre hombre y mujer” (Moraes Alves 2004: 144). Las danzas se establecían como un juego de seducción y conquista, juego que – especialmente en el tango y el reggaetón – el varón comandaba e incentivaba acercamientos físicos cuya intensidad la mujer regulaba.

Mientras las parejas hacían diversión y erotismo, (re)hacían para sí mismas sexo/género/deseo por intermedio de guiones sexuales diferenciados y diferenciantes “[…] inscriptos en una estructura de significados en que lo masculino y lo femenino actuaban complementaria y relacionalmente” (Schuch 2002: 292), configurando efectos perlocucionarios, permitiendo relacionamientos eróticos, e ilocucionarios, produciendo mujeres y varones heterosexuales. Aunque la estilización de los cuerpos y los modos del erotismo presentaban marcadas diferencias en unos y otros locales, ambas economías funcionaban como marcos que posibilitaban y propiciaban la conformación de subjetividades sexo/genéricas heterosexuales. El costo o no del acceso a estos locales organizado según sexo/género; la configuración de las danzas en función de la pareja heterosexual; la ausencia – u ocultamiento – de sexualidades no heterosexuales, y por tanto la configuración de un campo no heterosexual abyecto (Butler 2002 [1993]) en ambos tipos de locales; el hecho de que sean los milongueros quienes debían invitar a bailar a las mujeres – guiando la danza del tango –, mientras que ellas se “dejaban llevar” – o por lo menos debían aparentarlo –, y de que en los boliches las jóvenes debieran concentrarse en mirar y sonreír a los varones que les resultaban atractivos para que ellos se acercasen a generar el primer “estado de conversación” (Goffman 1970 [1967]) por medio del “chamuyo”, constituyen claros ejemplos de ello. En el mismo sentido, las relaciones sociales que se daban en estos establecimientos entre las mujeres, por un lado, y entre los varones, por otro, se configuraban bajo las formas de la amistad y/o la competencia en el marco de las arenas del erotismo; mientras que las relaciones entre mujeres y varones se establecían, fundamentalmente, bajo las lógicas del sexo y el amor.

Debido a que se es mujer o se es varón en la medida en que se funciona como tal en la estructura heterosexual dominante, estas y estos sujetos (re)hacían, sobre la superficie de sus cuerpos, sexo/género/deseo – además de otros diacríticos de clase y edad que no han sido abordados aquí –, conformándose procesos de constitución del sí mismo/a en relación/tensión con aquellos “ideales regulatorios” de la feminidad y la masculinidad (Butler 2007 [1990]) que unos y otros espacios proponían. La elegancia y la sensualidad perseguida y esperada en las milongueras, la erotización de los cuerpos de las mujeres en los boliches, la necesidad de demostración de capacidades físico-artísticas por parte de los bailarines de tango y la necesaria materialización de la riqueza en los cuerpos de los jóvenes habitués de las discotecas constituían los principales modos performáticos de producción de subjetividades heterosexuales.

Considerando al género como un efecto de la repetición constante de una serie de gestos promovidos/impuestos por la matriz de inteligibilidad heteronormativa (Butler 2002 [1993], 2007 [1990]), intenté mostrar, en definitiva, cómo esos gestos – de y con género – (re)hacían performativamente mujeres y varones. En la medida en que se performaban los ideales regulatorios de la feminidad y la masculinidad circulantes en aquellos espacios, milongueros y milongueras y mujeres y varones habitués de aquellas discotecas devenían sujetos portadores de capital erótico y, en ese mismo proceso, (re)hacían sexo/género/deseo.

