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Medievalista

On-line version ISSN 1646-740X

Medievalista  no.7 Lisboa Dec. 2009  Epub Dec 31, 2009

 

Destaque

La historiografía de tema medieval hispano una reflexión sobre el oficio y la producción del medievalista en los años 1982 a 2007

José Ángel García de Cortázar1 

1 Universidad de Valladolid, España.


En los últimos tres años, entre los trabajos que ya he redactado y los compromisos que he adquirido (con un horizonte en julio de 2008), son siete las veces que he sido reclamado para que haga un análisis de la producción historiográfica medieval hispana. Los requerimientos me han obligado a presentar balances y análisis referidos a espacios (España1; País Vasco2), tiempos (Alta Edad Media3), temas (Historia rural4), conceptos (regionalización5), e incluso a hacer examen de egohistoria6. Probablemente, se trata de un reconocimiento de los colegas comitentes hacia mi experiencia en el triple campo de la investigación, la síntesis y la edad. Sin duda, especialmente, ésta.

En un prólogo elaborado en 1998, tuve ya ocasión de referirme a las múltiples facetas del mester del profesor universitario de Historia. Decía entonces:

El oficio de historiador, al menos, el de historiador maduro, es aparentemente, como el poder de los señores en la sociedad del Antiguo Régimen, de carácter proteico. Adopta distintas formas y se mete por todos los intersticios. De él se espera la clase general de primer curso de licenciatura, el artículo erudito de investigación, la ponencia congresual rigurosa, la monografía sólida, la sínteses comprehensiva, la conferencia brillante y banal, el ensayo ágil, el guión audiovisual y hasta la redacción de un prólogo.7

Observará el lector que, en aquella fecha, no mencioné la revisión historiográfica, labor, como sabemos, de escaso cultivo en España, como prueban las propias y reiteradas encomiendas que he recibido al respecto.

Diez años después, esas revisiones han constituido una parte frecuente de mi tarea. Tal vez, se cumple así la constatación que aquel Prólogo recogía a continuación:

en cierto modo, como sucedió también con el poder de los señores entre los siglos XI y XV, el oficio de historiador va pasando, conforme éste madura, del dominio territorial al jurisdiccional. Sus rentas se generan cada vez menos en el territorio de la investigación y más en el de la jurisdicción de la investigación, sin olvidar que, en ocasiones, acaban siendo sólo las rentas de la representación de la investigación. Algo así como el reflejo social de un recuerdo de pretéritos estudios y quehaceres.8

En el caso que me ocupa ahora, y para no repetirme (exigencia de originalidade que no se demanda a pianistas ni tenores), he escogido un título, una presentación y, en cierto modo, un formato diferentes a los otros intentos. En lugar de los problemas, las corrientes y las referencias concretas, que quedaron recogidas ya en las obras anteriormente citadas, he entendido que, para evitar reiteraciones, el editor me solicitaba esta vez una reflexión más genérica y personal sobre los rasgos del propio oficio de medievalista en la España de los últimos veinticinco años. De este modo, mi regreso, si no propiamente a las páginas de Studia Historica, al cabo de veinte años de haber escrito en ellas… ¡una revisión historiográfica!9, al menos a una publicación surgida en su campo de influencia, podrá presentarse con la mínima vitola de originalidad.

1. Los factores de producción

En la analogía escogida para presentar la producción del medievalismo hispano, los factores de producción tradicionales, esto es, Tierra, Trabajo y Capital tienen una traducción relativamente fácil aunque no exacta. Por tierra vamos a entender las materias primas que el medievalista busca y halla: los registros físicos plasmados en el espacio, los registros arqueológicos depositados en él, los registros escritos conservados en los archivos y los registros onomásticos transmitidos por vía oral y finalmente preservados del olvido al ser recogidos por la escritura.

De esos cuatro tipos de registros, casi un 90% de los medievalistas españoles buscan y utilizan exclusivamente los registros escritos. Del 10% que hace uso de los registros físicos y arqueológicos, el 80% se dedica al estudio de la sociedad de Al-Ándalus y solo un 20%, por tanto, un 2% del total de los medievalistas aplica los recursos de la Arqueología medieval al estudio de la sociedad hispanocristiana. Pero, incluso en este último caso, esos arqueólogos medievales «cristianos» lo son a tiempo parcial. Pese al tiempo transcurrido (más de cuarenta años) desde los primeros ensayos de Alberto del Castillo y Manuel Ríu, sigue en vigor la ecuación «si hay documentos escritos, ¿para qué molestarse en meter arqueología?».

De hecho, pese a reiteradas reivindicaciones, los historiadores de formación predominantemente arqueológica que trabajan sobre la sociedad hispanocristiana se cuentan con los dedos de las dos manos y están radicados en la Universidad de Barcelona y en la del País Vasco (campus de Vitoria) y, excepcionalmente, en la de Oviedo y en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Es cierto que, junto a ellos, en distintas regiones, podemos localizar tanto a algunos arqueólogos, a los que identificamos más con esse sustantivo que con el de historiadores, como a historiadores «generalistas» que, a costa de altas dosis de entusiasmo autodidacta, han añadido a su formación documentalista algunos rasgos de la arqueológica.

La construcción de discurso histórico a partir de fuentes exclusivamente arqueológicas queda, por tanto, en manos de unos poquísimos altomedievalistas «cristianos» y, desde luego, de un mayor número de especialistas en historia de Al-Ándalus. Unos y otros, durante mucho tiempo, nos han mantenido en la esperanza de que sus numerosas campañas y múltiples hallazgos, consignados en las memorias de excavación, nos proporcionarían informaciones e hipótesis que rebasaran las adquiridas a partir de los textos escritos. Solo en los últimos años empieza tímidamente a convertirse en realidad esta esperanza. Por supuesto, en la historia de Al-Ándalus, las cosas son de otro modo: la arqueología ha ayudado decisivamente en el progreso de su conocimiento.

Si admitimos que el 90% de los medievalistas españoles se nutre exclusivamente de registros escritos, aunque los altomedievalistas cada vez son más receptivos a las informaciones suministradas por los arqueólogos, habrá que preguntarse dónde hallan los textos de que se sirven. Para los estudiosos de los siglos VI a XII, los textos escritos conservados, salvo los muy abundantes de Cataluña, están prácticamente publicados en su totalidad. El Catálogo Codiphis, cerrado en 1996, cuantificó y localizó la edición de los 180.000 documentos españoles y portugueses de los siglos VIII a XV publicados10. Iniciativas, entre las que destaca la de «Fuentes y Estudios de Historia Leonesa», con sus casi setenta volúmenes de documentos editados, han hecho de los últimos veinticinco años el período en que se han publicado en España una mayor proporción de documentos (más del 80% del total de los que han pasado a letra impresa). Por supuesto, si el resultado de esta actividad de edición es significativo para los textos anteriores a 1250 (insisto, salvo los conservados en Cataluña), para los datados entre esa fecha y 1500, solo la actividad editora de la Sociedad de Estudios Vascos, con más de 100 volúmenes, resulta representativa respecto al total de la documentación llegada hasta nosotros. La escasa cuantía de los textos de época bajomedieval conservados en las localidades del País Vasco explica esa representatividad de los publicados respecto al total conocido.

Los registros físicos plasmados en el espacio y los registros onomásticos, considerados en una perspectiva histórica, apenas han sido objeto de atención por parte de los medievalistas. Estudios de base toponímica tan sugestivos y prometedores como los que Ángel Barrios nos dejó han tenido escasa continuidad11. La interdisciplinaridad tan proclamada no acaba de sustituir con suficiente convicción y réditos a la multidisciplinaridad personal que aquel investigador, como otros, tuvo que adquirir para resolver un problema histórico que le preocupaba. En cuanto a los registros físicos, por los que, en los años 1960 a 1980, especialmente, los medievalistas formados en las universidades de Valladolid y Salamanca, nos interesamos, han pasado, salvo excepciones, a formar parte de un horizonte de desideratas. La separación, drástica en todas las universidades españolas, entre las titulaciones de Historia y Geografía, está produciendo simultáneamente historiadores sin ninguna sensibilidad hacia los datos del espácio y geógrafos sin interés por la historia anterior a finales del siglo XIX.

