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Etnográfica

Print version ISSN 0873-6561

Etnográfica vol.20 no.2 Lisboa June 2016

 

ARTIGOS

 

Artistas flamencos “en el extranjero”: un entramado cultural

 

Flamenco artists “abroad”: a cultural network

 

 

Fernando C. Ruiz MoralesI

IUniversidad Pablo de Olavide, España. E-mail: fcruimor@upo.es

 

 


RESUMEN

En este artículo abordo el flamenco en el extranjero y en un contexto multicultural, mediante el estudio de varios casos. Es fruto de un trabajo etnográfico realizado en Bélgica entre 2007 y 2010. El flamenco constituye un código que otorga un marco de referencia para los artistas que intervienen en él. Pero esto no implica que compartan significados ni pautas de acción. Los artistas allí residentes se posicionan de diferente manera ante ese código, y articulan diversidad de trayectorias y respuestas. Sus posicionamientos no derivan solo de las estrategias individuales, sino que están mediatizados por factores estructurales, como la etnicidad.

Palabras clave: flamenco, código artístico, entramado cultural, etnicidad, migración, campo artístico


ABSTRACT

In this paper I deal with flamenco in a foreign and multicultural context, by exploring several case studies. It is the result of an ethnographic work in Belgium over the years 2007 to 2010. Flamenco is a code that provides a collective framework for all the artists that play in that field. But this does not mean that they share meanings or patterns of action. Local artists adopt different attitudes towards the flamenco code, and they use diverse ranges of careers and responses. Their positioning is not only a consequence of their individual strategies, but they are influenced by structural factors such as ethnicity.

Keywords: flamenco, artistic code, cultural network, ethnicity, migration, artistic field


 

 

Introducción

Cualquier expresión musical “local” (asociada a un grupo o territorio específicos que son referentes inexcusables de tal música) está allí donde hay aficionados, artistas, eventos, público y demás usuarios. Y ello ocurre en lugares del mundo donde los emigrantes la han llevado o donde personas en principio ajenas a esta cultura local, que han conocido por diversos canales, han decidido sumarse. Aunque los agentes que intervienen son muy diversos, centraré la atención en los artistas, que ofrecen un espacio específico y suficientemente complejo.

El procedimiento utilizado para este trabajo[1] ha sido principalmente la observación participante, que ha abierto puertas al diálogo y a la relación directa. Las bases de la etnografía han sido entrevistas y convivencia en fiestas, casas particulares, lugares de ensayo y de reunión, actuaciones, camerinos, bares y clases. He abordado a la mayoría de los artistas relevantes del flamenco en Bruselas y Flandes, y entrado en sus ámbitos de relación.

El tema genérico es qué ocurre con una manifestación cultural local que se ha globalizado, que se ha traspasado a un nuevo contexto en el que las condiciones son muy distintas al mundo de referencias de esa manifestación. Para la investigación más amplia realizada, me interesaba un escenario con presencia cotidiana del flamenco y que constituyera una fuerza globalizadora, con sus correspondientes tensiones. Es por esto que elegí Bruselas y Flandes. Además, Bruselas es una ciudad “mundial”, cuya organización cultural se basa en relaciones locales y transnacionales, en la que los especialistas de la cultura encuentran estímulos y conexiones múltiples mantenidas por los flujos del mercado (Hannerz 1998 [1996]).

Como resaltara A. Appadurai (1996), las migraciones masivas y la extensión de los medios electrónicos de comunicación marcan decisivamente la “nueva economía cultural global”, dando lugar a un orden social dislocado y lleno de yuxtaposiciones. Los “paisajes étnicos” y los repertorios que proporcionan los medios de comunicación globalizados constituyen componentes centrales del imaginario cultural; así, el flamenco, expresión poderosamente local, también se abre paso en entornos completamente ajenos en base al impacto de tales medios. La etnicidad, siguiendo a Appadurai, se torna una fuerza global. El flamenco aporta un material a la construcción de narraciones y posibilidades interpretativas en ese mundo transnacionalizado.

La pregunta que orienta la investigación es la siguiente: ¿cómo se posicionan y se desenvuelven artistas de distinta procedencia sociocultural en este campo tan marcado culturalmente (clases subalternas andaluzas y gitanoandaluzas) y en un contexto “cosmopolita”? Y, dado que el flamenco se ha extendido pese a no ser una música popular, y que mantiene un marcado perfil étnico sin el cual, en principio, no podría entenderse, ¿cuál es el papel de la etnicidad en las prácticas de los artistas?

Es importante tener en cuenta, para contextualizar el tema, la presencia de la emigración española en Bélgica desde principios de los años 60, a partir de los acuerdos bilaterales entre España y Bélgica, efectivos desde 1958. En un primer momento, emigraron mayoritariamente varones, sobre todo para trabajar en las minas de Lieja, Charleroi y Limburgo, sustituyendo a los mineros italianos que empezaban a reclamar seguridad y otros derechos laborales (Rodríguez Barrio 2006). Las mujeres desempeñaron tareas de servicio doméstico. Muchos dejaron pronto las minas por la industria o el sector servicios, convirtiéndose Bruselas en el principal foco de atracción. Durante la primera fase (desde los acuerdos mencionados hasta el fin de la dictadura franquista en España) no tuvieron derechos políticos y apenas laborales; además, los sindicatos belgas mostraban reticencias ante unos inmigrantes dispuestos a trabajar duro por salarios más bajos, y sin tradición de exigencia de derechos laborales, cercenada por la dictadura. Sin embargo, había también en Bélgica una tradición española republicana de oposición al franquismo, con fuerte peso de los comunistas, lo que contribuyó a la progresiva toma de conciencia de clase entre los emigrantes. En este período, el gobierno español controló el asociacionismo emigrante mediante los “hogares españoles”, que se convirtieron en referencia central para unos emigrantes que concebían su estancia como provisional, añoraban su tierra y encontraban en las asociaciones no solo apoyo mutuo, identificación y redes sociales, sino también información para el trabajo y asistencia en cuestiones de papeles, problemas laborales, vivienda, etc. (Fernández Asperilla 2006; Ruiz Morales 2001).

A la llegada de la democracia en España el asociacionismo intensificó su fuerza en la emigración, principalmente el basado en las Comunidades de procedencia: asturianos, andaluces, gallegos, etc. No cambiaron demasiado las condiciones políticas y laborales, salvo que el reagrupamiento familiar permitió que en los años 70 se alcanzara un pico de 70.000 españoles residentes. Hay que resaltar que muchos entraron de forma irregular, con menor sueldo y más problemas de acceso a la vivienda, y que la economía sumergida tuvo un peso importante.

