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Etnográfica

versão impressa ISSN 0873-6561

Etnográfica vol.26 no.3 Lisboa dez. 2022  Epub 31-Jan-2023

https://doi.org/10.4000/etnografica.12159 

Artigo Original

El hambre, la carestía alimentaria y las aproximaciones culturalistas: propuestas y peligros de los trabajos fronterizos

Hunger, food scarcity and cuslture-based approaches: proposals and dangers of boundary studies

Lorenzo Mariano Juárez1  , Concetualização, Curadoria dos dados, Análise formal, Investigação, Metodologia, Redação do rascunho original, Redação - revisão e edição
http://orcid.org/0000-0001-8483-7200

Julián López García2  , Concetualização, Curadoria dos dados, Análise formal, Investigação, Metodologia, Redação do rascunho original, Redação - revisão e edição
http://orcid.org/0000-0002-0534-6655

1Universidad de Extremadura, España, lorenmariano@unex.es

2Universidad Nacional de Educación a Distancia, España, jlopezg@fsof.uned.es


Resumen

La comida y la alimentación se han configurado como asuntos culturales desde hace décadas, definidos como fértiles campos de cultura. La carestía alimentaria, sin embargo, se ha narrado de manera hegemónica a través de la retórica universalista de la biología y la nutrición, negando los espacios para el análisis cultural. En este texto se aborda la génesis de ese discurso, ofreciendo argumentos para un abordaje culturalista del hambre y la carestía alimentaria. Defendemos aquí un proyecto situado en la resbaladiza frontera entre naturaleza y cultura, pero igualmente necesario. A través de diversos trabajos etnográficos, pretendemos mostrar cómo la escasez alimentaria se recrea también desde de prácticas e ideologías profundamente culturales.

Palabras-clave : hambre; desnutrición; cultura; etnografía; desarrollo

Abstract

Food and alimentation are configured as cultural matters for decades, defined as fertile fields of culture. However, shortage has been narrated in a hegemonic way through the universalist rhetoric of biology and nutrition denying spaces for cultural analysis. This text addresses the genesis of such discourse, offering arguments for a culturalist approach to hunger and food shortages. We argue here for a project that is situated on the slippery slope between nature and culture, but that is equally necessary. Through various ethnographic works, we attempt to show how food shortages are also recreated through deeply cultural practices and ideologies.

Keywords : hunger; malnutrition; culture; ethnography; development

El hambre y las fronteras de la cultura

“La biología, última frontera de la ideología”. Éstas fueron las palabras recientes de un amigo antropólogo al comentar una nueva noticia que alertaba de los peligros para la salud de los niños que seguían dietas veganas. No fue más que un comentario fugaz que destilaba tanto sarcasmo como espacio para el debate. Los medios de comunicación continuarían publicando los días siguientes titulares llamativos en la prensa española: “Los padres que impongan una dieta vegetariana a sus hijos podrían ir a la cárcel”; “Italia contempla prohibir la dieta vegana en los niños”. La anécdota es paradigmática de algo mucho más complejo, claro está. La Antropología, quizás la ciencia que más contribuyó durante el siglo pasado a socavar el paradigma biologicista, parecía rendirse a la evidencia de que algunos contextos son ajenos a la interpretación, a la variabilidad cultural. Desde luego gracias a la etnografía el sexo no sería nunca más el destino, la inteligencia quedaba desligada de un concepto anacrónico como el de raza, o incluso la enfermedad, no sólo la mental, cedían ante los enfoques constructivistas. Los tiempos de la “instancia negativa” o el “veto antropológico” al universalismo biológico se arrinconan en los manuales de historia. Para una gran parte de la antropología contemporánea, la experiencia se define como algo cultural. Durante el asalto, sin embargo, algunos ámbitos resistieron más que otros. Los enfoques y el armazón epistemológico sobre el hambre es uno de los resistentes. A la par que la literatura etnográfica y sociológica enfatizaba la profundidad de la gramática cultural culinaria, el hambre se configuraba como una experiencia anclada en los invariables espacios de la fisiología. Mientras la comida era buena para pensar y central en los procesos de distinción o en las construcciones identitarias, el hambre, como la muerte, servía para limar las diferencias culturales; como los muertos, los hambrientos son todos iguales se estaría afirmando. El escenario posmoderno de multiplicidad de elecciones alimentarias choca con los discursos normativos de la medicina y la ciencia. Dicho grosso modo: se puede ser todo lo vegano que se desee, siempre que ello no implique el hambre y la enfermedad.