El trabajo, segundo de los factores de producción historiográfica, está constituido por un censo de unos quinientos medievalistas. El 95% de los mismos trabaja en universidades públicas y el 5% restante se reparte entre las privadas y el Consejo. Este primer dato sugiere que, aproximadamente, un 97% de los medievalistas españoles debe compaginar sus tareas de investigación con las de docencia. Solo de forma lenta y embrionaria, y no compartida de momento por todas las universidades, empieza a abrirse paso en estas la idea de crear un cuerpo exclusivo de investigadores. De momento, la edad media de los cultivadores españoles de Historia Medieval está en torno a los cincuenta años y raro es el departamento donde haya medievalistas «funcionarios» com menos de cuarenta y dos.

Como se sabe, la tradición universitaria española distingue y separa a los medievalistas «generalistas», dedicados al estudio de la Historia social en su más amplio sentido, de los orientados a la Historia de la Literatura, la Filosofía, el Arte, el Derecho o la Medicina de la misma época medieval. Esa circunstancia y la transformación de las universidades españolas en sedes de beneficios, que, en términos eclesiásticos, denominaríamos pilongos, han ido haciendo disminuir, en ocasiones, hasta su extinción en los planes de estúdio de las facultades de Historia, las asignaturas correspondientes a aquellas disciplinas. Progresivamente, el alumno se ha ido construyendo un currículo de «Historias» (Generales, Económica, Rural, Urbana, Social, de las Instituciones, de la Iglesia) de la Edad Media de cuya docencia se han encargado professores que, con frecuencia, no conocen los fundamentos teóricos y la bibliografia sustantiva de, respectivamente, la Economía, la Sociología, el Derecho, la Teología o la Liturgia.

El capital, tercero de los factores de producción, está representado en nuestro caso por el conjunto de conceptos, métodos y técnicas que el medievalista utiliza en su investigación. De los tres componentes de ese conjunto, la impresión que uno tiene es que, en los últimos veinticinco años, ha disminuido el valor del primero, se ha incrementado ligeramente el del segundo y ha crecido exponencialmente el del tercero. Para entendernos y a título de introducción en el análisis de cada uno, será suficiente recurrir a algunas ideas que puse hace treinta años por escrito12. Por concepto, «vamos a entender la teoría global, concepción general que sobre la forma y los mecanismos de evolución de la sociedad posee cada historiador, basadas en determinados principios, con frecuencia incluso de naturaleza filosófica, es decir, ajenos a los marcos específicos de la reflexión científica social»13. De la posesión de un capital semejante deberían deducirse, conjunta o alternativamente, algunos corolarios, entre los que cabría señalar tres de distinta envergadura. El primero, muy personal, una especie de compromiso ético con la sociedad en que uno vive; el segundo, más profesional, una interpretación global de la historia que derivara de una precisa filosofía de la historia; el tercero, una visión global de la materia histórica de la que se desprendería necesariamente una concepción de la realidad como estructurada y científicamente pensable.

De estos tres corolarios, como la historia (aquí, en cuanto serie de processos y sucesos) de los últimos veinticinco años no ha pasado en vano, el primero suena a evocación nostálgica de mayo de 1968, cuando, al menos, quienes residíamos entonces en Salamanca y profesábamos en su universidad estábamos convencidos de que testimonio personal de crítica política y solidaridad social y opción profesional debían ir unidos. Eran tiempos de uso y abuso del vocablo praxis con el que tratábamos de manifestar nuestra convicción de que entre pensamiento y acción debían existir vínculos explícitos. A lo largo de los últimos veinticinco años, esta sensibilidad ha ido desapareciendo entre los medievalistas. Desde luego, no somos una excepción en la sociedad. La postmodernidad, con su constelación de ironías, pensamientos débiles, relativismos y triunfo de lo políticamente correcto, también se ha paseado por los campos de la elaboración histórica, en especial, por los referentes a la conceptualización.

El segundo corolario, esto es, la interpretación global de la historia que deriva de una precisa filosofía de la historia generó, en su momento, debates explícitos o, más frecuentemente, implícitos entre idealismo y materialismo, entre estructuralismo y empirismo positivista. En lugar de ello, se ha impuesto en este punto un panorama ambiguo y caleidoscópico caracterizado por el eclecticismo. Dos son, a mi entender, las razones fundamentales. La primera la acabo de mencionar, el relativismo moral e intelectual en que nuestra sociedad se ha instalado: el postmodernismo, el pensamiento débil, son las señas de identidad que han sustituido a la precedente creencia en (y la adhesión a) unos principios. La segunda, más directamente relacionada con el oficio de historiador, en parte por temor intelectual a incurrir en pecado de subjetivismo pero, más a menudo, por desprecio hacia su necesidad o por inseguridad en el manejo de los conceptos, se escamotean estos o se mezclan indiscriminadamente. De esta actitud derivan inevitablemente dos consecuencias. Una conceptual: en el medievalismo español se conoce y reconoce el discipulado, pero mucho menos una verdadera adscripción de escuela. En el mejor de los casos, esta última queda reducida a una combinación de discipulado y coparticipación en un determinado ámbito o tema de investigación. La segunda consecuencia es instrumental: rara vez, el medievalista se interna en los domínios de la reflexión metodológica o, simplemente, historiográfica14.

El tercer corolario, una visión global de la materia histórica, parece requisito menos comprometido que el anterior a la vez que más exigible por principio a los historiadores. Las proclamas de «historia total» rellenaron las memorias de los opositores a cátedras y adjuntías de Historia entre 1966 y 1996. Sin embargo, cualquier balance de nuestra historiografía de tema medieval debe reconocer dos cosas al respecto. La primera, que, en la práctica, cada vez nos parece más irrelevante declarar dónde se sitúa el objeto de nuestra investigación en el marco general en que cobra significado. Esto es, no nos sentimos urgidos a definir el ámbito general del problema a investigar en el contexto concreto de un tema, un tiempo y un espacio en cuya interpretación histórica aspiramos a participar. Y la segunda, que, como consecuencia de ello, la producción historiográfica adquiere rasgos de absoluta espontaneidad sobre los más variados temas. La posea o no el respectivo historiador, con frecuencia, falta en sus obras una visión global de la materia histórica que se fundamente en «una concepción de la realidad y, por ello, de la materia histórica, como estructurada y científicamente pensable» y en «una convicción de la posibilidad de utilizar teorías, modelos o hipótesis de funcionamiento, parciales o globales, que permitan ir de lo históricamente conocido a lo desconocido o, de modo más simple, establecer relaciones entre datos en apariencia completamente ajenos»15.

En estas circunstancias, de las que los altomedievalistas han sabido alejarse en mayor medida que los bajomedievalistas, lo lógico y habitual es aceptar sin la necesaria reflexión los modelos que, en forma de préstamos adquiridos a historiografías con más tradición que la nuestra, permitan servir de esqueleto a nuestras propias investigaciones. Esos modelos, que antes llegaban masivamente de Francia, han diversificado sus procedencias. Seguimos sin contar con la historiografía alemana, cuyo idioma desconocemos los medievalistas españoles, pero, desde hace quince años, nos hemos hecho muy receptivos a propuestas que llegan de Italia y Gran Bretaña. Su aplicación, entre nosotros, cosa que no es exclusiva de los historiadores españoles, reviste muchas veces la forma de «Historia en migajas», donde estas apenas permiten descubrir el pan del que proceden. La tentación de consumir algunas migajas con sabores más a la moda, por ejemplo, las de las mentalidades, las sensibilidades o la memoria, sacude nuestras papilas y nos anima a introducirnos en temas muy especializados que exigen una formación que nuestras facultades de Historia no proporcionan.

Como segundo componente del capital, he propuesto los métodos, entendidos, como lo hice en 1976, como «conjuntos de operaciones intelectuales que permiten reunir, sistematizar y valorar los testimonios históricos, ordenándolos con vistas a una interpretación de los hechos que describen o de los que son simples referencias»16. De esa escueta definición, meramente operativa, cabe deducir que, por principio, los protagonistas de la producción historiográfica medievalista hispana de los últimos veinticinco años han sido solventes a la hora de «reunir, sistematizar y valorar» los testimonios históricos, aunque respecto a «valoración» cabe aplicar algunas de las observaciones finales que he hecho en relación a los conceptos.