La emigración supuso una interacción entre los lugares de partida y de destino, que reforzó los anclajes en el territorio de origen, al tiempo que se crearon otros en suelo belga, principalmente mediante la escolarización de los hijos y el aplazamiento del retorno. Desde principios de los años 60, municipios como Saint Gilles (Bruselas) o zonas como la Rue Haute (Villa de Bruselas) se poblaron de emblemas, carteles, tiendas, bares, restaurantes y tablaos que visibilizaban con claridad esas pertenencias. Desde mediados de los años 80 y sobre todo el inicio de los 90, fue dándose una integración política por la incorporación de España a las estructuras políticas de Europa que, unida al protagonismo de las “segundas generaciones” allí criadas (normalmente en escuelas francófonas), a los retornos y a cambios residenciales, transformaron condiciones de vida y signos diacríticos. Sin embargo, esto no supuso el debilitamiento de los lazos, fuertemente sembrados, con sus comunidades de origen.

Las prácticas en torno al flamenco en suelo belga ocurren en un medio que podemos considerar un “entramado cultural” compuesto por la confluencia de diversos hechos culturales y un código compartido por los agentes, con diferentes intereses y valores en conflicto y negociación, referentes comunes e interacción mutua (Martí i Pérez 2004). El propio flamenco constituye, históricamente, un entramado de conexiones. Dos cuestiones nos hablan de esto especialmente. La primera es que no se puede entender sin las aportaciones de otros folklores y formas expresivas (negroafricanas, caribeñas, hispanas, sudamericanas), que fueron reconvertidas a lo andaluz. La segunda es que, desde que se codificó en el siglo XIX, ha sido un producto de consumo a escala internacional. En el contexto actual, incluso podemos afirmar, con Y. Aoyama (2007), que la resiliencia de una cultura regionalmente definida, como es el flamenco, depende en gran medida de la presencia de comunidades transnacionales.

 

El entramado

La noción de “entramado cultural” enfatiza el encuentro entre actores de distintos universos culturales en el contexto de la globalización. En correspondencia con esto, es importante (aunque no entremos aquí en ello) la revisión de la relevancia social de los eventos musicales y la posibilidad de cambios formales, semánticos y funcionales de las manifestaciones musicales, aplicando la idea de transculturalidad: trasvases culturales entre estratos socioculturales diferentes (véase Martí i Pérez 1996). Antes de observar el “entramado en acción” es preciso incidir en dos aspectos relacionales centrales: la existencia de una amplia red de conexiones, y algunos elementos relevantes sobre el código, que constituye el conjunto de referencias centrales para la comunicación, la pertenencia, la legitimidad, los posicionamientos y los movimientos de los artistas en este contexto.

Conexiones

El flamenco está presente día a día en Bélgica desde la llegada de los emigrantes españoles. En su bagaje cultural, muchos llevaron el flamenco y, desde luego, el folklore, como referencia, memoria y fuente de sentido de pertenencia que permitió la construcción de un “lugar” en un entorno extraño (véase Pistrick e Isnart 2013). No es casualidad que muchos emigrantes activaran allí una disposición hacia el flamenco que no habían desarrollado en España, pues posibilitó encuentros o reuniones, actuaciones, fiestas, formación de asociaciones y clases de baile, que serían claves para el mantenimiento y desarrollo de sus señas de identidad y para la integración, tanto entre la propia comunidad emigrante como en la sociedad local. Desde entonces se han formado en suelo belga redes de conexiones transnacionales entre agentes que han activado vínculos locales, idas y venidas, flujos de información, llamadas a paisanos y contactos interétnicos. Es necesario recalcar que, según lo observado en el trabajo de campo, lo transnacional funciona realmente de forma “translocal”, sin que deba identificarse mecánicamente con lo cosmopolita: aunque ambas realidades se retroalimentan, el cosmopolitismo consiste en la pluralidad y eventualmente la mezcla de culturas encarnada por sujetos que inscriben esa pluralidad en sus biografías; mientras que lo transnacional (o lo “translocal”) no implica necesariamente la incorporación de otros códigos culturales con los que se convive, ni el desarrollo de un sentido de pertenencia desterritorializado.

Algunos emigrantes crearon pronto restaurantes-tablaos en los que las interpretaciones artísticas (a menudo “impuras” desde la ortodoxia flamenca) para un público nativo poco exigente que buscaba exotismo en casa convivieron con la nostalgia y el ideal de “pureza” de los “aficionados”,[2] como ocurrió por ejemplo en Estados Unidos (Asensio Llamas 2004; Fatás Cabeza 2005). Estos se reunían allí, en torno al “flamenco de verdad” (según ellos), cuando el restaurante se cerraba al público belga (Ruiz Morales 2011a). En estos locales trabajaron artistas andaluces y españoles residentes en Bélgica pero también en España, Francia y otros Estados. A la vez, numerosos artistas de la emigración, cuando acudían en las vacaciones veraniegas a sus localidades de origen, se integraban en los círculos flamencos. También empezaron a viajar a España, desde el inicio del boom turístico de los años 60, aficionados belgas que iban en busca del flamenco “auténtico” (en ciertos barrios, localidades, ventas y peñas), tablaos, clases de baile, fiestas, o simplemente de manifestaciones “típicas”.

Hoy han desaparecido aquellos restaurantes y otros contextos de sociabilidad flamenca en Bruselas y Flandes. Pero se han acentuado exponencialmente las redes de comunicación, así como los desplazamientos cotidianos de artistas y otros agentes a Andalucía, Madrid y Barcelona, y a Holanda, Francia, ­Alemania, Gran Bretaña…

Hay una tradición de uso “interno” del flamenco, llevada por los emigrantes andaluces en sus reuniones, fiestas y asociaciones. Y otra “externa” (­orientada a la población belga), difundida por algunos medios de comunicación y por actuaciones y discos de grandes figuras. En la confluencia de ambas dimensiones se encuentran los restaurantes mencionados, así como la posterior apertura de las asociaciones de emigrantes con la organización de notorios eventos externos, y la creación de otras, nativas (la Peña Flamenca de ­Amberes, de 1991 a 1995) o mixtas (Muziekpublique, desde inicios de siglo hasta la actualidad). De este modo, el flamenco ha alcanzado a formar parte activa del paisaje étnico local, y por tanto de la construcción del imaginario sobre Bruselas como territorio global y cosmopolita, en el que la world music es uno de sus sellos de identidad. Esta, originada en relación con las migraciones y con el marketing, está asociada al exotismo, a la “autenticidad” supuestamente primitiva, y a una intensidad emocional excepcional, rasgos que son atribuidos igualmente al flamenco. Implica, sin embargo, la realización de algunas adaptaciones musicales que permitan su éxito comercial (Connell y Gibson 2004).[3] Constituye un mercado de la otredad, un imaginario multicultural (Stokes 2004) que, por otra parte, no deja de portar cierta condescendencia respecto al “otro” desde la posición “universal” privilegiada occidental (Žižek 1998). Viene a ser también un viaje de ida y vuelta, ya que músicos de otras partes del mundo pueden “triunfar”, por ejemplo intérpretes británicos de reggae; a esto, sin embargo, el flamenco suele ser muy renuente.

