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Faces de Eva. Estudos sobre a Mulher

Print version ISSN 0874-6885

Faces de Eva. Estudos sobre a Mulher  no.46 Lisboa Dec. 2021  Epub Feb 04, 2022

https://doi.org/10.34619/oo3i-4xtx 

Estudos

El materialismo no esencialista de Luce Irigaray: Una mirada renovada sobre la diferencia sexual

O materialismo não essencialista de Luce Irigaray: Um olhar renovado sobre a diferença sexual

Luce Irigaray’s non-essentialist materialism: A renewed look at sexual difference

1i Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG), B1900 La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina

2ii Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS), B1900 La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina


Resumen

El feminismo filosófico de Luce Irigaray gravita en torno a la compleja noción de diferencia sexual. Lamentablemente, la fuerte hegemonía del posestructuralismo de Judith Butler dentro del campo del feminismo, y la forma rotunda en que la categoría de género se incrusta en los debates actuales, ha colocado a Irigaray de forma espuria como representante del esencialismo. El propósito de este artículo es identificar el registro ontológico de sus ideas y construir un interés feminista teórica y políticamente renovado sobre la materialidad, el cuerpo, el sexo y la diferencia sin que esto implique esencialismo o determinismo biológico.

Palabras clave: Luce Irigaray; materia; esencialismo; diferencia sexual

Resumo

O feminismo filosófico de Luce Irigaray gravita em torno da noção complexa de diferença sexual. Infelizmente, a forte hegemonia do pós-estruturalismo de Judith Butler dentro do campo do feminismo, e a maneira enfática como a categoria de gênero está embutida nos debates atuais, espuriamente posicionou Irigaray como uma representante do essencialismo. O objetivo deste artigo é identificar o registro ontológico de suas ideias e construir um renovado interesse teórico e politicamente feminista pela materialidade, o corpo, o sexo e a diferença, sem cair em essencialismo ou determinismo biológico.

Palavras-chave: Luce Irigaray; matéria; essencialismo; diferença sexual

Abstract

Luce Irigaray’s philosophical feminism gravitates around the complex notion of sexual difference. Unfortunately, the predominance of Judith Butler’s poststructuralism within feminism and the decisive way in which the category of gender is embedded in current debates have spuriously held Irigaray as the representative of essentialism. The purpose of this article is to identify the ontological register of her ideas and build a renewed theoretical and political feminist interest in materiality, body, sex and difference entailing no essentialism or biological determinism.

Keywords: Luce Irigaray; matter; essentialism; sexual difference

Introducción

A inicios de los años ´90 del siglo pasado la contundente irrupción de Judith Butler en el ámbito académico significó la consolidación rotunda del posestructuralismo dentro del feminismo. El excesivo énfasis en el lenguaje, los discursos, la significación y el sentido cristalizó una reductiva y rígida grilla analítica de dos posibilidades: construccionismo y esencialismo (Alcoff, 1988). Los aportes teóricos del pensamiento feminista comenzaron a ser examinados bajo tales parámetros analíticos, por lo cual aquellas intelectuales preocupadas por el sexo, el cuerpo y la materialidad fueron rápidamente ubicadas en las filas del esencialismo y, por tanto, sus ideas fueron identificadas como contraproducentes para la política feminista. Esta operación, poco explicitada, sobrevuela en El género en disputa -primer libro publicado por Judith Butler. Allí, la propuesta hiperconstruccionista de la autora extrae su fuerza a partir del ordenamiento cartográfico maniqueo de un amplio espectro de intelectuales feministas que la precedieron. Luce Irigaray es un ejemplo capital de esta operación espuria. A partir de Butler, las ideas de Irigaray suelen ser ordenadas retrospectivamente a partir de un monismo lingüístico que no hace justicia a los propósitos del proyecto teórico-político, ni al contexto filosófico, en que se sustenta el aporte irigarayano1.