En este ámbito preciso, el medievalismo español partía en 1982 de una plataforma en que se habían asentado dos elementos significativos. De un lado, la presentación aparentemente estructurada (casi siempre, más analítica que dialéctica, más cualitativa que cuantitativa; con frecuencia, más empirista que propiamente estructural) de los rasgos de la realidad concebida como una totalidad17, y, de otro, la aceptación efervescente de la Antropología en la Historia medieval. Con el tiempo, y como he indicado más arriba, el primer elemento se fue difuminando mientras el segundo cubría cada vez más amplios espácios (alimentación, vestido, vivienda, edades y tránsitos, mentalidades, sensibilidades, política, instituciones) aunque no todos con la misma solvencia. En cualquier caso, las operaciones de «reunir y sistematizar», casi siempre inspiradas por un evidente eclecticismo metodológico, se vieron, en general, potenciadas. A ello colaboró el despliegue exponencial del tercer componente del capital: las técnicas.

Las técnicas las definía en 1976 como «procedimientos concretos de tratamento del material histórico reunido de acuerdo con un método, por lo que su condición es el de instrumentos, muy variados por supuesto, de la investigación». En aquellos lejanos tiempos, la técnica cartográfica fue la única que me mereció una atención específica. Desde entonces, la aparición y el despliegue de la informática han facilitado no solo el desarrollo de aquella sino de otras muchas posibilidades que tienen que ver, sobre todo, con las del manejo de un amplio caudal de informaciones y con las del casi instantâneo establecimiento de relaciones entre variables. Aunque los nuevos inventos pueden resultar tentadores a la hora de acumular informaciones, en general, los medievalistas españoles son conscientes de que sin una buena teoría o, al menos, sin una buena capacidad de estructuración del material histórico, la acumulación informativa a que el empleo de la informática anima puede resultar absolutamente contraproducente. Al fin y al cabo, ni siquiera con la ayuda de los nuevos artefactos hemos superado la obra de los gigantes (Marc Bloch, Rodney Hilton, Georges Duby, Cinzio Violante, Claudio Sánchez-Albornoz, José María Lacarra) sobre cuyos hombros vamos sentados. Por supuesto, con la ayuda de las ideas de aquellos y las nuevas posibilidades técnicas, no dudo de que lo conseguiremos. Hasta entonces, habremos de precavernos frente a la amenaza de los rendimientos decrecientes. Ya lo dijo David Ricardo: no por mucho aumentar las dimensiones de uno de los factores de producción, se acrecienta esta. Solo una combinación equilibrada de aquellos produce los mejores resultados.

2. Las unidades de producción

La combinación de los factores de producción con vistas a conseguir esta tiene lugar en unas determinadas unidades o empresas. En España, la respuesta meramente formal del organigrama administrativo es clara y las universidades lo aplican de forma implacable, de la Microbiología a la Estadística, de la Química inorgánica al Derecho tributario pasando, desde luego, por la Historia Medieval. Esas unidades reconocidas fueron primero los Departamentos, luego las Áreas y ahora son los «Grupos de Investigación». Se supone que estos, a diferencia de los dos marcos anteriores, que venían impuestos por la legislación, reúnen efectivamente a personas que voluntariamente desean participar en una misma investigación. A pesar de estas enmiendas, para nuestro ámbito de medievalistas, esta respuesta sigue sin ajustarse plenamente a la realidad. Por ello, resulta más exacto reconocer que, dentro de las unidades de producción investigadora medieval, hasta ahora, el modelo absolutamente prevalente en España ha sido el del trabajador autónomo. Una pequeña empresa en la que el medievalista trabaja en soledad, defendiendo como principio inobjetable su «libertad de cátedra», que, por supuesto, incluye la de investigación, y su legítimo derecho a crear su propio e individual currículum. La práctica del oficio de historiador aparece así revestida de unos rasgos que la aproximan más a los del creador de obra artística y literaria que a los del científico de la naturaleza.

En esa situación, el historiador aparece casi siempre como un autodidacta al frente de su pequeña explotación en la que, con frecuencia, se confunden los conceptos de autonomía de gestión y autosuficiencia de producción y consumo. En su producción siempre es más fácil vislumbrar, cuando ello se da, la multidisciplinaridade individual, hasta donde ello es posible en el momento actual de creciente especialización temática y técnica, que la interdisciplinaridad colectiva. El efecto de la hegemonía absoluta de este modelo de empresa es que resulta insólito que un artículo de investigación esté firmado por más de un autor. Esta circunstancia, por supuesto, no es peculiar de España: desde Berkeley a Tel Aviv, los trabajos de Historia medieval solo los firma un único autor. El medievalista vive en soledad.

Junto a este modelo dominante de empresa de investigación que acabo de describir, en los últimos tiempos, especialmente en el ámbito de investigaciones que se nutren de registros arqueológicos, empiezan a aparecer tímidamente otros modelos de explotación, grande, o, al menos, mediana. Dentro de ellos, es fácil distinguir dos submodelos. Uno, el de la gran explotación unitaria. Otro, el de la gran explotación compuesta. En el primero, varios medievalistas dotados estrictamente de idéntica formación y residentes en la misma institución (Departamento de Universidad o Instituto de Consejo) suman sus esfuerzos para la elaboración de un producto. Se trata de un submodelo todavia poco frecuente en España debido a la tendencia de los medievalistas hispanos a construir contactos intelectuales más en la larga que en la corta distancia. De esa forma, evitan relacionarse con compañeros con que se comparte despacho o pasillo.

Por esta razón, y por los beneficios financieros y de prestigio académico que el Ministerio de Educación viene otorgando a la creación de otro tipo de «empresas» de investigación, desde hace unos años, ha comenzado a florecer el submodelo de gran explotación compuesta. Su característica es la dispersión geográfica, de modo que, como sucedía en la Alta Edad Media, parece más justo hablar de gran propietario que de gran propiedad. Aquí, el gran propietario es el Proyecto de investigación. Según los casos, sus exigencias sobre las pequeñas unidades autónomas que, de hecho, componen la gran explotación compuesta revisten la forma de la prestación de trabajo personal o de generación de rentas en especie. En este último caso, casi siempre bajo la forma de artículos absolutamente individuales cobijados bajo las orientaciones

discutidas en un Seminario colectivo o, más simplemente, bajo la ágil pluma de un editor científico que se esforzará por convencernos de la coherencia global y originaria del conjunto yuxtapuesto de aportaciones reunidas en el volumen cuya elaboración él ha comandado.

3. Los estímulos a la producción

Los estímulos mayores a la producción investigadora, en Historia Medieval como en la mayoría de las disciplinas, han tenido que ver con tres factores. El primero fue de carácter económico: el enriquecimiento de la sociedad española promovió la creación de universidades, dentro de éstas, de los estúdios medievales y, paralelamente, de las plantillas necesarias para atenderlos. Así, el número de investigadores creció. El segundo factor fue de carácter demográfico: las plantillas de medievalistas aumentaron al compás que lo hizo el número de alumnos de las facultades de Filosofía y Letras o de Historia y, aunque, desde el año 2000, la cuantía del alumnado comenzó a disminuir, las plantillas no mermaron, si bien, prácticamente, se estabilizaron. El resultado fue que la ratio alumnos/profesor ha llegado a ser verdaderamente cómoda para el segundo. El tercer factor fue de carácter administrativo-académico. A este respecto, hubo un largo tiempo en que el investigador en Historia Medieval

debía a la vez demostrar su dominio del programa y la bibliografía general de su materia antes de ser investido como funcionario, y ello comportaba un esfuerzo considerable que había que restar de la atención a una investigación concreta. Pero, más tarde, llegó otro tiempo en que, para ser declarado hábil para el servicio funcionarial como medievalista, el aspirante ya no necesitó demostrar saber más que los contenidos de su propia investigación. Ello le permitió dedicar menos tiempo a su preparación como docente en beneficio del destinado a la investigación.

