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Ex aequo

versão impressa ISSN 0874-5560

Ex aequo  no.37 Lisboa jun. 2018

https://doi.org/10.22355/exaequo.2018.37.06 

DOSSIER: A «IDEOLOGIA DE GÉNERO» E A RELIGIÃO

 

Represión sexual y de género en la confesión: los manuales de confesores de la Edad Moderna (siglos XVI–XVII)

Repressão sexual e de género na confissão: os manuais dos confessores da Idade Moderna (séculos XVI-XVII)

Sexual and gender repression within the confession: confessors' manuals of the Modern Age (XVI-XVII centuries)

Andrea Arcuri*

* Escuela Internacional de Posgrado, Universidad de Granada, Avda. del Hospicio, s/n. 18010-Granada. España. Dirección postal: Calle Guatimocín 3, 18010 Granada, España. ORCID ID: orcid.org/0000-0001-7798-7892
Correo electrónico: arcuri@correo.ugr.es

 


RESUMEN

La confesión de los pecados en ámbito católico, especialmente a raíz del Concilio de Trento, constituyó un medio eficaz para disciplinar las conductas individuales y sociales de los fieles. El objetivo primordial que me planteé con este trabajo es el análisis de los discursos eclesiásticos en torno a las mujeres y a las temáticas sexuales a través de la lectura de una tipología de fuentes directamente relacionada con el sacramento de la penitencia: los manuales de confesores. Mí hipótesis es que estas obras de literatura confesional, por su valor didáctico de adoctrinamiento de los sacerdotes, constituyeron un instrumento para endurecer la condición de subordinación de las mujeres a lo largo de la Edad Moderna.

Palabras claves: Iglesia Católica, género, manuales de confesores, penitencia, Edad Moderna.

 


RESUMO

A confissão dos pecados no espaço católico representou uma ferramenta eficaz para disciplinar as condutas individuais e sociais entre os fiéis, especialmente após o Concílio de Trento. O objetivo principal neste artigo é analisar o pensamento eclesiástico sobre a mulher e a sexualidade através de fontes diretamente relacionadas com o sacramento da penitência: os manuais dos confessores. A minha hipótese é que a literatura confessional, por causa do seu valor didático de doutrinação dos sacerdotes, se tornou um instrumento prático para endurecer a condição subordinada das mulheres durante a Idade Moderna.

Palavras-chave: Igreja Católica, género, manuais dos confessores, penitência, Idade Moderna.

 


ABSTRACT

The confession of the sins within the catholic sphere represented an efficient tool in order to discipline the individual and social conducts of the faithful, especially after the Council of Trent. The aim of this article is to analyse the ecclesiastical discourses regarding women and sexuality through sources directly connected with the Sacrament of Penance: Confessors' manuals. My hypothesis is that confessional literature, for its didactic value of indoctrination of the priests, represented an instrument to harden the subordinated condition of women during the Modern Age.

Keywords: Catholic Church, Gender, Confessors' manuals, Penance, Modern Age.

 


 

 

Introducción

Uno de los aspectos más relevantes del disciplinamiento católico reside en la creciente importancia otorgada al sacramento de la penitencia como instrumento para controlar y uniformar las conductas sociales. La historiografía específica sobre el tema (Lea 1896; Bossy 1975; Tentler 1977; Delumeau 1983, 1992; Prosperi 1996) se ha centrado sobre todo en el estudio de la confesión auricular, analizando su dimensión psicológico-social y sus repercusiones en la historia de las mentalidades, razonando sobre los mecanismos de angustia y a la vez de alivio espiritual que producía para el rebaño cristiano. La confesión, práctica anual obligatoria1 a la que tenían que someterse todos los fieles, representó uno de los instrumentos privilegiados de la acción de disciplinamiento social de los hombres y de las mujeres de los siglos de la Edad Moderna (Prosperi 1996).2

A raíz del Concilio de Trento, la confesión alcanza una importancia sin precedentes, tornándose – junto a la Inquisición – en la punta de lanza de la confesionalización católica (Reinhard 1977; Schilling 1981; Reinhard y Schilling 1995).3