De un modo más que irónico, el discurso y la resistencia biologicista en las definiciones del hambre tiene su propia historia cultural (Vernon 2011; Mariano Juárez 2013a). Podemos destacar en ella dos grandes acontecimientos: (1) la consolidación de la nutrición como una ciencia empírica, sostenida por hechos que construyen la universalidad del discurso calórico; y (2) los trabajos de la antropología que enfatizaron la relación del hambre con el marasmo y la disolución cultural. Hasta finales del siglo XIX, la historia del hambre se narraba en torno a tramas donde lo moral ocupaba un lugar protagonista. El hambre y su sufrimiento “distinguía” unos cuerpos - los de los vagos, los faltos de moral o disciplina - de los otros. Los relatos de un reporterismo del sufrimiento en las grandes hambrunas (Laqueur 1989), entonces incipiente, y, sobre todo, el inicio del protagonismo del discurso científico y técnico de la nutrición marcarían el inicio de la nueva concepción occidental sobre el hambre (Vernon 2011; Mariano Juárez 2013a), expresada a través de números, tablas y calorías (Rowntree 1901; Hutchinson 1900; Edkins 2000). El hambre no era ya el correlato de la falta de moral ni una de las más terribles formas en que se manifestaba el darwinismo social, sino la expresión de estómagos vacíos, mal alimentados. Los sentidos y significados sociales y culturales comenzaron a ocupar lugares marginales, cuando no inexistentes, y los defensores de la nutrición clamaron desde entonces que acabar con el hambre era un mero problema aritmético. Maud Pember Reeves alertaría sobre la realidad de los elementos sociales, especialmente la pobreza. Las amas de casa no desconocían los principios de la nutrición, pero debía afrontar la crianza de los seis hijos, el duro trabajo diario y los gustos del cabeza de familia, que seguramente rechazaría de lleno “la comida científica” (Reeves ,1979 [1913]: 174, cit. en Vernon 2011: 107). La génesis del discurso calórico del hambre desterraría los sentidos sociales hasta que, muchas décadas después, fue reclamado por los antropólogos. Si durante la época eduardiana las bases de la nutrición en el campo del hambre deambulaban aún de la mano de los trabajos sociológicos, cuando los postulados termodinámicos se vinieron abajo con el descubrimiento de las vitaminas, el hambre se convertiría en un asunto de laboratorio. Se había creado una ciencia racional del hambre y un conjunto universal de técnicas para identificarla y medirla (Vernon 2011: 103). McCollum anunciaría la llegada del “nuevo saber de la nutrición” (McCollum 1918), que llevaría aparejado un relato del hambre que desde entonces sería narrado en términos bioquímicos, un conocimiento producido entre probetas y gradillas. A todo ello contribuyó que los esfuerzos destinados a la investigación biomédica en el campo de la alimentación y la carestía fueron considerados un arma prioritaria en el periodo de entreguerras. El más célebre de esos esfuerzos sea quizás el “experimento Minnesota” (Keys, Brozek y Henschel 1950), que ofreció los cimientos empíricos para esa visión universal de la experiencia del hambre, narrada entonces en secuencias de acontecimientos invariables que sucedían en todos los cuerpos privados de alimentos. Con su paso hacia el laboratorio, el hambre se reducía a estómagos mal alimentados, y los alimentos a la mera suma de calorías y macronutrientes. A medida que el siglo XX avanzaba arrastrando consigo parte de la confianza depositada en la ciencia y en sus certezas, el discurso biomédico era revestido de un aire sagrado de verdad revelada. Nada existía, si no era en él.