Junto a estos tres factores (económico, demográfico y académico) de carácter específico, es fácil detectar, al menos, un cuarto que tiene que ver con el propio mercado. Hasta hace pocos años, la producción de investigación en Historia Medieval se desarrolló en un mercado de competencia imperfecta, dominado por una sólida presencia del sector público. De un lado, estaban los investigadores, que, convencidos de la calidad científica de sus productos, reivindicaban su derecho a producirlos en la cantidad y formato que les viniera en gana y a reclamar de los poderes públicos la publicación de sus trabajos. De otro lado, había un sinfín de instituciones (Gobiernos regionales, Ayuntamientos, Universidades, Fundaciones, Cajas de Ahorros), cautivas de (o resignadas a) incluir en su cuenta anual de resultados la edición de unos cuantos estúdios sometidos a su consideración.

Hace, aproximadamente, veinte años, la situación empezó a cambiar y el mercado comenzó a dar señales de mayor competencia. Primero, lo hizo por la aparición de unas cuantas editoriales comerciales, que publicaban no solo libros de síntesis o manuales de las asignaturas de Historia Medieval sino, incluso, trabajos de investigación en formato de libro unitario o de volumen recopilatorio de artículos. Más tarde, desde hace unos diez años, sin que se interrumpiera la acción de las editoriales comerciales, el propio Ministerio de Educación y, a su imagen y semejanza, diferentes gobiernos regionales y universidades comenzaron tanto a proponer leves controles de calidad de la producción como a estimular determinadas líneas de investigación.

La política, de momento, siguió y sigue siendo el absoluto respeto a las iniciativas individuales que se mantienen al margen de los circuitos de competência y no reclaman financiación, mientras que esta se reserva para aquellos proyectos que superan los controles propuestos por distintos organismos administrativos o académicos. La existencia de un macrogrupo, en que se hallen comprometidos investigadores de procedencias y disciplinas diversas, suele ser vista con simpatía, pero la experiencia demuestra que también proyectos presentados por grupos reducidos pueden alcanzar la aprobación. En el fondo del sistema late la intención de seleccionar temas y líneas de investigación que la sociedad (a través de sus representantes políticos y gestores administrativos: estatales, regionales, provinciales, locales, universitarios) considera prioritarios. Lo que sucede es que, mientras el sistema tiene sentido en el ámbito de la Ingeniería o las Ciencias de la Salud y la Naturaleza, donde los costes de producción son elevados y las prioridades hay que fijarlas con determinación, en el marco de la investigación medievalística, de costes muy reducidos salvo la arqueológica, la aplicación de aquellos criterios ni se hace con la misma contundencia ni resulta, a la postre, imprescindible como estímulo al aumento, en calidad y cantidad, de la investigación.

4. Los resultados de la producción

La producción historiográfica de tema medieval hispano se ha desplegado en los últimos años en una enorme variedad de productos. Unos son de carácter general y revisten forma de manuales y síntesis. No es ya común, como sucedió entre 1970 y 1990, que un solo autor se enfrente con la tarea de hacer un resumen de toda la historia medieval de España18. Lo normal es que esta sea tratada en varios volúmenes y por autores diversos: los ejemplos de las últimas Historias aparecidas bajo los sellos editoriales de Istmo y Síntesis muestran la tendencia, aunque todavía Crítica ha encomendado a un solo autor la tarea de resumir la historia de toda nuestra Edad Media.

Conceptualmente en el otro extremo al de las síntesis y los manuales se encuentra la producción que se cifra en la edición de fuentes. En este punto, los incrementos han sido espectaculares. Lo han sido en el ámbito de las fuentes cronísticas, donde ya se cuenta con una edición moderna de todas las anteriores a finales del siglo XIV. Y lo han sido, sobre todo, según ya comenté más arriba, en el de la publicación de fuentes diplomáticas, como, en 1999, se encargó de poner de relieve Codiphis. Catálogo de colecciones diplomáticas hispano-lusas de época medieval. El progresivo rigor en la edición de documentos y la creciente cuantía de los que han dejado de ser inéditos han venido a favorecer la tarea de los historiadores, aunque solo de los que se preocupan por una cronología anterior a mediados del siglo XIII.

La producción de los medievalistas es objeto de revisión, con frecuencia más descriptiva que valorativa, en distintos medios y formatos. Si el «Índice Histórico Español» sigue dando noticia de la aparición de los trabajos, unos cuantos balances historiográficos, como el efectuado en el número de Studia Historica del año 198819, en la reunión de Alcobendas de 198820 o, sobre todo, en la XXV Semana de Estudios Medievales de Estella en 199821 o como los que, sobre temas concretos, aparecen frecuentemente en revistas (por ejemplo, en Medievalismo22), nos mantienen al tanto de la producción historiográfica. Por su parte, el comité científico de la Semana de Estudios Medievales de Estella ha propuesto como tema para su XXXV edición uno que tiene que ver vagamente con estas mismas preocupaciones: «La Historia Medieval de España hoy: percepción académica y percepción social».

El análisis de la obra de los investigadores permite situar a cada uno de estos en una concreta encrucijada, determinada por tres coordenadas: el tiempo, el espacio y el tema que cultivan. De las tres, la más determinante está resultando el espacio y, a continuación, el tiempo, siendo el tema el componente más aleatorio. La coordenada espacial de los medievalistas españoles há ido cristalizando conforme se afirmaba la regionalización de los estudios medievales. El proceso comenzó a mediados de los años 1960 cuando, sobre la base de argumentos de índole geográfica, económica y sociológica, se discutió el concepto de región y la posibilidad de delimitarlo en el espacio. Después, entre 1970 y 1980, se produjo la difusión de unas cuantas y notables tesis de base regional elaboradas por medievalistas franceses, particularmente, Fossier, Toubert y Bonnassie. Y fue desde los años 1980 cuando en España estos critérios científicos, que permitían escoger razonablemente una región como banco de pruebas de una historia totalizadora, se vieron doblados y superados tanto por criterios de financiación como por otros más políticos que propiamente académicos.

Pronto se vio, en efecto, que cada Comunidad Autónoma resultante de la conformación territorial del Estado prevista en la Constitución de 1978 solo estaba predispuesta a sufragar investigaciones históricas relacionadas con su marco espacial. Una mezcla de futuro deseado y pasado maleable empezó a convertirse en horizonte argumental de los trabajos de síntesis que cada Comunidad Autónoma apoyó para tratar de construirse un pedigrí de nobleza y antigüedad. Por su parte, las investigaciones, sometidas a restricciones, al menos financieras, análogas, emprendieron el camino de un progresivo ensimismamiento territorial, rayano, a veces, en el autismo. El resultado es que a buena parte de los medievalistas españoles se les conoce, ante todo, por el espacio (Galicia, Navarra, Cataluña, Andalucía, etc.) de que se ocupan en sus investigaciones.

La coordenada temporal de preferencia de los medievalistas permite classificar a estos en cuatro grandes apartados, respectivamente: mundo hispanogodo; mundo andalusí; mundo hispanocristiano altomedieval; y mundo hispanocristiano bajomedieval. Entre unos y otros apenas se dan trasvases de investigadores, que, como mucho, se producen entre el primero y el tercero. La combinación de las coordenadas de espacio y tiempo permite adivinar que, dada la evolución histórica de los propios territorios hispanos durante la Edad Media, será difícil encontrar un altomedievalista al sur del paralelo de Salamanca. Solo una menor preocupación social por la presunta identidad sociohistórica de la Comunidad Autónoma de Madrid y la presencia de los efectivos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en la capital explican que sea Madrid la sede de los más variados (territorial, temporal y temáticamente) proyectos de investigación. En los demás casos, de un lado, la necesidad de recuperar el tiempo historiográfico perdido (como sucedía con la amplia periferia de la Península) y, de otro, la declarada regionalización de los objetivos culturales de las respectivas universidades y consejerías de Cultura se han unido para producir abundante manufactura de una, territorialmente, «historia en migajas».