De forma provocativa Naomi Schor (1994) señala que, durante los años ‘90, el término esencialismo formó parte del léxico de cierto terrorismo intelectual, un instrumento privilegiado que detentó el poder de reducir al silencio, excomulgar y confinar al olvido ciertos posicionamientos no alineados con el posestructuralismo. De forma más cauta pero no menos aguda, Teresa de Lauretis (1990) ofrece observaciones sobre el contexto angloamericano donde circularon estas apreciaciones:

(El) punto de polémica en esta cuestión es que lo que se dice del ‘esencialismo’ imputado a la mayoría de las posiciones feministas (…) es demasiado o muy poco, de modo que el término sirve menos a los propósitos de una crítica efectiva en la continua elaboración de la teoría feminista que a aquellos de la conveniencia, simplificación conceptual o legitimación académica. (p. 79)

Esto nos deja en claro que de Lauretis toma distancia de la restrictiva cuadrícula norteamericana esencialismo-construccionismo. de Lauretis (1990) afirma que “el término esencialismo cubre un rango de significados metacríticos y usos estratégicos que avanza por la muy corta distancia que hay entre una oportuna etiqueta y una palabra-hueca” (de Lauretis, 1990, p. 77). Asimismo señala el modo en que progresivamente perdió su fuerza en tanto concepto crítico debido a su uso indebido y poco serio. En este contexto la autora enfatiza:

Muchas que (…) han tenido que ver con la teoría feminista (…) han comenzado a impacientarse con esta palabra -esencialismo- una y otra vez repetida con su tonillo reductor, con su autosuficiente tono de superioridad, con su desprecio para ‘ellas’ -aquellas personas culpables de ella. Sin embargo, (…) la teoría feminista trata toda ella sobre una diferencia esencial, una diferencia irreductible, aunque no es una diferencia entre la mujer y el hombre, ni una diferencia inherente a la ‘naturaleza de la mujer’ (a la mujer como naturaleza), sino una diferencia en la concepción feminista de la mujer, las mujeres y el mundo. (de Lauretis, 1990, p. 77-78)

Estas observaciones señalan el corazón de la propuesta de Irigaray, pues abordan explícitamente el papel constitutivo que tuvo la diferencia sexual en el pensamiento feminista continental, así como la polémica recepción que tuvo esta noción en el contexto del potente posestructuralismo adoptado vehementemente por una parte considerable de la intelectualidad feminista norteamericana.

Es claro que, al leer a Irigaray, Butler detecta el peligro del esencialismo e identifica sus aportes en torno a la diferencia sexual con un reduccionismo biológico que refuerza un dimorfismo sexual naturalizado y sus binarios inscriptos por los juegos normativos de poder. En relación con la escritura de Irigaray, Butler (2007) señala que “el hecho de volver a la biología como la base de un significado o una sexualidad femenina específica parece derrocar la premisa feminista de que la biología no es destino” (p. 92). ¿Acaso Irigaray retorna, sin más, a la biología? ¿El feminismo de Irigaray alienta el dictum freudiano que hace de la biología un destino? Butler (2007) añade que:

Quizá la afirmación más polémica de Irigaray ha sido que la estructura de la vulva como ‘dos labios que se tocan’ conforma el placer no unitario y autoerótico de las mujeres antes de la ‘separación’ de esta duplicidad a través del acto de la penetración del pene que quita placer. (p. 297)

La raigambre meramente discursiva de la mirada butleriana no atiende la densidad filosófica de las consideraciones ontológicas de Irigaray. Lamentablemente, no abunda producción académica que atienda a los enveses y reveces de los argumentos y supuestos de partida de Irigaray, tampoco abordajes rigurosos abocados a desmontar esta consideración mediante la inmersión en el espesor filosófico de su escritura. Como fuere, la particular y compleja escritura de Irigaray trae consigo toda una tradición filosófica continental que resulta intratable para los marcos interpretativos del contexto angloparlante. Butler lo reconoce: “la amplitud y el carácter especulativo de las declaraciones de Irigaray siempre me han puesto un poco nerviosa” (Butler, 2008, p. 67). Así, la adjudicación reductiva de esencialismo es prueba de que el feminismo posestructuralista norteamericano no hace justicia a la concepción irigarayana de diferencia sexual. En este contexto, nos proponemos un retorno necesario y acuciante hacia sus ideas, una operación política preocupada por contrarrestar el modo en que su pensamiento y, junto con él, un conjunto considerable de herramientas conceptuales nodales para la crítica feminista, ha sido injustamente degradado.

Irigaray, ¿esencialista?

Alison Stone (2004) advierte la frecuente simplificación del pensamiento de Irigaray a partir de la adjudicación de esencialismo. Seguramente esto se debe al modo en que lo femenino aparece vinculado a lo Otro en sus escritos. Irigaray afirma la existencia de un orden simbólico falogocéntrico que exalta la erección del Logos hacia la luz de las ideas. El sujeto falogocentrado, pretendidamente desencarnado, borra el carácter generativo y productivo de la materia y produce un deslizamiento estratégico al otorgar exclusiva potencia creadora a las ideas. Así, sólo el Logos, Uno y masculino, se exalta a sí mismo al representar la alteridad radical de la materia como otredad degradada de Lo Mismo.