La Antropología también realizó su pequeña contribución en la consolidación de la hegemonía del discurso de la universalidad. En este caso, con menor impacto fuera de los muros de la disciplina, a través de la aceptación tácita de que el hambre es incompatible con la cultura, esto es, con la variabilidad del ethnos. Para la Antropología, el hambre fue durante décadas el correlato de la disolución de la cultura, dos variables relacionadas de manera inversamente proporcional. Los pioneros trabajos de Audrey Richards sobre el hambre entre los bantú y los bemba (1932, 1939) se enfocaron como un movimiento contestatario al discurso empírico y biologicista de la época. Sin embargo, el trabajo de Allan Holmberg (1969) entre los siriono en la década de los 40 afianzó lo que durante décadas se convirtió en dogma: la presencia del hambre estrechaba el espacio de las prácticas sociales. Los siriono fueron etiquetados dentro de los pueblos más atrasados y la causa no era otra que el hambre, que impedía el desarrollo cultural. La década de los 70 abrió debate teórico establecido entre los materialistas y las aproximaciones simbólicas (Mariano Juárez 2013a), que acentuó el distanciamiento entre hambre y cultura. La comida se convertía en un key symbol, pero no así la carencia alimentaria. Trabajos como el de Davies (1963) se preocuparon por abordar el impacto de la carestía alimentaria en las instituciones sociales. El muy citado y controvertido trabajo de Turnbull (1972) sobre los ik volvió a situar el foco en la relación del hambre con la pérdida cultural y la disolución de la sociedad en prácticas individualistas impulsadas por los instintos de supervivencia. No cabe duda de que los análisis del hambre, los procesos etiológicos o las soluciones se han modificado a través de diversas coordenadas históricas y culturales. La crítica sociológica y antropológica consiguió desplazar parte de los análisis de los cuerpos famélicos a los contextos sociales, económicos y políticos de producción de la aflicción. Las etnografías de las hambrunas africanas de los 80 abordaron este asunto. La experiencia de “aguantar el hambre”, no obstante, estaría cercenada por las fronteras de la naturaleza y las férreas visiones de un determinismo biológico expresado aquí a través de los balances y la retórica calórica (Mariano Juárez 2013a). Los hambrientos serían siempre, en todo sitio y condición, estómagos que gritan pidiendo comida, individuos dispuestos a romper las reglas culturales por saciar el instinto. Un ejemplo más reciente de ello sería algún pasaje de la biografía de Shin Dong-hyuk, quién relata cómo denunció el intento de fuga de su madre y hermana para conseguir una ración de arroz. Los relatos de la vida cotidiana en los campos de concentración norcoreanos están marcados por la presencia atroz y cotidiana del hambre, imposible de vencer con la escasa ración de 400 gramos de maíz. Si el guardia le daba permiso, llegaba a comer ratones vivos, “serpientes, ranas, gusanos o todo lo que se le pusiera por delante como forma de consumir proteínas” (HRC 2014: 240). Shin consiguió escapar, y al explicar cómo se arriesgó en el intento de fuga, a pesar de los peligros, comentaría: “I heard from this new inmate that the people outside could eat the same food as the guards, freely. I could have been electrocuted, I could have been shot but I just wanted to have one day for which I could eat all the food that the people outside [the camp] ate” (2014: 234). Aún hoy, gran parte de los programas de ayuda o la atención médica ofrecida parten de ese dogma universalista. Pero ¿es así de sencillo? ¿Basta con llenar de calorías esos estómagos? ¿Es tan universal la experiencia del hambre? ¿No hay espacio para la precipitación cultural en significaciones, prácticas o emociones diversas que pueden y deben ser rastreadas e interpretadas? Las siguientes líneas pretenden ofrecer argumentos para defender la necesidad de un proyecto culturalista del hambre y la carestía alimentaria complementario al discurso biologicista. A través de algunos ejemplos etnográficos, defendemos la idea de que el hambre y la falta de comida también se construyen de manera diversa y constituyen un “campo de cultura” que debemos abordar.

Cuando las calorías no son suficientes: hambrientos culturales

Llegados a este punto, y para tranquilizar a ciertos lectores: ¿no es poco más que una provocación hablar de “hambrientos culturales”? ¿No resulta temerario, cuando no inconsciente, situar el sufrimiento en los espacios moldeables de la cultura? ¿Acaso son iguales las experiencias de hambre en los campos de concentración que la de miles de adolescentes occidentales que de manera deliberada deciden “pasar hambre” como un estilo de vida? Somos muy conscientes del peso de todas estas cuestiones. No defendemos aquí una comparación de “hambrientos” ni quitar legitimidad al discurso biologicista, tampoco minimizar el valor moral del sufrimiento. Proponemos la necesidad de combatir el determinismo biologicista que opaca la riqueza de la realidad cultural de la carestía alimentaria y del hambre como corolario de esta. Sin el análisis y la interpretación cultural, muchas de esas realidades quedan incompletas. Vayamos, entonces, a la etnografía.