En Flandes, la presencia de emigrantes fue menor que en Bruselas; así, allí funcionan con más fuerza los estereotipos románticos sobre el flamenco (gitanos, pasión, orientalismo, etc.), aunque forma parte destacada de la oferta cultural habitual especialmente de Amberes, y contribuye a construir un discurso sobre Flandes como lugar vinculado a España y abierto a la cultura. Hay allí una afición nativa conocedora y muy activa.

Las conexiones y “desplazamientos” se han intensificado con el recurso a Internet, herramienta que hoy forma parte cotidiana de este entramado. Este medio permite que los lazos traspasen también las fronteras del tiempo, al posibilitar el acceso a los clásicos (Aix Gracia 2005). El panorama local es abigarrado: a la presencia de emigrantes procedentes de diversas partes del mundo (sobre todo en Bruselas) hay que sumar las fronteras etnolingüísticas belgas, expresadas en la articulación política de las comunidades hablantes de francés, neerlandés y alemán. La problemática etnolingüística, con las políticas expansivas y a menudo proselitistas de las comunidades francófona y neerlandófona, conduce a que la adscripción étnica constituya un componente habitualmente empleado en las relaciones (Deprez y Vos 1998).

En esta dinámica, lo local se transnacionaliza, y se refuerza en ello. Por ejemplo, existe desde 1990 un Rocío en Vilvoorde (réplica de la romería de Almonte, Huelva), una Feria andaluza en Bruselas desde 1992, y otra en Boom (Amberes) desde 2005 (y algunas menores), creadas por los emigrantes andaluces, y que siguen hoy enormemente vivas.

En suma: se viene dando en torno al flamenco una concurrencia de emigrantes y nativos, españoles y belgas, andaluces (y asturianos, madrileños…), neerlandófonos y francófonos, viejos y jóvenes, nativos de “aquí” y de “allí”, residentes en suelo hispano y en suelo belga, etc., lo que ha conformado desde el principio de la emigración un complejo escenario.

El código

El código otorga coherencia al entramado, pues vincula a los actores desde sus distintas posiciones. Constituye un vehículo expresivo, normativo y valorativo, con el que orientan sus relaciones y estrategias. Esto hace que no solo confluyan, como en el “campo” de Bourdieu (1988 [1987], 1995 [1992]), disposiciones inconscientes y capitales en pugna, sino también el marco histórico, social y étnico de los agentes, así como sus subjetividades, discursos, deseos y visiones del mundo. El código lo integran referentes desde los que pueden elaborar principios comunes que les permitan, sobre todo, entenderse, integrarse, construirse en esa trama.

La etnografía realizada nos permite “filtrar” un mínimo de elementos que constituyen tal código vinculante:

– La familiarización con un lenguaje musical, poético, coreográfico y escenográfico. Elementos expresivos del flamenco y su estética, como el arrastre, los melismas, la elasticidad rítmica y melódica, la combinación peculiar de rasgueado y punteado, etc. (véase Berlanga 2012), forman parte de la experiencia de los artistas.

– El conocimiento de las tradiciones interpretativas y, con ellas, la opción por ciertos planteamientos respecto al flamenco y sus fundamentos artísticos, y el alineamiento con determinadas tendencias, escuelas y variantes.

– La posesión de una concepción no sólo “musical” sino también social, histórica y antropológica, así como ideológica, del flamenco y sus significados.

– Un amplio conocimiento práctico del idioma español, especialmente en sus modalidades andaluzas, que son las que se emplean en el cante y las que utilizan los agentes de la “tradición”, que se consideran los más legitimados.

– Conocimiento de la cultura andaluza y gitano-andaluza: relaciones familiares y de vecindad, de género y de edad, rituales sociales, etc.

Esos referentes no solo afectan a los ámbitos cognitivo y volitivo: conocer un código se asocia a la valoración, familiaridad, vivencia, transmisión y reproducción de esas disposiciones, que quedan imbuidas de valor y naturalizadas, y que conllevan determinadas normas de conducta. Por tanto, lo anterior también implica el desarrollo y la interiorización de actitudes y valores entendidos como “flamencos”.

Pero en ese código compartido hay discrepancias, que se manifiestan a partir de los intereses y bagajes culturales de los agentes, y se expresan en las estrategias que llevan a cabo. Todos deben posicionarse en torno a otra serie básica de referencias que están “contaminadas” por los bienes y prerrogativas que proceden de la cultura flamenca. Los “valores flamencos” que todos juegan son los siguientes:

– La concepción del “arte”: valoración de la profundidad expresiva, de la inspiración, de los momentos “sublimes” (el “duende”),[4] de la “naturalidad”.

– La concepción del trabajo del flamenco como una actividad distinta al resto de actividades laborales, con dimensiones centrales relativas a la acción y a la cosmovisión. Suele considerarse que es también (para algunos, de forma prioritaria) una forma de vida (Ruiz Morales 2014).

– El otorgamiento de una serie de valores a su dimensión social: principalmente el compartir, saber divertirse, respetar a los mayores y prestar atención a las segmentaciones sociales propias del mundo flamenco.

– El comportamiento adecuado en cada tipo de situación, en íntima relación con lo anterior: iniciación, actuaciones, “juergas”,[5] negociación con otros agentes, etc. Esto supone la asunción de la posición de cada uno en el campo teniendo en cuenta su estatus (tanto adscrito – edad, procedencia étnica y local, y sexo, sobre todo – como adquirido), y el correspondiente tratamiento y tipo de interacción.

– La identificación mutua y el establecimiento de relaciones internas especiales en tanto que “flamencos”.

Los diferentes hechos culturales en contacto, y la correspondencia en el flamenco como código con las características señaladas, transcurren bajo atribuciones de significados a menudo contradictorios, luchas por la ganancia de legitimidad y negociaciones continuas. Aunque los elementos básicos del código son compartidos por constituir puntos de referencia, en líneas generales no ocurre lo mismo con los aspectos valorativos y actitudinales que se acaban de mencionar.