La diferencia irigarayana señala la preocupación ontológica por trazar alianzas con aquello imposible de ser subsumido bajo el lenguaje, fálicamente sexuado. En este esquema, la productividad de la materia, alegorizada de forma privilegiada por la potencia gestante de algunos cuerpos, constituye ese sexo que no es uno, lo femenino, lo otro, la alteridad. Irigaray (2007, 2009, 2010) aboga por un reconocimiento, cada vez mayor a lo largo de sus obras, de la materialidad del cuerpo y del mundo. Sin dudas, su concepción de diferencia sexual contiene el proyecto de la elaboración de una nueva ontología que contempla la actividad y expresividad de la materialidad.

La vertiente ontológica de su pensamiento de ninguna forma se reduce a la diferencia de caracteres esencialmente diferentes entre cuerpos masculinos y femeninos, caracteres biológicos y anatómicos diferentes que existen independientemente de cómo se representan los cuerpos (Femenías, 2000). En todo caso, Irigaray nos deja en claro que tal diferencia es de cuño simbólico, por lo tanto esa diferencia, representacionalmente labrada, no alude a una alteridad radical respecto con lo simbólico. El pensamiento de Irigaray no es esencialista, pues no afirma diferencias naturales entre los sexos. Lo masculino y lo femenino alude, más bien, a una distinción simbólica y, por lo tanto, fálica. Dentro del reino simbólico de Lo Mismo es imposible una legítima diferencia. Ese sexo que no es Uno refiere a la potencia subversiva de lo ajeno a los dominios del Falo: la oscuridad generativa de la materia y su devenir abierto, continuo e indeterminado.

En este contexto de adjudicaciones indeseadas, la apuesta de Irigaray por un orden simbólico y una subjetividad que no sacrifique la potencia material de los cuerpos es connotada como esencialista y, por lo tanto, como ingenua, tanto filosófica como políticamente. Así se suprime el hecho de que Irigaray (2010) ofrece una noción móvil de la fecundidad de la materia. En un orden simbólico que exalta la potencia de las ideas y teme a la potencia abierta, oscura e indeterminada que anida en la materia, lo femenino no es más que una pieza representacionalmente labrada como reflejo distorsionado de Lo Mismo, una mediación simbólica que pretende domeñar y ocultar el desenfreno de una alteridad extremadamente peligrosa para el Logos trascendente y autoengendrado. La peligrosidad reside en la circulación vibrante de una dinámica material que nunca regresa a la mismidad. La capacidad de gestar de algunos cuerpos intenta ser dominada mediante la asignación simbólica de lo femenino. El relato fálico del origen degrada la existencia concreta de las mujeres, inunda la existencia material con representaciones como un intento de diluir la generación creativa, continua y paciente del sustrato material sobre el que cabalga todo sujeto encarnado (Pérez-Gil, 2011).

Las consideraciones ontológicas en torno a la materialidad que subyacen a las reflexiones sobre la diferencia sexual permiten señalar que el cuerpo materno/gestante, al que Irigaray tanto alude, queda metonímicamente alineado con la potencia de la materia, cuyo devenir discurre al margen del lenguaje. Los anudamientos entre agencia de la materia (la potencia de los cuerpos) y las mujeres se configuran como un proceso concomitante. El proyecto de un orden simbólico masculinista sin adherencias a la materialidad requiere, necesariamente, para su consecución, el despliegue de un representacionalismo implacable que encorseta simbólicamente la diferencia devenida necesariamente sexual en este orden político en el que Logos y Falo confluyen constitutivamente (Jagger, 2015). La rúbrica ‘falogocentrismo’ condensa particularmente estas vinculaciones, pues la trascendencia del Logos encuentra su condición de posibilidad en la represión de la materia -resistente a la totalización de la representación. Hanneke Canters y Grace Jantzen (2014) vinculan el imperativo de trascendencia propio del Logos con la tendencia racional -que se conduce por medio de la representación simbólica- a nombrar, contener y controlar lo múltiple mediante el cierre conceptual que reduce lo imprevisible e impone la unidad. Así, la diferencia que se gesta por fuera de aquellas exigencias es descartada, erradicada, en virtud de las formas en que lo simbólico representa, convenientemente, la diferencia. Por lo tanto, la potencia generativa de la materia es codificada simbólica y sexualmente como femenina y, paralelamente, aquella operación se instrumentaliza en la subalternización, dominación y explotación de las mujeres. La representación falogocéntrica de la mujer delimita y totaliza el blanco de ataque debido a que la identidad Mujer es producida por la misma codificación simbólica que la inferioriza como lo Otro. Después de todo, el orden simbólico produce una identidad cuya posterior degradación permite contener y encausar aquello que resulta indomeñable para las ideas: la dinámica productiva de la alteridad material con la que cualquier orden discursivo tropieza.