 

Bibliografia

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NOTAS

[1]     Haré referencia, aquí, a performances de seducción, entendiendo por la noción de performance un conjunto de “actividades humanas – sucesos, conductas – que tienen la cualidad de [ser] ‘conducta restaurada’, o ‘conducta practicada dos veces’; actividades que no se realizan por primera vez sino [siempre] por segunda vez y ad infinitum” (Schechner 2000: 13). Aquello que constituye una performance es un proceso de repetición/reiteración y por ende, de ausencia de “originalidad” o “espontaneidad” (Schechner 2000). La marca distintiva de la performance en la vida cotidiana, los rituales, las ceremonias, hace referencia a la acción de reiterar un conjunto de “cintas de conducta” aprehendidas. Así, la performance es reiteración de guiones socio-culturales y citación de ciertas “normas”, por ejemplo las de sexo/género/deseo, que la hacen no original y no espontánea. Sin embargo, al reiterarse a sí misma la performance se restaura. En este sentido, una performance nunca se lleva a cabo de igual manera dos veces, por lo cual pertenece al orden de lo no predecible porque “[…] ninguna repetición es exactamente lo que copia” (Schechner 2000: 13). En estrecha relación con su característica iterativa, las performances provocan transformaciones en quienes las realizan, crean/refuerzan alianzas y consiguen resultados: “marcan identidades, tuercen y rehacen el tiempo, adornan y modelan el cuerpo, cuentan historias […]” (Schechner 2000: 13). Las performances son realizativas: hacen cosas, tanto en términos ilocucionarios como perlocucionarios (Austin s.f. [1962]).

[2]     Este artículo se sostiene, especialmente, en una de las dimensiones de la noción de “performatividad de género” de Judith Butler que refiere al proceso mediante el cual una/un sujeto se constituye a través de un conjunto de actos que se llevan a cabo por medio de una estilización “iterativa”, “ritualizada” y “sistemática” del cuerpo (Butler 2007 [1990]). Este proceso se produce por medio de una relación – forzada – de la/del sujeto con lo que la autora llama “matriz de inteligibilidad heteronormativa” que reglamenta “[…] al género como una relación binaria en la que el término masculino se distingue del femenino […]” (Butler 2007 [1990]: 81), y cuya diferenciación se consigue mediante las prácticas del deseo heterosexual. Siguiendo a Butler, sostengo que el género puede pensarse como “[…] un acto que sólo existe como performance o actuación” (Soley-Beltrán 2009: 38) en el sentido en que él es un efecto de la repetición constante de una serie de gestos promovidos/impuestos por dicha matriz. “Al igual que en otros dramas sociales rituales, la acción de género exige una actuación reiterada, la cual radica en volver a efectuar y a experimentar una serie de significados ya determinados socialmente, y ésta es la forma mundana y ritualizada de su legitimación. […] El efecto del género se crea por medio de la estilización del cuerpo y, por consiguiente, debe entenderse como la manera mundana en que los diferentes tipos de gestos, movimientos y estilos corporales crean la ilusión de un yo con género constante” (Butler 2007 [1990]: 273-274). Sin embargo, el género no puede ser considerado como un acto único, singular y deliberado sino que se basa en la repetición cotidiana, en una estilización repetida, sistemática y forzada del cuerpo que va marcando el devenir del individuo como sujeto de sexo/género/deseo. En este sentido, el género precisa reiterarse a sí mismo constantemente y esto da cuenta no sólo de su potencialidad performativa sino que demuestra que la materialización que implica el género (sobre cuerpos que devienen sujetos o, de lo contrario, seres abyectos cuyos cuerpos no importan) nunca es completa y que los cuerpos “[…] nunca acatan enteramente las normas mediante las cuales se impone su materialización” (Butler 2002 [1993]: 18).

[3]     El cuarteto es un género artístico-musical bailable típicamente cordobés que se caracteriza por una formación que, en sus inicios, integraba contrabajo, piano, acordeón, violín y voz, lo que generó un ritmo particularmente local. Dichas sonoridades se denominaron “tunga-tunga” por el ritmo que especialmente el piano y el contrabajo producen y que marcan el tiempo de la danza en la pista. “Boliche” constituye un término ampliamente utilizado por los sectores jóvenes argentinos y hace referencia a establecimientos bailables privados que abren sus puertas por la noche, especialmente los fines de semana, ofreciendo un espacio de sociabilidad juvenil organizado alrededor de la posibilidad de bailar música pop, electrónica, funk, ritmos latinos y ritmos locales como el cuarteto. Para ingresar a estos establecimientos debe pagarse una entrada que, en general, es de menor costo económico para las mujeres que para los varones.