Estamos ante un entramado cultural relacionado directamente con esos intereses en conflicto y con las identidades implicadas. Parten de bases sociales en las que resultan determinantes la etnicidad, la clase social, el género. Y que también dependen de las condiciones locales, sus ambiciones particulares, habilidades sociales, capacidades artísticas, conocimiento del campo, opciones y coyunturas, lo que se traduce y expresa en sus biografías. Entremos en esto a través de la exposición de varios casos.

 

El entramado en acción

Entradas, posiciones, movimientos: algunas trayectorias

Voy a exponer sucintamente las trayectorias de algunos artistas, resaltando sus concepciones, posiciones, recursos y algunos movimientos significativos realizados. La información que sigue proviene de encuentros y entrevistas con ellos. Aparte de esto, dada la centralidad que cada uno ocupa en el mundo flamenco local, he tenido numerosas referencias sobre ellos por parte de otros agentes. Igualmente, me he valido de información disponible en prensa y en la red. Mi presencia como antropólogo interesado por el flamenco en el extranjero fue perfectamente asumida y aceptada.

Antonio,[6] ya jubilado, había emigrado a principios de los años 60. En su casa se cantaba, y por ella pasaron algunos artistas de renombre, por lo que el flamenco está presente desde su niñez en un pueblo sevillano. Emigró huyendo de la miseria. Apenas fue a la escuela, pues tuvo que trabajar desde niño con jornales miserables, a veces solo por el plato de comida. En Bélgica, se convirtió en el cantaor de referencia para toda la colonia emigrante. Era aún joven cuando llegó, por lo que su proceso de aprendizaje continuó en Bruselas, de la mano sobre todo de un guitarrista gitano jerezano, Cascabel de Jerez, verdadero pionero allí, y mediante la atenta escucha de discos; también en sus retornos vacacionales a Andalucía. Fue asiduo en todas las fiestas y actuó en muchísimas ocasiones, hasta el principio de los años 90. A pesar del éxito artístico, que incluye la actuación en las grandes salas belgas, Antonio nunca dejó su trabajo como obrero, que le proporcionaba una estabilidad económica (y jurídica) que valoró mucho. Su disponibilidad ha dependido del trabajo legal (el flamenco se movió en la economía sumergida a menudo), la familia y su propia concepción del flamenco. A veces se ha negado a actuar con géneros que considera inapropiados por ser, según su criterio, poco flamencos. Esta actitud se relaciona con la mencionada huida de la profesionalidad, que para él no permite la suficiente libertad. Cuando se jubiló volvió a Sevilla.

Maribel es una bailaora nacida en 1969 en Bruselas de padres asturianos, y allí reside. Su madre fue una activa bailarina y bailaora de la emigración. Habla, como sus padres, en español del norte, pero manifiesta que se siente flamenca desde pequeña, en su contacto con la colonia andaluza. Además, de joven recibió clases en Andalucía, en cuyo mundo flamenco se integró. Fue parte activa de la “segunda generación” de flamencos, hijos de emigrantes. No busca sus actuaciones, pero la llaman otros artistas. Sus aspiraciones no han pasado por ser “la mejor”, pese a que cuenta con alto prestigio. Es semiprofesional, pues tiene, como hizo Antonio, otro trabajo. Ha valorado la estabilidad que le proporciona ese empleo. Y, sobre todo, para ella es prioritaria la vida familiar: estar con sus hijos y su marido (español). Esto le supone en la actualidad no frecuentar demasiado los ambientes flamencos, al contrario de lo que hizo en su juventud. Su condición de mujer y trabajadora, por tanto, ha determinado el tipo de inserción en el mundo del flamenco, en el que no ha dispuesto de todo el tiempo y recursos que hubieran sido ideales.

Rafael es un guitarrista puntero, y lidera numerosas iniciativas. Nació también en la emigración, de padres andaluces, a mediados de los años 60, y vivió el flamenco desde la niñez, a través de sus estancias en Andalucía (su familia retornó, aunque luego volvió a emigrar) y entre la colonia emigrante. Lideró la entrada de la “segunda generación” al campo del flamenco, abriéndose terreno frente a los “antiguos” como Antonio, en una pugna abierta. Tuvo una entrada exitosa, que le llevó a realizar numerosas giras, incluyendo largas estancias en Asia. Así, decidió renunciar a un buen empleo estable para lanzarse al profesionalismo flamenco. Considera que este no es compatible, para su buen desarrollo, con el desempeño de otro trabajo, pues impide la necesaria disponibilidad. Para Rafael, como ocurre con Antonio y con Maribel, la familia es referencia central, pero la lleva al terreno flamenco, al contrario que aquellos. Por ejemplo, aunque su mujer, castellanoleonesa, es ajena al mismo, su hijo se ha introducido a ese mundo a través de la percusión.

Sus estrategias han pasado por la formación musical, específicamente en el campo del jazz. Lidera grupos, compone, y colabora en discos y actuaciones de flamenco y de otras músicas en las que se busca un aire flamenco. También es un activo y reputado profesor de guitarra (sin título), mantiene múltiples contactos, ejerce como manager, y ha organizado numerosos eventos flamencos en Bélgica. Rafael ha ampliado su oferta y diversificado sus estrategias, en busca de una mayor integración al mercado de la world music, que Antonio no sabe qué es aunque haya contribuido a él, y a Maribel no le interesa especialmente.

André, guitarrista amberino, es posiblemente el artista flamenco en ­Bélgica que más galas tiene al cabo del año. Empezó aprendiendo blues y clásica. Su padre fue aficionado a la música, y de pequeño ya sintió atracción por algún disco de guitarra flamenca. Recibió sus primeras clases de este arte en Bruselas, de un hijo de emigrantes andaluces. Cuando terminó sus estudios universitarios dio el paso: fue a Andalucía a vivir el flamenco, en Córdoba. Ha grabado discos, y montado espectáculos con notable éxito, como uno en torno a un personaje renacentista nativo de Flandes, que fue profesor en Lovaina y vivió en España como asistente del rey; este personaje quiso hacer una síntesis de las religiones cristiana, musulmana y judía, y crear una universidad donde los teólogos aprendieran y estudiaran las tres religiones. Esto ilustra el tipo de intereses y planteamientos de André. Para él, el flamenco permite que la vida sea “más intensa e interesante”; estudia y busca a conciencia, manteniéndose su familia (belga) completamente al margen de esta actividad. Posee allí gran prestigio artístico, conoce la tradición, es creativo, indaga, sabe música, compone. En sus conciertos siempre da explicaciones al auditorio, en neerlandés, alemán, francés o inglés según el lugar donde actúe, con conceptos sobre el flamenco para una mejor comprensión del mismo. Esto es enormemente valorado por ese público. Conoce bien la dinámica del mercado musical del Benelux. En sus actuaciones recurre a artistas (residentes en ­Bélgica, Holanda y Alemania) preferentemente de origen español o andaluz, que otorgan, para el público y los valores predominantes allí, un sello de “autenticidad”. Mantiene lazos fuertes con músicos de clásica y de jazz, y desarrolla proyectos con ellos. Imparte clases en una prestigiosa institución musical de Amberes.