¿Existe diferencia sexual esencial? La lectura propuesta no intenta postular un fundamento biológico o anatómico para la diferencia sexual, una ontologización de la identidad Mujer. Mercedes López Jorge (2010) realiza una lectura de la filosofía de Irigaray que va en esta dirección. Nos dice que la forma en que lo masculino alcanza la trascendencia requiere del ocultamiento de lo femenino, asociado por el orden simbólico masculinista con la inmanencia, el cuerpo y la materialidad. Negar el cuerpo y su materialidad, dentro de las equivalencias simbólicas del orden falogocéntrico, supone negar el cuerpo femenino. López Jorge enfatiza que para Irigaray no se nace mujer, es decir que el cuerpo connotado políticamente como femenino no es ‘destino’, no es el que impide alcanzar la trascendencia (aunque a Irigaray esta vía no le interesa). “Eso que conocemos como trascendencia responde a la sexualidad masculina, al falogocentrismo, que supone una ‘somatofobia’” (p. 146). La autora nos enfrenta con una superposición compleja e intrincada entre un plano ontológico y otro político, pues enfatiza que Irigaray ha

descubierto que lo material está siempre debajo, se debe lograr visibilizar lo femenino, pues sólo así las mujeres podrán acceder a una existencia simbólica, condición sine qua non para alcanzar una trascendencia propia, que no reprimirá el cuerpo ni negará la especificidad del cuerpo femenino”. (López Jorge, 2010, p. 146)

Dentro de los alcances simbólicos del Falo, la dinámica de la materia se desenmascara peligrosamente en términos de fecundidad originaria de las mujeres. Pero, estrictamente, el carácter productivo de la materia no remite a una esencia femenina. Entonces, cuando Irigaray (2007) connota lo femenino como lo otro de lo Otro no señala necesariamente la existencia de mujeres esenciales, naturales. Irigaray no arrastra el constructo Mujer, con el que nos provee la economía lingüística que la autora critica, más allá del límite trazado por el orden simbólico falogocéntrico. Irigaray propone la existencia de una irreductibilidad irreductible llamada diferencia. Su noción de diferencia, en términos de alteridad radical, invoca la existencia de algo que el lenguaje, pese a sus pretensiones, no puede diluir. Pero es preciso señalar que el registro de la diferencia que interesa a Irigaray es cristalizado como diferencia sexual cuando las consideraciones ontológicas son abordadas, de forma inevitable, lingüísticamente. Pese a sus consideraciones ontológicas, Irigaray no duda en connotar como sexual su noción de diferencia, pues en el contexto del orden simbólico falogocéntrico la diferencia adquiere, inevitablemente, un matiz político.

El orden simbólico falogocéntrico se alza en contra de la materialidad irreductible a la lógica dicotómica oposicional propia de la representación. La distinción compleja que efectúa Irigaray distingue, entonces, un ámbito representacionalista, donde los significados de la economía simbólica invaden la materia, y otro ámbito que escapa a la economía de la significación. La economía simbólica falogocéntrica intenta continuamente arrastrar lo ininteligible hacia lo discursivamente inteligible para imprimir allí su dominio. Esta dinámica cuenta con una estrategia: significar lo inasible como femenino. La filosofía misma, después de todo, ha nominado esta materialidad con términos tales como matriz y χώρα (khōra). Aún más, Irigaray (1985) señala que el concepto falocrático de naturaleza genera jerarquías. La mala naturaleza se encuentra vinculada simbólicamente con la naturaleza femenina “caótica, temible, rebelde, inculta” (p. 19). El orden simbólico anuda, así, la potencia de la naturaleza, y la imposibilidad de su dominio, con la producción y posterior dominio de lo femenino. El punto de intersección que parece exponer el nudo refiere a la maternidad.