La coordenada del tema es, por fin, la más aleatoria de las tres en la definición del perfil del medievalista español. En general, este trabaja sobre un espacio y un tiempo determinados y en ese ejercicio adquiere sus rentas más sólidas, que, después, utiliza de forma versátil en el cultivo de diversos temas. De estos, sería injusto no reconocerlo, unos constituyen sus temas mayores. Aquellos que permiten considerar desde fuera a un investigador como especialista en «Poblamiento», «Historia rural», «Historia urbana», «Comercio», «Historia política», «Historia de la Iglesia», etc. Pero esos temas mayores se acompañan de otros menores, de modo que el medievalista español aparece, ante todo, como un cultivador de la Historia social en su sentido más lato y menos comprometido: desde la demografía a la mentalidad, todo parece interesarle. Pero esa universalidad aparente de sus inquietudes, que convive con una ausência de visiones de conjunto, sugiere a la vez una falta de formación específica en métodos y técnicas precisos. La progresiva disminución del censo de altomedievalistas, al menos, de los salidos de las facultades de Historia, puede ser un indicio de que el latín, la codicología y la paleografía no son, precisamente, disciplinas por las que nuestros alumnos estén dispuestos a sacrificar sus ocios.

Del análisis de las tres coordenadas enunciadas (espacio, tiempo, tema) no es difícil extraer una conclusión general respecto a los resultados de la producción historiográfica hispana. En cantidad, esta es importante en los temas que atañen, cronológicamente, a los siglos XIII, XIV y XV y disminuye conforme retrocedemos desde el siglo XII hacia el siglo VI. Territorialmente, la amplia periferia peninsular hace tiempo que dejó de serlo en la investigación. En el sentido de las agujas del reloj, desde La Guardia en Pontevedra hasta Ayamonte en Huelva, pasando por el País Vasco y Valencia, la medievalística há dado muestras de producción abundante y, en sus mejores especímenes, sólida. Es cierto que, en todos esos espacios, quedan parcelas por roturar, pero también lo es que no abundan ya, como sigue sucediendo en La Mancha y Extremadura, extensos territorios por colonizar. El hecho viene a abundar en la idea de que, dada la regionalización de sus estudios, la densidad de medievalistas por región sigue siendo en España un factor determinante del nivel de conocimientos de historia medieval que poseemos de un territorio concreto.

Por fin, en lo que se refiere a la coordenada de los temas cultivados, en una reciente revisión que he hecho de la historiografía hispana altomedieval23, he propuesto que, en última instancia, dos son los datos más significativos de su producción. El primero es considerar, cosa que se hace desde la aparición de la tesis de Pierre Guichard en 1976, que Al-Ándalus constituye una sociedad islámica en Occidente. El segundo es estimar que la España cristiana no es precisamente diferente de la Europa cristiana sino que conforma una fracción de la Cristiandad latina. La aceptación de los dos principios por parte de la medievalística española se ha traducido en la adopción y la aplicación sistemáticas de dos paradigmas que pretenden explicar, cada uno por su lado, el desarrollo específico (y global: desde el poblamiento a la cultura) de cada una de las dos sociedades asentadas en la península Ibérica. Por supuesto, esta actitud historiográfica no se interrumpe cuando los autores trabajan en una cronología bajomedieval.

Una vez aceptada la existencia y desarrollo de dos sociedades globales, en contacto pero (según las interpretaciones actualmente al uso) renuentes a las trasferencias y préstamos entre una y otra, los historiadores han profundizado de forma desigual en los distintos ámbitos de la evolución social. Si los revisamos según la secuencia analítica popularizada desde Fernand Braudel por la historiografía francesa, nos encontramos, en primer lugar, con «las constantes geográficas». El alejamiento entre historiadores y geógrafos, al que aludí antes, se ha traducido en que la atención de los medievalistas a aquellas constantes ha disminuido considerablemente. A título general, solo los estudiosos de Al-Ándalus, conscientes de la importancia de la dialéctica oasis/desierto en la definición de los establecimientos de las sociedades islámicas e investigadores de la organización de sus recursos hidráulicos para el regadío, tratan con precisión el medio físico. Por su parte, de los dedicados al mundo hispanocristiano, los altomedievalistas, especialmente los que trabajan con registros arqueológicos y estudian la instalación de núcleos de población, son los únicos que siguen mostrando preocupación por los datos del espacio, además, por obligación, de los bajomedievalistas que se ocupan de la historia rural.

La «demografía», en cuanto cómputo de las personas que, en un tiempo y espacio determinados, hacen la historia, es vista, en general, con dos ópticas diferentes, a lo que obliga, en buena medida, el tipo de fuentes disponibles. Así, para los investigadores de Al-Ándalus o del ámbito cristiano altomedieval, la «demografía» es considerada, ante todo, desde el punto de vista del poblamiento, mientras que los bajomedievalistas la estudian preferentemente como población. En este segundo caso, algunos investigadores, en especial de la Corona de Aragón, gracias a la conservación generosa de protocolos notariales, se permiten incluso indagar en los datos demográficos en términos de prosopografía.

Del número y distribución en el espacio de los hombres que, en cada caso, hacen la historia solíamos pasar a considerar sus «actividades económicas»: las agropecuarias, las artesanales, las comerciales. Hoy, como resumía hace un lustro Paulino Iradiel,

la historia económica se practica poco. Predomina una historia de acontecimentos o de hechos económicos, no una historia de los sistemas económicos […]. En general, es una historiografía débil, a veces residual o complementaria en monografías de contenido preferentemente social o político, que une a la falta de una línea teórica fuerte de fondo la incapacidad de afrontar de manera sistemática un tema o un problema sobre la base de una tesis bien planteada. Es también una historiografía con exceso de datos cuantitativos recogidos con métodos dispersos, deficientemente interpretados e incapaces de delinear una síntesis, es decir, el análisis de un ciclo económico. El aspecto descriptivo domina con claridad en la mayor parte de los estudios cuando no, también, un modelismo desenfrenado y poco racional cuando se trata de describir un âmbito espacial poco importante o un arco cronológico muy reducido24.

Al margen de una investigación de los hechos económicos caracterizada de la forma apuntada por Iradiel, lo que se ha producido en el medievalismo español ha sido simplemente un abandono del estudio de la historia económica. Los medievalistas nos hemos sentido llamados a más altos destinos y, como dije más arriba, hemos creído encontrarlos en el análisis de la «sociedad». Somos historiadores de lo social en un sentido que, en la teoría, pretendemos totalizador, aunque, en la práctica, nos falta a menudo una buena teoría que permita sostener los datos que encontramos. Para compensar su ausencia, y aquí más que en ningún otro campo de conocimiento histórico, importamos y, con frecuencia, aplicamos miméticamente a nuestras magras informaciones modelos construidos a partir de un esfuerzo teórico muy superior y unas fuentes documentales más abundantes.

Con todo, sería injusto no reconocer que, aun con limitaciones, ese mimetismo ha permitido abrir campos hasta ahora inexplorados de nuestra historia social: grupos (familiares o regionales) de presión, resolución de conflictos, violencia/consenso, legitimación social. Ello ha contribuido a enriquecer una visión que, entre los años 1980 y 1995, y de la mano de la entrada de la Antropología en la Historia, ya había sido capaz de perfilar los rasgos de los grupos sociales, sumando sus respectivas posiciones en las escalas del parentesco, la riqueza, la dominación y los símbolos. Por el contrario, entre otras razones, por abandonar demasiado prematuramente las ofertas de los historiadores del derecho y de las instituciones, aquella visión seguía caracterizándose por despachar las relaciones sociales según dos conocidos esquematismos: el enfrentamento entre señores y campesinos, de un lado; las relaciones campo-ciudad, de otro. Afortunadamente, en los últimos diez años, un nuevo impulso de conceptualización y de análisis documentales más rigurosos en ambos temas ha permitido, de un lado, matizar las relaciones entre señores y campesinos, que se observan hoy con perfiles de mayor plasticidad que antes, y, de otro, proponer modelos más elaborados, más multidireccionales (económica, social, políticamente), en la interpretación de las relaciones entre las ciudades y su entorno rural.