Sin embargo, carece ante otros agentes (principalmente “aficionados” más “entendidos” y ciertos artistas, como los antes mencionados) de la legitimidad que otorgan las vivencias, actitudes y valores considerados “flamencos” que entroncan con la tradición. Lo que en determinados aspectos es una ventaja (ser de Flandes, con formación académica, varón y de clase social solvente), puede ser también un lastre. El propio André, además, no comparte determinadas claves culturales flamencas (por ejemplo la “juerga”), disfruta más del contacto social con los músicos de clásica y jazz, y reconoce de forma explícita que su cultura es otra.

Antoine es un bajista francófono, bruselense de la generación de Maribel, Rafael y André. Está casado con una gallega que es ajena al flamenco. Desde muy joven le interesó el idioma español, y lo estuvo aprendiendo de forma autodidacta. El flamenco lo encontró en 1993, ya con 25 años, cuando escuchó a Paco de Lucía en el Palacio de Bellas Artes de Bruselas, donde acudió por mera curiosidad. Es músico de jazz. En el flamenco se inició con “Marquitos Vélez”, guitarrista belga de prodigiosa técnica con quien compartía idioma nativo y otros referentes culturales. Colaboró luego con un guitarrista español residente a caballo entre España y Bélgica, José Toral, que cuenta con reputación en el campo de la fusión. Después estuvo en el grupo de Emre el Turco (guitarrista turco residente en Flandes), también indagador y con formación musical, haciendo flamenco y fusión con jazz. Finalmente, se ha sumado al grupo de Rafael. Antoine sabe música y compone, y ha grabado discos de jazz y alguno de fusión. Para los más cercanos a la tradición su instrumento tiene poco que aportar, cuando no es visto negativamente. Ha sido, pues, asiduo de las “fronteras” tanto o más que los anteriores, aunque se haya desplazado, físicamente, menos. Sigue instalado en estas, entre otros motivos por el instrumento que toca y porque sus perspectivas están también en el jazz. Habiendo partido de cero en el mundo del flamenco, dispone ya de reputación local en él; se la ha ido forjando con empeño, estudio y enorme receptividad. Su ubicación periférica de partida ha sido, paradójicamente, su principal motor.

Thea es una importante bailaora de Flandes más joven que los anteriores, nacida en Holanda de padre indonesio y madre holandesa. Se inició en la música clásica, y es profesora de ballet en el conservatorio de Amberes, en el que además ha sido capaz de introducir el baile flamenco. Se orientó hacia el aprendizaje artístico desde muy joven, buscando en él su salida laboral. Su interés hacia el flamenco vino también al encontrarse con él de casualidad. Tras una experiencia frustrante en Madrid, una importante bailaora le aconsejó ir a Andalucía. Allí, según ella, sí lo halló. Desde entonces, son numerosas sus estancias andaluzas, principalmente en Sevilla. No ha abandonado otros empleos para ser profesional como hizo Rafael, sino que los ha utilizado para pagar su formación y así conseguir su objetivo. Para ella es difícil compaginar la dedicación al flamenco con las ataduras familiares que, por tanto, no ha buscado, como a menudo ha ocurrido con las mujeres profesionales en la historia del flamenco. Enormemente activa y versátil, participa en proyectos de fusión con clásica o con jazz, e incluso en coreografías paródicas. Su oferta artística y didáctica es bien diversificada.

Inserción y redes vitales

Hay contextos propicios para el aprendizaje y la ganancia de espacios, que forman parte de la “tradición”. Así, la reunión que ocurre después de actuaciones, tras las clases, yendo a determinado lugar a partir de ciertas horas, o acudiendo a “juergas”. André, Antoine y Thea (precisamente los que son belgas) no han participado mucho en ellas. André se acercó tímidamente en sus inicios flamencos, Antoine se va haciendo presente poco a poco, y Thea manifiesta no tener tiempo para ello porque trabaja mucho. La reunión conforma un contexto de sociabilidad en el que se aprende, puede obtenerse prestigio, conseguir información, etc. Sin embargo, los ejemplos de André y Thea nos muestran cómo puede llegarse a tener centralidad prescindiendo de este elemento pero contando con otros, y el de Antoine señala cómo se puede ir integrando y ganando posiciones uniéndose de forma estratégica a determinados artistas.

Pero las nuevas condiciones remueven el código. Escuchemos a Sofi Yero, bailaora española central en Bélgica, hija de una artista emblemática de la emigración, hablando en un local de Molenbeek (Bruselas) sobre el papel que tuvo y que tiene la “noche” en Bruselas:

“La noche antes tenía mucho más sentido, porque había fiestas, muchas reuniones, muchos emigrantes que querían sentir España aquí, sentir su Andalucía, y había muchas fiestas, y ahora no. Ahora es la otra generación, y no hay tanto. Ahora estamos más cada uno en su casita, es diferente”.

Es significativo este énfasis. La noche era cosa de los emigrantes, sobre todo de los hombres y de mujeres sin hijos a su cargo. Tenía un componente emotivo y de relación vital para ellos: semillero de vínculos, fuente de dotación de recursos y arena para la ejecución de las estrategias. Hoy se pliega a las nuevas exigencias culturales, sociales y económicas (“cada uno en su casita”). En tanto, adquieren mayor fuerza, para tales funciones, otros medios, como es la extroversión al público local, a las instituciones políticas y culturales, a la mediación empresarial, a los medios de comunicación, a la presencia pública de Internet, a otras músicas presentes en el contexto local, y a la búsqueda de mayor formación. Son recursos utilizados intensivamente por André, Thea, Rafael y Antoine. Antonio está de vuelta, y Maribel no compite en eso; justo por ello, es apreciada en el mercado de la “autenticidad”.