En los últimos días de agosto de 2001 decenas de medios de comunicación internacional recogían las imágenes de niños famélicos en el oriente de Guatemala. Los reportes médicos alertaban de decenas de muertes por desnutrición.1 Durante los meses siguientes, la solidaridad y las diversas agencias del desarrollo acudieron con la ayuda “evidente”: comida para el hambre. A tenor de los datos de nuestro trabajo de campo, los estómagos hambrientos de estos indígenas parecían necesitar llenarse de manera particular (Mariano Juárez 2011, 2013b; Mariano Juárez y López García, 2013). Para los ch’orti’, indígenas mayas que habitan en esa región del oriente de Guatemala, la sensación del hambre no era otra cosa que el “estómago, que pide sus tortillas”. Los centenares de proyectos de la cooperación y el desarrollo que han llegado a la región en los años siguientes han prestado poca atención al gusto local y los valores simbólicos asociados a la comida. Cuestiones centrales en las definiciones de la “comida que sacia el hambre”, al menos entre muchas personas de este grupo indígena. Tal y como antes señalábamos, a partir del imperativo biologicista se ha asumido que la comida es la solución para el hambre a la par que el hecho incuestionable de que los hambrientos van a comer cualquier cosa: una mera cuestión de aritmética nutricional. La imagen paradigmática de esto podría ser los “paquetes solidarios” 2 que se han empleado en la ayuda a las hambrunas en casi todo el siglo pasado, en casi todos países con problemas de desnutrición. De manera rutinaria, los “donadores” han ofrecido ayuda en forma de comida empaquetada que se aleja de la emotividad y las lógicas culturales de la región que incluyeron sopas instantáneas, compuestos energéticos, pan francés, latas de atún, mermeladas o botellas de aceite. La etnografía de los diálogos de la ayuda (Mariano Juárez 2013b ; López García, Francesch y Mariano Juárez 2011) ha mostrado cómo mucha de esa comida fue vendida en los mercados locales y no aprovechada por los “hambrientos” en la forma esperada. Ante el desconcierto de la cultura del desarrollo, los indígenas se empecinaban en explicar los hechos: “para el hambre, sólo la tortilla, ajá, la tortilla y el frijol son las comidas que alimentan”. El hambre - y la lucha contra el hambre - no era solo una cuestión de balances calóricos, sino también balances simbólicos. Como hemos apuntado en otro lugar, el hambre no es sólo ese gusano feroz que roe la tripa (González Turmo 2002: 299), sino ese gusano feroz que roe la mente (López García 2008).

La necesidad de profundizar en nuestro conocimiento de la escasez y la carencia alimentaria incorporando los elementos simbólicos y culturales no sólo se nutre de etnografías indígenas, alejadas y distantes. En 2019 trabajamos en una investigación sobre narrativas y experiencias en torno al proceso alimentario en personas que han visto cómo la enfermedad y los tratamientos irrumpían en la cotidianidad de sus vidas (Mariano Juárez, Cipriano y López García 2016). Hasta hace poco tiempo, la bibliografía preocupada por el impacto de la enfermedad en la calidad de vida de los pacientes, en términos alimentarios, estaba circunscrita al ámbito fisiológico. Trabajamos con pacientes que habían sufrido los estragos de cirugías, radioterapia o quimioterapia tras ser diagnosticados de un cáncer, lo que impedía comer cómo lo habían hecho hasta entonces. En ocasiones la boca era sustituida por cánulas y gastrectomías, con un impacto evidente en estas personas. La medicina se ha preocupado del impacto en la vida alimentaria desde el esquema de los balances calóricos y su traducción en las tablas de peso, caquexia y otros índices con el objetivo de evitar la desnutrición. Algunos trabajos muy recientes comienzan a ensanchar las definiciones de malnutrición. El cambio de significado se aprecia en la atención prestada a lo que uno de los informantes de Roing y sus colegas (2007) les confesó hablando de lo que era para él comer: “the worst time of the day is when I eat… it is really tough… nothing tastes good anymore. It is hard to eat… it is absolutely the worst time of the day”. Las personas con las que hablamos declinaban salir a comer en restaurantes o en comidas familiares, optando por la soledad que evita las miradas de los demás. Al igual que han relatado otros trabajos (McQuestión, Fitch y Howell, 2011; Lang et al. 2013), la pérdida del valor social de la comida es verbalizada de manera recurrente. La nueva boca y la nueva manera de comer pueden, de esta forma, contribuir a nutrir las demandas calóricas, a hidratar la piel que envuelve ese cuerpo, pero es incapaz de saciar las demandas simbólicas y culturales, un espacio social que se ve progresivamente adelgazado. Uno de nuestros informantes nos explicaba que la nueva alimentación no era tal, de forma que le producía hastío y rechazo: “yo quería comer por mí mismo, coger una cuchara y meterla en un buen plato de lentejas y llenarla y llevármela a la boca, saboreándolo, disfrutando de la comida”.

Ese deseo de volver a comer como lo hacían antes es compartido por muchos de los informantes de esa investigación. Javier, por ejemplo, peleó por dejar de comer a través de la sonda nasogástrica, advirtiendo a los médicos que ese método le resultaba muy doloroso. La solución consistió en una gastrostomía, un cambio percibido con agrado aunque tampoco significó “volver a comer”. A partir de entonces, comía a través de una bomba de alimentación enteral, una novedad en las topografías culinarias de la casa, más cercana a las de un hospital:

“[…] ahora como por la tripa, me enchufan al aparato que tengo, unos botes de comidas preparadas que hay que comprar en la farmacia, me lo ponen y cae por goteo, me lo ponen dos veces al día, es mi hija la que se encarga. Hay que mover muy bien los botes para que lo que hay dentro de ellos se mezcle bien y pueda caer sin que se atasque la sonda. Tiene que sacarlo un buen rato antes de la nevera para que no esté muy frío porque al principio no teníamos esa precaución y me caía de golpe, yo notaba que estaba muy frío y me revolvía un poco cuando caía. Yo tengo que estar sentado y tener la cabeza incorporada para que facilite la caída del alimento, y debo estar en esa posición por lo menos una hora después de comer, como poco media hora para evitar el reflujo, que alguna vez por levantarme demasiado pronto, que estaba deseando desenchufarme de la máquina, me ha pasado, y es una mala sensación la verdad. Lo hago dos veces al día.”