Las nuevas perspectivas con que se aborda la historia de la sociedad (donde los medievalistas españoles, con tanta fruición como insolvencia, no tenemos reparo en cabalgar por los campos de las mentalidades y la cultura) vuelven a encontrarse de forma aún más manifiesta en lo que antes considerábamos como «historia política». El baúl que antaño contenía, de forma excessivamente estilizada y encasillada, teoría política, instituciones «centrales» de la monarquía, esquemas administrativos de gobierno territorial, milicia, justicia y fiscalidade regias se ha convertido en un arcón en el que es fácil distinguir dos grandes compartimentos, con frecuencia, estancos. Uno, que recorre toda la Edad Media, está relacionado con aquella visión enriquecida de la historia de la sociedad a la que me acabo de referir. En ese compartimento, la historia política es, ante todo, la historia de los poderes: regios, nobiliares, urbanos. Una historia de señoríos que compiten por cuotas de poder preside sus desarrollos.

El segundo compartimento es, más propiamente, bajomedieval y ofrece, con inequívoco sentido teleológico, los argumentos que, durante los siglos XIII, XIV y XV, parecían abocar a las formaciones políticas hispanas a la construcción del Estado moderno. Frente a esa pretensión de inevitabilidad, las lejanas reflexiones de Francisco Tomás y Valiente empiezan a encontrar sensibilidade receptiva y eco investigador, sobre todo, en los estudios de la «constitución provincial» de los territorios vascos, que se añaden así a los de la Corona de Aragón para conformar, en los albores de la Edad Moderna, una imagen más de «monarquía compuesta» que de «Estado nacional».

La importancia de este tipo de esfuerzos en la elaboración de una verdadeira «historia política» no tiene de momento su correlato en una intensificación del cultivo de esos temas. Es más común, por el contrario, la preocupación por temas que se hallan en el que he considerado como primer compartimento del arcón. En este sentido, el reconocimiento universal de las ciudades hispanas como señoríos colectivos, con sus dosis de ejercicio de autoridad, justicia, milicia y fiscalidad, ha situado el foco principal de la historia política en la definición de la cuantía respectiva de esas dosis en manos de los distintos titulares de señorío y en el análisis de las relaciones de poder entre ellos. Monarquía, nobleza (en sus variados escalones sociales y regionales) y concejos han pasado así a ser los protagonistas de aquella historia.

En la escolástica plantilla que vengo utilizando para efectuar esta elemental presentación de los intereses historiográficos del medievalismo español, la «cultura» solía ocupar el último apartado. Como he indicado a propósito de las mentalidades, el investigador, insatisfecho con su papel de clasificador y encasillador de informaciones culturales, ha pretendido incorporarlas a su discurso de historia de la sociedad. Pero ha sucedido que, a la vez, esos campos (sensibilidades, mentalidades, cultura) empezaban a ser roturados por personal especializado con medios técnicos muy precisos y sofisticados (iconografía, filología, liturgia, teología, semiótica), la mayor parte de los cuales son absolutamente desconocidos en nuestras facultades de Historia. El resultado ha sido que ese campo de la «historia de la cultura» ha quedado en manos de historiadores de la lengua, la literatura, el arte, la filosofía, la ciencia, quienes, a su vez, incapaces de proponer una teoría general unificada, lo han compartimentado

hasta extremos que probablemente imposibilitarán su reconstrucción. Por su parte, gustosos de los frutos que ofrece el deleitoso huerto de las sensibilidades y mentalidades, los medievalistas «generalistas» no renuncian a coger sus ejemplares más atractivos, contribuyendo de esta forma a desmigar del todo una historia que ya venía en migajas.

El balance general de estas brevísimas impresiones sobre la producción medievalista española puede sonar más bien negativo. Me apresuraré a matizar. Creo que el progreso habido en los últimos veinticinco años ha sido muy notable y creo también que no debemos aplicar a la historiografía ese sentido histórico pesimista que se achaca a los españoles: «no hemos sido tan feudales como los borgoñones, ni tan burgueses como los flamencos, ni tan precozmente industriales como los ingleses» y que, en el campo de la investigación, nos obligaría a reconocer: «no somos tan buenos en Historia rural como los franceses, ni en Historia urbana como los italianos o ingleses, ni en Historia intelectual como los alemanes o los norteamericanos». Tranquilicémonos: probablemente, ninguna historiografía nacional es la mejor en todos y cada uno de los apartados de la investigación medievalística.

Pero aun sin recurrir a esas reflexiones, y desconociendo, afortunadamente, los miles de artículos tan infumables como los malos nuestros que se producen en otros países, uno debe reconocer que el medievalismo español no ha producido, ni de lejos, obras como las que nos han brindado, en los últimos treinta años, los mejores maestros europeos. En cualquier comparación que se establezca, casi siempre queda a favor de los mejores de fuera tres cosas: una mayor originalidad de pensamiento, una mayor solidez conceptual y amplitude de perspectivas y, quizá, sobre todo, un mayor poso intelectual, algo que, a mi parecer, tiene que ver directamente con niveles de formación general, incluso, con puras tradiciones culturales de lectura y reflexión, de esas que empiezan a adquirirse desde la propia Enseñanza Secundaria. La misma ausencia de medievalistas españoles en los debates de la transición entre el Feudalismo y el Capitalismo, no así entre los suscitados sobre la transición de la Antigüedad al Feudalismo (sin duda, uno de los temas historiográficos más vivos del medievalismo hispano), constituye una cierta prueba de lo que vengo afirmando. Por cierto, ha sido, en general, en el ámbito del altomedievalismo donde más precozmente y con mejores resultados se ha producido tanto la ruptura de los estrictos marcos analíticos que he utilizado para evocar la producción historiográfica como su sustitución por una voluntad de resolución de problemas y procesos históricos globales. En el desarrollo de tal voluntad, cada historiador ha ido buscando sus argumentos en un amplíssimo universo: desde la sociedad al poder, desde la economía al grupo de parentesco, desde el espacio a la legitimación política.

5. Los destinos de la producción

La producción investigadora de los medievalistas españoles parece orientada hacia dos destinos. Una buena parte es producción para el autoconsumo. Otra menor es producción para el mercado. Dentro del primer destino cabe situar las tesis de licenciatura y de doctorado. Tanto unas como otras son exigências académico-administrativas, para las que, desde hace unos meses, la legislación española permite sustituir su carácter anterior de obra concebida en su conjunto bajo un único impulso teorético y metodológico por una yuxtaposición de trabajos de investigación elaborados por el autor en el marco de un tema más o menos común a todos ellos. En cualquiera de estas dos formas, esta «producción para el autoconsumo» comprende estudios (artículos y, en menor medida, libros) que, en muchos casos, apenas llegarán a leer nuestros respectivos alumnos de doctorado.

En este punto, nuestra disciplina de Historia Medieval tampoco se aparta de los modelos de otras materias científicas. En ninguna de ellas, la genuina investigación tiene audiencia más allá de un reducido círculo de especialistas. Lo que, en cambio, sí se espera en todas ellas es una comunidad de «gramática» y de «vocabulario» que favorezca el intercambio de experiencias y el debate sobre los respectivos resultados. De estos dos objetivos, intercambio y debate, la experiencia demuestra que si el medievalismo hispano, a través de los seminarios en que hoy se desarrolla la puesta en común de las actividades de los participantes en un Proyecto, ha comenzado a abrir el tradicional y celosamente cerrado corralito de sus hallazgos personales, todavía sigue considerando un atentado personal cualquier iniciativa que estimule el debate y la crítica de los resultados que cada investigador ha obtenido. Sin duda, una cierta falta de confianza en el empleo adecuado del factor «capital» (teoría, métodos, técnicas) se halla en la base de una actitud con larga tradición en la investigación histórica española.