[4]     Con el término “paradigma empírico” Elias (1998 [1976]) se refería a la capacidad de un pequeño grupo o comunidad de (de)mostrar el funcionamiento de “[…] un tema humano universal […]” (Elias 1998 [1976]: 81) como lo es la relación entre establecidos y marginados, tema sobre el que versa el texto que cito aquí. Es útil, decía Elias, “[…] considerar el macrocosmos de la sociedad amplia a partir del microcosmos de una pequeña comunidad y viceversa. Esta es la idea que está detrás del uso de un escenario pequeño como paradigma empírico de relaciones establecidos-marginados que son frecuentes en toda parte y a diversas escalas” (Elias 1998 [1976]: 137). Este tipo de micro-estudios, continuaba, pueden dar cuenta de detalles centrales del funcionamiento de lo social que para un macro-estudio aparecerían desapercibidos; mientras que otros elementos se revelarían con más claridad en estudios a gran escala.

[5]     Podría hablarse de un circuito homosexual cordobés que si bien es relativamente pequeño integra un conjunto de locales reconocidos y reconocibles por los y las jóvenes de la ciudad. Algunos de estos locales se presentan bajo la nominación de gay friendly mientras que otros se proponen como espacios específicos de sociabilidad y ocio homosexual. Las discotecas y milongas etnografiadas durante el proceso de trabajo de campo no eran parte de este circuito.

[6]     “El levante” es un término ampliamente utilizado por las camadas jóvenes argentinas que refiere al “efecto perlocucionario” (Austin s.f. [1962]) más comúnmente perseguido de una instancia de flirteo. “Ir de levante” implica salir en busca de un encuentro erótico que puede integrar o no un coito heterosexual.

[7]     “Guaso” es un término popular cordobés con el que se hace referencia a un varón heterosexual joven.

[8]     “Mina” es un término popular argentino con el que se hace referencia a una mujer heterosexual joven.

[9]     Para Hakim, el capital erótico puede definirse como una “mezcla nebulosa” de belleza, atractivo sexual y aptitudes sociales que hace que determinados hombres y mujeres resulten atractivos/as para el conjunto de los miembros de una sociedad (Hakim 2012 [2011]). El capital erótico permite a ciertos sujetos obtener más resultados (sociales, simbólicos, económicos, sexuales) y obtenerlos más rápido. Para la autora, dicho capital es tan importante como el social para “[…] entender los procesos sociales y económicos, la interacción social y la movilidad social ascendente […]” (Hakim 2012 [2011]: 10).

[10]    “Llevar bien y saber dejarse llevar” son términos locales que dan cuenta de las habilidades más valoradas de la performance masculina y femenina del tango. “Llevar bien” corresponde a la performance del bailarín que conduce la pieza de baile alrededor de la pista en sentido anti-horario. “Saber dejarse llevar” refiere al baile de la bailarina, quien acompaña aquello que propone su compañero avanzando de espalda. En las milongas se valoraba a los varones que “llevan bien”: que “no tironean ni empujan” a la mujer y que realizan “marcas” fácilmente identificables. “Saber dejarse llevar” por parte de las mujeres era esperado y deseado por los varones que se quejaban de bailarinas que tardaban en responder a su “marca”, “tiraban mucho peso” encima de ellos o bailaban “muy tensas”.

[11]    Los “códigos” estaban vinculados al manejo social y erótico-moral que debían tener los y las habitués de estos círculos. En términos sociales, estos “códigos” referían: a los modos de entrar a la pista: en general el varón era quién se acercaba a invitar a la bailarina a su mesa o lo hacía desde lejos con un cabeceo. A los modos de bailar en la pista: se bailaba girando en sentido anti-horario y cuidándose de no chocar a otras parejas. A los modos de salir de la pista: la pareja debía estar atenta para no obstaculizar el paso de otra que se encontrara avanzando. En cuanto a lo erótico-moral, los “códigos” aparecían menos explícitos. Sin embargo, los dos años de trabajo etnográfico que realicé en las dos milongas me permiten hacer referencia a un conjunto de “valores” y “reglas de acción” propuestos/prescritos (Foucault 2003 [1984]) en función, especialmente, del diacrítico de sexo/género. Los varones eran quienes debían invitar a bailar a las bailarinas, mientras que ellas debían tratar de evitar este tipo de comportamiento esperando sentadas en sus mesas de frente a la pista de modo de ser/estar visibles y poder utilizar el recurso de la mirada como “ícono indicial” (Tambiah 1985) de deseo de bailar con algún varón particular. Estos códigos morales determinaban, también, aquello que se esperaba de los modos de estilización de los cuerpos, cuestión a la que me referiré en breve. Por último, en cuanto a los intercambios heteroeróticos, éstos debían ser medidos y disimulados: sobre esto versará uno de los apartados de este artículo.