Los dictámenes conciliares supusieron una reordenación doctrinal y organizativa en la que los párrocos estaban llamados a desempeñar un papel decisivo tanto en la cura animarum como en la disciplina social; de ahí la importancia de una profunda formación teológica: el cura tridentino debía ser un funcionario bien preparado y diligente a la hora de imponer la disciplina católico-romana (Jedin 1981; Prodi y Reinhard 1996). No es por casualidad, entonces, que la Edad Moderna, y en particular la postridentina, haya sido caracterizada por una gigantesca elaboración de publicaciones morales relativas a la confesión, instrumento de gran eficacia para difundir e inculcar, a través del interrogatorio conducido por parte del sacerdote dentro del confesionario, aquel conjunto de normas de conducta, avisos y prescripciones funcionales a las exigencias confesionales de la Iglesia Católica (González Polvillo 2009).

Los manuales de confesores nacen precisamente con el fin didáctico de orientar a los sacerdotes en todos los aspectos y en todas las fases de la celebración sacramental, sobre todo en el desarrollo del interrogatorio (Morgado García 1997; O'Banion 2005);4 en estas fuentes – entre otras cosas – hay un interés concreto por las conductas sexuales y femeninas; la mujer casi siempre representa el objeto de un discurso en el que, coherentemente con el espíritu de la época, se reafirma el papel preponderante del hombre dentro de la sociedad (Candau Chacón 2007; Alfieri 2010).

En la elección de las fuentes se ha optado, en este estudio, por privilegiar los manuales españoles de los siglos XVI y XVII, con particular atención a las obras andaluzas; tanto el marco geográfico como el cronológico, en efecto, nos parecen los más apropiados para esbozar los elementos más representativos de la postura de la Iglesia contrarreformista a la hora de disciplinar las conductas sexuales de los fieles y delimitar, con todo detalle, el rol de las mujeres dentro de la sociedad.

 

Los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento: vale más huir

En esta materia solo el huir es seguro. Y assi dize sant Pablo: Fugite fornicationem. (Fernández 1588, fol. 185r)

Para entender la importancia atribuida por parte de la Iglesia a los pecados sexuales en la Edad Moderna, basta decir que, en la escala de transgresiones y delitos más destacados, aquellos inherentes al sexto y al noveno mandamiento, especialmente las prácticas contra naturam, vienen justo después del crimen de lesa majestad (Clavero 1990, 73).

Registramos durante la época de la confesionalización un cambio de actitud de la Iglesia en relación a las conductas sexuales de los fieles, sometidas cada vez en mayor medida a una meticulosa investigación por parte de los confesores. La confesión, en este sentido, representó el instrumento más adecuado para el disciplinamiento, el control y la represión de la sexualidad, especialmente la femenina (Foucault 1976, 2012).

Los autores de los manuales eran conscientes de las dificultades que conllevaba la confesión de los pecados sexuales, considerados como los más difíciles de confesar – a causa de las naturales reticencias y vergüenzas de los fieles al respecto – y los más arduos de erradicar. «Este vicio [de la lujuria] es el que más daño haze en el mundo por ser más universal en él la pelea, y más rara la victoria», afirmaba el teólogo Bartolomé de Medina (1591, fol. 202r), catedrático de la Universidad de Salamanca. Por esa razón, era fundamental que el confesor, según aseveraba Baltasar de Rienda, cura en los pueblos de Quéntar y Dudár (Granada), supiera ganar la confianza de sus feligreses: «con los que rezelen confessarse por verguença de el Confessor, digales […] que el Penitente solo no puede curar las enfermedades del alma, si no las manifiesta al Medico Espiritual» (Rienda 1662, fol. 33v).

La cantidad de informaciones y de prescripciones que contienen los manuales acerca de todo lo que está relacionado con los mandamientos sexto y noveno y con el pecado capital de la lujuria es verdaderamente considerable. Para empezar, conviene aclarar que todos los pecados pueden cometerse tanto por obras como por palabras y pensamientos; esto resulta especialmente relevante cuando se trata del tema de la lujuria: «en este vicio de luxuria, no solamente se pecca con la obra, sino también con el desseo» (Medina 1591, fol. 186r).