Junto a la producción para el autoconsumo, los medievalistas van entrando en la dinámica de la «producción para el mercado». Ello quiere decir que, sin entusiasmo o con él, van aceptando las normas por las que ahora mismo se rige ese mercado. Entre ellas, sobre todo, dos: una selección de los mejores puntos de venta y un control de la calidad de los productos. Para reconocer los primeros, a imitación del Journal of Citation Index que, con tan aparente pulcritud y exactitud, distribuye en cuartiles, según su prestigio, los títulos de las revistas de distintas especialidades de Matemáticas, Ciencias de la Salud o de la Naturaleza, se han puesto en marcha iniciativas (Citation Index of Social Sciences) que deben conducir a efectuar una clasificación semejante de las revistas de Humanidades y Ciencias Sociales. La excusa aducida por los historiadores (la de que su disciplina no posee una aplicación tan universal y una transmisión tan unánimemente anglófona como las de los otros científicos) empieza a caer ante el empeño de que, en el campo de la investigación, las cosas acaben siendo medidas por el mismo rasero, sea cual sea el objeto de aquella. Por el momento, los medievalistas españoles ya han confeccionado en mente la relación de aquellas revistas de superior prestigio que, por el hecho de serlo, empujan hacia arriba el valor de los artículos publicados en ellas.

El control de calidad de los productos historiográficos, hasta hace unos años inexistente, se considera hoy automáticamente ejercido por los relevantes nombres de los investigadores que componen el comité científico de cada revista. De forma más efectiva, dicho control se encarga, o lo encargan las revistas, a unos evaluadores, miembros o no de aquel comité, que, tras analizar los productos, proponen mejoras para su salida al mercado o, simplemente, los desechan. La generalización, a todos los niveles, de la práctica de controles de calidad asegurará la idoneidad del producto. Con esos mismos requisitos, un trabajo de investigación podrá convertirse en artículo de una revista periódica, en capítulo de un libro colectivo o, en algunos casos, en comunicación a un congreso. Fuera de los controles de calidad, quedarán, entre otros, las ponencias de los congresos, que, de oficio, se encargan a investigadores seniors de toda confianza personal y, a poder ser, intelectual. Es lógico pensar que, si los procesos de evaluación continúan teniendo los efectos jerarquizadores (de revistas y trabajos) que poseen ahora, su falta de aplicación a las ponencias de los congresos (género, por lo demás, enormemente extendido en nuestra disciplina en España) acabará teniendo consecuencias. La pugna por el control de los medios de difusión de la investigación se adivinha como la más inmediata, aunque no es fácil prever cómo pueda desarrollarse aquella en un mundo crecientemente globalizado e «internetizado», donde el mercado es mundial.

Para el medievalista español, el mercado no se acaba en los productos de investigación que crea. Junto a la escasa demanda de los mismos, hay otra que reclama, sobre todo, síntesis de divulgación y obras menores de vulgarización. Desde los años 1980, cada Comunidad Autónoma española ha vivido una etapa de explosión, ahora ralentizada, de entusiasmo por la historia. O, más exactamente, por aquellos aspectos (con frecuencia, atribuidos a la época medieval) que se consideraban vinculados a la construcción de un território social (y, en buena parte, casi cada provincia se estimó como tal) dotado de específicas señas de identidad y, por ello, legitimado para ser sujeto de una memoria colectiva. Los abundantes y, con frecuencia, abusivos ejercicios desarrollados en esa dirección pocas veces han tenido a los medievalistas profesionales como actores explícitos, pero el temor a quedar fuera de los respectivos presupuestos regionales los ha forzado, muchas veces, a participar de alguna forma en la definición y la exaltación de un marco social y espacial en cuya inteligibilidade per se no creían en absoluto. De ahí que, junto a notables progresos en la aplicación del análisis regional, en la elevación de los conocimientos y en la difusión de los métodos históricos, esa dinámica ha podido hacer tambalear en ocasiones las propias convicciones del medievalista como historiador, como científico.

Las síntesis o los capítulos de historia regional o provincial no han sido lo únicos productos de divulgación demandados a los medievalistas españoles. La multiplicación de las revistas de divulgación de la Historia, la proliferación de Cursos, Jornadas y Congresos, cuya celebración desean los patrocinadores ver recordada en los textos editados de ponentes y conferenciantes, también forman parte de la demanda de medievalismo. Agobiante en ocasiones, esta demanda, cuya atención, por otro lado, no deja de constituir, en cierto modo, una obligación social por nuestra parte, acaba restringiendo el tiempo y las posibilidades para desarrollar una solvente y sistemática investigación. Así, el medievalista, que trabaja en soledad, termina inmerso en el carrusel multitudinário de compromisos y exigencias que lo conducen irremediablemente a aquel destino que, con expresiva pluma, sintetizaba Juan Ignacio Ruiz de la Peña:

una parte no pequeña de su producción se diluye en un magma de libros homenaje, jornadas, congresos, efemérides y misceláneas de la más variopinta coloración y discutible trascendencia científica […], que prima a veces lo excessivamente localista y fuerza trabajos rápidos, coyunturales, repetitivos, carentes de originalidad metodológica y nervio teórico. Aportaciones destinadas lamentablemente con frecuencia a engrosar los anaqueles de la folletería huera y que responden más a los apremios de las propias exigencias curriculares de sus autores que a una razonable demanda científica25.

6. Conclusión: el medievalista español en el juego de la oferta y la demanda

Hace nueve años, en la «glosa de un balance» historiográfico, el desarrollado en la XXV Semana de Estudios Medievales de Estella de 1998, y referido a los años 1968 a 1998, concluía mi exposición con seis proposiciones cuya vigencia me parece hoy tan patente como hace dos lustros26. Sus enunciados decían: 1) el progreso de las investigaciones, en cantidad y calidad, ha hecho avanzar considerablemente nuestro conocimiento de la España medieval; 2) este conocimiento ha rebasado con creces el núcleo de cada tema para desbordar hacia todas las periferias (espacial, cronológica, temática); 3) este conocimiento se apoyó inicialmente en una amplia curiosidad y una tensión del método, que desde mediados de los años ochenta se desaceleraron, aunque hoy habría que reconocer que, para algunos temas (en general, relaciones sociales/relaciones de poder, crecimiento altomedieval), desde el año 1995, volvieron a reactivarse; 4) la cuantía de los trabajos de investigación del mundo hispanocristiano, en rigurosa proporción con sus cultivadores, crece conforme la atención se desplaza desde el siglo VI hacia el siglo XV: es muy reducida para los siglos VI a X y se incrementa a partir del XI y, sobre todo, del XIII; 5) dentro de este panorama, los déficits más visibles se hallan en los campos de la historia de la Iglesia, de la historia de la cultura y, en menor medida que a la altura de 1998, en el de la historia del poder, siendo el déficit técnico más ostensible el que se refiere a la cartografía, casi siempre escasa y pobre; 6) la calidad de los trabajos es buena en los mejores pero se resiente en un número demasiado abundante de investigaciones que, faltas de aliento conceptual, son meramente repetitivas, y todavía son frecuentes los estudios exclusivamente descriptivos.

En los años transcurridos desde 1998, el medievalista español se ha visto sometido al juego de la oferta y la demanda en una situación caracterizada por una estabilidad de la oferta (número de medievalistas) y un crecimiento de la demanda (productos de tema medieval). Por una parte, los medievalistas jóvenes que aspiran a estabilizar su situación laboral en la universidad se han visto (o se han creído) obligados a realizar un esfuerzo de producción que fuera superior al de sus posibles competidores. Muchas veces, tal esfuerzo se ha orientado más hacia la cantidad que hacia la calidad, sugiriendo, en ocasiones, la imagen de que no son raros los investigadores que escriben más que leen. Por su parte, muchos de los medievalistas menos jóvenes, en especial los que alcanzaron renombre por su trabajo investigador, se ven igualmente demandados por toda suerte de compromisos (desde los más científicos a los más divulgativos), dato al que antes he hecho referencia y que acaba conduciendo a una idéntica situación de exceso de escritura y escasez de lectura.