Es en este contexto Irigaray (1985) propone una noción de diferencia en tanto alteridad radical respecto a los sentidos de la cultura occidental. Así, los discursos falocéntricos sobre la maternidad y la feminidad son un intento de domeñar aquello que radicalmente resiste. Incluso esa alteridad aún se muestra como potencia virtual de la materia cuando Irigaray señala: “jamás seríamos cultivables del todo. Lo maternal siempre da miedo, suscita ambivalencia” (p. 19). Por ello Irigaray nos insta a “reencontrar la naturaleza por encima o más allá de nuestra tradición sociocultural. Volver a los elementos cósmicos: el fuego, el aire, el agua, la tierra (…) Elementos materiales, físicos, indispensables para la vida” (pp. 19-20). A Irigaray no le llama la atención que lo simbólico encuentre resonancias entre la potencia de la naturaleza y aquello que, bajo pretensión de dominio, instituye como lo maternal.

Si para lo simbólico lo femenino es lo Otro, la diferencia peligrosa, allí resuena lo imposible de ser dominado de forma absoluta. Lo femenino deviene “maternal incluso fuera de toda procreación, tal como ésta suele entenderse de forma bien limitadora” (Irigaray, 1985, p. 20). Así, a criterio de Irigaray (1985) “la explotación técnica de la naturaleza y la sobrevaloración de la reproducción de criaturas han convertido el mundo actual en lo que es” (p. 20), la vinculación entre ambos aspectos y su subalternización configuran la condición de articulación del orden simbólico. Por este motivo Irigaray afirma que utilizar la expresión “‘naturaleza femenina’ (…) es una torpeza (…) Lo que nos importa son la naturaleza y las mujeres explotadas por la sociedad y la cultura patriarcales” (p. 20).

Tanto naturaleza y mujeres encuentran como denominador común la explotación simbólica. Irigaray (1985) se levanta políticamente contra esta estrategia y señala la imposibilidad de vincular la diferencia ontológica con una esencia o identidad femenina. La naturaleza sólo tiene sexo en su versión falocrática. La diferencia ontológica, y la virtualidad de su flujo constante, resuena aún en los constructos simbólicos cuando, indefectiblemente deviene “riesgo de abismo (…) ‘agujero’ en sus sistemas de representación en su lenguaje” (p. 23). Al menos en este contexto, parece claro que dentro del orden simbólico la diferencia refiere a lo femenino como otredad del modelo fálico. Pero más allá de lo simbólico, lejos de señalar el fundamento natural de lo femenino, “la diferencia sexual marca un límite” (p. 23) a la representación.

En suma, la economía simbólica con la que contamos se articula en términos falogocéntricos porque necesita, para su preservación, el sacrificio (Irigaray, 1993). El sacrificio de la materia libra un combate con ciertas corporalidades en las que la amenaza de la potencia material que no reconoce mediación simbólica resuena más hondamente. Los atributos fácticos del cuerpo que fundamentan la diferencia sexual son ordenados simbólicamente. Es decir, son efecto de un mecanismo simbólico que produce un cisma que no preexiste esencialmente. La racionalidad incorpórea y trascendente contrasta con la sensibilidad encarnada de una corporalidad caprichosa y desregulada. Así, la diferencia ontológica que demarca una alteridad irreductible e inexpugnable requiere ser absorbida y dominada a partir de mediaciones simbólicas que representan aquella diferencia ontológica en un juego de espejos. Las derivas de la diferencia ontológica -un simple y sencillo, aunque oscuro y subversivo, límite del sentido lingüístico falogocéntrico- se expanden y en esas prolongaciones simbólicamente mediadas es que la diferencia deviene sexual. Irigaray sexualiza como acto político aquella exterioridad ontológica de lo simbólico. Señala ese sexo que no es uno, ese sexo cuya alteridad radical irrepresentable es

heterogéneo a toda esa economía de la representación, pero que, por ese haber permanecido ‘fuera’, puede justamente interpretarla. Porque no postula ni el uno, ni lo mismo, ni la reproducción, ni siquiera la representación. Porque permanece, pues, en un lugar distinto de esa representación general en la que no es recuperado sino como otro de lo mismo. (Irigaray, 2009, p. 113)