Como informa Bartolomé de Medina, en consonancia con los principios de la Segunda Escolástica (Tomás y Valiente 1990, 36-38), existen seis maneras diferentes de violar el sexto precepto cuando el pecado es consumado por obra: «fornicación simple», o sea la relación entre hombre y mujer no casados y sin obstaculizar la procreación; «adulterio», el acto sexual con mujer casada; «estupro»;5 «incesto», las relaciones con familiares dentro del cuarto grado de consanguineidad; «sacrilegio », los actos sexuales con eclesiásticos; «pecados contra natura», es decir todos los que impiden la fecundación (Medina 1591, fol. 113r-113v). Estos últimos, considerados los más graves en cuanto afrentan Dios y su ley creadora, son de tres especies: «molicies», esto es la masturbación y los tocamientos voluntarios;6 las relaciones fuera del «vaso natural» y los pecados de «bestialidad», sodomía perfecta e imperfecta;7 las posturas inapropiadas durante el acoplamiento, modo animalium: 8 «los vicios contra natura de molicie sodomía bestialidad, y llegar à alguna muger fuera del lugar natural, notorio es ser culpas mortales gravissimas y abominables » (Alcocer 1592, fol. 77v).

Resulta interesante señalar que Bartolomé de Medina, con respecto al pecado de polución, afirma la existencia de una «causa lícita»; se refiere a los ministros que escuchando los pecados de las penitentes o estudiando la materia y las cuestiones relacionadas con el sexto mandamiento habrían podido incurrir en este tipo de inconvenientes: «si por oyr uno confessiones, o estudiar las materias que tratan de cosas venéreas, para saberlas o enseñarlas padeciesse esta immundicia, no seria peccado» (Medina 1591, fol. 114v). Y añade: «una cosa de notar para hombres spirituales, y que tratan con mugeres, que muchas vezes estos tales, por hablar con ellas, sienten ciertas titillaciones y humedades, sin quererlo, no es de temer pecado mortal» (Medina 1591, fol. 114v).

Ahora imaginemos el bochorno que sentía la penitente sometida a un interrogatorio en el que el ministro le preguntaba cuántas veces había pecado contra este precepto; el estado de la pareja; si tuvo tactos, besos, poluciones (despierta o durmiendo); si cometió actos sodomíticos o «bestiales»; si bailó provocativamente o envió billetes y cartas con la intención de pecar, si se perfumó con fines lujuriosos, si leyó libros «deshonestos», es decir todo un conjunto de preguntas dirigidas a investigar minuciosamente sobre las costumbres sexuales de cada feligrés.9

Los autores de los manuales, al mismo tiempo, invitaban a los confesores a ser prudentes a la hora de formular dichas preguntas dado el carácter sensible de la cuestión (Fernández de Córdoba 1623, fols.252v-257r). Sin embargo, las inquisiciones del sacerdote sobre los deseos y pensamientos lujuriosos – que anticipaban aquellas por obras – a veces llegaban a ser particularmente retorcidas: si durante la masturbación «desseò mugeres […] o copula sodomítica» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 254r), si anheló «ser codiciado de otros» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 255v), si la mujer se acicaló «con animo de incitar a mal, y ser codiciada» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 256r) o si «hizo cosas para provocar a otros a vicio carnal, como es affeytarse, vestirse, ponerse en lugares, o ventanas para ser vista» (Medina 1591, fol. 228r). Michel Foucault subraya al respecto como en este ámbito incluso los pensamientos más recónditos debían ser confesados al sacerdote:

Según la nueva pastoral, el sexo ya no debe ser nombrado sin prudencia; pero sus aspectos, correlaciones y efectos tienen que ser seguidos hasta en sus más finas ramificaciones: una sombra en una ensoñación, una imagen expulsada demasiado lentamente, una mal conjurada complicidad entre la mecánica del cuerpo y la complacencia del espíritu: todo debe ser dicho (Foucault 2009, 19).

El jesuita Antonio Fernández de Córdoba dedica un apartado específico de su manual al examen para confesar una «muger publica»; en esta sección el autor describe las preguntas concretas que el confesor debía plantear al respecto: además de los clásicos pecados contra natura – desde donde extraemos la información de que el uso de algunos instrumentos de placer sexual «tiene pena de muerte» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 258v) – se abarca aquí el tema del aborto y de las prácticas anticonceptivas, obviamente condenadas como pecados mortales: «si hizo alguna cosa para no concebir, expeliendo lo recibido, o si aviendo concebido ha procurado abortarlo» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 258v).