Lo que queda es la sensación de pérdida, de no comer. Tal vez el cuerpo esté saciado en términos calóricos, pero en realidad “no es comer”. Javier se siente “hambriento en términos culturales”:

“[…] yo no tengo la sensación de comer. Para mí ver un alimento, olerlo, y saborearlo no solo me alimenta a nivel nutricional, sino que también me ayuda a evocar recuerdos, sentimientos y emociones de las veces en las que comí ese alimento y esto, con esta nueva forma de comer que me ha tocado no lo consigo. Esta forma de comer que tengo ahora… me llena… me quita el hambre… pero… no es comer… es como si yo no comiera… porque no saboreo la comida, no tengo la sensación de comer porque yo no mastico ni trago, es algo artificial.”

Estas nuevas maneras de no comer alimentan el cuerpo porque aportan elementos necesarios en la dieta desde el punto de vista nutricional, pero poco o nada aportan que ayude a saciar el hambre de cultura que la comida también aporta. La irrupción de lo social se aprecia también en las prácticas de Fernando. A pesar de que le habían recomendado tomar espesantes para evitar el riesgo de atragantamiento y una dieta muy específica, nos relató cómo se saltaba los consejos que había recibido del personal médico: necesitaba volver a sentir que comía de verdad, aún con el temor a morir ahogado. El hambre cultural, al igual que el fisiológico, también presenta esas llamadas, quizás tan poderosas como las instintivas, por ser saciadas.

Un último ejemplo que ahonda en las definiciones simbólicas más que en los meros cálculos calóricos de las tablas y calorías. Desde hace unos años trabajamos en las prácticas y representaciones alimentarias de hombres y mujeres que refieren seguir un estilo de vida fitness (Mariano Juárez 2017). La alimentación está guiada por pautas que indican qué comer y en qué cantidad comer, una normatividad que recrea un escenario de pureza muy particular: en diversos escenarios, comer se aleja de las demandas del cuerpo, recreando un sistema de valoración de la saciedad cultural. Así, es posible que personas que comen 3500 calorías al día tengan la sensación de estar “hambrientos”, porque no están cumpliendo con las demandas culturales. Entre este grupo, existe una idea muy extendida que se puede asociar con un tipo de “hambre cultural”. Se trata del miedo a “catabolizar”, o entrar en catabolismo. De manera muy sencilla, entienden que más allá de la necesidad de hambre, si las calorías y los componentes de las mismas no son adecuados, el cuerpo comienza a “consumir” músculo. Este hambre particular, muy debatido en la literatura especializada, genera sus propias prácticas alimentarias, consumiendo dietas que incluyen alimentos y suplementos en la noche ricos en proteínas de absorción lenta. En el caso de los que se acercan al ámbito más ortodoxo o semi profesional, pueden llegar a programar el despertador para alimentarse en mitad de la noche, una práctica muy común en los bodybuilders profesionales (Bolin 1992; Aksoy Sugiyama 2014; Moore 1997). De nuevo, un tipo de hambre cultural, recreada en estómagos repletos de comida.