El contexto primario de aprendizaje del flamenco de Antonio, Rafael y Maribel fue la colonia emigrante de la que formaban parte, e incluso (para Maribel y Antonio) la familia. El de André, Antoine y Thea era lejano a sus redes vitales. Se habían “criado” en otra música hasta que descubrieron el flamenco. Entonces, recurrieron a hijos de emigrantes y André y Thea, además, al viaje iniciático a Andalucía, que no hizo Antoine porque su instrumento musical estaba en los territorios del disco y de la academia, y no en los de la “vivencia” del flamenco.

El universo social de Antonio lo componían básicamente españoles. ­Maribel, sobre todo durante su infancia y juventud, también ha tejido sus redes sociales entre la colonia española. De hecho, aunque está integrada plenamente en la sociedad local, entre esa colonia se mueve más a gusto y tiene la mayoría de vínculos.

Rafael se maneja con fluidez entre españoles y francófonos, y dispone, desde su cercanía a la tradición y su inmersión en otros caminos musicales, de notorio “capital transcultural” (Kiwan y Meinhof 2011). Thea y André tienen lazos en multitud de lugares, aunque ella no ha conocido a la colonia emigrante pionera. Además, mientras que Antonio y Maribel han ignorado el mundo de Internet, para Rafael, André, Antoine y Thea es básico y lo utilizan como recurso en su desempeño profesional y social. Thea, en estos rasgos y otros como sus orígenes paternos, es militantemente “cosmopolita”. Por esto han optado también los belgas André y Antoine, así como Rafael. Pero esos cosmopolitas, en especial los belgas, han sufrido por parte de los artistas que proceden de la “cuna”, dentro de campo del flamenco en Bélgica, una radical deslegitimación en cuanto a sus prácticas y productos: para algunos de estos, encuadrados más cerca de la “autenticidad” y la tradición, André no tiene compás, pero ofrece contratos; Antoine no pinta nada en el flamenco; o las bailaoras belgas exageran sus movimientos, carecen también de compás… Por supuesto, estos tienen sus respuestas, fundamentadas en ese cosmopolitismo que oponen al conservadurismo de los tradicionales: el flamenco es música y no un coto cerrado, la música no tiene nacionalidad ni fronteras y además tiene que evolucionar; los “antiguos” son cerrados, disponen de menos información musical, carecen de curiosidad, no viven en el mundo… La música es apta para cruzar fronteras y definir lugares (Frith 2003 [1996]), y el elemento en el que se basan esos artistas es básicamente estético. La preeminencia del juicio estético que esgrimen los artistas belgas genera nuevos grupos, independientemente de su realidad extramusical, en base a la experiencia y no a algún estado del “ser” (Campbell 1987). Esto supone un activo para el sector cosmopolita. Sin duda, la propia práctica musical articula las fronteras entre los grupos. Pero la apelación al individuo es igualmente esgrimida por ellos, en la línea de las teorías sobre la narratividad de la música en la construcción de las identidades. En este sentido, como apuntan Born y Hesmondhalgh (2000: 32-33), tiene importancia metodológica distinguir entre identidades individuales y colectivas, pues un individuo puede portar varias “identidades musicales” dados el acceso a los media, la socialización en diferentes músicas, y su propia subjetividad y experiencia.

Buscando “modelos”

Resulta ilustrativo, para testimoniar la complejidad del entramado, buscar “modelos” que, aún dentro de su singularidad, puedan ejemplificar la diversidad de valores, actitudes, concepciones y pautas de actuación.

André, Antoine y Thea se mantienen en las fronteras simbólicas de este campo, mientras que los otros artistas mencionados ocupan centralidad precisamente porque parten de otras fronteras (políticas, sociales, culturales), pues “pertenecen” a la emigración y al “legítimo” flamenco. Estos han activado su centralidad simbólica: Maribel, sobre todo, por sus vivencias de joven en la Andalucía flamenca, su participación en la entrada al campo de la “segunda generación”, y la actividad artística de su madre. Desde ahí, ha ahondado su pertenencia a la tradición, al punto de priorizar el gusto hacia el flamenco por encima de las complicaciones de la profesionalidad; y de optar por la familia antes que por el desempeño profesional, lo que también la acredita, según las históricas segmentaciones de género, en la más rancia usanza flamenca. También ha labrado su posición central Rafael, como adalid principal de la entrada al campo de esa “segunda generación”, y legitimado de forma especial por su “familiaridad” con el flamenco a través de su intenso contacto con notorios flamencos en Andalucía; además, hay aquí otra apelación a la tradición, en su papel de guitarrista que aglutina a otros artistas, como había ocurrido en la época de los cafés cantantes,[7] en la que a menudo los guitarristas solían ejercer como directores artísticos. No obstante, hace también algo característico de las “segundas generaciones” (Baily y Collyer 2006): desde esa legitimidad, no solo recrea “su” música, sino que también experimenta y hace transformaciones.

Antonio, por su parte, constituye el súmmum de esa pertenencia a la tradición, de la que es encarnación, más aún en su condición de pionero y de cantaor, que es la posición artística más irreductible en la medida en que, en el imaginario de la tradición flamenca, las condiciones para cantar son “naturales”: no se puede aprender en una academia, como el baile o la guitarra. Antoine en cambio es un alien rubio y con ojos azules, que se abre camino desde la absoluta periferia hacia el centro. Un camino con vías, cruces, peajes y estaciones para repostar que son ajenas al flamenco pero que le proporcionan recursos culturales de enorme valor en el mercado; y en el que, como André y Thea, su debilidad simbólica se convierte en una fuerza estratégica en las condiciones de demanda de world music, que favorece su pleno profesionalismo. Sus recursos culturales diversificados, su familiaridad con las tramas sociales y políticas locales, tienen gran utilidad en medio de esos “paisajes étnicos” del mundo “dislocado” que habitan y construyen.