El tema de las prácticas anticoncepcionales es ciertamente una fuente de preocupación para los autores de nuestros manuales ya que insisten mucho en esto. El fraile franciscano Francisco de Alcocer dedica un apartado específico al asunto: la interrupción del embarazo representa un pecado mortal, inadmisible aun en caso de que el parto constituya un peligro para la mujer (Alcocer 1592, fols.100v-101r).

Entre la gama de pecados que podía cometer una «muger publica» se incluía también el jactarse de los actos cumplidos o el denigrar los hombres calificándoles como «incontinentes», con la curiosa añadidura de que el crimen era más grave si las personas ofendidas hubieran sido clérigos, una prueba de que ni siquiera la clase sacerdotal era inmune a las tentaciones de la lujuria: «si se alabó de los pecados que hizo con hombres, infamándolos de incontinentes, especialmente a sacerdotes, o hombres graves» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 258r-258v).

La gravedad de los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento así como más en general la repulsión – por parte de la moral contrarreformista – hacia todo lo que estaba relacionado con el sexo, aunque fuese lícito, determinaba algunas limitaciones en el acceso a los sacramentos: los manuales invitaban a la abstención de las relaciones sexuales y por lo que respecta el tercer mandamiento de la Iglesia (el deber de comulgar una vez al año), por ejemplo, estaba prohibido al marido y a la mujer recibir la sagrada comunión si el día previo hubiesen tenido una relación, «por la reverencia que se deve a este sacramento» (Medina 1591, fol. 195v); la misma restricción existía para aquellos que voluntaria o involuntariamente hubieran tenido poluciones.

Entre los remedios aconsejados en la lucha contra este vicio, el más recurrente es la fuga. En consonancia con lo que aseveraba el apóstol San Pablo [1Co 6,18] al respecto, también nuestros manuales de confesores afirman que no hay que resistir contra este pecado, sino escapar: «quando hablo contra la luxuria, no dixo resistid, sino huyd la fornicacion; como que contra los demas vicios, con el socorro de Dios, devamos resistir, mas la luxuria huyendo la debemos vencer» (Fernández 1588, fol. 185r).

De acuerdo con la narración misógina de la época, la mujer era considerada la causa principal del pecado de lujuria, vicio que quita a todos la libertad, «haziendoles esclavos de una mugercilla, y sujetos a sus antojos» (Rienda 1662, fol. 36v); la mujer es una entidad tentadora que se compara con el fuego, que abrasa, o con la serpiente, animal venenoso, «est audire basiliscum sibilantem» (Fernández 1588, fol. 184r):

sea el primero remedio, huir todo trato, y conversacion de mujeres, sus cartas, sus dadivas, y la vista dellas, quanto fuere posible. Y nadie se fie, pareciendole que no las mira con mala intencion: porque acontece començar en bien, o con simplicidad, y acabar en mal (Fernández 1588, fols.182v-183r).

El otro remedio conveniente a la hora de combatir las tentaciones es la mortificación del cuerpo: «tambien es remedio tratar el cuerpo con aspereza, y tomar algun dolor voluntario de disciplina, cilicio, mala cama, o otro alguno» (Fernández 1588, fol.185v).

Como han señalado Jean Delumeau y Michel Foucault, y asimismo como hemos podido evidenciar examinando las páginas de las fuentes consultadas, la Iglesia católica a lo largo de la Edad Moderna hizo un esfuerzo enorme y sin precedentes para obligar a cada fiel a investigar sobre su propia conducta sexual, inculcando en los hombres y en las mujeres de la sociedad de la época un sentimiento general de culpa y de malestar en materia de sexualidad (Foucault 1976; Delumeau 1992). El objetivo que se pretendía lograr, mediante esa pastoral «angustiosa», era la imposición de una moral casi monástica incluso para la multitud laica. La base sobre la que se apoyaría este empeño radicó en el sacramento de la confesión.

 

La confesión y las mujeres: el punto de vista clerical

El rol de las mujeres en las obras de la literatura confesional se presenta constantemente sometido al de los hombres, y la misma gama de pecados que pueden cometer aparece relacionada, en nuestros manuales, con esta condición de subordinación, de modo que «la figura de la mujer se singulariza […] en su relación con el hombre, y sólo ocasionalmente de forma independiente» (Muguruza Roca 2011, 5).