[12]    Las “marcas” refieren a los movimientos corporales que realiza quien conduce la performance. Éstas consisten en sutiles movimientos del tronco y los brazos que indican a la bailarina la dirección hacia la cual se irá y el paso que debe realizar.

[13]    La experiencia que tienen los sujetos en la pista de baile de las milongas puede pensarse desde las nociones de “communitas espontánea” y “flow” de Turner (1974, 1982). Como los rituales son, en su esquema de pensamiento, momentos “liminales” donde la estructura social tiende a borrarse, se producen momentos/estados altamente creativos donde “todo puede pasar” y donde la experiencia es altamente significativa para los sujetos, conformándose una “communitas espontánea”. En el marco de esta “communitas espontánea” se experimenta el fluir (“flow”): sensaciones intensas de las que no se puede dar cuenta más que como un relato siempre posterior y empobrecido. La “communitas espontánea” tanto como el “fluir” están presentes, también, en ciertas performances y experiencias sociales y artísticas contemporáneas pos-industriales. Para analizarlas, Turner propuso el concepto de “liminoide”, que se desprende de la noción de “liminalidad”. Los fenómenos liminoides – si bien siempre dentro de la estructura socio-económica de las sociedades contemporáneas – son aquellos que se experimentan intensamente persiguiendo lo sensitivo y vivencial.

[14]    Una bailarina liviana es aquella que, más allá del tamaño de su cuerpo y su altura, responde rápida y certeramente a las marcas de su partenaire, sosteniéndose sobre su propio eje y cargando el propio peso de su cuerpo.

[15]    Los modos hegemónicos de estilización femenina que aparecían en las milongas se diferenciaban, claramente, de aquellos observados en las discotecas. Mientras que en los boliches la estilización del cuerpo de las mujeres se ajustaba, a grandes rasgos, a la moda juvenil e informal del momento – pequeños shorts de jean, camisetas y calzas de estampados coloridos y zapatos o sandalias de altas plataformas –, en las milongas cobraba un aire de mayor formalidad: allí las mujeres utilizaban zapatos de largos y finos tacos, vestidos de fiesta, corsets y pantalones palazzos, prevaleciendo telas como el raso y el encaje.

[16]    “Boludo” es un término típicamente argentino utilizado, en este caso, para expresar que el sujeto evitó una respuesta certera haciéndose el desentendido.

[17]    Sujeto que tiende a diseminar asuntos privados de los/as demás.

[18]    “El chamuyo” estaba asociado al guion sexual masculino y aparecía como el modo de seducción por excelencia de los varones, haciendo referencia a la acción de envolver, seducir y/o enamorar a alguien por medio del lenguaje hablado, especialmente por medio de halagos, elogios y bromas.

[19]    La categoría nativa “gato” apareció, durante mi trabajo de campo, como una figura descalificada y denigratoria utilizada por mis entrevistadas para autoafirmarse a sí mismas como mujeres estético-erótico-moralmente aceptables. Durante el proceso de trabajo de mi tesis doctoral descubrí un sistema clasificatorio estético-erótico-moral jerarquizante que ponía en funcionamiento y circulación unos modos de clasificación en el marco del cual ciertas figuras estereotípicas como “el gato” y “la puta” eran utilizadas por las jóvenes con las que trabajé para ubicarse como “mujeres normales” o “chicas tranqui” que exhibían sus cuerpos, seducían y se relacionaban (hetero)eróticamente con varones dentro de los márgenes de una “normalidad” aceptada y aceptable.

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