El feminismo de Irigaray invoca necesariamente una atención política en torno a su concepción de diferencia. Esto implica la inevitabilidad de considerar a la diferencia como diferencia sexual, pues es una actitud cabalmente feminista señalar la injusticia que envuelve el desenlace contingente que toma por objeto al conjunto de las mujeres -que la misma operación simbólica constituye- con la peligrosidad del carácter productivo de la materia. Por tanto, afirmar que Irigaray propone una diferencia sexual por fuera de lo simbólico, una materialidad ontológica y esencialmente femenina, implica no comprender su planteo ontológico en torno a la diferencia, pues cualquier adjetivación o asignación de atributos identitarios implica volver a capturar tal diferencia a partir de las mediaciones simbólicas falogocéntricas que la autora rechaza. Aun así, como contrapeso de estas consideraciones ontológicas, la preocupación política que alimenta el feminismo de Irigaray la conduce sexuar (políticamente) la diferencia -no puede ser de otro modo, dado que esos seres corporizados simbólicamente inscriptos como mujeres devienen blanco de inferiorización como producto de la misma inscripción simbólica que las produce2. A esta altura queda claro que la escritura de Irigaray se ve animada por preocupaciones políticas en torno a las mujeres, también por preocupaciones ontológicas en torno a la materialidad. En parte es comprensible que lecturas poco informadas encasillen la compleja escritura de Irigaray como esencialista porque bajo las impregnaciones de la economía simbólica falogocéntrica la distinción entre lo político y lo ontológico colapsa y se hace indiscernible.

Claire Colebrook (1997) distingue claramente los registros político y ontológico antes señalados. Por un lado afirma que no es justo liquidar la potencia del pensamiento de Irigaray a partir de la acusación de esencialismo. Si el interés de Irigaray se centra en la diferencia ontológica como alteridad radical, esto aleja la posibilidad de que la diferencia sea reservorio para cualquier identidad unívoca, universal y factible de ser representada. Incluso cuando utilizamos la categoría de esencia para dar cuenta despectivamente de lo que esta fuera del poder de lo simbólico, tal postulación alimenta aquella mediación simbólica eficaz que silencia y torna inerte la actividad de la materia y, concomitantemente, inferioriza y excluye a las mujeres. Colebrook también advierte que la filosofía feminista de Irigaray deviene políticamente esencialista en el contexto del orden simbólico imperante. La diferencia involucra y alude a una identidad femenina empíricamente delimitable porque el orden simbólico produce y degrada tal identidad.

El materialismo sin esencialismo de Irigaray

Sin dudas, para Irigaray, la economía simbólica masculinista oblitera los ritmos de la materia. La autora señala:

¿qué discriminación se perpetúa de este modo entre un lenguaje siempre sometido a los postulados de la idealidad y una dimensión empírica desposeída de toda simbolización? ¿Y cómo ignorar que, respecto a esa censura, a esa esquicia que asegura la pureza de lo lógico, el lenguaje no deja de ser necesariamente meta-’algo’? No sólo en su articulación, pronunciación, aquí y ahora, por un sujeto, sino porque ese ‘sujeto’ repite ya, a causa de su estructura y sin saberlo, ‘juicios’ normativos sobre una naturaleza que se resiste a esa transcripción. (Irigaray, 2009, p. 80)

Nuestra pensadora se preocupa por “una realidad física que se resiste aún a una simbolización adecuada y/o que significa la impotencia de la lógica para recuperar en su escritura todos los caracteres de la naturaleza” (p. 79). El tiempo maquínico de la economía de la tekhne proyecta su linealidad en lo Otro para configurar y recurrir a los recursos materiales (Irigaray, 2010). Recordemos que la metafísica occidental encubre la materia bajo concepciones de naturaleza inerte y ontológicamente clausurada sobre sí misma (Stone, 2003). Justamente, al considerar la linealidad que lo simbólico imprime, la peligrosidad de la materia radica en su no coincidencia consigo misma en un único punto de origen. Irigaray enfatiza que:

“la naturaleza no carece desde luego de energía, pero no es capaz sin embargo de poseer ‘en sí misma’, de encerrar la fuerza motriz en una/su forma total (…) lo fluido siempre está en exceso o en falta respecto a la unidad. Se sustrae al ‘Tú eres eso’. (Irigaray, 2009, p. 87)

Lejos de la forma en que se representa la materia en nuestro orden simbólico, Irigaray entiende la materialidad como una serie abierta de bucles que se duplican sin conformar círculos cerrados. Una vez más, el movimiento rítmico de la materia autodiferenciante y, por lo tanto, no idéntica a sí misma, resuena en la regeneración y fecundidad de cuerpos que tienen la potencialidad de producir otros cuerpos.