Hay dos ámbitos específicos a los que generalmente se circunscriben los pecados de las mujeres: las conductas sexuales – como hemos podido comprobar en el apartado anterior – y la familia, el espacio donde les corresponde un conjunto de deberes relacionados con su papel de madres, cónyuges, hijas o viudas (Muguruza Roca 2011, 5-6).

Por lo que respecta a este último aspecto, se delimita el perímetro de acción de las mujeres en sus propios hogares, de hecho circunscrito casi únicamente al cuidado de la casa y a los deberes de obediencia al marido: «[es pecado] si la muger es inobediente, contenciosa, desaliñada, y negligente en el cuydado de su casa. Item, si se sale de casa de su marido contra su voluntad» (Medina 1591, fol. 218v).

Los manuales presentan un larguísimo catálogo de posibles trasgresiones y delitos que se pretende reprimir y, a través del examen de los diez mandamientos de la Ley de Dios, enumeran la multiplicidad de deberes que corresponden al cristiano.

Dentro de la reflexión sobre el segundo mandamiento, por ejemplo, Francisco de Alcocer, en su obra, dedica un espacio específico a los quebrantamientos de los votos – generalmente catalogados como pecados mortales – aunque con la significativa exclusión de aquellos de las mujeres casadas, a las que «les pueden sus maridos irritar […] los votos y juramentos de ayunar, y rezar y los semejantes […] por ser sujetas [a ellos] en todas las obras» (Alcocer 1592, fol. 60v).

El cuarto precepto del Decálogo ocupa un lugar importante en los manuales en cuanto nos detalla los deberes y las funciones de cada miembro de la familia, presentándonos una acentuada visión patriarcal en la que los hijos y las mujeres se encuentran en una posición decididamente subordinada con respecto al marido. La mujer, por ejemplo, debía obedecer a su marido (sin quejarse de él), cuidar de la casa y permanecer generalmente «sufrida y callada» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 243r); el marido, por su parte, cometía pecado si dilapidaba el patrimonio de la familia o si trataba «demasiadamente mal a su muger» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 243r), o sea, la castigaba sin moderación. El denominado «derecho de corrección» era reconocido como una prerrogativa de los maridos – entre otras muchas – y consistía en la facultad de poder infligir penas a las mujeres con fines «educativos»: «que tengan reverencia y temor a sus maridos, conforme a lo que dize san Pablo en el mismo lugar [Ef 5]. La muger tema a su marido» (Medina 1591, fol. 301r).

Entre las disposiciones para los hijos, además de los clásicos deberes de obediencia y de respeto hacia los padres, los manuales intentan dar normas también acerca de una cuestión tan compleja como el matrimonio y la elección de la pareja: en este caso, por ejemplo, prescriben que era pecado casarse «con persona humilde, e indigna» sin el consentimiento del padre (el padre, no los padres!), ya que es él quien conoce «lo que los hijos no saben de linaje y costumbres» (Fernández de Córdoba 1623, fol. 244r).

Siguiendo este argumento sobre el carácter patriarcal y estamental de los manuales, es interesante observar cómo el hombre que engaña a la mujer prometiéndole el matrimonio está luego obligado a casarse «con tal que no fuese [la mujer] notablemente inferior» (Madre de Dios [1702] 1994, 62)10, justificando, de hecho, desemejantes obligaciones en función de distintos estatus.

La confesión de los pecados, por lo tanto, lejos de incidir solamente en el ámbito de la «conciencia individual», comportaba una intervención directa del confesor – mediante consejos y amonestaciones – en la esfera de las relaciones familiares, así como, a veces, incluso en las políticas de alianza matrimonial.

Véase cómo en los aspectos relativos al matrimonio y a las relaciones domesticas los manuales de confesores sostienen firmemente el rol subordinado de la mujer dentro de la familia:

Lo primero que sean subjetas y obedientes a sus maridos […]. Assi lo amonesta señor San Pedro en su primera carta en el capitulo tercero: y san Pablo ad Ephes. 5. Las mugeres subjetense a sus maridos, como a señores, porque el marido es cabeça de la muger, como Christo es cabeça de la yglesia, y como la yglesia esta subjeta a Christo, assi lo han de estar las mugeres a sus maridos en todo (Medina 1591, fol. 301r).