Cuando la falta de calorías no es hambre

¿Es posible que la plasticidad cultural impugne la idea de hambre como estómago vacío? ¿La falta de calorías, de alimentos, es siempre vivida de la misma manera? ¿No hay espacio para la orientación social y política? Para dar razones a las respuestas afirmativas, los antropólogos tendemos a esgrimir los argumentos que complejizan la definición de cuerpo o identidad. En esta línea, podríamos señalar los trabajos historiográficos sobre el uso de las huelgas de hambre por las sufragistas británicas, a partir de 1909. Las huelgas de hambre no constituyeron entonces una novedad, pero sí lo fue la combinación de presión mediática, cuerpos hambrientos y fines políticos. Para muchos, la decisión de Wallace Dunlop de rechazar cualquier tipo de alimentación - “She announced that she would eat no food until this right was conceded” (Pankhurst 1931) - se considera la génesis del uso del hambre con fines políticos. Como ha recogido Annie Kenney (1924), “From that day, July 5th, 1909, the hunger-strike was the greatest weapon we possessed against the Government”. Desde nuestro argumento, inaugura también esa dialéctica entre cuerpos hambrientos - voluntariamente hambrientos - y cuerpos sociales y políticos saciados con la atención de sus demandas. Entre los relatos de las experiencias de aquellas lejanas huelgas se cuela el sufrimiento en formas diversas de medir el dolor, calendarios contando con los días sin comida o bebida o gráficas con la pérdida de peso (Crawford 1999, Pankhurst 1931), pero destacan las experiencias y posicionamientos de estas mujeres frente a la respuesta que les dio el estado a través de la “alimentación forzosa”. La primera que sufrió la autorización del ministro Herbert Gladstone a finales de septiembre de aquel año fue Mary Leigh. En algún momento, la práctica de la “alimentación forzosa” se llegó a equiparar con la violación, una forma de ser dominada que incluía la introducción de tubos fálicos por la boca o la nariz (Vernon 2011: 83; Ellman 1993). La resistencia ante la comida era la exhibición de la valía moral, hasta el punto de que, como recordaría Mary Richardson sobre la segunda semana de una de sus huelgas de hambre, cuando no fue capaz oponer resistencia a la “alimentación forzosa”, le pareció una suerte de muerte: “inability of mine to struggle. It seemed a moral death not to resist” (Richardson 1953: 171). El carácter cultural del hambre y sus definiciones volvía aquí a exhibir su dramatismo: no era el cuerpo individual el que precisaba de “comida”, sino el político. Los alimentos que saciaban el hambre no se medían en términos calóricos ni venían en las bandejas que las funcionarias exhibían junto a otras formas de seducción, sino en prácticas - la resistencia y el valor de las mujeres - y capitales políticos y simbólicos - el voto. Lo que unos definían como cuerpos alimentados, otras lo entendían como violados.

Los defensores del determinismo biológico argumentarían, quizás con razón, que comparamos planos de experiencia diferentes. Nosotros argumentamos que las experiencias fisiológicas se dotan de contenido en la interacción de escenarios culturales concretos. También los ámbitos íntimos de la fisiología del hipotálamo.

Podíamos esgrimir el contexto histórico de las “fasting girls”. El término (Hammond 1879; Stacey 2002; Anderson 2010) se empleó en la época victoriana para denominar a ciertas jóvenes que practicaron ayunos prolongados en el tiempo sin que hubiera certezas de las etiologías ni las intenciones de los ayunos (Brumberg 2000). Algunos de los nombres de estas mujeres se hicieron tristemente famosos. Por ejemplo, Sarah Jacob, “the welsh fasting girl” (Busby 2004; Ellman 1993), quien comenzó un ayuno a la edad de diez años, y que no comería nada hasta su muerte dos años después, en 1869. Molly Fancher fue otra de esas mujeres que acapararon fama. Conocida como el “Brooklyn enigma”, su experiencia de una cotidianidad sin alimentos desde los 14 años se publicó como un “remarkable case” en el Brookling Daily Eagle en 1866. Molly Fancher ligaba su capacidad con esa idea de estar en conexión con fuerzas espirituales que eran más que la materia (Stacey 2002; Anderson 2010). Durante meses, apenas se alimentaba con unas pequeñas cucharadas de leche y durante otros 12 años sin nada en absoluto (Stacey 2002). Sus alimentos eran de otra naturaleza. Recordemos que la noción de anorexia mirabilis, de una tradición anterior, estaba basada en la independencia del espíritu from the flesh que se hace posible por la existencia de un milagro: la idea de “alimentarse con dios”, otro tipo de alimentación. Estómagos vacíos que se alimentaban con la divinidad. O podríamos hablar del arte de los ayunadores que se mostraban en espectáculos a lo largo de toda Europa desde el siglo XVIII (Gooldin 2003), donde el hambre se insertaba en los emergentes mercados de ocio. Los mismos críticos podrán esgrimir con acierto que se trata de contextos históricos y culturales superados por la emergencia del discurso científico. Así que volvamos al presente.

Antes nos hemos referido a la hambruna de la región ch’orti. Hemos trazado la necesidad de incorporar la ideología local en los proyectos de atención, en la propia definición de “comida que sacia el hambre”. Pero el carácter cultural de la experiencia del hambre no se acaba ahí. Cuando en nuestro trabajo de campo en la región preguntábamos por “la hambruna”, las respuestas eran desconcertantes. A pesar de las imágenes publicadas por los medios, de los censos de muertes, los indígenas se mostraban obstinados en la negativa. No hubo hambre; “se lo inventaron los que vinieron a tomar vídeo”. En otros lugares (Mariano Juárez 2009, 2011, 2013b) hemos desarrollado la idea de manera más pormenorizada. Las nociones indígenas de hambre y desnutrición se alejan de la construcción en torno a balances calóricos occidentales y guardan entre sí una relación no tan inmediata como en occidente. El hambre es siempre un padecimiento colectivo, inserto en narraciones y tiempos míticos que es explicado por la falta completa de maíz durante años. La escasez se asocia de manera periódica a un tiempo conocido como “la época de las tortillas con sal”, cotidiano y esperable como el calor en marzo. Y la desnutrición se construye en términos culturales como una enfermedad donde las explicaciones de la falta de comida son subordinadas a las explicaciones sobre la falta de cuidado (Mariano Juárez 2015). Es posible negar la hambruna teniendo falta de alimentos, como es posible afirmar que la desnutrición es independiente de la carestía alimentaria. Una visión fenomenológica de la experiencia del hambre para los ch’orti’ se inserta en discursos sobre la identidad indígena, la retórica culinaria sobre el maíz o los roles de género (Mariano Juárez 2009). Las definiciones se asientan en modelos culturales diferentes que modelan experiencias diferentes a Occidente.