Antonio considera el flamenco clásico como la expresión más lícita, y resta valor a lo que se sale de sus cánones. En buena medida, en cuanto al papel de la música en las construcciones identitarias, nos evoca los planteamientos de la homología estructural, según la cual la música es función y expresión de las estructuras socioculturales de la sociedad que la genera. Por el contrario, Rafael (como los belgas) considera que la apertura es fundamental, siempre que se haga desde el conocimiento de lo clásico. Defiende y practica un flamenco “moderno”, con cambios armónicos, instrumentales, etc. Aunque “lleva” el flamenco, sin embargo crea allí el sentido de su música (véase Negus y Román 2002), lo que abre el abanico de significados para los oyentes belgas. Lo “moderno” se relaciona con la hibridación, que puede por ello ser objeto de muy diversos posicionamientos, desde el deseo al rechazo (Martí i Pérez 2008). Antonio, que porta el valor de la “autenticidad”, la ve como un peligro.[8] No así Rafael, que apela a ella en un sentido técnico: esto es (siguiendo a Martí i Pérez), cuando los elementos incorporados no portan una carga semántica que entre en conflicto con el propio género. Parafraseando a Hannerz (1998 [1996]: 220), Antonio y la comunidad y el universo que representa “come lo que cocina en casa y hacen música juntos”, mientras que Rafael agrega a esa comunidad mayor división del trabajo cultural. Thea se mueve entre los dos extremos con enorme versatilidad. Por una parte, reivindica el “baile femenino” frente a muchas de las innovaciones actuales, y por otra realiza coreografías en las que la tradición no constituye el marco de referencia, incluso otras que, como se ha referido, son paródicas.[9] Estas coreografías contarían, si las viera, con la máxima desafección por parte de Antonio. Thea nos muestra que sin adscripción a la identidad andaluza se puede hacer flamenco mediante la inmersión, la exploración y la identificación con sus componentes estéticos e históricos; y proyecta su propio cosmopolitismo, que para Antonio o Maribel sería el “cosmopolitismo de los ricos” (Stokes 2004: 62) aunque compartan códigos, referentes, técnicas e imaginarios. Ella está ubicada en el pleno mercado, moviéndose con fluidez en sus rutas, como Antoine, André y Rafael; y al contrario que Antonio, a pesar de que él fue uno de los principales constructores en Bélgica de la integración del flamenco al mercado local y por tanto de su transnacionalización.

 

Conclusiones

Es fundamental la inteligibilidad musical, independientemente de la diversidad de significados que pueda otorgar al flamenco un público que es, en el contexto de la globalización, también diverso. Para el consumidor local de músicas del mundo, el flamenco no tiene por qué llamar a ninguna identidad fuera de sus intereses, subjetividad o coyunturas particulares. En esta línea, para algunos autores (así, Steingress 2007) la música étnica (el flamenco lo es) ya no contribuye a la constitución de identidades étnicas y territoriales, sino a la de “identidades individuales” bajo las condiciones del mercado globalizado que ha separado esas manifestaciones de su contexto cultural.

Sin embargo, tales planteamientos olvidan ese principio de inteligibilidad, fundamental en las prácticas musicales, que es posible por el código. El cosmopolitismo sin territorio ni historia no es posible. En el entramado al que asistimos está omnipresente, desde Antonio hasta Thea, el contexto de referencia del flamenco: Andalucía. Es cierto que la circulación global de artefactos culturales está conduciendo a una permanente descontextualización y recontextualización del conocimiento y la vivencia cultural (Berking 2003). Pero en tales procesos esto no significa (al menos para los artistas) la pérdida de referentes étnicos, sino su uso activo, aunque se haga desde bagajes culturales e identitarios distintos. Los artistas belgas no se identifican como andaluces, si bien hay casos significativos entre los pioneros más prestigiosos que nos dicen lo contrario.[10] Las identidades sociales aparecen fluidas y negociables.

Hay una “cultura compartida” por todos estos artistas en torno al flamenco, y también hay fronteras étnicas. Tener una cultura compartida no implica ser considerados como miembros del mismo grupo étnico. El componente determinante de la etnicidad son las relaciones (Eriksen 1993). Cuando las diferencias culturales son percibidas como importantes en esas relaciones, el factor étnico adquiere un relieve categórico. Dadas la constitución del flamenco como género artístico de las clases subalternas andaluzas, la notable segmentación que se da en el mismo, y el específico imaginario cultural que expresa, la etnicidad resulta decisiva como adscripción legitimadora y como fuente de experiencias, recursos, redes y referencias estéticas y antropológicas (Ruiz Morales 2011b). Todos lo saben, y confluyen desde distintas posiciones, con la globalización como paisaje de fondo de este encuentro entre viajeros, necesidades, proyectos y trayectorias. En él hallamos diálogo, negociación, identidades no fijadas que se crean y recrean con apropiaciones, combinaciones, afirmaciones, construcción de matices, entrada de otras referencias musicales, etc. Como señala Born (2011), la música puede ser atravesada por diversas formaciones de identidad social, desde las más concretas e íntimas a las más abstractas, animando la construcción de comunidades imaginadas, que reproducen o evocan formaciones identitarias vigentes, fantaseadas, o emergentes. Recuérdense las indagaciones de Rafael en el jazz, las recreaciones de André en su obra de inspiración histórica, o las apuestas cosmopolitas de Thea que, paradójicamente, la emparentan con la vieja tradición. Muchos flamencos se relacionan con otras músicas y artes. Este acercamiento es cada vez más reclamado por artistas de otros ámbitos, que proponen la inclusión de flamencos en sus proyectos, y por buena parte de un público formado en la hibridación y en la exhibición o celebración de lo étnico.

El aprendizaje incluye hoy el del lenguaje musical occidental así como el acercamiento a otros códigos musicales y coreográficos. En estos procesos hay una conmoción de los “valores de la etnicidad”. Y Antonio, Maribel y Rafael no son pobres emigrantes “desterritorializados” que han tenido que entrar en el mundo de los otros; tampoco los cosmopolitas André, Antoine y Thea quieren que el mundo de los otros sea de ellos (véase esta dialéctica en Stokes 2007). Y todos, desde sus condiciones, posicionamientos y relaciones, generan una cultura que no está “limpia de etnicidad” sino todo lo contrario, con la que contribuyen a la complejidad cultural local.

Que la “juerga” sea central para Maribel, Rafael y Antonio, pero no para André, Antoine y Thea, no se explica solo por razones personales, ni por la globalización del mercado, sino principalmente por sus respectivas culturas ­étnicas, que en el caso de los primeros implica un flamenco de uso, en compañía y ritualizado. Esto también explica por qué todos (salvo el bajista Antoine) van a Andalucía a aprender y, como dicen algunos, a “cargar las pilas”. Nos topamos, rotundamente, con el territorio y con lo local. La cultura étnica también nos remite a las reacciones y estrategias en relación con la vivencia del flamenco en la niñez o el encuentro con él por casualidad. O con la actitud ante el profesionalismo, la implicación de la familia, o las referencias musicales que utilizan, que van desde Johann S. Bach (Thea) hasta el cantaor Antonio Mairena (Antonio). En todo caso, estos artistas belgas tienen conocimiento del contexto original de la música, e interés en ello, al contrario de lo que ocurre en otros casos de expresiones musicales que se transnacionalizan (Eisentraut 2001).