Incluso durante la misma administración del sacramento de la confesión las mujeres sufrían discriminaciones, tal y como podemos deducir de los Documentos y Avisos del arzobispo de Sevilla, Cristóbal de Rojas y Sandoval, donde se invitan a los confesores – en el caso de prolongado tiempo de espera para confesarse – a privilegiar la confesión de los hombres en lugar de la confesión de las mujeres pues su «aprovechamiento spiritual [redunda] en mayor gloria de Dios, y en mayor bien de la comunidad» (Rojas y Sandoval, [156-?], fol. 9r).

El aspecto probablemente más significativo de la desigualdad de trato entre hombres y mujeres, sin embargo, consiste en la diferente evaluación – hecha por parte de los confesores – de la misma tipología de pecados en función de quiénes los cometen; el pecado de fornicación, por ejemplo, se juzgaba más severamente si los culpables eran mujeres (Candau Chacón 2007, 212-216).

Los confesores, según se indica en los manuales, debían disciplinar y corregir las conductas de las mujeres, incluso instruyéndolas sobre cómo vestirse y adornarse «honestamente»: «las han de amonestar que no se adornen y vistan vanamente […]. No traygan fuera la caballera, ni anden rodeadas de oro, ni de preciosos vestidos» (Medina 1591, fol. 301r).

De acuerdo con la creencia de aquella época de que existía un único sexo dividido en dos géneros, y de que el género femenino era «inacabado, provisional y perfectible» (Pérez García 2013, 359), nuestros autores exhortaban a las mujeres a prestar oídos al «hombre en potencia» que está en su interior: 11 «procuren que el hombre interior que está escondido se enriquezca de tranquilidad» (Medina 1591, fol. 301v).

Entre las fuentes consultadas, la obra de Bartolomé de Medina aparece como la más rica en detalles e informaciones en relación con el tema de las conductas femeninas y, al mismo tiempo, la más marcadamente misógina; en efecto, el prestigioso teólogo de la Universidad de Salamanca adopta un lenguaje áspero cuando escribe acerca del papel de la mujer dentro de la familia y de la sociedad:

La muger aprenda en silencio con toda sujecion, y no permito a la muger, que enseñe ni que mande al marido, sino que esté callando y con silencio porque primero fue Adam formado, y despues Eva, y Adam no fue engañado de la serpiente, sino Eva (Medina 1591, fol. 301v).

El confesor, según el catedrático salamantino, debe enseñar a las mujeres que «su adereço y atavio es el silencio» (Medina 1591, fol. 306r); a este respecto era oportuno que el sacerdote les enseñara durante la confesión de los pecados a no quejarse del comportamiento del marido y de los hijos, dado que se trataba de una conducta irrespetuosa e «impertinente».

Dentro de este marco tendencialmente adverso al universo femenino, la mujer – entidad tentadora y pecadora – se convierte casi siempre en el objeto de un discurso negativo; nótese, por ejemplo, cómo Vander Hammen y León, en su obra sobre el examen de conciencia, utiliza la metáfora de la mujer infiel para hablar de la ofensa a Dios que los pecados acarrean:

Ahora imaginate, considerate lleno de culpas, y como una muger liviana, a quien por su mal trato y ruin proceder el marido pretende quitar la vida, y ella de rodillas, y vertiendo lagrimas de sus ojos, e grandes vozes pide la perdone por amor de Dios, prometiendo la enmienda. Assi pues, tu considera tu alma culpada, y merecedora de muerte eterna por los delitos cometidos contra su Esposo soberano (Vander Hammen y León 1649, fols.7v-8r).

La mujer se convierte, como se pode ver, en el arquetipo del pecado, la fuente de comparación de los yerros y de las imperfecciones humanas.

 

Conclusiones

Durante los siglos XVI y XVII, se produjo en Europa un imponente esfuerzo por parte de la Iglesia católica por el control de las conductas sociales e individuales de los súbditos-fieles; el fortalecimiento de la práctica de la confesión auricular de los pecados como dispositivo de disciplinamiento de los comportamientos sociales, sin embargo, constituyó una peculiaridad del mundo católico-tridentino.

Los manuales de confesores, además de representar un instrumento fundamental para la educación y la preparación de los ministros del sacramento, constituyen para el historiador una tipología de fuentes muy interesantes para entender los patrones de comportamientos y los modelos sociales que la Iglesia de la época quiso transmitir.