El enfoque ontológico sobre la diferencia sexual que Irigaray propone impide la reificación de identidades en cualquier sustrato material o sustancial al que podamos adjudicar límites fijos y estáticos. Irigaray (1999) se aleja rotundamente de la metafísica occidental de la sustancia que construye y proyecta como sostén una corteza sólida, estática y poblada de esencias inmutables. Irigaray quiebra la identificación entre ontología y esencia puesto que concibe una actividad creadora producida por la negatividad que agita a la materia y cultiva la transformación y el devenir no teleológicos. Nada más alejado de la posibilidad de totalizar cualquier identidad que el trabajo de lo negativo sobre el que cabalga la diferencia sexual irigarayana (Irigaray, 1994). El orden simbólico con el que contamos intenta, en un vano esfuerzo por asir lo irreductiblemente Otro, apresar bajo la identidad mujer la diferencia ontológica a la que alude Irigaray.

La diferencia sexual que Irigaray alienta, que optamos por interpretar en términos de ajenidad radical respecto al ámbito de la representación, podría escenificarse en los términos con que Gilles Deleuze (2002) entiende la diferencia. A criterio de Deleuze, el lenguaje no puede funcionar como base material de la vida. El plano inmanente de Deleuze puede entenderse como un campo de diferencias puras, o positivas. Si la diferencia negativa es aquella diferencia entre cosas o términos ya identificables, la diferencia positiva implica un proceso de diferenciación constante y sin fundamento. La relación que una cosa tiene solo para sí misma, es decir, la relación que una cosa tiene consigo misma y con ninguna otra cosa, es efecto de diferencias positivas. Una diferencia negativa, entonces, es una diferencia con respecto a algo, una diferencia entre identidades que produce el orden simbólico falogocéntrico. La noción ontológica de diferencia sexual irigarayana se aproxima a esta noción de diferencia positiva inaprensible e imposible de ser cercada absolutamente por el eje fálico que articula toda significación lingüística, pues la diferencia positiva no es una cosa: es un proceso.

Luisa Posada Kubissa (1998) enfatiza la relevancia de la trama corporal en el pensamiento de Irigaray. En la propuesta feminista de Irigaray, es preciso que la mujer -en tanto sujeto político del feminismo (de la diferencia) - reivindique “la materialidad de la diferencia corporal” (Posada Kubissa, 1998, p. 86). Esta expresión condensa el plano político -la diferencia corporal femenina construida dentro del espectro representacional masculinista- con el plano ontológico -la diferencia corporal como materialidad radical e irreductible a lo simbólico. Este anudamiento de planos es el que enciende apresuradamente la llama del esencialismo. La mirada de Irigaray centrada en la diferencia (ontológica) supone el despliegue de un proyecto feminista cuya política intenta traducir, en los términos simbólicos con los que contamos, la potencia de la diferencia. Obviamente, su mirada feminista no puede “romper todos sus lazos con los paradigmas y las categorías de la razón en su historia hasta el momento” (Posada Kubissa, 1998, p. 86). La política feminista de Irigaray la ha obligado a intentar “convertir tal diferencia empírica y material (ontológica) en referente de un discurso, lo que la hace entrar, al menos, en el ámbito simbólico (arena de lo político)” (Posada Kubissa, 1998, p. 86, los corchetes y su contenido me pertenecen).

Luisa Posada Kubissa afirma que, cuando configura una referencia simbólica, “la materialidad del cuerpo sexuado poco puede aportar, sin envoltorio dialógico, que permita pensarlo y hablar sobre él” (Posada Kubissa, 1998, p. 86). Los nuevos materialismos críticos feministas ofrecen claves especulativas que nos permiten pensar “la materialidad del cuerpo sexuado” sin el excesivo énfasis en el lenguaje (Alaimo & Heckman, 2008; Coole & Frost, 2010, Grosz, 2010; Kirby, 2002), lo cual nos permite renovar la mirada sobre la diferencia ontológica que circulan en la escritura de Irigaray.

Reflexiones finales

Los aportes de Irigaray que sugieren una negatividad no sacrificial impactan en la clásica división naturaleza/cultura, y en la división sexo/género. En los debates feministas norteamericanos de los años ‘80 y’90 este cisma se ha traducido en la tensión entre esencialismo y construccionismo que, sin dudas, ha configurado el marco a partir del cual se ha recepcionado la obra de Irigaray. En este contexto analíticamente restrictivo, Butler ha colocado a Irigaray como exterior constitutivo para su propia filosofía al adjudicar la existencia irigarayana de una ontológica de lo femenino como epicentro de la naturaleza. Butler busca la complicidad de Jacqueline Rose cuando se trata de forjar alianzas contra una aparente defensora del dimorfismo sexual natural. Butler nos dice: “Como una crítica indirecta a los intentos de Irigaray por crear un lugar para la escritura femenina fuera de la economía fálica, Rose añade: ‘y lo femenino no existe fuera del lenguaje’” (Butler, 2007, p. 133).