Los agentes de la “tradición” (señaladamente Antonio) son los más cercanos a las fuentes por su lugar de nacimiento, adscripción étnica, vivencias desde la infancia y edad. Están más cerca de lo “auténtico”, aunque lo auténtico, como indica J. Vasconcelos (2001), no existe como tal, y sí lo “autentificado” por esos sectores que constituirían, utilizando la expresión de este autor en su trabajo sobre el campo del folklore portugués, “relicarios etnográficos”, que les dotan de gran capital simbólico.

Los artistas, a pesar de la importancia de su adscripción de partida que les proporciona recursos y disposiciones, revisan y activan sus identidades, se mueven, ponen en juego valores, reinterpretan el código. Por ejemplo, aunque todos comparten la importancia de la “inspiración” [11] a la hora de interpretar (pues si no, no serían “flamencos”), para André, Antoine, Rafael y Thea esta solo es posible si hay mucho trabajo detrás, incluso en algún caso se rehúye de la improvisación; mientras que no es así para Maribel y Antonio, sino todo lo contrario. Rafael es, y se siente, tan andaluz y “flamenco” como Maribel (que, recordemos, no es andaluza) y Antonio. Este último y Antoine nunca se han visto ni acercado: Antoine toca teclas ascendentes, y Antonio no tiene gran interés en las novedades. Su pertenencia a la tradición (que representaría, siguiendo los términos de Vasconcelos, el paradigma de “reconstrucción” frente al de “estilización”) se lo permite. Su posicionamiento contra los “modernos” refuerza su legado, aunque resulta que este legado se ha construido en gran parte en la misma Bruselas. Antoine, por su parte, entra en un territorio ajeno desde otra cultura étnica, lo resignifica desde una identificación parcial (sus aspectos musicales) y una militante conciencia cosmopolita, desde la que maneja otras referencias. Se mueve por redes sociales mucho más amplias que Antonio y Maribel: ya no basta con disponer del sello de “autenticidad”, con el que de todas formas no cuenta, de lo que es plenamente consciente.

Los artistas que confluyen en el flamenco conforman un escenario social heterogéneo, en el que las maneras de entender el código común son distintas en relación con las estrategias utilizadas, sus posiciones estructurales y sus culturas étnicas. Por sintetizar: pensemos, por ejemplo y en lo estrictamente estético, en un “palo”[12] sencillo (porque admite pocas variaciones, no por su dificultad de ejecución) que, lógicamente, todos conocen, como la “granaína”. Es una bellísima elegía para lucimiento de la guitarra (André), una luz de cante grande siguiendo la estela de don Antonio Chacón o de Vallejo (Antonio),[13] un mundo de posibilidades que aún han de investigar (Antoine y Thea), un estímulo para inventar respetuosamente (Rafael), o un “palo” que no se baila al ser de ritmo libre (Maribel). Están en el mercado y se encuentran en el mismo escenario, pero lo reinventan, lo adaptan, lo proveen de historia, proponen referencias. Empero, el código está ahí: como cadena, fuente de legitimidad, texto abierto, camino, dolor, oportunidad. Para todos, una granaína es una granaína: no se puede interpretar desde la abstracción, sino desde el código, que está lleno de referentes étnicos andaluces sin los que no puede concebirse. Hace falta “algo ‘sólido’ a lo que referirse” (Revilla Gútiez 2011: 21). Pero el código se encarna desde las propias necesidades expresivas, recursos y experiencias. Y, aunque como dice Mitchell (1994), el flamenco demuestra la hibridación étnica de las clases oprimidas andaluzas, uno de sus rasgos es que permite expresar el dolor del vacío, lo que abre las puertas a cualquier individuo del mundo. Los artistas belgas producen significados en y desde esa cultura étnica que conocen y en la que se saben sumergir, en la que se reinstalan como “invitados”, y forman parte de la construcción del imaginario flamenco transnacional, que Antonio cimentó, Maribel prolongó y Rafael, como los belgas, extiende. Lo que resulta, como se ha señalado, imprescindible para la resiliencia de esta cultura local. Todo esto no solo se entiende desde la determinación del mercado, sino desde las posibilidades y condiciones de este entramado cultural.

 

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NOTAS

[1]       Fue posible por las ayudas de la Dirección General de Bienes Culturales de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y de la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco.

[2]       Los “aficionados” no son meramente quienes gustan del flamenco. Utilizando términos de F. ­Cruces (2002), no solo lo entienden, sino que además lo comprenden, lo reconstruyen cognitivamente. Se otorgan un sello de distinción, en tanto que iniciados en ese mundo, hacia el que sienten plena disposición.

[3]       Es justo lo que ocurre con el llamado “nuevo flamenco”, término de una discográfica madrileña. A él recurren algunos flamencos en busca de penetrar en los mercados, aunque es considerado por muchos como un producto bastardo o que no pertenece al género flamenco.

[4]       Así se llama a un momento de excepcional e intensa magia comunicativa, que mantiene en éxtasis a los presentes.

[5]       La “juerga” es uno de los más importantes e intensos momentos de sociabilidad y ritualismo flamenco. Consiste en una reunión entre aficionados, en la que se come, se bebe, se fuma. En ella los participantes charlan, bromean, discuten, proyectan, rememoran, hacen acuerdos, cantan, bailan y se celebran.

[6]       Utilizo pseudónimos para estos casos. El resto de artistas nombrados sí constan con su nombre real.

[7]       Período de codificación y profesionalización del flamenco, entre mitad del siglo XIX y principios del XX.

[8]       A pesar de la naturaleza “impura” e híbrida del flamenco, ya señalada.

[9]       Lo paródico pertenece realmente a la tradición flamenca, aunque el canon “clasicista” lo repudia. W. Washabaugh (1996) califica el flamenco, con razón, como género irónico.

[10]     La bailaora Ana Ramon y el guitarrista “Ricardo Vélez” (padre del mencionado “Marquitos”), ambos de Flandes, imaginan o esgrimen antepasados gitanos y andaluces.

[11]     La inspiración es antiacadémica. Depende del momento del artista, su estado de ánimo, el ambiente… Implica libertad por su parte, y se considera fundamental para una idónea interpretación del flamenco. Esto supone dejar la puerta abierta a la improvisación.

[12]     Se llama “palo” a cada uno de los estilos del flamenco: seguiriyas, soleares, etc.

[13]     Cantaores centrales en la historia del flamenco, intérpretes y creadores excepcionales de granaínas.

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