Como se desprende por los ejemplos recogidos, dos aspectos resultan preponderantes en el espacio que las obras de literatura confesional dedican al tema de las mujeres: por un lado, la voluntad de disciplinar sus conductas, sobre todo sexuales, por otro, relegar su papel exclusivamente dentro del ámbito familiar.

De hecho, las mujeres, dentro de sociedades dominadas por los hombres, estaban sometidas a una narración hostil y misógina que solía describirlas ora débiles e inferiores, ora peligrosas y lujuriosas; los manuales de confesores, en definitiva, proporcionaban una narración orientada a justificar y a fortalecer, también mediante un lenguaje discriminatorio, la condición de subordinación de las mujeres con respecto a los hombres.

 

 

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Andrea Arcuri

Doctorando en el programa de «Historia y Artes» de la Universidad de Granada; línea de investigación: Formas de pensamiento y religión, con el tema de investigación: Disciplinamiento social y vida cotidiana en la época de la confesionalización (1564-1665), con dirección de Inmaculada Arias de Saavedra Alías. Máster en «Estudios Históricos, Antropológicos y Geográficos» en la Universidad de Palermo. Grado en «Ciencias Históricas» en la Universidad de Palermo.

 

Artículo recibido el 26 de octubre de 2017 y aceptado para publicación el 11 de febrero de 2018.

 

Notas

1 A través del canon 21, Omnis utriusque sexus, del Cuarto Concilio de Letrán de 1215 se impuso a los cristianos de ambos sexos la obligación de confesar todos los pecados ante el sacerdote con periodicidad por lo menos anual (Melloni 1993, 171-174).

2 Adriano Prosperi se encuentra entre los pocos historiadores que han intentado leer la práctica de la penitencia a través de la óptica interpretativa del disciplinamiento social, aunque sus estudios se han concentrado en mayor medida en el análisis de la importancia del uso inquisitorial de la confesión y de las relaciones entre confesores e inquisidores (Prosperi 1994).

3 Sobre el marco historiográfico de la confesionalización, que desde finales de los años setenta del siglo XX se ha impuesto como paradigma dominante en el ámbito de los estudios de historia religiosa, además de los trabajos pioneros de Reinhard y Schilling, véanse los ensayos recapitulativos de la cuestión de Ute Lotz-Heumann (2001), José Ignacio Ruiz-Rodríguez e Igor Sosa Mayor (2007).

4 Para los manuales de confesores del siglo XVIII, véanse los trabajos de Arturo Morgado García (2004), Mónica Martín Molares y Javier Ruiz Astiz (2012).

5 «Si uno llegasse a virgen» (Medina 1591, fol. 113v).

6 Las llamadas «molicies» – en cuanto pecados «contra natura» – constituían una transgresión nefanda, incluso más grave que el incesto (Clavero 1990; Tomás y Valiente 1990).

7 La definición de la sodomía era deliberadamente vaga, un «concepto abierto» en el que incluir, según los casos, todos los comportamientos «despreciables» en ámbito sexual. El pecado de sodomía – delito mixti fori, de competencia tanto eclesiástica como civil –, era un crimen comparado, ya a partir de la pragmática de Medina del Campo de 22 de agosto de 1497, a los delitos de herejía y lesa majestad y por lo tanto castigado con la pena de muerte (Candau Chacón 2013; Pérez García 2013).

8 Como la posición a tergo o como en el caso en que «la muger se pusiesse en lugar superior, y el hombre en el inferior. Esto aunque sea entre marido y muger dizen muchos que es mortal, porque se impide la generacion. Sea lo que fuere, alomenos el confessor lo deve prohibir, y reprehender mucho, y que en ninguna manera lo consienta» (Medina 1591, fol. 114r; cursiva añadida).

9 Otro tema de gran interés reside en la solicitación de las penitentes, la denominada sollicitatio ad turpia, a saber, los abusos sexuales por parte de los confesores. A este respecto véanse los trabajos de Stephen Haliczer (1996) y Adelina Sarrión Mora (Sarrión Mora 2010).

10 La primera edición del manual de Valentín de la Madre de Dios fue publicada en Madrid en 1702.

11 Claro reflejo de las teorías monosexuales y monistas de la época (Laqueur 1994; Vázquez García y Moreno Mengíbar 1995).

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