¿Tenemos que entender que la noción de diferencia sexual de Irigaray alienta la existencia de un sexo natural, o de una base natural, pasiva e inerte, un fundamento para una identidad? ¿O más bien su noción de diferencia sexual impugna cualquier noción de identidad, incluso natural, inmediata y clausurada? El segundo interrogante parece mucho más probable cuando se trata de conducirnos hacia la concepción de una actividad que transcurre fuera de la representación y que permanece mediada por un juego de la negatividad intrínseca a la materia. Aún más, Malabou y Ziarek (2012) no ven motivos para suponer que el planteo de Irigaray admita que la diferencia entre naturaleza y cultura configure una relación donde ambos términos cuentan como ontológicamente diferentes desde el inicio. Incluso Irigaray no concibe el pleno despliegue de aquella feminidad falocrática construida por las mediaciones simbólicas. Más bien alienta a que las que hoy conocemos como mujeres “se conviertan en co-creadoras de un mundo en el cual la diferencia sexual [claramente la potencia virtual de la materia irreductible a cualquier sistema representacional] sea fuente de engendramientos que no se limiten a la procreación de hijos/as” (p. 34). El valor del giro especulativo contemporáneo revitalice el proyecto irigarayano, pues también se propone interrumpir la circularidad representacionalista que nos entrampa en un esencialismo lingüístico. Butler nos ha demorado durante demasiado tiempo en este correlacionismo representacionalista (Barad, 2007; Bennett, 2010; Meillassoux, 2015).

No hay en el pensamiento de Irigaray un telón de fondo impregnado por un esencialismo ontológico. ¿Acaso Irigaray postula la recuperación de una esencia contenida en la materia capaz de instalar un orden sin sacrificio de la materialidad? Irigaray señala que el límite está inscripto en la propia naturaleza (Stone, 2003). Por lo tanto, la naturaleza como Uno no existe. “Ninguna naturaleza puede tener la pretensión de corresponder al todo de lo natural. No existe la naturaleza. En este sentido, una forma de negativo existe en lo natural” (Irigaray, 1994, p. 57). El sacrificio mismo de la naturaleza, la materia, el cuerpo sobre el que se sostiene el orden simbólico produce violencia contra quienes son marcadas proyectivamente como ‘la diferencia (sexual)’. La preocupación de Irigaray por rescatar la productividad de la materia nos propone el desafío de refigurar nuevas ontologías que nos aproximen al horizonte ético de no inferiorizar, dominar y exterminar aquello devenido otredad amenazante (Caldwell, 2002).

Los argumentos construccionistas que rechazan el pensamiento de Irigaray por esencialista apelan a la preocupación de regresar a la noción fija, determinista, naturalista de sexo. Así, la intelectualidad norteamericana afirma que la materialidad del cuerpo sexuado es pasiva, inerte y cerrada sobre sí misma y, como contrapartida y antídoto eficaz contra la peligrosidad política que anida en la preocupación por el sexo, nos ofrece la noción de género como un salvoconducto hacia la maleabilidad, la contingencia, la resignificación y la posibilidad de cambio (Rubin, 1986). Sin embargo, la noción de género nos envuelve con la fantasía de desmaterialización del Logos pretendidamente desencarnado y nos instala en el corazón mismo del orden simbólico falogocéntrico. Pero, lejos de las representaciones fálicas, la materia se agita en un devenir constante, múltiple y generativo, e Irigaray allí nos espera.

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1Es preciso señalar que, en otro segmento de su producción, Butler (2006) entabla un debate mucho más profundo, rico y sofisticado con las ideas de Irigaray que las consideraciones restrictivas de El género en disputa que, por motivos de impacto, difusión y diseminación académica, aquí consideramos.

2En esta línea, varias intelectuales han reinterpretado el esencialismo biológico o metafísico adjudicado a Irigaray bajo los términos de un esencialismo estratégico (Grosz, 1989; Spivak, 1993; Whitford, 1994). Estos abordajes apelan a la noción de mimesis (Xu, 1995) como una estrategia útil para la política feminista.

Recibido: 14 de Abril de 2021; Aprobado: 25 de Mayo de 2021

Ariel Martínez. Universidad Nacional de La Plata, Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG), Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS), Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). B1900 La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9883-7911 Email: amartinez@psico.unlp.edu.ar

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