La necesidad de ensanchar las definiciones en torno al hambre puede completarse con etnografías “más cercanas”. En otro lugar nos hemos referido a las comunidades de Anas & Mias, acrónimos emic de anoréxicas y bulímicas (López García 2012), con un argumento tan potente como controvertido: la noción en torno al hambre y la nutrición que se maneja desde la medicina opaca y enmascara sentidos y significados del padecimiento, cuestiones centrales que llegan a ser parte de la trama del diagnóstico, incluso hasta modificar sus bases teóricas. Al trazar los relatos de este grupo, la historia se aleja de las historias clínicas. En ellos, la comida y el cuerpo alimentado se configuran como un enemigo dentro del “camino” o de un “estilo de vida”: “Quod me nutrit me destruit”.3 Una idea resumida en palabras de una de estas mujeres: “prefiero sentir el alma llena y no el estómago”. El estómago no es entonces el gusano feroz que roe las tripas, sino como señalábamos, que roe las mentes. La disparidad se refleja muy bien en lo que apuntaba otra de ellas al explicar la experiencia del hambre, “no es el estómago que ruge, sino que aplaude”. El lector no debe malinterpretar nuestra tesis. No se trata de impugnar las definiciones psiquiátricas que determinan la existencia de trastornos de la alimentación. Sin embargo, a tenor de los usos y las biografías, sí que apoya la necesidad de afinar los criterios diagnósticos. Muchas de ellas se pelean con las categorías nutricionales tradicionales, pero sería complejo definirlas como enfermas, más aún en una sociedad repleta de normas lipófobas desde hace décadas.4 Veámoslo con otro ejemplo al que antes también aludíamos. La cada vez más numerosa cultura del fitness agrupa a personas que comparten un modelo corporal, pero también una serie de principios dietéticos. Entre ellos, durante unos periodos que llaman “de definición”, el hambre aparece intercalada entre discursos y prácticas de dietas cetónicas, porcentajes de macronutrientes, déficits calóricos o periodos de ayuna. Lo que definimos aquí es que el concepto del hambre y la experiencia vivida son diferentes a, pongamos, el lector de este texto. Y no es posible por ello - cielos, no - definir a este grupo dentro de la vigorexia o construir una nueva psicopatología.

La cultura en las hambres: impactos y prevenciones de los enfoques culturalistas

Unas últimas líneas. Existe la necesidad de un proyecto culturalista en los trabajos sobre el hambre y la carestía alimentaria que no esquive los peligros a los que se enfrenta. Tal y como hemos intentado mostrar, la construcción occidental del hambre y la falta de alimentación se encuentra determinada por los principios empiristas de la nutrición y la biología. Creemos, no obstante, que la biología no constituye, tampoco hoy, la última frontera de la ideología o la diversidad cultural. Al igual que las diversas experiencias alimentarias delimitan escenarios culturales a través de relaciones biunívocas entre sujetos y estructuras o culturas, las experiencias en torno al hambre abren sus espacios a la plasticidad cultural. Al pertrecharnos en la cierta seguridad que nos da el discurso empírico no sólo evadimos debates epistemológicos complejos, sino que condicionamos los diálogos con esos otros y sus experiencias. Así ha sucedido en el oriente de Guatemala con centenares de iniciativas de proyectos de desarrollo, que en los últimos años se han plegado a propuestas más sensibles a la “emotividad cultural” indígena. Algo similar ocurre cuando prácticas que se alejan de la norma - los ayunos o las dietas hipercalóricas de los asiduos del gimnasio o las salas de crossfit- son despachadas con la etiqueta de la psicopatología o lo pintoresco antes de rastrear el imaginario cultural en el que tienen lugar. El impacto del discurso culturalista se aprecia también en la presencia, aún minoritaria, de textos biomédicos que se acercan tímidamente a la idea de que alimentar los cuerpos enfermos no es sólo una cuestión de balances calóricos. Como hemos señalado, muchos pacientes siguen sintiéndose hambrientos tras comer, y no resulta suficiente catalogar su estado bajo criterios como añoranza o enfermedades del alma, un discurso más propio de siglos anteriores. Necesitamos profundizar en ese proyecto culturalista del hambre y de la falta de alimentos porque es un imperativo no solo científico sino también moral. En la memoria de cualquier sociedad habrá referencias a episodios en los que por desastres naturales, por guerras o por imposiciones políticas o sagradas se ha padecido hambre; necesitamos narrativas sobre esas hambres en diversos contextos etnográficos e históricos (Ó Grada 2009) para conocer su lógica local y para dilucidar cómo pueden dialogar unos relatos con otros; así podremos aproximarnos a valoraciones convergentes o divergentes sobre el peso de la biología y de la cultura en las definiciones de hambre.