En este contexto, las perspectivas apuntan en dos direcciones. De un lado, en investigación, cabe esperar rendimientos decrecientes. La experiencia demuestra que solo un esfuerzo sostenido, al margen de las presiones del tiempo y de las tentaciones de la dispersión, procura resultados sólidos y duraderos. De otro lado, en cambio, serán crecientes los rendimientos que se obtengan en las variadas formas de divulgación histórica que se ofrecen ahora al estudioso. Pero, en ese ámbito, el investigador entrará inevitablemente en competencia con personas que vienen de otros mundos y otros oficios. En general, el mundo que posee una visión de la Edad Media en que, sobre la base del maniqueísmo intelectual más puro, considera a aquella bien como la más ideal de las edades (la de la cruz, el caballero, el trovador, el peregrino) o bien como la más cruel y oscura (la mazmorra, la Inquisición, el derecho de pernada, la barbarie). O el oficio que ya no es el de historiador sino el de novelista.

Y es cuando, sin abandonar la pura investigación, se adentra en ese âmbito de la vulgarización, que, por lo demás, forma parte de un compromiso com la sociedad, cuando al medievalista sensible le asaltan inevitablemente las dudas. Es entonces cuando, aplicándolas a su oficio, se formula las tres preguntas básicas de la economía: ¿qué bienes historiográficos producir?, ¿cómo producirlos? y ¿para quién producirlos? Y cuando cree que ha hallado respuesta a esas tres preguntas y se dispone a actuar en consecuencia, puede que llegue alguien que, educado en las aulas de la modernidad y de mayo del 68, le formule otra de mayor hondura: ¿por qué hacemos lo que hacemos? En definitiva, ¿por qué y para qué investigamos en Historia medieval?

1«El estudio de la Alta Edad Media hispana: historiografía y estado de la cuestión», en J. A. MUNITA y J. R. DÍAZ DE DURANA (eds.), XXV años de historiografía hispana (1980-2004): historia medieval, moderna y de América. Bilbao, 2007, pp. 55-85.

2«Historiografía de tema medieval referente al País Vasco (años 1978-2005): la adopción plena de los paradigmas europeos», en Historiografía del País Vasco 1978-2005. Facultad de Filología e Historia de la Universidad del País Vasco. Celebradas en Vitoria, noviembre de 2005, en prensa.

3Véase nota 1.

4En colaboración con P. MARTÍNEZ SOPENA, «Los estudios sobre historia rural de la sociedad hispanocristiana», en Historia agraria. Revista de agricultura e historia rural, 31, 2003, pp. 57-83. Traducción inglesa con el título de «The historiography of rural society in medieval Spain» en I. ALFONSO (ed.), The Rural History of Medieval European Societies. Trends and Perspectives. Turnhout, 2007, pp. 93-139.

5«¿“Atomización”? de las investigaciones y ¿“regionalismo”? de las síntesis en Historia medieval de España: ¿búsqueda de identidades o simple disminución de escala?», ponencia encargada por el comité científico para su exposición en la XXXV Semana de Estudios Medievales de Estella, celebrada en el mes de julio de 2008, cuyas actas se publicarán en el año 2009.

6En «Epílogo: Entrevista con el Profesor José Ángel García de Cortázar y Ruiz de Aguirre», en J. R. DÍAZ DE DURANA (ed.), Investigaciones sobre historia medieval del País Vasco (1965-2005) del profesor José Ángel García de Cortázar y Ruiz de Aguirre: 20 artículos y una entrevista. Bilbao, 2005, pp. 633-678. Una edición ampliada de la misma entrevista ha aparecido, en fecha reciente, con el título Pasión por la Edad Media. Entrevista a José Ángel García de Cortázar. Valencia, 2008.

7En «Prólogo» a la obra de J. R. DÍAZ DE DURANA (ed.), La Lucha de Bandos en el País Vasco: de los Parientes Mayores a la Hidalguía Universal. Guipúzcoa, de los bandos a la Provincia (siglos XIV a XVI). Bilbao, 1998, pp. 13-19; en concreto, p. 13.

8Ibíd., p. 13.

9En colaboración con M. BERMEJO, E. PEÑA y D. SALAS, «Los estudios históricos de tema medieval (1975- 1986): Cantabria-País Vasco-Navarra-Rioja», en Studia Historica. Historia Medieval, VI, 1998, pp. 27-56.

10J. Á. GARCÍA DE CORTÁZAR, J. A. MUNITA y L. J. FORTÚN (dirs.), CODIPHIS. Catálogo de colecciones diplomáticas hispano-lusas de historia medieval. Santander, 1999, 2 vols.

11Á. BARRIOS, «Toponomástica e historia. Notas sobre la despoblación en la zona meridional del Duero», en En la España medieval, II (1982), Estudios en memoria del profesor D. Salvador de Moxó, I, pp. 115-134; y del mismo, «Repoblación de la zona meridional del Duero. Fases de ocupación, procedências y distribución espacial de los grupos repobladores», en Studia Historica. Historia Medieval, III, 1985, pp. 33-82.

12«Los nuevos métodos de investigación histórica», en Once ensayos sobre la Historia. Madrid, 1976, pp. 31-47.

1313. Ibíd., p. 32.

14El rasgo no es, desde luego, exclusivo del medievalista. G. BRAVO, «Limitaciones y condicionamentos de la reflexión historiográfica española», en Hispania, 198, 1998, pp. 49-64, inicia su artículo con esta frase: «La “reflexión historiográfica” no es, desde luego, la tarea habitual de un historiador de oficio, cualquiera que sea el ámbito de su investigación, pero debería formar parte del “oficio de historiador”» (p. 50).

15J. Á. GARCÍA DE CORTÁZAR, «Los nuevos métodos de investigación histórica», op. cit., pp. 34-35.

16Ibíd., p. 32.

17Entendida en la forma en que Fernand Braudel la propuso en La Méditerranée y se divulgó a través de los artículos de la revista Annales y las tesis francesas de historia regional.

18En aquellos años, lo hicimos: L. SUÁREZ FERNÁNDEZ (1970: para una cronología 711-1504), J. Á. GARCÍA DE CORTÁZAR (1973: para los años 409-1479), J. L. MARTÍN (1976: para los años 284-1507), E. MITRE (1979: para los años 313-1492) o M. RÍU (1989: para los años 711-1479).

19A través de cinco artículos se revisó la producción historiográfica de tema medieval producida en los años 1975 a 1986 y referida a Galicia, Cantabria, País Vasco, Navarra, Rioja, Aragón, Cataluña, Baleares y Castilla y León: Studia Historica. Historia Medieval, VI, 1988, pp. 6-191.

20C. SEGURA GRAÍÑO (ed.), Presente y futuro de la historia medieval en España. Madrid, 1990, donde, con el mismo criterio de reparto regional y, en general, por distintos autores que en la iniciativa mencionada en la nota anterior, se analizó la producción medievalística española, quedando fuera de tal análisis la relacionada con Asturias, Castilla y León y Baleares.

21La Historia Medieval en España. Un balance historiográfico (1968-1998). Pamplona, 1999. En este caso, el criterio de análisis de la producción fue el temático a través de trece artículos, que se completaron con dos «glosas de un balance» organizadas según la cronología (aproximadamente, antes o después de 1212).

22A modo de ejemplo de la variedad de orientaciones de las revisiones aparecidas en esta revista, que es, a la vez, Boletín de la Sociedad Española de Estudios Medievales, me referiré a las publicadas en ella en dos números. En el n.º 12 (2002), fueron objeto de revisión la investigación medievalista correspondiente respectivamente a «Órdenes Militares», «Hacienda en Navarra», «El Cid», «Murcia», «Historiografía francesa y Edad Media hispánica», «Medievalismo en Argentina», «Medievalismo en Brasil» e «Historia medieval de España en el mundo norteamericano». En el n.º 15 (2005), el objeto de atención de la revisión historiográfica fue «La Iglesia medieval toledana» y «Los cincuenta años de vida de la revista Archivos Leoneses».

23La que he mencionado en nota 1.

24P. IRADIEL, «Medievalismo histórico e historiográfico», en F. SABATÉ y J. FARRÉ, Medievalisme: noves perspectives. Lérida, 2003, p. 28.

25J. I. RUIZ DE LA PEÑA y M.ª J. SANZ FUENTES, «Instrumentos, cauces y expresiones de la actividad investigadora», en La Historia medieval en España. Un balance, p. 803.

26En la obra antes citada, pp. 823-824.

Recibido: 21 de Diciembre de 2009; Aprobado: 22 de Diciembre de 2009

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