Los peligros, sin embargo, son muchos y graves. Las experiencias del hambre dejan espacios por los que se cuela la diversidad cultural, pero no por ello dejan de arrastrar tras de sí escenarios políticos de inequidad y mucho sufrimiento. No puede ser que el proyecto relativista se asiente poniendo en cuestión lo mucho que hemos avanzado en este sentido. La historia de Shin Dong-hyuk en la que denuncia a su madre y otras similares que parecen significar la dilución cultural puede contraponerse a otras muchas dónde las madres se han quedado sin comer hasta la muerte por repartir la comida entre el resto de la familia. Y en todas ellas debe existir un espacio protagonista para el sufrimiento porque en las etnografías del sufrimiento - las del hambre lo son - constituyen su elemento central. La necesidad de argumentar de manera crítica desde esta perspectiva las noticias de la criminalización de las madres que alimentan a sus hijos con dietas veganas no es, faltaría más, caer en un relativismo absurdo. Al igual que no supone que estas ideas - en el caso de anas y mias - se alineen con el frente antipsiquiatría que clama sobre el carácter ficcional de los diagnósticos psiquiátricos. No. Por supuesto, abrir el espacio a la cultura no es otra cosa que ampliar el punto de mira, ensanchar la interpretación, aumentar nuestro conocimiento. En suma, la labor de la antropología en el último siglo y medio. Delimitar la experiencia del hambre en los espacios construidos culturalmente no equivale a negar la facticidad del sufrimiento que han arrastrado y arrastran. El hambre y las experiencias de escasez alimentaria o nutricional no constituyen la última frontera de la ideología, sino que son hoy un fértil campo de cultura. Y ello requiere, también, de etnógrafos que asuman el reto y los peligros que comporta.

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1 Para un mayor desarrollo de los acontecimientos, véase López García 2008, López García 2009), Nufio (2008), Arriola (2008) o Mariano Juárez (2009, 2011).

2Por ejemplo, la respuesta de Herbert Hoover a la petición de ayuda durante la hambruna rusa de los primeros años de la década de 1920 constituye un ejemplo de esta práctica. El diseño original de la ayuda pretendía ofrecer alimentación a más de un millón de niños, entregando pan, sémola de maíz, azúcar, cacao, maíz y leche. La ARA (American Relief Administration) hizo llegar un total de 930.530 paquetes, que en su forma estándar y casualmente ajustados de acuerdo a la disponibilidad en origen, se componía de 49 libras de harina, 25 libras de arroz, tres libras de té, 10 libras de grasas; 10 libras de azúcar, 20 libras de leche conservada - para un peso total de 117 libras. El formato y el contenido se reprodujeron indistintamente para cualquier situación geográfica. Por ejemplo, contra el hambre de la Alemania de posguerra se envió el llamado “nuevo paquete para Alemania”, que contenía cuatro libras de carne, tres libras de mantequilla, un quilo de harina, azúcar, leche entera en polvo, una libra de arroz, miel, mermeladas y pasas, dos libras de café, una libra de chocolate, cuatro huevos en polvo y jabón. Con estos ejemplos podemos entender muchos de los paquetes que se enviaron a lo largo del siglo XX a cualquier rincón de Asia, África y América: la lógica de la atención al hambre se decantaba por saciar los gustos y la disponibilidad de los donantes, y no tanto de los hambrientos.

3“Lo que me alimenta, me destruye”.

4Somos conscientes que no es un debate menor. Muchos de los debates epistemológicos de mayor calado provienen en la actualidad de la Antropología Médica y la relación de los postulados culturalistas en el terreno de la enfermedad y el sufrimiento. Las cautelas aquí deben ser precisas: no negamos la realidad del sufrimiento de los trastornos de la alimentación. Nuestro argumento es aquí el mismo: las categorías diagnósticas deben “llenarse de cultura” para afinar el proceso diagnóstico y ponerlo en el marco de categorías que ya no pueden ser denotativas.

Recibido: 30 de Junio de 2020; Revisado: 28 de Febrero de 2022; Aprobado: 10 de Marzo de 2022

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